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DIRECTORIO de la SECCIÓN |
Y VA DE CUENTO |
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Autor: Miguel de Unamuno |
A Miguel, el héroe de mi cuento, habíanle pedido uno. ¿Héroe? ¡Héroe, sí! ¿Y
por qué? -preguntará el lector-. Pues primero, porque casi todos los
protagonistas de los cuentos y de los poemas deber ser héroes, y ello por
definición. ¿Por definición? ¡Sí! Y si no, veámoslo.
P.- ¿Qué es un héroe?
R.- Uno que da ocasión a que se pueda escribir sobre él un poema épico, un
epinicio, un epitafio, un cuento, un epigrama, o siquiera una gacetilla o una
mera frase.
Aquiles es héroe porque le hizo tal Homero, o quien fuese, al componer la
Ilíada. Somos, pues, los escritores - ¡oh noble sacerdocio! - los que para
nuestro uso y satisfacción hacemos los héroes, y no habría heroísmo si no
hubiese literatura. Eso de los héroes ignorados es una mandanga para consuelo de
simples. ¡Ser héroe es ser cantado!
Y, además, era héroe el Miguel de mi cuento porque le habían pedido uno.
Aquel a quien se le pida un cuento es, por el hecho mismo de pedírselo, un
héroe, y el que se lo pide es otro héroe. Héroes los dos. Era, pues, héroe mi
Miguel, a quien le pidió Emilio un cuento, y era héroe mi Emilio, que pidió el
cuento a Miguel. Y así va avanzando este que escribo. Es decir:
burla, burlando, van los dos delante.
Y mi héroe, delante de las blancas y agarbanzadas cuartillas, fijos en ellas
los ojos, la cabeza entre las palmas de las manos y de codos sobre la mesilla de
trabajo -y con esta descripción me parece que el lector estará viéndole mucho
mejor que si viniese ilustrado esto-, se decía: «Y bien, ¿sobre qué escribo
ahora yo el cuento que se me pide? ¡Ahí es nada, escribir un cuento quien, como
yo, no es cuentista de profesión! Porque hay el novelista que escribe novelas,
una, dos, tres o más al año, y el hombre que las escribe cuando ellas le vienen
de suyo. ¡Y yo no soy un cuentista!…
Y no, el Miguel de mi cuento no era un cuentista. Cuando por acaso los
hacía, sacábalos, o de algo que, visto u oído, habíale herido la imaginación, o
de lo más profundo de sus entrañas. Y esto de sacar cuentos de lo hondo de las
entrañas, esto de convertir en literatura las más íntimas tormentas del
espíritu, los más espirituales dolores de la mente, ¡oh, en cuanto a esto!… En
cuanto a esto, han dicho tanto ya los poetas líricos de todos los tiempos y
países, que nos queda ya muy poco por decir.
Y luego los cuentos de mi héroe tenían para el común de los lectores de
cuentos -los cuales forman una clase especial dentro de la general de los
lectores- un gravísimo inconveniente, cual es el de que en ellos no había
argumento, lo que se llama argumento. Daba mucha más importancia a las perlas
que no al hilo en que van ensartadas, y para el lector de cuentos lo importante
es la hilación, así, con hache, y no ilación, sin ella, como nos empeñamos en
escribir los más o menos latinistas que hemos dado en la flor de pensar y
enseñar que ese vocablo deriva de infero, fers, intuli, illatum. (No
olviden ustedes que soy catedrático, y de yo serlo comen mis hijos, aunque
alguna vez merienden de un cuento perdido.)
Y
estoy a la mitad de otro cuarteto.
Para el héroe de mi cuento, el cuento no es sino un pretexto para
observaciones más o menos ingeniosas, rasgos de fantasía, paradojas, etc., etc.
Y esto, francamente, es rebajar la dignidad del cuento, que tiene un valor
sustantivo -creo que se dice así- en sí mismo y por sí mismo. Miguel no creía
que lo importante era el interés de la narración y que el lector se fuese
diciendo para sí mismo en cada momento de ella: «Y ahora, ¿qué vendrá?», o bien:
«¿Y cómo acabará esto?». Sabía, además, que hay quien empieza una de esas
novelas enormemente interesantes, va a ver en las últimas páginas el desenlace y
ya no lee más.
Por lo cual creía que una buena novela no debe tener desenlace, como no lo
tiene, de ordinario, la vida. O debe tener dos o más, expuestos a dos o más
columnas, y que el lector escoja entre ellos el que más le agrade. Lo que es
soberanamente arbitrario. Y mi este Miguel era de lo más arbitrario que darse
puede.
En un buen cuento, lo más importante son las situaciones y las transiciones.
Sobre todo estas últimas. ¡Las transiciones, oh! Y respecto a aquellas, es lo
que decía el famoso melodramaturgo d’Ennery: «En un drama (y quien dice drama
dice cuento), lo importante son las situaciones; componga usted una situación
patética y emocionante, e importa poco lo que en ella digan los personajes,
porque el público, cuando llora, no oye». ¡Qué profunda observación esta de que
el público, cuando llora, no oye! Uno que había sido apuntador del gran actor
Antonio Vico me decía que, representando este una vez La muerte civil,
cuando entre dos sillas hacía que se moría, y las señoras le miraban con los
gemelos para taparse con ellos las lágrimas y los caballeros hacían que se
sonaban para enjugárselas, el gran Vico, entre hipíos estertóricos y en frases
entrecortadas de agonía, estaba dando a él, al apuntador, unos encargos para
contaduría. ¡Lo que tiene el saber hacer llorar!
Sí; el que en un cuento, como en un drama, sabe hacer llorar o reír, puede
en él decir lo que se le antoje. El público, cuando llora o cuando se ríe no se
entera. Y el héroe de mi cuento tenía la perniciosa y petulante manía de que el
público - ¡su público, claro está! - se enterase de lo que él escribía. ¡Habrase
visto pretensión semejante!
Permítame el lector que interrumpa un momento el hilo de la narración de mi
cuento, faltando al precepto literario de la impersonalidad del cuentista (véase
la Correspondance de Flaubert, en cualquiera de sus cinco volúmenes
Oeuvres completes, París, Louis Conard, libraire-éditeur, MDCCCXX), para
protestar de esa pretensión ridícula del héroe de mi cuento de que su público se
interesa de lo que él escribía. ¿Es que no sabía que la más de las personas leen
para no enterarse? ¡Harto tiene cada uno con sus propias penas y sus propios
pesares y cavilaciones para que vengan metiéndole otros! Cuando yo, a la mañana,
a la hora del chocolate, tomo el periódico del día, es para distraerme, para
pasar el rato. Y sabido es el aforismo de aquel sabio granadino: «La cuestión es
pasar el rato»; a lo que otro sabio, bilbaíno éste, y que soy yo, añadió: «Pero
sin adquirir compromisos serios». Y no hay modo menos comprometedor de pasar el
rato que leer el periódico. Y si cojo una novela o un cuento no es para que de
reflejo suscite mis hondas preocupaciones y mis penas, sino para que me
distraiga de ellas. Y por eso no me entero de lo que leo, y hasta leo para no
enterarme…
Pero el héroe de mi cuento era un petulante que quería escribir para que se
enterasen, y, es natural, así no puede ser, no le resultaba cuanto escribía sino
paradojas.
¿Que qué es esto de una paradoja? ¡Ah!, yo no lo sé, pero tampoco lo saben
los que hablan de ellas con cierto desdén, más o menos fingido; pero nos
entendemos, y basta. Y precisamente el chiste de la paradoja, como el del
humorismo, estriba en que apenas hay quien hable de ellos y sepan lo que son. La
cuestión es pasar el rato, sí, pero sin adquirir compromisos serios; y ¿qué
serio compromiso se adquiere tildando a algo de paradoja, sin saber lo que ella
sea, o tachándolo de humorístico?
Yo, que, como el héroe de mi cuento, soy también héroe y catedrático de
griego, sé lo que etimológicamente quiere decir eso de paradoja: de la
preposición para, que indica lateralidad, lo que va de lado o se desvía,
y doxa, opinión, y sé que entre paradoja y herejía apenas hay diferencia;
pero…
Pero ¿qué tiene que ver todo esto con el cuento? Volvamos, pues, a él.
Dejamos a nuestro héroe -empezando siéndolo mío y ya es tuyo, lector amigo,
y mío; esto es, nuestro- de codos sobre la mesa, con los ojos fijos en las
blancas cuartillas, etc. (véase la precedente descripción) y diciéndose: «Y
bien, ¿sobre qué escribo yo ahora?».
Esto de ponerse a escribir, no precisamente porque se haya encontrado
asunto, sino para encontrarlo, es una de las necesidades más terribles a que se
ven expuestos los escritores fabricantes de héroes, y héroes, por lo tanto,
ellos mismos. Porque, ¿cuál, sino el de hacer héroes, el de cantarlos, es el
supremo heroísmo? Como no sea que el héroe haga a su hacedor, opinión que
mantengo muy brillante y profundamente en mi Vida de don Quijote y Sancho,
según Miguel de Cervantes Saavedra, Madrid, librería de Fernando Fe, 19051-y
sirva esto, de paso, como anuncio-, obra en que sostengo que fue don Quijote el
que hizo a Cervantes y no este a aquél. ¿Y a mí quién me ha hecho, pues? En este
caso, no cabe duda que el héroe de mi cuento. Sí, yo no soy sino una fantasía
del héroe de mi cuento.
¿Seguimos? Por mí, lector amigo, hasta que usted quiera; pero me temo que
esto se convierta en el cuento de nunca acabar. Y así es el de la vida… Aunque,
¡no!, ¡no!, el de la vida se acaba.
Aquí sería buena ocasión, con este pretexto, de disertar sobre la brevedad
de esta vida perecedera y la vanidad de sus dichas, lo cual daría a este cuento
un cierto carácter moralizador que lo elevara sobre el nivel de esos otros
cuentos vulgares que sólo tiran a divertir. Porque el arte debe ser edificante.
Voy, por lo tanto, a acabar con una
Moraleja.
Todo se acaba en este mundo miserable: hasta los
cuentos y la paciencia de los lectores. No sé, pues, abusar.
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Responsables últimos de este proyecto Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado Son: Maestros - Diplomados en Geografía e Historia - Licenciados en Flosofía y Letras - Doctores en Filología Hispánica |
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