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DIRECTORIO de la SECCIÓN |
LOS PANES DE CENTENO |
Los documentos a los que aquí se accede han sido realizados seleccionados expresamente para desarrollar los programas académicos que trabajamos con nuestros alumnos. Esta serie se completa en algunos casos con propuestas de actividades interactivas, audios o vídeos que concretan y validan el grado de comprensión alcanzado o, simplemente, actuan como elemento motivador. También está disponible una estructura tipo «Wiki» colaborativa, abierta a cualquier docente o alumno que quiera participar en ella. Para acceder a estos contenidos se debe utilizar el «DIRECTORIO de la SECCIÓN». Para otras áreas de conocimiento u opciones use el botón: «Navegar» |
Autor: Anatole France |
En aquel tiempo, Nicolas Nerli era banquero en la noble
ciudad de Florencia. A la hora de tercia se encontraba ya sentado ante su
pupitre, y a la hora de nona aún estaba allí sentado, haciendo cuentas todo el
día en sus tablillas. Nicolas Nerli prestaba dinero al Emperador y al Papa. Era
audaz y desconfiado. Había adquirido grandes riquezas y despojado a mucha gente.
Por ello era respetado en la ciudad de Florencia. Vivía en un palacio en el que
la luz que Dios creó no entraba sino por estrechas ventanas; eso era por
prudencia, pues la mansión de un rico debe ser como una ciudadela y los que
poseen grandes bienes hacen bien en defender por la fuerza lo que han adquirido
por la astucia.
El palacio de Nicolas Nerli se encontraba pues provisto
de rejas y cadenas. En su interior, los muros estaban decorados con pinturas de
expertos maestros que habían representado en ellas las Virtudes, los patriarcas,
los profetas y los reyes de Israel. Los tapices expuestos en las habitaciones
ofrecían a la vista las historias de Alejandro y de César. Nicolas Nerli hacía
brillar su riqueza por toda la ciudad por medio de fundaciones piadosas.
Había mandado construir un hospital en la zona de
extramuros cuyo friso, esculpido y pintado, representaba las acciones más
honorables de su vida; en reconocimiento por las sumas de dinero que había
donado para acabar Santa María la Nueva, su retrato se hallaba expuesto en el
coro de esta iglesia. Se le veía en él arrodillado, con las manos juntas, a los
pies de la Santísima Virgen. Se le reconocía por su gorro de lana rojo, su
abrigo forrado, su rostro rollizo y sus ojillos despiertos. Su buena esposa,
Mona Bismantova, con expresión honesta y triste, se hallaba al otro lado de la
Virgen, en humilde actitud orante. Aquel hombre era uno de los primeros
ciudadanos de la República; como no había hablado jamás mal de las leyes y no se
preocupaba en absoluto de los pobres ni de aquellos a los que los poderosos del
momento condenan a pagar multas o al exilio, nada había disminuido en la opinión
de los magistrados la estima que había adquirido a sus ojos por su gran riqueza.
Una noche de invierno, al regresar a su palacio algo más
tarde de lo habitual, fue rodeado ante el umbral de su puerta por un grupo de
mendigos medio desnudos que le tendían la mano. Los alejó con duras palabras.
Pero el hambre hace a los hombres ariscos y osados como los lobos: formaron un
círculo a su alrededor y le pidieron pan con voz quejumbrosa y ronca. Estaba
inclinándose ya para recoger piedras y lanzárselas, cuando vio llegar a uno de
sus criados que llevaba sobre la cabeza una cesta de panes de centeno,
destinados a los empleados de las cuadras, de la cocina y de los jardines.
Hizo una señal al de los panes para que se acercara, e
introduciendo ambas manos en la cesta, arrojó los panes a los menesterosos.
Luego, entró en su casa, se acostó y se quedó dormido. Mientras dormía, sufrió
un ataque de apoplejía y murió tan de repente que creía que se encontraba aún en
su lecho cuando vio, en un rincón oscuro, a san Miguel iluminado por el
resplandor que irradiaba de su propio cuerpo. El arcángel, con la balanza en la
mano, estaba cargando los platillos de la misma. Al reconocer en el platillo que
pesaba más las joyas de las viudas que guardaba como fianza, la multitud de
escudos indebidamente retenidos y algunas piezas de oro muy bellas, que sólo él
poseía y que había adquirido por usura o por fraude, Nicolas Nerli reconoció que
era su vida, ya finalizada, lo que san Miguel estaba pesando en su presencia.
Miró atento y preocupado.
-Señor san Miguel -le dijo- si ponéis en un platillo
todas las ganancias que he obtenido en mi vida, colocad en el otro, os lo ruego,
las hermosas fundaciones por las que he puesto de manifiesto mi piedad. No
olvidéis la cúpula de Santa María la Nueva a la que contribuí financiando la
tercera parte, ni el hospital de extramuros, que he construido por completo con
mi dinero.
-No temáis, Nicolas Nerli, -respondió el arcángel-. No
me olvidaré de nada.
Y con sus manos gloriosas colocó en el otro platillo la
cúpula de Santa María la Nueva y el hospital con el friso esculpido y pintado.
Pero el platillo no se movió. El banquero sintió gran inquietud.
-Señor san Miguel, -dijo de nuevo-, buscad bien. No
habéis colocado en ese platillo de la balanza ni mi hermosa pila del agua
bendita de San Juan, ni el púlpito de San Andrés, donde está representado el
bautismo del Nuestro Señor a tamaño natural. Es una obra que me costó muy cara.
El arcángel colocó el púlpito y la pila encima del
hospital en el platillo que tampoco se movió. Nicolas Nerli empezó a notar que
su frente se inundaba de un sudor frío.
-Señor arcángel -preguntó-, ¿estáis seguro de que
vuestra balanza funciona correctamente?
San Miguel respondió sonriendo que, aunque la balanza no
era como las que usan los cambistas de Venecia, aquélla no carecía en absoluto
de exactitud.
- ¡Cómo! -suspiró Nicolas Nerli completamente lívido-
¿la cúpula, el púlpito, la pila, el hospital con todas sus camas, no pesan pues
más que una brizna de paja o que el plumón de un pájaro?
-Ya lo estáis viendo, Nicolas, -dijo el arcángel- y
hasta el momento, el peso de vuestras iniquidades es muy superior al peso ligero
de vuestras buenas acciones.
-Voy a ir al infierno, pues -dijo el florentino. Y sus
dientes castañeteaban de espanto.
- ¡Tened paciencia, Nicolas Nerli, -prosiguió el pesador
celeste-, paciencia! No hemos terminado aún. Nos queda esto.
Y el bienaventurado Miguel tomó los panes de centeno que
el rico les había lanzado a los pobres la víspera. Los colocó en el platillo de
las buenas obras que descendió de repente, mientras que el otro subía, quedando
ambos platillos al mismo nivel. El fiel no se inclinaba ni a la derecha ni a la
izquierda, y la aguja indicaba la igualdad perfecta de los dos pesos. El
banquero no podía creer lo que veían sus ojos. El glorioso arcángel le dijo:
-Como estás viendo, Nicolas Nerli, no eres apto ni para
el cielo ni para el infierno. ¡Anda, regresa a Florencia! Multiplica en tu
ciudad esos panes que diste con tus manos, de noche, sin que nadie te viera, y
serás salvo. Pues no basta con que el cielo se abra para el ladrón que se
arrepiente. La misericordia de Dios es infinita: es capaz de salvar incluso a un
rico. Sé tú ese rico. Multiplica los panes cuyo peso puedes ver en mi balanza.
¡Anda!
Nicolas Nerli se despertó en su lecho. Decidió seguir el
consejo del arcángel y multiplicar el pan de los pobres para lograr entrar en el
reino de los cielos.
Durante los tres años que pasó sobre la tierra después
de su primera muerte, fue caritativo con los menesterosos y muy generoso en
limosnas.
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Responsables últimos de este proyecto Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado Son: Maestros - Diplomados en Geografía e Historia - Licenciados en Flosofía y Letras - Doctores en Filología Hispánica |
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