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DIRECTORIO de la SECCIÓN |
¿QUÉ DEBO HACER CON LO QUE ME SOBRA? |
Los documentos a los que aquí se accede han sido realizados seleccionados expresamente para desarrollar los programas académicos que trabajamos con nuestros alumnos. Esta serie se completa en algunos casos con propuestas de actividades interactivas, audios o vídeos que concretan y validan el grado de comprensión alcanzado o, simplemente, actuan como elemento motivador. También está disponible una estructura tipo «Wiki» colaborativa, abierta a cualquier docente o alumno que quiera participar en ella. Para acceder a estos contenidos se debe utilizar el «DIRECTORIO de la SECCIÓN». Para otras áreas de conocimiento u opciones use el botón: «Navegar» |
Autor: Gianni Boccaccio |
En la ciudad de
Prato había antes una ley, ciertamente no menos condenable que dura, que, sin
hacer distinción, mandaba que igual fuera quemada la mujer que fuese por el
marido hallada en adulterio con algún amante como la que por dinero con algún
otro hombre fuese encontrada.
Y mientras había
esta ley sucedió que una noble señora, hermosa y enamorada más que ninguna otra,
cuyo nombre era doña Filipa, fue hallada en su propia alcoba una noche por
Rinaldo de los Pugliesi, su marido, en brazos de Lazarino de los Guazzagliotri,
joven hermoso y noble de aquella ciudad, a quien ella como a sí misma amaba y
era amada por él; la cual cosa viendo Rinaldo, muy enfurecido, a duras penas se
contuvo de echarse encima de ellos y matarlos, y si no hubiese sido porque temía
por sí mismo, siguiendo el ímpetu de su ira lo habría hecho.
Sujetándose, pues,
en esto, no se pudo sujetar de querer que lo que a él no le era lícito hacer lo
hiciese la ley pratense, es decir, matar a su mujer. Y por ello, teniendo para
probar la culpa de la mujer muy convenientes testimonios, al hacerse de día, sin
cambiar de opinión, acusando a su mujer, la hizo demandar.
La señora, que de
gran ánimo era, como generalmente suelen ser quienes enamoradas están de verdad,
aunque desaconsejándoselo muchos de sus amigos y parientes, decidió firmemente
comparecer y mejor querer, confesando la verdad, morir con valiente ánimo que
vilmente, huyendo, ser condenada al exilio por rebeldía y declararse indigna de
tal amante como era aquel en cuyos brazos había estado la noche anterior. Y muy
bien acompañada de mujeres y de hombres, por todos exhortada a que negase,
llegada ante el podestá, preguntó con firme gesto y con segura voz qué quería de
ella.
El podestá,
mirándola y viéndola hermosísima y muy admirable en sus maneras, y de gran ánimo
según sus palabras testimoniaban, sintió compasión de ella, temiendo que fuera a
confesar una cosa por la cual tuviese él que hacerla morir si quería conservar
su reputación.
Pero no pudiendo
dejar de preguntarle aquello de que era acusada, le dijo:
–Señora, como veis,
aquí está Rinaldo vuestro marido y se querella contra vos, a quien dice que ha
encontrado en adulterio con otro hombre, y por ello pide que yo, según una ley
dispone, haciéndoos morir os castigue; pero yo no puedo hacerlo si vos no
confesáis, y por ello cuidaos bien de lo que vais a responder, y decidme si es
verdad aquello de que vuestro marido os acusa.
La señora, sin
amedrentarse un punto, con voz asaz placentera, repuso:
–Señor, es verdad
que Rinaldo es mi marido y que la noche pasada me encontró en brazos de
Lazarino, en los que muchas veces he estado por el buen y perfecto amor que le
tengo, y esto nunca lo negaré. Pero como estoy segura que sabéis, las leyes
deben ser iguales para todos y hechas con consentimiento de aquellos a quienes
afectan; cosas que no ocurren con esta, que solamente obliga a las pobrecillas
mujeres, que mucho mejor que los hombres podrían satisfacer a muchos; y además
de esto, no ya ninguna mujer, cuando se hizo, le prestó consentimiento sino que
ninguna fue aquí llamada; por las cuales cosas merecidamente puede decirse que
es mala. Y si queréis en perjuicio de mi cuerpo y de vuestra alma ser ejecutor
de ella, a vos lo dejo; pero antes de que procedáis a juzgar nada, os ruego que
me concedáis una pequeña gracia, que es que preguntéis a mi marido si yo, cada
vez y cuantas veces él quería, sin decirle nunca que no, le concedía todo de mí
misma o no.
A lo que Rinaldo,
sin esperar a que el podestá se lo preguntase, prestamente repuso que sin duda
alguna su mujer siempre que él la había requerido le había concedido cuanto
quería.
–Pues –siguió
rápidamente la señora– yo os pregunto, señor podestá, si él ha tomado de mí
siempre lo que ha necesitado y le ha gustado, ¿qué debía hacer yo (o debo) con
lo que me sobra? ¿Debo arrojarlo a los perros? ¿No es mucho mejor servírselo a
un hombre noble que me ama más que a sí mismo que dejar que se pierda o se
estropee?
Estaban allí para
semejante interrogatorio de tan famosa señora casi todos los pratenses reunidos,
los cuales, al oír tan aguda respuesta, enseguida, luego de mucho reír, a una
voz gritaron que la señora tenía razón y decía bien; y antes de que se fuesen de
allí, exhortándoles a ello el podestá, modificaron la cruel ley y dejaron que
solamente se refiriese a las mujeres que por dinero faltasen contra sus maridos.
Por la cual cosa Rinaldo, quedándose confuso con tan loca empresa, se fue del
tribunal; y la señora, alegre y libre, del fuego resucitada, a su casa se volvió
llena de gloria.
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Responsables últimos de este proyecto Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado Son: Maestros - Diplomados en Geografía e Historia - Licenciados en Flosofía y Letras - Doctores en Filología Hispánica |
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