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DIRECTORIO de la SECCIÓN |
EL ESPEJO QUE HUYE |
Los documentos a los que aquí se accede han sido realizados seleccionados expresamente para desarrollar los programas académicos que trabajamos con nuestros alumnos. Esta serie se completa en algunos casos con propuestas de actividades interactivas, audios o vídeos que concretan y validan el grado de comprensión alcanzado o, simplemente, actuan como elemento motivador. También está disponible una estructura tipo «Wiki» colaborativa, abierta a cualquier docente o alumno que quiera participar en ella. Para acceder a estos contenidos se debe utilizar el «DIRECTORIO de la SECCIÓN». Para otras áreas de conocimiento u opciones use el botón: «Navegar» |
Autor: Giovanni Papini |
Una imposible
mañana de invierno, en una estación muy conocida, un hombre que no conozco
–de sobretodo, con dos violetas en el ojal– quería demostrarme que los
hombres son felices, que la vida es grande, que el mundo es hermoso. Yo lo
escuchaba con interés, sacudiendo a cada momento la ceniza de mi cigarrillo
que el viento consumía sin que nunca lo llevara a la boca. Lo escuchaba
sonriendo y el hombre que no conozco se acaloraba cada vez más y del humor
pasaba al sentimiento, al entusiasmo y al delirio. La fuga de sus palabras
rápidas, fluyentes, firmes, como si hubieran sido fundidas en ese instante,
acuñadas de nuevo en algún sitio hacía poco tiempo, me llenaba de una
ebriedad muy similar a la que provoca la champaña. Algo picante y saltarín,
un deseo de abrazar y de llorar, de danzar, de reír de improviso…
En cierto
momento su voz me dijo:
–Medite, señor,
medite en la grandeza del progreso que se desarrolla bajo nuestros ojos; en
el progreso que lleva a los hombres desde el pasado hasta el futuro, desde
lo que ya no es más hasta lo que todavía no es, de lo que se recuerda a lo
que se espera. Los salvajes no prevén el futuro, no piensan en el porvenir;
no prevén ni proveen. Pero nosotros, hombres civilizados, hombres nuevos,
vivimos para el futuro y a merced del futuro. Nuestra vida entera se tiende
hacia lo que debe venir, está construida en previsión de lo que ocurrirá.
Nuestros hombres consagran el presente al mañana (siempre, porque todo
presente pasa al mañana que pasará), respetuosa y valerosamente.
“Este enorme
progreso del espíritu profético es lo que hace desvanecer los peligros, lo
que pone en nuestras manos las fuerzas, lo que hace descubrir nuevas
posibilidades, lo que nos vuelve dueños de la tierra, del mar y del cielo y
de una cosa que vale más que todo eso, oh señor: ¡de nosotros mismos!”
Pero en ese
momento un tren expreso llegó a la estación. Su estruendo solemne en el
cruce de las vías, su breve silbato, decidido, irritado, interrumpieron el
discurso del Hombre que no conozco. Cuando el tren se calmó y no se oyeron
más que sordos bufidos de la locomotora y los viajeros escaparon, el Hombre
quiso todavía continuar, pero yo me anticipé:
–Señor Hombre
–le dije–, este tren que acaba de llegar, ¿no le ha sugerido nada que se
relacione con nuestra circunstancia? ¿No ha entendido su respuesta? ¿Quiere
que se la repita yo, humilde traductor, ya que puedo traducir el idioma de
los trenes y de muchas otras cosas? Hasta hace pocos minutos este tren
corría a una velocidad media de ochenta kilómetros por hora, pequeño mundo
apiñado e iluminado a través del campo solitario y neblinoso. Y he aquí que
de pronto se detiene y los habitantes de esta pequeña ciudad en fuga han
desaparecido y el maquinista se seca la frente con aire poco satisfecho. Las
ruedas se han detenido perezosamente sobre los rieles y los vagones vacíos y
oscuros añoran las charlas de los pasajeros y las valijas multicolores. Así
termina una fuga cuando se viaja sobre rieles. Pero dejemos el tren y
volvamos a los hombres. En este momento se me ocurre algo absurdo y se lo
digo a usted, señor Hombre, y lo digo porque no hay aquí multitudes que
puedan escucharme. Si estuvieran aquí todos los que yo deseo, les diría:
“Imaginen,
humanos, una cosa imposible, absurda, loca, increíble y espantosa. Imaginen
que todo el mundo se detuviese de improviso, en un instante dado, y que
todas las cosas permanecieran en el sitio en que estaban y que todos los
hombres se volvieran inmóviles, como estatuas, en la actitud en que estaban
en ese instante, en la acción que se hallaban ejecutando… Si esto ocurriera
y si a pesar de todo ello continuara todavía funcionando en los hombres el
pensamiento, y pudieran recordar y juzgar lo que hicieron y lo que estaban
haciendo, y pudieran examinar todo lo que realizaron desde su nacimiento y
meditar en lo que deseaban realizar antes de morir, ¡imagínense cuánta
desesperación ardería bajo el trágico silencio de ese mundo detenido de
improviso!
“No sé si
tendrán el valor de escuchar lo horrible que sería. Esfuércense por unos
instantes en ver a todos estos hombres inmovilizados mientras se hallaban
dedicados a su tarea, anhelantes detrás de sus sueños, instigados por sus
sucias pasiones, rudamente empujados por sus deseos. Véanlos esparcidos por
el mundo, como suspendidos por una catástrofe que los trasmutara en
fantoches pensantes, en estatuas desesperadas. Véanlos en las más
repugnantes posiciones y en las más ridículas, en las más cansadoras y en
las más estúpidas. He aquí al hombre sorprendido en medio de un pesado sueño
con la boca semiabierta como un cadáver borracho; al hombre en el acto
amoroso, extendido como una bestia jadeante sobre la mujer de párpados
cerrados; al hombre que robaba en las tinieblas con falsa mirada y la
lámpara que nunca más se apagará; al juez vestido de negro que dispensa el
infierno y la sangre desde su alto sitial; al miserable que se arrastra por
el fango de la ciudad buscando un hueso y una moneda; a la mujer que sonríe
lascivamente con su rostro empolvado, en postura insinuante; al mercader de
manos huesudas que gesticula para lograr diez centavos más; al campesino
afanado con la aguijada en la mano tendida hacia los inmóviles bueyes; al
elegante orador detenido en medio de una sonrisa y de un cumplido; al
soldado que se hallaba con la bayoneta calada ante una puerta cerrada, y al
homicida que preparaba sus venenos en una buhardilla, y al obrero soñoliento
curvado sobre las enormes máquinas grasientas, inmóviles y siniestras, y al
científico que no puede separar el ojo cansado del microscopio donde han
interrumpido su danza los monstruos invisibles… “Imaginen ahora, si sus
ánimos resisten, pensamientos de todos estos hombres condenados en un mismo
instante ante la conciencia de su muerte. ¿Creen ustedes que habrá un solo
hombre –uno solo, ¿entienden?–, uno solo que esté contento y satisfecho de
ese momento en que el destino lo ha vuelto inmóvil? ¿Creen que para uno solo
de estos hombres sería ése el momento de Fausto, el momento hermoso que
querríamos detener, fijar y conservar para la eternidad? ¡Ustedes no creen
realmente esto, no pueden creerlo!
“El señor Hombre
–usted, aquí presente, delante de mí– ha dicho una gran y tremenda verdad.
Los hombres piensan en el futuro, viven para el futuro, consagran
perpetuamente sus días actuales a los mañanas venideros. Todo hombre no vive
más que para aquello que prevé, aguarda y espera. Toda su vida está hecha de
manera que cada instante tiene valor para él solamente en cuanto él sabe que
ese instante prepara un instante sucesivo, cada hora una hora que vendrá,
cada día un día que seguirá. Toda su vida está hecha de sueños, de ideales,
de proyectos, de expectativas; todo su presente está hecho de pensamientos
en torno a su futuro. Todo lo que es, lo que está presente, nos parece
oscuro, mezquino, insuficiente, inferior, y nosotros nos consolamos
solamente pensando que todo este presente no es sino un prólogo, un largo y
aburrido prólogo, a la hermosa novela del porvenir. Todos los hombres, lo
sepan o no, viven gracias a esta fe. Si de pronto se les dijese que dentro
de una hora todos morirán, todo lo que hacen y lo que hicieron no tendría
para ellos ningún placer ni sabor ni valor algunos. Sin el espejo del futuro
la realidad actual parecería torpe, sucia, insignificante. Sin el mañana que
permite esperar los desquites, las victorias, las ascensiones, las
promociones y los aumentos, las conquistas y los olvidos, los hombres no
consentirían más en seguir viviendo. Sin el lejano perfume del mañana no
querrían comer el negro pan del hoy.
“Piensen, pues,
en estos hombres detenidos de pronto, que no pueden actuar más pero que
todavía piensan. Imaginen a estos hombres prisioneros de un eterno hoy, sin
la liberación de la conciencia. ¿Qué pensarán estos hombres? ¡Qué dolor
atroz debe roer sus vísceras y amputar sus nervios! Inmóviles en sus
posiciones vergonzosas y delictivas, tristes e idiotas, sin posibilidades de
esperanza, sin luz de sueños, sin dulzura de proyectos, con las alas
tronchadas, las piernas atadas, las manos encadenadas, como una enorme
multitud de prisioneros al estilo de Miguel Ángel, reducidos a las ataduras
de sus vidas mezquinas, melancólicas, repugnantes; ataduras de esa vida que
soportaban solamente con la esperanza y la expectativa de vidas más bellas y
más grandes: ellos, esos condenados a la perpetua inacción, reconocerán con
infinita rabia la absurda estupidez de su vida anterior. Pensarán que todo
el presente era sacrificado por ellos en pos de un futuro, que a su vez se
volvería presente y sería sacrificado a su vez por otro futuro y así hasta
el último presente, hasta la muerte. Todo el valor del hoy estaba en el
mañana y el mañana valía solamente por otro mañana y así llegaba el último
hoy, el hoy definitivo, y así la vida entera había transcurrido para
preparar de día en día, de hora en hora, de momento en momento lo que no
llega nunca. Y ellos descubrirán esta tremenda cosa: que el futuro no existe
como futuro, que el futuro no es más que una creación y una parte del
presente, y que soportar la vida inquieta, la vida triste, la vida doliente
por este futuro que de día en día huye y se aleja es la más dolorosa necedad
de esta estúpida vida.
“Humanos,
nosotros perdemos la vida por la muerte; consumimos lo real por lo
imaginario, valoramos los días sólo porque nos conducen a días que no
tendrán otro valor que el de traernos otros días idénticos a ellos…
¡Humanos: toda la vida es un fraude atroz que ustedes mismos traman para el
daño propio, y solamente los demonios pueden reír fríamente de la carrera de
ustedes hacia el espejo que huye!”
Un nuevo
expreso, pitando y tronando, entró en la estación, y una vez más los
viajeros huyeron y el maquinista se enjugó la frente con aire poco
satisfecho. El Hombre que no conozco estaba siempre ante mí –de sobretodo,
con dos violetas en el ojal–, aunque lo hubiese olvidado del todo.
–He aquí –le
dije– mis ideas sobre el progreso, sobre el porvenir y sobre la vida.
Ciertamente, usted no está de acuerdo conmigo, pero yo estoy de acuerdo con
alguien; por ejemplo, con la niebla que a menudo intenta cubrir el mundo y
esconder el hombre al hombre, la miseria al desprecio, la fealdad a la
melancolía. Y yo amo muchísimo, señor Hombre, los trenes que se detienen
tras las inútiles fugas y la niebla que vela lo que no se puede destruir.
El hombre que no
conozco se había vuelto nervioso y todo su entusiasmo había desaparecido
como un hilo de humo. En vez de responder, se quitó del ojal una de sus
violetas y me la ofreció. Yo la tomé con una inclinación, la acerqué a la
nariz y su leve perfume me gustó.
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Responsables últimos de este proyecto Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado Son: Maestros - Diplomados en Geografía e Historia - Licenciados en Flosofía y Letras - Doctores en Filología Hispánica |
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