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DIRECTORIO de la SECCIÓN |
EL RATÓN |
Los documentos a los que aquí se accede han sido realizados seleccionados expresamente para desarrollar los programas académicos que trabajamos con nuestros alumnos. Esta serie se completa en algunos casos con propuestas de actividades interactivas, audios o vídeos que concretan y validan el grado de comprensión alcanzado o, simplemente, actuan como elemento motivador. También está disponible una estructura tipo «Wiki» colaborativa, abierta a cualquier docente o alumno que quiera participar en ella. Para acceder a estos contenidos se debe utilizar el «DIRECTORIO de la SECCIÓN». Para otras áreas de conocimiento u opciones use el botón: «Navegar» |
Autor: Saki |
Teodoro Voler había
sido criado, desde la infancia hasta los confines de la madurez, por una madre
afectuosa cuya mayor preocupación era mantenerlo a raya de lo que solía llamar
«realidades ordinarias de la vida». Cuando la dama pasó a mejor vida, Teodoro
quedó solo en un mundo mucho más real, y en buena medida más ordinario que lo
necesario.
Para un hombre de su
temperamento y educación, hasta un simple viaje en tren estaba lleno de pequeñas
molestias y discordias, y cuando subió a un compartimento de segunda clase una
mañana de septiembre, experimentó sentimientos perturbadores y una descompostura
mental general.
Se había hospedado
en una iglesia de campo, cuyos habitantes no habían sido, por cierto, brutales
ni bacanales, pero la supervisión que ejercían sobre el personal doméstico era
de una laxitud que llama al desastre.
El carruaje que
debía llevarlo a la estación jamás fue aprontado, y cuando el momento de partir
se acercó, el paje que debía aparecer con dicho artículo no estaba en ninguna
parte. Ante tal emergencia, y para su mudo disgusto, Teodoro se vio forzado a
colaborar con la hija del cura en la tarea de enjaezar un poni, para lo que fue
necesario andar a tientas en un cobertizo mal iluminado al que llamaban establo,
y que realmente olía a tal (excepto en algunos sectores, donde tenía aroma a
ratones).
Sin llegar a
temerles, Teodoro clasificaba a los ratones dentro de los incidentes más
ordinarios de la vida, y creía que la Providencia, con un pequeño ejercicio de
coraje moral, debería haber reconocido que no eran indispensables y retirarlos
de circulación hace mucho tiempo ya.
Al echar a andar el
tren, la imaginación de Teodoro lo acusaba de despedir un ligero aroma a
establo, y posiblemente mostrar una o dos horrendas pajillas en su atuendo
siempre cepillado.
Afortunadamente, su
única compañera de compartimento, una dama de aproximadamente su misma edad,
parecía más bien inclinada al descanso que al escrutinio. El tren no se
detendría hasta alcanzar la terminal, casi una hora más tarde, y el vagón era de
aquellos antiguos, sin comunicación por medio de corredores, por lo que ningún
otro compañero de viaje iba a entrometerse en la semiprivacidad de Teodoro.
Sin embargo, cuando
el tren no había alcanzado aún su velocidad normal, Teodoro se percató de pronto
de que no estaba solo con la soñolienta mujer: ¡Ni siquiera estaba solo en la
comodidad de sus propios atuendos!
Un movimiento tibio
de algo que se arrastraba sobre su piel delató la molesta presencia, invisible
pero conmovedora, de un ratón que evidentemente había ganado su actual refugio
durante el episodio de preparación del poni. Furtivos pataleos y movimientos
violentos con su pierna, sumados a numerosos pellizcos y golpes con la mano, no
lograron desalojar al intruso, cuyo lema, para colmo, parecía ser «¡hasta la
cima, siempre!».
El legítimo dueño de
los pantalones se reclinó contra los cojines y se empeñó en desarrollar algún
medio de poner fin a la posesión compartida. Era imposible continuar por espacio
de una hora en el papel de casa de juguetes para ratones errantes (ya su
imaginación había, por lo menos, duplicado el número de los invasores).
Por otra parte, nada
menos drástico que un desnudo parcial ayudaría a deshacerse de su atormentador,
y desvestirse en presencia de una dama, aunque fuera por un propósito tan
loable, era una idea que le hacía poner las orejas coloradas de vergüenza. Nunca
había sido capaz siquiera de exponerse sin zapatos en presencia del sexo débil.
Sin embargo, la dama
en este caso estaba, sin lugar a dudas, profundamente dormida.
El ratón, por su
parte, parecía tratar de alcanzar la cima de su montaña en pocos minutos. Si hay
algo de cierto en la teoría de la transmigración, este ratón en particular había
sido miembro del club de alpinistas en otra vida.
Por momentos, ante
su ansiedad, perdía pie y se despeñaba algunos centímetros y entonces, presa del
miedo, o probablemente del mal humor, lo mordía. Teodoro se encontraba ante la
más audaz empresa de su vida.
Adquiriendo el matiz
de una remolacha, y manteniendo una desesperada vigilia a su soñolienta
compañera, fijó silenciosamente los extremos de su manta de viaje a las rejillas
a ambos lados del vagón, para que una sustancial cortina colgara a través del
compartimento, dividiéndolo en dos. En el angosto vestidor improvisado, procedió
con prisa a quitar (parcialmente para él, y totalmente para el ratón) el
revestimiento de tweed y semilana.
Cuando el
desenmarañado animal brincó hacia el piso, la manta zafó de sus ataduras y
también se precipitó con un pequeño estruendo, y casi simultáneamente la
desvelada mujer abrió los ojos. Con un movimiento casi tan rápido como el del
ratón, Teodoro se arrojó sobre la manta, y estiró su superficie a la altura del
mentón, cubriéndose todo el cuerpo, mientras se desplomaba en la esquina más
lejana del vagón.
La sangre fluyó y
latió en las venas de su cuello y su frente, mientras esperaba paralizado que la
dama hiciera sonar la campana de alarma. Ella, sin embargo, se contentó con una
silenciosa mirada en dirección a su compañero. Teodoro se preguntaba cuánto
habría visto la mujer, y en todo caso qué diablos pensaría de su actual postura.
–Creo que he cogido
un resfriado –arriesgó, desesperado.
–Es una pena
–replicó ella–. Justo iba a pedirle que abriera esta ventana.
–Creo que es la
malaria –añadió, con los dientes castañeteando, tanto por miedo como por deseo
de apoyar su teoría.
–Tengo un poco de
brandi en mi bolso. Si usted amablemente me lo puede alcanzar –propuso la
compañera.
–¡¡¡Ni soñ… Es
decir: nunca tomo nada para el resfrío –aseguró él, honestamente.
–Supongo que se lo
pescó en el trópico…
Teodoro, cuyo
conocimiento del trópico se limitaba al regalo anual de una caja de té por parte
de un tío que vivía en Ceilán, sintió que hasta la excusa de la malaria se le
escurría. ¿Sería posible revelarle la verdad en pequeñas instancias?
–¿Le teme usted a
los ratones? –se aventuró, con el rostro que adquiría, si acaso fuera posible,
un semblante de color aún más escarlata.
–No. A menos que
sean grandes cantidades, como los que devoraron al obispo Hatto. ¿Por qué
pregunta?
–Hace un instante
había uno que intentaba trepar dentro de mis pantalones –susurró Teodoro, con
una voz que no parecía suya–. Fue una situación por demás incómoda.
–Debió serlo, si es
que usted usa pantalones ajustados –observó ella–. Pero los ratones tienen ideas
extrañas sobre la comodidad.
–Tuve que librarme
de él mientras usted dormía –continuó Teodoro, tragando saliva–. Fue justamente
intentando quitármelo de encima que quedé… en este estado…
–No sabía que
quitarse un pequeño ratón de encima causara un resfriado –exclamó ella, con una
frialdad que Teodoro juzgó abominable.
Evidentemente, la
mujer había detectado su situación y disfrutaba con su confusión. Toda la sangre
de su cuerpo parecía haberse concentrado en el rostro, y una agonía de
humillación, peor que una miríada de ratones, subía y bajaba sobre su alma.
Luego, al comenzar a reflexionar, el pánico reemplazó a la humillación.
Con cada minuto que
pasaba, el tren se acercaba a la atestada y bulliciosa terminal, donde docenas
de ojos curiosos reemplazarían al único par paralizante que lo contemplaba desde
el otro rincón del vagón. Había una remota y desesperada oportunidad, que los
siguientes minutos decidirían. Su compañera de viaje podía reasumir su bendito
sueño. Pero al extinguirse los minutos, esa oportunidad se evaporó. La furtiva
mirada que Teodoro le prodigaba de cuando en cuando, revelaba solo un desvelo
continuo.
–Creo que nos
acercamos a la estación –observó ella.
Teodoro ya había
notado, con terror in crescendo, los recurrentes grupejos de casuchas que
proclamaban el final del viaje. Las palabras de la dama actuaron como señal.
Cual animal acechado que escapa desesperado en busca de un refugio momentáneo,
Teodoro se envolvió con la manta y luchó frenéticamente contra sus arrugados
atavíos.
Era consciente de
las numerosas estaciones suburbanas que pasaban raudamente por la ventanilla, de
una sensación de asfixia en su garganta y su corazón, y de un silencio sepulcral
en aquel rincón al que no se atrevía a dirigir la mirada. Después, al hundirse
nuevamente en su asiento, vestido ya, y a punto de enloquecer, el tren comenzó a
detenerse lentamente.
Al fin, la mujer
habló:
–¿Sería usted tan
amable –dijo–, de buscar un paje que me ayude a subir a un taxi? Siento mucho
molestarlo si no se siente bien, pero las estaciones de trenes son realmente un
dolor de cabeza para una mujer ciega como yo.
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Responsables últimos de este proyecto Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado Son: Maestros - Diplomados en Geografía e Historia - Licenciados en Flosofía y Letras - Doctores en Filología Hispánica |
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