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SECCIÓN

ANTOLOGÍA DE TEXTOS: NARRATIVA

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El Conde Lucanor

 

Lo que le sucedió a un dean de Santiago con Don Illán, el mago de Toledo

Don Juan Manuel

 

Otro día, hablando el conde Lucanor con Patronio, su consejero, dijo lo siguiente:

-Patronio, una persona vino a rogarme que le ayudara en un asunto en que me necesita, prometiéndome que haría por mí luego lo que le pidiera. Yo le empecé a ayudar todo cuanto pude. Antes de haber logrado lo que pretendía, pero dándolo ya él por hecho, le pedí una cosa que me convenía mucho que la hiciera y él se negó, con no sé qué pretexto. Después le pedí otra cosa en que podía servirme y volvió a negarse, y lo mismo hizo con todo lo que fui a pedirle. Pero aún no ha logrado lo que pretendía ni lo logrará, si yo no le ayudo. Por la confianza que tengo en vos y en vuestro buen criterio os agradecería que me aconsejarais lo que debo hacer.

-Señor conde -respondió Patronio-, para que podáis hacer lo que debéis, conviene sepáis lo que sucedió a un deán de Santiago con don Illán, el mago de Toledo.

Entonces el conde le preguntó qué le había pasado.

-Señor conde -dijo Patronio-, había un deán de Santiago que tenía muchas ganas de saber el arte de la nigromancia. Como oyó decir que don Illán de Toledo era en aquella época el que la sabía mejor que nadie, se vino a Toledo a estudiarla con él. Al llegar a Toledo se fue enseguida a casa del maestro, a quien halló leyendo en un salón muy apartado. Cuando le vio entrar le recibió muy cortésmente y dijo no quería le explicara la causa de su venida hasta haber comido, y, demostrándole estimación, le alojó en su casa, le proveyó de lo necesario a su comodidad y le dijo que se alegraba mucho de tenerle consigo. Después que hubieron comido y quedaron solos le contó el deán el motivo de su viaje y le rogó muy encarecidamente que le enseñara la ciencia mágica, que tenía tantos deseos de estudiar a fondo. Don Illán le dijo que él era deán y hombre de posición dentro de la Iglesia y que podía subir mucho aún, y que los hombres que suben mucho, cuando han alcanzado lo que pretenden, olvidan muy pronto lo que los demás han hecho por ellos; por lo que él temía que, cuando hubiera aprendido lo que deseaba, no se lo agradecería ni querría hacer por él lo que ahora prometía. El deán entonces le aseguró que, en cualquier dignidad a que llegara, no haría más que lo que él le mandase. Hablando de esto estuvieron desde que acabaron de comer hasta la hora de cenar. Puestos de acuerdo, le dijo el maestro que aquella ciencia no se podía aprender sino en un lugar muy recogido y que esa misma noche le enseñaría dónde habrían de estar hasta que la aprendiera. Y, cogiéndole de la mano, le llevó a una sala, donde, estando solos, llamó a la criada, a la que dijo que tuviera listas unas perdices para la cena, pero que no las pusiera a asar hasta que él lo mandase.

Dicho esto, llamó al deán y se entró con él por una escalera de piedra, muy bien labrada, y bajaron tanto que le pareció que el Tajo tenía que pasar por encima de ellos. Llegados al fondo de la escalera, le enseñó el maestro unas habitaciones muy espaciosas y un salón muy bien alhajado y con muchos libros, donde darían clase. Apenas se hubieron sentado y cuando elegían los libros por donde habrían de empezar las lecciones entraron dos hombres, que dieron una carta al deán, en la que le decía el arzobispo, su tío, que estaba muy malo y le rogaba que, si quería verle vivo, se fuera enseguida para Santiago. El deán se disgustó mucho por la enfermedad de su tío y porque tenía que dejar el estudio que había comenzado. Pero resolvió no dejarlo tan pronto y escribió a su tío una carta, contestando la suya. A los tres o cuatro días llegaron otros hombres a pie con cartas para el señor deán en que le informaban que el arzobispo había muerto y que en la catedral estaban todos en elegirle sucesor suyo y muy confiados en que por la misericordia de Dios le tendrían por arzobispo; por todo lo cual era preferible no se apresurara a ir a Santiago, ya que mejor sería que le eligieran estando él fuera que no en la diócesis.

Al cabo de siete u ocho días vinieron a Toledo dos escuderos muy bien vestidos y con muy buenas armas y caballos, los cuales, llegando el deán, le besaron la mano y le dieron las cartas en que le decían que le habían elegido. Cuando don Illán se enteró, se fue al arzobispo electo y le dijo que agradecía mucho a Dios le hubiera llegado tan buena noticia estando en su casa, y que, pues Dios le había hecho arzobispo, le pedía por favor que diera a su hijo el deanazgo que quedaba vacante. El arzobispo le contestó que tuviera por bien que aquel deanazgo fuera para un hermano suyo, pero que él le prometía que daría a su hijo, en compensación, otro cargo con que quedaría muy satisfecho, y acabó pidiéndole le acompañara a Santiago y llevara a su hijo.

Don Illán le dijo que lo haría. Fuéronse, pues, para Santiago, donde los recibieron muy solemnemente. Cuando hubieron pasado algún tiempo allí, llegaron un día mensajeros del papa con cartas para el arzobispo, donde le decía que le había hecho obispo de Tolosa y que le concedía la gracia de dejar aquel arzobispado a quien él quisiera. Cuando don Illán lo supo, le pidió muy encarecidamente lo diese a su hijo, recordándole las promesas que le había hecho y lo que antes había sucedido, pero el arzobispo le rogó otra vez que consintiera se lo dejara a un tío suyo, hermano de su padre.

Don Illán replicó que, aunque no era justo, pasaba por ello, con tal que le compensara más adelante. El arzobispo volvió a prometerle con muchas veras que así lo haría y le rogó que se fuera con él y llevara a su hijo.

Al llegar a Tolosa fueron recibidos muy bien por los condes y por toda la gente principal de aquella región. Habiendo pasado en Tolosa dos años, vinieron al obispo emisarios del papa, diciéndole que le había hecho cardenal y que le autorizaba a dejar su obispado a quien él quisiera. Entonces don Illán se fue a él y le dijo que, pues tantas veces había dejado sin cumplir sus promesas, ya no era el momento de más dilaciones, sino de dar el obispado que vacaba a su hijo.

El cardenal le rogó que no tomara a mal que aquel obispado fuera para un tío suyo, hermano de su madre, hombre de edad y de muy buenas prendas, pero que, pues él había llegado a cardenal, le acompañara a la corte romana, que no faltarían muchas ocasiones de favorecerle. Don Illán se lamentó mucho, pero accedió y se fue para Roma con el cardenal.

Cuando allí llegaron, fueron muy bien recibidos por los demás cardenales y por toda Roma. Mucho tiempo vivieron en Roma, rogando don Illán cada día al cardenal que le hiciera a su hijo alguna merced, y él excusándose, hasta que murió el papa. Entonces todos los cardenales le eligieron papa. Don Illán se fue a él y le dijo que ahora no podía poner pretexto alguno para no hacer lo prometido. El papa replicó que no apretara tanto, que ya habría lugar de favorecerle en lo que fuera justo. Don Illán se lamentó mucho, recordándole las promesas que le había hecho y no había cumplido, y aun añadió que esto lo había él temido la primera vez que le vio, y que, pues había llegado tan alto y no le cumplía lo prometido, no tenía ya nada que esperar de él. De lo cual se molestó mucho el papa, que empezó a denostarle y a decirle que si más le apretaba le metería en la cárcel, pues bien sabía él que era hereje y encantador y que no había tenido en Toledo otro medio de vida sino enseñar el arte de la nigromancia. Cuando don Illán vio el pago que le daba el papa, se despidió de él, sin que éste ni siquiera le quisiese dar qué comer durante el camino. Entonces don Illán le dijo al papa que, pues no tenía otra co las perdices que había mandado asar aquella noche, y llamó a la mujer y le mandó que asase las perdices. Al decir esto don Illán, hallóse el papa en Toledo deán de Santiago, como lo era cuando allí llegó. Diole tanta vergüenza lo que había pasado que no supo qué decir para disculparse. Don Illán le dijo que se fuera en paz, que ya había sabido lo que podía esperar de él, y que le parecía un gasto inútil invitarle a comer de aquellas perdices.

Vos, señor conde Lucanor, pues veis que la persona por quien tanto habéis hecho os pide vuestra ayuda y no os lo agradece, no os esforcéis más ni arriesguéis nada más por subirlo a un lugar desde el cual os dé el mismo pago que dio aquel deán al mago de Toledo.

El conde, viendo que este consejo era muy bueno, lo hizo así y le salió muy bien. Y como viese don Juan que este cuento era bueno, lo hizo poner en este libro y compuso estos versos:

Del que vuestra ayuda no agradeciere, menos ayuda tendréis cuanto más alto subiere.

Lo que contó el cabrero

 

Don Quijote de la Mancha

Miguel de Cervantes


—Tres leguas deste valle está una aldea que, aunque pequeña, es de las más ricas que hay en todos estos contornos; en la cual había un labrador muy honrado, y tanto, que aunque es anexo al ser rico el ser honrado, más lo era él por la virtud que tenía que por la riqueza que alcanzaba. Mas lo que le hacía más dichoso, según él decía, era tener una hija de tan extremada hermosura, rara discreción, donaire y virtud, que el que la conocía y la miraba, se admiraba de ver las extremadas partes con que el cielo y la naturaleza la habían enriquecido. Siendo niña fue hermosa, y siempre fue creciendo en belleza, y en la edad de dieciséis años fue hermosísima. La fama de su belleza se comenzó a extender por todas las circunvecinas aldeas; ¿qué digo yo por las circunvecinas no más si se extendió a las apartadas ciudades, y aun se entró por las salas de los reyes, y por los oídos de todo género de gente, que como a cosa rara, o como a imagen de milagros, de todas partes a verla venían? Guardábala su padre, y guardábase ella; que no hay candados, guardas ni cerraduras que mejor guarden a una doncella que las del recato proprio.

»La riqueza del padre y la belleza de la hija movieron a muchos, así del pueblo como forasteros, a que por mujer se la pidiesen; mas él, como a quien tocaba disponer de tan rica joya, andaba confuso, sin saber determinarse a quién la entregaría de los infinitos que le importunaban. Y entre los muchos que tan buen deseo tenían, fui yo uno, a quien dieron muchas y grandes esperanzas de buen suceso conocer que el padre conocía quién yo era, el ser natural del mismo pueblo, limpio en sangre, en la edad floreciente, en la hacienda muy rico y en el ingenio no menos acabado. Con todas estas mismas partes la pidió también otro del mismo pueblo, que fue causa de suspender y poner en balanza la voluntad del padre, a quien parecía que con cualquiera de nosotros estaba su hija bien empleada; y, por salir desta confusión, determinó decírselo a Leandra, que así se llama la rica que en miseria me tiene puesto, advirtiendo que, pues los dos éramos iguales, era bien dejar a la voluntad de su querida hija el escoger a su gusto; cosa digna de imitar de todos los padres que a sus hijos quieren poner en estado: no digo yo que los dejen escoger en cosas ruines y malas, sino que se las propongan buenas, y de las buenas, que escojan a su gusto. No sé yo el que tuvo Leandra, sólo sé que el padre nos entretuvo a entrambos con la poca edad de su hija y con palabras generales, que ni le obligaban, ni nos desobligaban tampoco. Llámase mi competidor Anselmo, y yo Eugenio, porque vais con noticia de los nombres de las personas que en esta tragedia se contienen, cuyo fin aún está pendiente; pero bien se deja entender que ha de ser desastrado.

»En esta sazón vino a nuestro pueblo un Vicente de la Roca, hijo de un pobre labrador del mismo lugar; el cual Vicente venía de las Italias y de otras diversas partes, de ser soldado. Llevóle de nuestro lugar, siendo muchacho de hasta doce años, un capitán que con su compañía por allí acertó a pasar, y volvió el mozo de allí a otros doce, vestido a la soldadesca, pintado con mil colores, lleno de mil dijes de cristal y sutiles cadenas de acero. Hoy se ponía una gala y mañana otra; pero todas sutiles, pintadas, de poco peso y menos tomo. La gente labradora, que de suyo es maliciosa, y dándole el ocio lugar es la misma malicia, lo notó, y contó punto por punto sus galas y preseas, y halló que los vestidos eran tres, de diferentes colores, con sus ligas y medias; pero él hacía tantos guisados e invenciones dellos, que si no se los contaran, hubiera quien jurara que había hecho muestra de más de diez pares de vestidos y de más de veinte plumajes. Y no parezca impertinencia y demasía esto que de los vestidos voy contando, porque ellos hacen una buena parte en esta historia.

»Sentábase en un poyo que debajo de un gran álamo está en nuestra plaza, y allí nos tenía a todos la boca abierta, pendientes de las hazañas que nos iba contando. No había tierra en todo el orbe que no hubiese visto, ni batalla donde no se hubiese hallado; había muerto más moros que tiene Marruecos y Túnez, y entrado en más singulares desafíos, según él decía, que Gante y Luna, Diego García de Paredes y otros mil que nombraba; y de todos había salido con vitoria, sin que le hubiesen derramado una sola gota de sangre. Por otra parte, mostraba señales de heridas que, aunque no se divisaban, nos hacía entender que eran arcabuzazos dados en diferentes rencuentros y faciones. Finalmente, con una no vista arrogancia, llamaba de vos a sus iguales y a los mismos que le conocían, y decía que su padre era su brazo, su linaje sus obras, y que debajo de ser soldado, al mismo Rey no debía nada. Añadiósele a estas arrogancias ser un poco músico y tocar una guitarra a lo rasgado, de manera, que decían algunos que la hacía hablar; pero no pararon aquí sus gracias; que también la tenía de poeta, y así, de cada niñería que pasaba en el pueblo componía un romance de legua y media de escritura.

»Este soldado, pues, que aquí he pintado, este Vicente de la Roca, este bravo, este galán, este músico, este poeta fue visto y mirado muchas veces de Leandra, desde una ventana de su casa, que tenía la vista a la plaza. Enamoróla el oropel de sus vistosos trajes; encantáronla sus romances, que de cada uno que componía daba veinte traslados; llegaron a sus oídos las hazañas que él de sí mismo había referido, y, finalmente, que así el diablo lo debía de tener ordenado, ella se vino a enamorar dél, antes que en él naciese presunción de solicitalla. Y como en los casos de amor no hay ninguno que con más facilidad se cumpla que aquel que tiene de su parte el deseo de la dama, con facilidad se concertaron Leandra y Vicente, y primero que alguno de sus muchos pretendientes cayesen en la cuenta de su deseo, ya ella le tenía cumplido, habiendo dejado la casa de su querido y amado padre, que madre no la tiene, y ausentándose de la aldea con el soldado, que salió con más triunfo desta empresa que de todas las muchas que él se aplicaba. Admiró el suceso toda la aldea, y aun a todos los que dél noticia tuvieron; yo quedé suspenso, Anselmo atónito, el padre triste, sus parientes afrentados, solícita la justicia, los cuadrilleros listos; tomáronse los caminos, escudriñáronse los bosques y cuanto había, y al cabo de tres días hallaron a la antojadiza Leandra en una cueva de un monte, desnuda en camisa, sin muchos dineros y preciosísimas joyas que de su casa había sacado. Volviéronla a la presencia del lastimado padre; preguntáronle su desgracia; confesó sin apremio que Vicente de la Roca la había engañado, y debajo de su palabra de ser su esposo la persuadió que dejase la casa de su padre; que él la llevaría a la más rica y más viciosa ciudad que había en todo el universo mundo, que era Nápoles; y que ella, mal advertida y pero engañada, le había creído; y robando a su padre, se le entregó la misma noche que había faltado; y que él la llevó a un áspero monte, y la encerró en aquella cueva donde la habían hallado. Contó también cómo el soldado, sin quitalle su honor, le robó cuanto tenía, y la dejó en aquella cueva, y se fue: suceso que de nuevo puso en admiración a todos. Duro, señor, se hizo de creer la continencia del mozo; pero ella lo afirmó con tantas veras, que fueron parte para que el desconsolado padre se consolase, no haciendo cuenta de las riquezas que le llevaban, pues le habían dejado a su hija con la joya que si una vez se pierde, no deja esperanza de que jamás se cobre. El mismo día que pareció Leandra la desapareció su padre de nuestros ojos, y la llevó a encerrar en un monasterio de una villa que está aquí cerca, esperando que el tiempo gaste alguna parte de la mala opinión en que su hija se puso. Los pocos años de Leandra sirvieron de disculpa de su culpa, a lo menos, con aquellos que no les iba algún interés en que ella fuese mala o buena; pero los que conocían su discreción y mucho entendimiento no atribuyeron a ignorancia su pecado, sino a su desenvoltura y a la natural inclinación de las mujeres, que, por la mayor parte, suele ser desatinada y mal compuesta.

»Encerrada Leandra, quedaron los ojos de Anselmo ciegos: a lo menos, sin tener cosa que mirar que contento le diese; los míos, en tinieblas: sin luz que a ninguna cosa de gusto les encaminase; con la ausencia de Leandra crecía nuestra tristeza, apocábase nuestra paciencia, maldecíamos las galas del soldado y abominábamos del poco recato del padre de Leandra. Finalmente, Anselmo y yo nos concertamos de dejar la aldea y venirnos a este valle, donde él apacentando una gran cantidad de ovejas suyas proprias, y yo un numeroso rebaño de cabras, también mías, pasamos la vida entre los árboles, dando vado a nuestras pasiones, o cantando juntos alabanzas o vituperios de la hermosa Leandra, o suspirando solos y a solas comunicando al cielo nuestras querellas. A imitación nuestra, otros muchos de los pretendientes de Leandra se han venido a estos ásperos montes usando el mismo ejercicio nuestro; y son tantos, que parece que este sitio se ha convertido en la pastoral Arcadia, según está colmo de pastores y de apriscos, y no hay parte en él donde no se oiga el nombre de la hermosa Leandra. Este la maldice y la llama antojadiza, varia y deshonesta; aquél la condena por fácil y ligera; tal la absuelve y perdona, y tal la justicia y vitupera; uno celebra su hermosura, otro reniega de su condición, y, en fin, todos la deshonran, y todos la adoran, y de todos se extiende a tanto la locura, que hay quien se queje de desdén sin haberla jamás hablado, y aún quien se lamente y sienta la rabiosa enfermedad de los celos, que ella jamás dio a nadie, porque, como ya tengo dicho, antes se supo su pecado que su deseo. No hay hueco de peña, ni margen de arroyo, no sombra de árbol que no esté ocupada de algún pastor que sus desventuras a los aires cuente: el eco repite el nombre de Leandra dondequiera que pueda formarse: Leandra resuenan los montes, Leandra murmuran los arroyos, y Leandra nos tiene a todos suspensos y encantados, esperando sin esperanza y temiendo sin saber de qué tememos. Entre estos disparatados, el que muestra que menos y más juicio tiene es mi competidor Anselmo, el cual, teniendo tantas otras cosas de que quejarse, sólo se queja de ausencia; y al son de un rabel, que admirablemente toca, con versos donde muestra su buen entendimiento, cantando se queja. Yo sigo otro camino más fácil, y a mi parecer el más acertado, que es decir mal de la ligereza de las mujeres, de su inconstancia, de su doble trato, de sus promesas muertas, de su fe rompida, y, finalmente, del poco discurso que tienen en saber colocar sus pensamientos e intenciones; y ésta fue la ocasión, señores, de las palabras y razones que dije a esta cabra cuando aquí llegué; que por ser hembra la tengo en poco, aunque es la mejor de todo mi apero. Esta es la historia que prometí contaros. Si he sido en el contarla prolijo, no seré en serviros corto, cerca de aquí tengo mi majada, y en ella tengo fresca leche y muy sabrosísimo queso, con otras varias y sazonadas frutas, no menos a la vista que al gusto agradables.

Desposorios entre Casar y Juventud

 

Francisco de Quevedo

 

El casar se desposó con la juventud y de este matrimonio tuvieron dos hijos que nacieron de un vientre: el primero llamaron Contento y al segundo Arrepentir y murió la madre de este parto.

El contento murió muy niño, pero su hermano Arrepentir vivió muchos años, el cual escarmentado por lo que había visto en casa de sus padres, no quiso tomar estado y andúvose por el mundo sin dejar parte de él que no visitase.

Al cabo de algún tiempo dio en hacer el amor a doña Viudez, señora de tocas, la cual hacía muy pocos días que había enterrado al Sentimiento, su marido, y como tuviese en su casa al Cumplimiento y Soledad por criados, se aficionó al Cumplimiento, pero duróle poco la afición, porque luego se lo llevaron a palacio para que sirviese al rey de engaños.

Quedóse Soledad con su señora doña Viudez y la acompañó una tarde que fueron a una junta de dones y encontró con tres amigas, con cuya conversación se divirtió de manera que, cuando su ama doña Viudez se quiso volver a casa, no la pudo acompañar la Soledad. Estas tres amigas se llamaban Mirar de lado, Descubrir la mano y Pláticas excusadas, pero de lo que sirvió este recado fue que Pláticas excusadas y su mensajero o mediador se quedase y que a Soledad aún no se le pagase su salario.

En esta ocasión andaba Placeres muy amartelado de la señora Viudez y dióle sus poderes a Pláticas excusadas por cuya tercería se vinieron a querer mucho doña Viudez y Placeres y de la primera vez que se vieron quedó preñada Viudez de un hijo que llamaron Diversiones, en honra del nombre de su padre.

Este hijo confirmó tanto el amor de Viudez y Placeres, que no fue posible conseguir que viudez diese oídos a los recados con que la solicitaba Arrepentir, el cual, despechado por esto dio en un gran desbarro, que fue a enamorarse de una ramera pública y de todos, llamada doña Esperanza. Con ésta, pues, se amancebó y tuvieron doce hijos a los cuales llamaron con diversos nombres, sin que ninguno de ellos perdiese el de la cepa e su padre.

Al primero llamaron Sufrir y llevar la carga; al segundo, Mal infierno arda quien con vos me juntó; al tercero, Dios me dé paciencia; al cuarto, Dios me saque de con vos; al quinto, Si yo me viera libre; el sexto, Loco estaba yo; al séptimo, Ésta y no más; al octavo, Juzgué que era miel y era acíbar; al noveno, ¿Qué trajiste vos?; al décimo, Otras se gozan y yo padezco; Al onceno, ¿Quién me lo dijera a mí?; al duodécimo, Más vale capuz que toca.

Dejo de decir otros dos hijos porque sin embargo de haber nacido y criado en su casa, no ha habido forma que los quiera reconocer por tales Arrepentir; estos son: Celos y Mala condición.

Viéndose con tantos hijos el Arrepentir trató de que se le diese la franqueza y exención de que gozan los de la descendencia de los Modorros. A este pleito salió Penseque con poder especial y lo contradijo alegando no debía de gozar de privilegios por ser los hijos no legítimos, a lo cual se replicó que sí lo eran, por ser nacidos muchos años antes de los Concilios y que los había habido con palabras de casamiento, que en aquel tiempo por no haber otro, equivalía a verdadero matrimonio. Y estando el pleito concluso en el Tribunal de la Antigüedad, presidiendo en él la Experiencia, se pronunció sentencia definitiva y se despachó ejecutoria de ella, en que declararon al Arrepentir y a toda su descendencia por libres y exceptos de consuelo y alegría, gusto, contento y de todo bien.

Y esto como ya ejecutariado se guarda y observa inviolablemente. 

El hombre de plata

 

Isabel Allende

 

El Juancho y su perra «Mariposa» hacían el camino de tres kilómetros a la escuela dos veces al día. Lloviera o nevara, hiciera frío o sol radiante, la pequeña figura de Juancho se recortaba en el camino con la «Mariposa» detrás. Juancho le había puesto ese nombre porque tenía unas grandes orejas voladoras que, miradas a contra luz, la hacían parecer una enorme y torpe mariposa morena. Y también por esa manía que tenía la perra de andar oliendo las flores como un insecto cualquiera.

La «Mariposa» acompañaba a su amo a la escuela, y se sentaba a esperar en la puerta hasta que sonara la campana. Cuando terminaba la clase y se abría la puerta, aparecía un tropel de niños desbandados como ganado despavorido, y la «Mariposa» se sacudía la modorra y comenzaba a buscar a su niño. Oliendo zapatos y piernas de escolares, daba al fin con su Juancho y entonces, moviendo la cola como un ventilador a retropropulsión, emprendía el camino de regreso.

Los días de invierno anochece muy temprano. Cuando hay nubes en la costa y el mar se pone negro, a las cinco de la tarde ya está casi oscuro. Ese era un día así: nublado, medio gris y medio frío, con la lluvia anunciándose y olas con espuma en la cresta.

—Mala se pone la cosa, Mariposa. Hay que apurarse o nos pesca el agua y se nos hace oscuro... A mí la noche por estas soledades me da miedo, Mariposa —decía Juancho, apurando el tranco con sus botas agujereadas y su poncho desteñido.

La perra estaba inquieta. Olía el aire y de repente se ponía a gemir despacito. Llevaba las orejas alertas y la cola tiesa.

—¿Qué te pasa? —le decía Juancho—. No te pongas a aullar, perra lesa, mira que vienen las ánimas a penar...

A la vuelta de la loma, cuando había que dejar la carretera y meterse por el sendero de tierra que llevaba cruzando los potreros hasta la casa, la Mariposa se puso insoportable, sentándose en el suelo a gemir como si le hubieran pisado la cola. Juancho era un niño campesino, y había aprendido desde niño a respetar los cambios de humor de los animales. Cuando vio la inquietud de su perra, se le pusieron los pelos de punta.

—¿Qué pasa, Mariposa? ¿Son bandidos o son aparecidos? Ay... ¡Tengo miedo, Mariposa!

El niño miraba a su alrededor asustado. No se veía a nadie. Potreros silenciosos en el gris espeso del atardecer invernal. El murmullo lejano del mar y esa soledad del campo chileno.

Temblando de miedo, pero apurado en vista que la noche se venía encima, Juancho echó a correr por el sendero, con el bolsón golpeándole las piernas y el poncho medio enredado. De mala gana, la Mariposa salió trotando detrás.

Y entonces, cuando iban llegando a la encina torcida, en la mitad del potrero grande, lo vieron.

Era un enorme plato metálico suspendido a dos metros del suelo, perfectamente inmóvil. No tenía puertas ni ventanas: solamente tres orificios brillantes que parecían focos, de donde salía un leve resplandor anaranjado. El campo estaba en silencio... no se oía el ruido de un motor ni se agitaba el viento alrededor de la extraña máquina.

El niño y la perra se detuvieron con los ojos desorbitados. Miraban el extraño artefacto circular detenido en el espacio, tan cerca y tan misterioso, sin comprender lo que veían.

El primer impulso, cuando se recuperaron, fue echar a correr a todo lo que daban. Pero la curiosidad de un niño y la lealtad de un perro son más fuertes que el miedo. Paso a paso, el niño y el perro se aproximaron, como hipnotizados, al platillo volador que descansaba junto a la copa de la encina.

Cuando estaban a quince metros del plato, uno de los rayos anaranjados cambió de color, tornándose de un azul muy intenso. Un silbido agudo cruzó el aire y quedó vibrando en las ramas de la encina. La Mariposa cayó al suelo como muerta, y el niño se tapó los oídos con las manos. Cuando el silbido se detuvo, Juancho quedó tambaleándose como borracho.

En la semi-oscuridad del anochecer, vio acercarse un objeto brillante. Sus ojos se abrieron como dos huevos fritos cuando vio lo que avanzaba: era un Hombre de Plata. Muy poco más grande que el niño, enteramente plateado, como si estuviera vestido en papel de aluminio, y una cabeza redonda sin boca, nariz ni orejas, pero con dos inmensos ojos que parecían anteojos de hombre-rana.

Juancho trató de huir, pero no pudo mover ni un músculo. Su cuerpo estaba paralizado, como si lo hubieran amarrado con hilos invisibles. Aterrorizado, cubierto de sudor frío y con un grito de pavor atascado en la garganta, Juancho vio acercarse al Hombre de Plata, que avanzaba muy lentamente, flotando a treinta centímetros del suelo.

Juancho no sintió la voz del Hombre de Plata, pero de alguna manera supo que él le estaba hablando. Era como si estuviera adivinando sus palabras, o como si las hubiera soñado y sólo las estuviera recordando.

—Amigo... Amigo... Soy amigo... no temas, no tengas miedo, soy tu amigo...

Poquito a poco el susto fue abandonando al niño. Vio acercarse al Hombre de Plata, lo vio agacharse y levantar con cuidado y sin esfuerzo a la inconsciente Mariposa, y llegar a su lado con la perra en vilo.

—Amigo... Soy tu amigo... No tengas miedo, no voy a hacerte daño... Soy tu amigo y quiero conocerte... Vengo de lejos, no soy de este planeta... Vengo del espacio... Quiero conocerte solamente...

Las palabras sin voz del Hombre de Plata se metieron sin ruido en la cabeza de Juancho y el niño perdió todo su temor. Haciendo un esfuerzo pudo mover las piernas. El extraño hombrecito plateado estiró una mano y tocó a Juancho en un brazo.

—Ven conmigo... Subamos a mi nave... Quiero conocerte... Soy tu amigo...

Y Juancho, por supuesto, aceptó la invitación. Dio un paso adelante, siempre con la mano del Hombre de Plata en su brazo, y su cuerpo quedó suspendido a unos centímetros del suelo. Estaba pisando el brillo azul que salía del platillo volador, y vio que sin ningún esfuerzo avanzaba con su nuevo amigo y la Mariposa por el rayo, hasta la nave.

Entró a la nave sin que se abrieran puertas. Sintió como si «pasara» a través de las paredes y se encontrara despertando de a poco en el interior de un túnel grande, silencioso, lleno de luz y tibieza.

Sus pies no tocaban el suelo, pero tampoco tenía la sensación de estar flotando.

—Soy de otro planeta... Vengo a conocer la Tierra... Descendí aquí porque parecía un lugar solitario... Pero estoy contento de haberte encontrado... Estoy contento de conocerte... Soy tu amigo...

Así sentía Juancho que le hablaba sin palabras el Hombre de Plata. La Mariposa seguía como muerta, flotando dulcemente en un colchón de luz.

—Soy Juancho Soto. Soy del Fundo La Ensenada. Mi papá es Juan Soto —dijo el niño en un murmullo, pero su voz se escuchó profunda y llena de eco, rebotando en el túnel brillante donde se encontraba.

El Hombre de Plata condujo al niño a través del túnel y pronto se encontró en una habitación circular, amplia y bien iluminada, casi sin muebles ni aparatos. Parecía vacía, aunque llena de misteriosos botones y minúsculas pantallas.

—Este es un platillo volador de verdad —dijo Juancho, mirando a su alrededor.

—Sí... Yo quiero conocerte para llevarme una imagen tuya a mi mundo... Pero no quiero asustarte... No quiero que los hombres nos conozcan, porque todavía no están preparados para recibirnos... —decía silenciosamente el Hombre de Plata.

—Yo quiero irme contigo a tu mundo, si quieres llevarme con la Mariposa —dijo Juancho, temblando un poco, pero lleno de curiosidad.

—No puedo llevarte conmigo... Tu cuerpo no resistiría el viaje... Pero quiero llevarme una imagen completa de ti... Déjame estudiarte y conocerte. No voy a hacerte daño. Duérmete tranquilo... No tengas miedo... Duérmete para que yo pueda conocerte...

Juancho sintió un sueño profundo y pesado subirle desde la planta de los pies y, sin esfuerzo alguno, cayó profundamente dormido.

El niño despertó cuando una gota de agua le mojaba la cara. Estaba oscuro y comenzaba a llover. La sombra de la encina se distinguía apenas en la noche, y tenía frío, a pesar del calor que le transmitía la Mariposa dormida debajo de su poncho. Vio que estaba descalzo.

—¡Mariposa! ¡Nos quedamos dormidos! Soñé con... ¡No! ¡No lo soñé! Es cierto, tiene que ser cierto que conocí al Hombre de Plata y estuve en el Platillo Volador —miró a su alrededor, buscando la sombra de la misteriosa nave, pero no vio más que nubes negras. La perra despertó también, se sacudió, miró a su alrededor espantada, y echó a correr en dirección a la luz lejana de la casa de los Soto. Juancho la siguió también, sin pararse a buscar sus viejas botas de agua, y chapoteando en el barro, corrió a potrero abierto hasta su casa.

—¡Cabro de moledera! ¡Adónde te habías metido! —gritó su madre cuando lo vio entrar, enarbolando la cuchara de palo de la cocina sobre la cabeza del niño. ¿Y tus zapatillas de goma? ¡A pata pelada y en la lluvia!

—Andaba en el potrero, cerca de la encina, cuando..., ¡Ay, no me pegue mamita!..., cuando vi al Hombre de Plata y el platillo flotando en el aire, sin alas...

—Ya mujer, déjalo. El cabro se durmió y estuvo soñando. Mañana buscará los zapatos. ¡A tomarse la sopa ahora y a la cama! Mañana hay que madrugar —dijo el padre.

Al día siguiente salieron Juancho y su padre a buscar leña.

—Mira hijo... ¿Quién habrá prendido fuego cerca de la encina? Está todo este pedazo quemado. ¡Qué raro! Yo no vi fuego ni sentí olor a humo... Hicieron una fogata redondita y pareja, como una rueda grande —dijo Juan Soto, examinando el suelo, extrañado.

El pasto se veía chamuscado y la tierra oscura, como si estuviera cubierta de ceniza. El lugar quemado estaba unos centímetros más bajo que el nivel del potrero, como si un peso enorme se hubiera posado sobre la tierra blanda.

Juancho y la Mariposa se acercaron cuidadosamente. El niño buscó en el suelo, escarbando la tierra con un palo.

—¿Qué buscas? —preguntó su padre.

—Mis botas, taita... Pero parece que se las llevó el Hombre de Plata.

El niño sonrió, la perra movió el rabo y Juan Soto se rascó la cabeza extrañado.

Un trompo y una pelota

 

Hans Christian Andersen

 

Un trompo y una pelota yacían juntos en una caja, entre otros diversos juguetes, y el trompo dijo a la pelota:

- ¿Por qué no nos hacemos novios, puesto que vivimos juntos en la caja?

Pero la pelota, que estaba cubierta de un bello tafilete y presumía como una encopetada señorita, ni se dignó contestarle.

Al día siguiente vino el niño propietario de los juguetes, y se le ocurrió pintar el trompo de rojo y amarillo y clavar un clavo de latón en su centro. El trompo resultaba verdaderamente espléndido cuando giraba.

- ¡Míreme! -dijo a la pelota-. ¿Qué me dice ahora? ¿Quiere que seamos novios? Somos el uno para el otro. Usted salta y yo bailo. ¿Puede haber una pareja más feliz?

- ¿Usted cree? -dijo la pelota con ironía-. Seguramente ignora que mi padre y mi madre fueron zapatillas de tafilete, y que mi cuerpo es de corcho español.

- Sí, pero yo soy de madera de caoba -respondió la peonza- y el propio alcalde fue quien me torneó. Tiene un torno y se divirtió mucho haciéndome.

- ¿Es cierto lo que dice? -preguntó la pelota.

- ¡Qué jamás reciba un latigazo si miento! -respondió el trompo.

- Desde luego, sabe usted hacerse valer -dijo la pelota-; pero no es posible; estoy, como quien dice, prometida con una golondrina. Cada vez que salto en el aire, asoma la cabeza por el nido y pregunta: «¿Quiere? ¿Quiere?». Yo, interiormente, le he dado ya el sí, y esto vale tanto como un compromiso. Sin embargo, aprecio sus sentimientos y le prometo que no lo olvidaré.

- ¡Vaya consuelo! -exclamó el trompo, y dejaron de hablarse.

Al día siguiente, el niño jugó con la pelota. El trompo la vio saltar por los aires, igual que un pájaro, tan alta, que la perdía de vista. Cada vez volvía, pero al tocar el suelo pegaba un nuevo salto sea por afán de volver al nido de la golondrina, sea porque tenía el cuerpo de corcho. A la novena vez desapareció y ya no volvió; por mucho que el niño estuvo buscándola, no pudo dar con ella.

- ¡Yo sé dónde está! -suspiró el trompo-. ¡Está en el nido de la golondrina y se ha casado con ella!

Cuanto más pensaba el trompo en ello tanto más enamorado se sentía de la pelota. Su amor crecía precisamente por no haber logrado conquistarla. Lo peor era que ella hubiese aceptado a otro. Y el trompo no cesaba de pensar en la pelota mientras bailaba y zumbaba; en su imaginación la veía cada vez más hermosa. Así pasaron algunos años y aquello se convirtió en un viejo amor.

El trompo ya no era joven. Pero he aquí que un buen día lo doraron todo. ¡Nunca había sido tan hermoso! En adelante sería un trompo de oro, y saltaba que era un contento. ¡Había que oír su ronrón! Pero de pronto pegó un salto excesivo y... ¡adiós!

Lo buscaron por todas partes, incluso en la bodega, pero no hubo modo de encontrarlo. ¿Dónde estaría?

Había saltado al depósito de la basura, dónde se mezclaban toda clase de cachivaches, tronchos de col, barreduras y escombros caídos del canalón.

- ¡A buen sitio he ido a parar! Aquí se me despintará todo el dorado. ¡Vaya gentuza la que me rodea!-. Y dirigió una mirada de soslayo a un largo troncho de col que habían cortado demasiado cerca del repollo, y luego otra a un extraño objeto esférico que parecía una manzana vieja. Pero no era una manzana, sino una vieja pelota, que se había pasado varios años en el canalón y estaba medio consumida por la humedad.

- ¡Gracias a Dios que ha venido uno de los nuestros, con quien podré hablar! -dijo la pelota considerando al dorado trompo.

- Tal y como me ve, soy de tafilete, me cosieron manos de doncella y tengo el cuerpo de corcho español, pero nadie sabe apreciarme. Estuve a punto de casarme con una golondrina, pero caí en el canalón, y en él me he pasado seguramente cinco años. ¡Ay, cómo me ha hinchado la lluvia! Créeme, ¡es mucho tiempo para una señorita de buena familia!

Pero el trompo no respondió; pensaba en su viejo amor, y, cuanto más oía a la pelota, tanto más se convencía de que era ella.

Vino en éstas la criada, para verter el cubo de la basura.

- ¡Anda, aquí está el trompo dorado! -dijo.

El trompo volvió a la habitación de los niños y recobró su honor y prestigio, pero de la pelota nada más se supo. El trompo ya no habló más de su viejo amor. El amor se extingue cuando la amada se ha pasado cinco años en un canalón y queda hecha una sopa; ni siquiera es reconocida al encontrarla en un cubo de basura.

Accidente

 

Emilia Pardo Bazán

 

Bajo el sol —que ya empieza a hacer de las suyas, porque estamos en Junio—, los tres operarios  trabajan, sin volver la cara a la derecha ni a la izquierda. Con movimiento isócrono, exhalando a cada piquetazo el mismo ¡a–hum! de esfuerzo y de ansia, van arrancando pellones de tierra de la trinchera, tierra densa, compacta, rojiza, que forma en torno de ellos montones movedizos, en los cuales se sepultan sus desnudos pies. Porque todos tres están descalzos, lo mismo las mujeres que el rapaz desmedrado y consumido, que representa once años a lo sumo, aunque ha cumplido trece. La boina, una vieja de su padre, se le cala hasta las sienes, y aumenta sus trazas de mezquindad, lo ruin de su aspecto. Es el primer día que trabaja a jornal, y está algo engreído, porque un real diario parece poca cosa, pero al cabo de la semana son ¡seis reales!, y la madre le ha dicho que los espera, que le hacen mucha falta. Hablando, hablando, a la hora del desayuno se lo ha contado a las compañeras, una mujer ya anciana, aguardentosa de voz, seca de calcañares, amarimachada, que fuma tagarnina, y una mozallona dura de carnes, tuerta del derecho, con magnífico pelo rubio todo empolvado y salpicado de motas de tierra, a causa de la labor.

—Somos nueve hermanos pequeños —ha dicho el jornalerillo— y por lo de ahora, ninguno, no siendo yo, lo puede ganar. Ya el zapatero de la Ramela me tomaba de aprendís; solamente  que, ¡ay carambo!, me quería tener tres años lo menos sin me dar una perra... Aquí desde luego se gana.

—En casa éramos doce —corrobora la tuerta, con tono de indefinible vanidad—, y mi madre baldada, y yo cuidando de la patulea, porque fui la más grande. ¡Me hicieron pasar mucho! Peleaba con ellos desde l’amanecere. A fe, más quiero arrancar terrones. Había un chiquillo de siete años que era el pecado. Me metió un palo de punta por este ojo y me lo echó fuera...

Y la vieja, entre dos chupadas, declaró sentenciosamente:

—El que con chiquillos se acuesta... Yo, ende viendo uno (que sea ajeno, que sea mi nieto), le levanto la ropa y le pego un buen azote...

No era verdad; el vecindario de aquel pobre barrio extramuros sabía que la bruja de la voz carrascuda, aun cuando tuviese el cuerpo muy lastrado de líquido, no se metía en realidad con nadie; pero andaba siempre alabándose de abofetear al uno y destripar al otro. Y la tuerta, con expresión de malicia, guiñó su ojo viudo, sonriendo al escuchimizado rapaz. Desde que sonó la hora cesaron las confidencias. La  aciturnidad del trabajo monótono pesaba sobre los espíritus, adormilándolos, como si el aire que sus pulmones absorbían afanosamente en el trajín les barriese las ideas del seso. Su faena mecánica los atontaba, quitándoles del pensamiento cuanto no fuese la repetición incesante, espaciada por la acción del alzar y bajar la piqueta, del golpe que había de socavar aquella trinchera formidable, desmontando tierra y más tierra, que llevaban los carros ni sabían los jornaleros adónde. ¿Qué les importaba, además? El rapaz, Reimundo, trabajaba, lo mismo que las dos mujeres, por cuenta de un contratista, hombre agenciador, que hacía el negocio de proporcionar gente a los que tenían obras en planta, cobrando los jornales a peseta y abonándolos a real. ¡Vaya! Para eso, con él, seguros estaban de tener choyo todo el año. No sospechaban, y si lo sospechasen no les importaría, que aquella tierra se destinaba a rellenar un parque en una quinta próxima. Nutrirían con sus jugos, en vez de ortigas y cardos, las plumeadas araucarias, las palmeras elegantes, las fragantes magnolias, las camelias indiferentes a todo en su charolado orgullo. La trinchera, abierta por la construcción del nuevo camino que a la estación conduce, es alta y muestra las zonas de color de las capas del terreno. El trabajo de excavación ha abierto en ella una cava, que ya ofrece sombra cuando el calor arrecia, en aquella hondonada que limitan dos taludes y que no refresca el abanicar del aire de la ría. Y los jornaleros truecan chanzas cuando se enteran de que ya les cobija el desmonte. Luego, a darle a la piqueta, a darle duro. ¡A–hum! El rapaz se siente desfallecer de cansancio. Es fuerte el trabajo así, el primer día, sobre todo el primer día. Los brazos parece que se los han apaleado, de tanto como le van doliendo. Las compañeras se ríen.

—¡Mocoso! ¿Pensaste que era como jugar a la billarda?

El amor propio, el pundonor le reaniman. Alza la piqueta con más ánimos. Se acuerda del contratista, de la ojeada de desprecio con que le dijo al concederle jornal:

—Te tomo... no sé por qué; no vas a valer; estás esmirriado; eres un papulito que siquiera puedes con la herramienta...

¿Esmirriado? Ahora se vería si las otras, las femias, hacían más... La tuerta notó el arrechucho del novato, y le dijo maternal, bondadosota:

—No te mates, hombre, que igual ha ser. El negocio no está en dar tanto piquetaso, sino en arrincar de cada golpe buena pella.

Y señalaba al hacinamiento a su lado, donde cada fragmento de terrón era doble de los que hacía caer Reimundo. Él suspiró sin responder, volviendo a la carga. Un automóvil pasó, haciendo retemblar la tierra. No vieron sino la rotación deslumbrante de sus ruedas amarillas. Flotó en el aire un tufo de bencina, exasperado por el calor. Aún no se había disipado, cuando asomó por la carretera un cura de aldea, caballero en un borrico. Tan despacio avanzaba, que el jinete tuvo tiempo de observar sobre las cabezas de los tres jornaleros algo que le llamó la atención. Era una enorme masa de tierra, suspendida, por decirlo así, en el aire. La cueva, ahondada por la continua mordedura afanosa de las piquetas, no tenía ya más cubierta que aquella saliente costra, conmovida sin tregua, de desplome fatal, inevitable. Y en la imaginación del párroco se precisó la catástrofe, enlazada al recuerdo de una frase leída por la mañana, entre sorbo y sorbo de chocolate, en el  diario integrista: «Socavan y socavan la sociedad, y se les vendrá encima cuando menos lo piensen». Refrenó a su rucio, cerró el paraguas de alpaca obscura, y sin apearse arrimose al socavón, gritando:

—¡Eh! ¡Vosotros! Que se vos viene encima esa tierra. ¿Estades ciegos?

La alcoholizada le contestó pintoresca reata de injurias sobre el tema de la profesión. La moza tuerta sólo refunfuñó:

—¡Nos deje en paz! Vusté no nos hace el trabajo.

Reimundo, por su parte, ni se volvió. Enfaenado, cayéndole una gota de cada pelo, sin aire ya para sus chicos pulmones, se puede creer que ni oiría. El zumbido de la piqueta, su retumbo mate contra la pared borrosa, era lo único que vagamente percibía, envuelto en el jadear de su anhelante pecho. ¡Cuándo serían las doce, señaladas por el paso del tren, para dejarse caer al suelo de golpe y mascar, ya medio dormido de cansancio, el corrusco de pan de maíz! El cura, no obstante, seguía vociferando caritativos insultos:

—¡Bárbaros! ¡Brutanes! ¡Ni media hora tarda eso en venirse!

Y como la vieja se lanzase fuera del excave para replicar furiosa, se oyó un estrépito sordo, apagado; se alzó una nube de polvo rojo, y en seguida un silencio siniestro, interrumpido por el rodar de los últimos terrones que caían de lo alto. De pronto, un escarabajeo, un pataleo, un trajín de fiera soterrada y que violenta las paredes de su entierro. Era la moza rubia, que, vigorosamente, perneaba, cabeceaba para salir de entre la masa de tierra de la impensada sepultura. Acudieron el párroco y la bruja; la ayudaron; se la vio sacar primero la rodilla, después una pierna, al fin el tronco, y la faz lívida, con la respiración cortada; el único ojo, loco de espanto. Nadie pensó sino en ella. El rapaz no resollaba; al principio, le olvidaron. Cuando se empezó a apalear la tierra, porque acudieron vecinos de las casucas y tabernas desparramadas por el camino real, costó trabajo descubrirle; lo más fuerte del desplome había recaído sobre su pecho. Tenía los ojos inyectados de sangre, la boca y las orejas tapiadas con barro bermejo. Los pies parecían incrustados en la tierra, otra vez compacta.

Pena de muerte

 

Georges Simenon

 

El peligro más grande, en esta clase de asuntos, es llegar a hastiarse. El "plantón", como se dice, duraba ya doce días; el inspector Janvier y el brigadier Lucas se relevaban con una paciencia incansable, pero Maigret había tomado a su cuenta un buen centenar de horas porque él solo, en suma, sabía quizá a dónde quería llegar. Aquella mañana, Lucas le había telefoneado desde el bulevar de Batignolles:

—Los pájaros tienen aspecto de querer volar... La mujer del cuarto acaba de decirme que están cerrando sus maletas...

A las ocho, Maigret estaba de guardia en un taxi, no lejos del hotel Beauséjour, con una maleta a sus pies. Llovía. Era domingo. A las ocho y cuarto, la pareja salía del hotel con tres maletas y llamaba a un taxi. A las ocho y media, éste se detenía ante una cervecería de la estación del Norte, frente al gran reloj. Maigret bajaba también de su coche y, sin esconderse, se sentaba en la terraza, en un velador contiguo al de sus "pájaros".

No sólo llovía, sino que hacía frío. La pareja se había instalado cerca de un brasero. Cuando el hombre distinguió al comisario, a su pesar, hizo un movimiento con la mano hacia su sombrero hongo y, sin embargo, su compañera apretaba más contra ella su abrigo de pieles.

—¡Un ponche, camarero!

Los demás también tomaban ponche y los que pasaban les rozaban. El camarero iba y venía. La vida de un domingo por la mañana alrededor de una gran estación continuaba como si no estuviese en juego la cabeza de un hombre. La aguja, por su parte, avanzaba a sacudidas por el cuadrante del reloj y, a las nueve, la pareja se levantó, se dirigió hacia una ventanilla.

—Dos segundas "ir" Bruselas...

—Segunda simple a Bruselas —dijo Maigret como un eco.

Luego los andenes atestados, el rápido en el que había que encontrar sitio, un compartimento, en la cabeza, cerca de la máquina, en donde por fin la pareja se acomodó y en donde el comisario colocó su maleta en la red. La gente se abrazaba. El joven del sombrero hongo bajó para comprar periódicos y volvió con un paquete de semanarios y revistas ilustradas. Era el rápido de Berlín. Había una gran algarabía. Se hablaban todas las lenguas. Una vez el tren en marcha, el joven, sin quitarse los guantes, empezó a leer un periódico mientras que su compañera, que parecía tener frío, ponía con gesto instintivo su mano sobre la de su compañero.

—¿Hay vagón restaurante? —preguntó alguien.

—¡Creo que después de la frontera! —contestó otra persona.

—¿Se para en la aduana?

—No. La inspección tiene lugar en el tren, a partir de Saint—Quentin...

Los arrabales, luego bosques hasta donde alcanzaba la vista; después Compiègne, en donde no se detuvo más que el tiempo de la parada. El joven, de tanto en tanto, levantaba los ojos de su periódico y su mirada recorría el plácido rostro de Maigret.

Estaba cansado, era cierto. Maigret, que también echaba las mismas ojeadas furtivas, le encontraba más pálido que los demás días, todavía más nervioso, más crispado, y hubiera jurado que sería incapaz de decirle lo que leía desde hacía una hora.

—¿No tienes hambre? —preguntó la joven.

—No...

Se fumaba cigarrillos y pipas. Estaba oscuro. Las aldeas dejaban ver calles mojadas y vacías, iglesias en las que tal vez se decía la misa mayor. Y Maigret tampoco intentaba volver a sopesar los hechos uno a uno, precisamente por temor al hastío, porque después de dos semanas y media sólo pensaba en aquel asunto. El joven, frente a él, iba vestido sobriamente, más como un inglés que como un parisino: traje gris hierro, abrigo gris sin botones aparentes, sombrero hongo y, para completar el conjunto, un paraguas que había colocado en la red inferior. Si se hubiese pronunciado su nombre en el compartimento, todo el mundo hubiese temblado, porque, entre los periódicos diseminados sobre las rodillas, la mitad por lo menos hablaban todavía de él.

Un bonito nombre: Jehan d'Oulmont. Una excelente familia belga, varias veces representada en la Historia. Jehan d'Oulmont era rubio; tenía los rasgos bastante finos, pero la piel, demasiado sensible, enrojecía con facilidad, y los rasgos fácilmente agitados por tics nerviosos. Por dos veces Maigret le había tenido frente a él, en su despacho de la Policía Judicial y, por dos veces, durante horas, había intentado en vano hacer doblegar al joven.

—¿Admite que desde hace dos años es la desesperación de su familia?

—¡Eso le importa a mi familia!

—Después de haber iniciado sus estudios de Derecho, le han echado de la Universidad de Lovaina por notoria mala conducta.

—Vivía con una mujer...

—¡Perdón! Con una mujer a la que un negociante de Anvers mantenía...

—¡El detalle carece de importancia!

—Maldecido por su familia, vino a París... Se le ha visto sobre todo en las carreras y en los locales nocturnos... Se hacía llamar conde d'Oulmont, título al que no tiene derecho...

—Hay gentes a las que esto les gusta...

Siempre la misma sangre fría, a despecho de una palidez enfermiza.

—Conoció a Sonia Lipchitz y no ignoraba nada de su pasado...

—Yo no me permito juzgar el pasado de una mujer...

—A los veintitrés años, Sonia Lipchitz ya ha tenido numerosos protectores... El último le dejó una cierta fortuna que ella ha dilapidado en menos de dos años...

—Lo que prueba que no soy interesado, porque, en ese caso, habría llegado demasiado tarde...

—No ignora que su tío, el conde Adalbert d'Oulmont —se tiene, en su familia, gusto por los nombres originales—, no ignora, digo, que bajaba cada mes a París por algunos días, en el hotel del Louvre...

—Para vengarse de la vida austera que se cree obligado a llevar en Bruselas...

—¡Sea!... Su tío, antiguo acostumbrado al hotel, reservaba siempre el mismo apartamento, el 318... Cada mañana montaba a caballo, en el Bois, almorzaba a continuación en un cabaret de moda y luego se encerraba en su apartamento hasta las cinco...

—¡Debía necesitar reposo! —replicaba cínicamente el joven— ¡A su edad!...

—A las cinco hacía subir al peluquero y a la manicura y...

—Y frecuentaba a continuación, hasta las dos de la mañana, los lugares en los que se encuentran mujeres hermosas...

—Todavía exacto...

Porque si el conde d'Oulmont, en cierta época de su vida, había sido un diplomático distinguido, era forzoso admitir que con la edad se había identificado poco a poco con el repertorio de viejos verdes y que no le faltaba ni la peluca.

—Siempre se ha dicho...

—Y le ayudó varias veces con sus subsidios...

—Y con sus lecciones de moral... Una cosa compensa la otra...

—Dos días antes del drama, en un bar de los Champs Elysées, usted le presentó a su amante Sonia Lipchitz...

—Como usted le hubiese presentado a su mujer...

—¡Perdón! Tomaron el aperitivo los tres y luego, bajo el pretexto de una cita de negocios, usted les dejó solos... En este momento, usted estaba, usted y Sonia, como se dice, a dos velas. Después de haber vivido largo tiempo en el hotel Berry, cerca de los Champs Elysées, en donde dejó a una ardiente coqueta, cuesta verle ahora yendo a parar a un hotel más que modesto del bulevar Batignolles...

—¿Me lo reprocha?

—Hay que creer que Sonia no le gustó a su tío, que la dejó inmediatamente después de cenar para ir a un pequeño teatro...

—¿Otro reproche?

—Dos días después, el viernes, hacia las tres y media, el conde d'Oulmont era asesinado en su apartamento, en donde, como de costumbre, echaba la siesta... Según el dictamen del forense, fue abatido por un golpe violento propinado por medio de un tubo de plomo o una barra de hierro...

—Ya he sido registrado... —contestó socarronamente el joven.

—¡Lo sé! E incluso tenía una coartada. Me enseñó, al día siguiente, su carnet de apuestas, porque usted es un aficionado a las carreras... La tarde de la muerte, estaba en Longchamp y apostó a dos caballos en cada carrera... Tickets de la Mutua, encontrados en su abrigo, lo han establecido así y camaradas suyos le vieron una o dos veces en el transcurso de la tarde...

—¿Usted ve?

—Lo que no impide que hubiese tenido tiempo, en el curso de la reunión, de subir a un taxi y llegar hasta su tío...

—¿Alguien me vio?

—Conoce lo bastante el hotel del Louvre para saber que no se presta atención a las idas y venidas de los clientes habituales... Sin embargo, un botones cree acordarse...

—¿No le parece que es demasiado vago?

—Una suma de treinta y dos mil francos en billetes franceses le fue robada a su tío.

—¡De tenerlos, hubiera tenido tiempo de pasar la frontera!

—También lo sé. No se encontró nada en su hotel. ¡Mejor! Dos días más tarde, su amante empeñaba sus dos últimos anillos en el Crédito Municipal y usted vive ahora de los cinco mil francos que ella recibió a cambio...

—¡Por lo tanto...!

¡Ése era todo el asunto! Dicho de otra manera, casi el crimen perfecto. La coartada era de las que no se pueden contradecir con éxito. Gente había visto a Jehan en las carreras aquella tarde. Pero, ¿a qué hora? Había jugado. Pero, en ciertas carreras, su amante había podido jugar por él y no hay mucha distancia entre Longchamp y la calle Rivoli. ¿Un tubo de plomo, una masa de hierro? Todo el mundo puede procurarse uno y desembarazarse de él sin dificultad. Y todo el mundo, con un poco de habilidad, puede introducirse en un gran hotel sin hacerse notar. ¿El golpe de los anillos empeñados a los dos días? ¿El carnet de apuestas de d'Oulmont?

—Usted mismo admite —decía este último— que mi buen tío recibía a veces mujeres en su cuarto. ¿Por qué no busca por ese lado?

Y, lógicamente, no había ni una fisura en su razonamiento. Tenía tan poco que, cuando se presentó en el Quai des Orfevres, tras dos interrogatorios, y había manifestado el deseo de volver a Bélgica, se había visto obligado, a falta de elementos suficientes, a darle la autorización. He aquí el porqué, desde hacía doce días, Maigret empleaba su vieja táctica: hacer seguir a su hombre paso a paso, minuto a minuto, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana, hacerlo seguir ostensiblemente a fin de que el hastío, si se producía en uno de los dos campos, se produjese a su lado. He aquí por qué también, aquella mañana, había tomado sitio en el compartimento, frente al joven que, al verle, había esbozado un saludo y que estaba obligado, durante horas, a representar la comedia de la desenvoltura.

¡Crimen vicioso! ¡Crimen sin excusa! ¡Crimen tanto más odioso en cuanto que cometido por un pariente de la víctima, por un muchacho instruido y sin taras aparentes! ¡Crimen a sangre fría también! ¡Crimen casi científico! Para los jurados, esto se traduce por una cabeza que cae. Y aquella cabeza, un poco pálida, cierto, apenas coloreada en los pómulos, se levantó para la inspección aduanera. Faltó poco para que hubiese protestas en el compartimiento. Maigret había dado órdenes por teléfono y, para la pareja, el registro fue minucioso, tan minuciosos que se hacia indiscreto.

Resultado: ¡nada! Jehan d'Ouldmont sonreía con su pálida sonrisa. Sonreía a Maigret. Sabía que era su enemigo. Se percataba también de que era una guerra de usura, pero una guerra en la que su cabeza estaba en juego. Uno lo sabía todo: el asesino. Cuándo, cómo, en qué minuto, en qué circunstancias había sido cometido el crimen. Pero el otro, Maigret, que fumaba su pipa, a despecho de los gemidos de su vecina, a la que molestaba el tabaco, ¿qué sabía? ¿qué había descubierto?

¡Guerra de agotamiento, sí! Pasada la frontera, Maigret carecía del derecho de intervenir y se acababan de divisar los primeros caseríos de Borinage. Entonces, ¿por qué estaba allí? ¿Por qué se obstinaba? ¿Por qué en el vagón restaurante, a donde la pareja iba a tomar el aperitivo, se instalaba en la misma mesa, amenazador y silencioso? ¿Por qué en Bruselas, iba al Palace, en donde Jehan d'Oulmont y su amante tomaban un apartamento? ¿Había descubierto Maigret una fisura en la coartada? ¿Había olvidado Jehan d'Oulmont algún detalle que le había traicionado? ¡Claro que no! En ese caso, le hubiese arrestado en Francia, le hubiese entregado a los tribunales franceses, lo que comportaba, sin disputa, la pena de muerte...

Y Maigret, en el Palace, ocupaba la habitación contigua. Maigret dejaba su puerta abierta, bajaba detrás de la pareja al restaurante, paseaba tras ellos a lo largo de los escaparates de la calle Neuve, entraba en la misma cervecería, siempre obstinado y tranquilo en apariencia. Sonia estaba casi tan febril como su compañero. Al día siguiente no se levantó hasta las dos y la pareja almorzó en su habitación. Y oían el sonido del teléfono, porque Maigret encargaba el almuerzo.

Un día... Dos días... Los cinco mil francos debían acabarse... Maigret seguía allí, con la pipa en la boca, las manos en los bolsillos, sombrío y paciente. Pero ¿qué sabía? ¿Quién hubiera podido decir lo que sabía?

¡En verdad Maigret no sabía nada! Maigret "sentía". Maigret estaba seguro del caso, hubiera apostado su apellido a que tenía razón. Pero en vano había dado vueltas cien veces al problema en su cabeza, había interrogado a los choferes de París y en particular a los especialistas en carreras.

—¡Ya sabe! Vemos tanto... ¿Tal vez...?

Tanto más cuanto que Jehan d'Oulmont no tenía nada de particular y que las gentes a las que enseñaba su fotografía reconocían inmediatamente a algún otro. El olfato no bastaba. La convicción tampoco. La justicia exige una prueba y Maigret seguía buscando sin saber quién se cansaría primero. Paseó tras la pareja por el Jardín Botánico. Asistió a veladas de cine. Comió y cenó en excelentes cervecerías, como le gustaba, y se atiborró de cerveza. A la lluvia la había reemplazado una especie de nieve fundida. El martes, calculaba el comisario, apenas les quedaban trescientos francos belgas a sus víctimas y tal vez, se dijo, tendrían que echar mano del "tesoro escondido". Era una vida agotadora y, por la noche, tenía que despertarse al menor ruido producido en la vecina habitación. Pero seguía como esos perros que, tumbados en el suelo se dejan aplastar antes que retroceder. La gente, a su alrededor, continuaba sin darse cuenta de nada. Se servía al pálido Jehan d'Oulmont como a un cliente cualquiera sin percatarse de que su cabeza no estaba muy segura sobre sus hombros. En un dancing, alguien invitó a Sonia; luego desapareció, la volvió a invitar una hora más tarde y jugó tercamente con su bolso. Ese alguien, que parecía un joven de buena familia, hizo de lejos una señal de amistad a d'Oulmont. Era poca cosa. Transcurría ya el tercer día en Bruselas. Y sin embargo, en aquel minuto, Maigret tuvo por fin la esperanza de triunfar. Lo que hizo entonces era tan poco corriente en él que la señora Maigret se hubiese quedado de una pieza. Se dirigió hacia la bar de la boîte y se tomó varias copas en compañía de mujeres que le asaltaban; pareció divertirse mas allá de los límites admitidos y acabó, casi vacilante, por invitar a Sonia a bailar.

—¡Si puede tenerse en pie! —dijo secamente.

Dejó su bolso sobre la mesa, dirigió una ojeada a su amante, pero éste a su vez salió a bailar con una de las señoras de la casa. En aquel momento, mientras las dos parejas estaban mezcladas entre las demás, bajo una luz anaranjada, ¿quién hubiera podido prever lo que iba a pasar? Maigret, acabado el baile, no estaba solo. Un hombrecillo vestido de negro le acompañaba hasta la mesa de la pareja y era él quien pronunciaba:

—¿Señor Jehan d'Oulmont?... Sin ruido... Sin escándalo... Estoy encargado por la Sûreté belga de detenerle...

El bolso seguía allí, sobre la mesa. Maigret parecía pensar en otra cosa.

—¿Detenerme en virtud de qué?

—De una orden de extradición...

Entonces la mano de d'Oulmont alcanzó el bolso. Luego, de repente, el joven se incorporó, apuntó sobre Maigret un revólver y...

—He ahí uno que no irá al paraíso —farfulló.

Una detonación. Maigret seguía de pie, con las manos en los bolsillos. Jehan, con el revólver en la mano, se asustaba. Los bailarines huían. El habitual maremágnum...

—¿Comprende? —decía Maigret al jefe de la Sûreté de Bruselas—. Yo carecía de pruebas. ¡Sólo tenía indicios! Y le sabía tan inteligente como yo...

"Que había matado a su tío, yo era incapaz de demostrarlo. Y sin duda hubiese escapado al castigo si...

—¿Si...?

—Si no hubiese sido antiguo estudiante de Derecho y si la pena de muerte hubiese existido realmente en Bélgica... Me explico... En Francia, mató a su tío por necesidad de dinero... Sabía que allí su cabeza estaba en juego... Refugiado en Bruselas, está seguro de la extradición si el crimen llega a ser probado... ¡Y yo continúo detrás de él! Dicho de otra forma, tal vez tengo indicios o pruebas... No tiene salvación...

"O más bien sí... Una cosa puede salvarle de la guillotina, una cosa que ya salvó al asesino Danse... El que comete una nueva muerte, antes de efectuarse la extradición, será juzgado por la Justicia belga que no conoce la pena de muerte, pero que le enviará a la cárcel para el resto de sus días...

"Este es el dilema en el que he querido arrinconarle siguiéndole paso a paso. Carecía de arma. El gesto de su amante, esta noche, mientras la pareja estaba en las últimas, me ha hecho ver que habían conseguido, gracias a la complicidad de un antiguo camarada, procurarse una, que se encuentra en el bolso.

"Durante el baile, un agente ha cambiado el revólver cargado de balas por uno cargado con salvas...

"Luego el arresto...

"Jehan d'Oulmont, asustado, que se juega la cabeza, prefiere cadena perpetua en Bélgica y dispara...

"¿Comprende?"

¡Había comprendido, sí! Había comprendido que un segundo crimen salvaba la vida al asesino del anciano conde d'Oulmont. Por lo demás, la sonrisa sarcástica del joven proclamaba:

—¡Ya ve como no tendrá mi cabeza!

¡Su cabeza, no! ¡Lo que no impide que ya no pueda hacer daño!

¡Y que, por fin, Maigret tenía derecho a pensar en otra cosa!

Pequeña parábola de Chindo

 

Camilo José Cela

 

“Chindo” es un perrillo de sangre ruin y de nobles sentimientos. Es rabón y tiene la piel sin lustre, corta la alzada, flácidas las orejas. “Chindo” es un perro hospiciano y sentimental, arbitrario y cariñoso, pícaro a la fuerza, errabundo y amable, como los grises gorriones de la ciudad. “Chindo” tiene el aire, entre alegre e inconsciente, de los niños pobres, de los niños que vagan sin rumbo fijo, mirando para el suelo en busca de la peseta que alguien, seguramente, habrá perdido ya.  “Chindo”, como todas las criaturas del Señor, vive de lo que cae del cielo, que a veces es un mendrugo de pan, en ocasiones una piltrafa de carne, de cuando en cuando un olvidado resto de salchichón, y siempre, gracias a Dios, una sonrisa que sólo “Chindo” ve.  “Chindo”, con la conciencia tranquila y el mirar adolescente, es perro entendido en hombres ciegos, sabio en las artes difíciles del lazarillo, compañero leal en la desgracia y en la oscuridad, en las tinieblas y en el andar sin fin, sin objeto y con resignación.

El primer amo de “Chindo”, siendo “Chindo” un cachorro, fue un coplero barbudo y sin ojos, andariego y decidor, que se llamaba Josep, y era, según decía, del caserío de Soley Avall, en San Juan de las Abadesas y a orillas de un río Ter niño todavía. Josep, con su porte de capitán en desgracia, se pasó la vida cantando por el Ampurdán y la Cerdaña, con su voz de barítono montaraz, un romance andarín que empezaba diciendo:

Si t´agrada córrer mon,

algun dia, sense pressa,

emprèn la llarga travessa

de Ribes a Camprodon,

passant per Caralps i Núria,

per Nou Creus, per Ull de Ter

i Setcases, el primer

llogaret de la planúria

“Chindo”, al lado de Josep, conoció el mundo de las montañas y del agua que cae rodando por las peñas abajo, rugidora como el diablo preso de las zarzas y fría como la mano de las vírgenes muertas. “Chindo”, sin apartarse de su amo mendigo y trotamundos, supo del sol y de la lluvia, aprendió el canto de las alondras y del minúsculo aguzanieves, se instruyó en las artes del verso y de la orientación, y vivió feliz durante toda su juventud. Pero un día…

Como en fábulas desgraciadas, un día Josep, que era ya muy viejo, se quedó dormido y ya no se despertó más. Fue en la Font de Sant Gil, la que está sota un capelló gentil. “Chindo” aulló con el dolor de los perros sin amo ciego a quien guardar, y los montes le devolvieron su frío y desconsolado aullido. A la mañana siguiente, unos hombres se llevaron el cadáver de Josep encima de un burro manso y de color ceniza, y “Chindo”, a quien nadie miró, lloró su soledad en medio del campo, la historia -la eterna historia de los dos amigos Josep y “Chindo”- a sus espaldas y por delante, como en la mar abierta, un camino ancho y misterioso.

¿Cuánto tiempo vagó “Chindo”, el perro solitario, desde la Seo a Figueras, sin amo a quien servir, ni amigo a quien escuchar, ni ciego a quien pasar los puentes como un ángel? “Chindo”contaba el tránsito de las estaciones en el reloj de los árboles y se veía envejecer -¡once años ya!- sin que Dios le diese la compañía que buscaba. Probó a vivir entre los hombres con ojos en la cara, pero pronto adivinó que los hombres con ojos en la cara miraban de través, siniestramente, y no tenían sosiego en le mirar del alma. Probó a deambular, como un perro atorrante y sin principios, por las plazuelas y por las callejas de los pueblos grandes -de los pueblos con un registrador, dos boticarios y siete carnicerías- y al paso vio que, en los pueblos grandes, cien perros se disputaban a dentelladas el desmedrado hueso de la caridad. Probó a echarse al monte, como un bandolero de los tiempos antiguos, como un José María el Tempranillo, a pie y en forma de perro, pero el monte le acuñó en su miedo, la primera noche, y lo devolvió al caserío con los sustos pegados al espinazo, como caricias que no se olvidan. “Chindo”, con gazuza y sin consuelo, se sentó al borde del camino a esperar que la marcha del mundo lo empujase adonde quisiera, y, como estaba cansado, se quedó dormido al pie de un majuelo lleno de bolitas rojas y brillantes como si fueran de cristal. Por un sendero pintado de color azul bajaban tres niñas ciegas con la cabeza adornada con la pálida flor del peral. Una niña se llamaba María, la otra Nuria y la otra Montserrat. Como era el verano y el sol templaba el aire de respirar, las niñas ciegas vestían trajes de seda, muy endomingados, y cantaban canciones con una vocecilla amable y de cascabel. “Chindo”, en cuanto las vio venir, quiso despertarse, para decirles:

-Gentiles señoritas, ¿quieren que vaya con ustedes para enseñarles dónde hay un escalón, o dónde empieza el río, o dónde está la flor que adornará sus cabezas? Me llamo “Chindo”, estoy sin trabajo y, a cambio de mis artes, no pido más que un poco de conversación.

“Chindo” hubiera hablado como un poeta de la Edad Media. Pero “Chindo” sintió un frío repentino. Las tres niñas ciegas que bajaban por un sendero pintado de azul se fueron borrando tras una nube que cubría toda la tierra. “Chindo” ya no sintió frío. Creyó volar, como un leve milano, y oyó una voz amiga que cantaba:

Si t´agrada córrer mon,

algun dia, sense pressa…

“Chindo”, el perrillo de sangre ruin y de nobles sentimientos, estaba muerto al pie del majuelo de rojas y brillantes bolitas que parecían de cristal. Alguien oyó sonar por el cielo las ingenuas trompetas de los ángeles más jóvenes.

Los zapatos de hierro

 

Popular español

 

Pues señor, érase una vez un joven cordobés, llamado Luis, que se encontró una noche en una posada con un caballero desconocido que se hacía llamar el Marqués del Sol. Pusiéronse a jugar a cartas y el forastero ganó sin cesar, mientras que Luis, ansioso de tomar el desquite, perdía onza a onza toda su fortuna. Empezó perdiendo el dinero, luego se jugó el caballo y lo perdió; a continuación su espada y la perdió. Finalmente, desesperado, dijo:

- ¡Ya no me queda más que mi alma! ¡Me la juego!

Y la perdió también. Levantóse el forastero para marcharse y el joven, recobrando el buen sentido y dándose cuenta de su locura, exclamó:

- Caballero, me ha ganado usted mi espada, mi caballo y mi fortuna... Son suyas las tres cosas; consérvelas y que le duren mucho, pero devuélvame mi alma.

- Se la devolveré, - replicó el otro ­ cuando haya gastado usted este par de zapatos.

Y el Marqués del Sol, entregando a Luis un par de zapatos de hierro, se marchó, llevándose su alma. A partir de aquel día, Luis se sentía extraordinariamente desgraciado. Ni experimentaba alegría, ni tristeza; todo le era indiferente. Por fin, se calzó los zapatos de hierro y se dispuso a recobrar su alma. Un amigo le prestó algún dinero y nuestro joven jugador emprendió la marcha. Desgraciadamente no sabía qué rumbo seguir, pues no sabía del Marqués del Sol más que este título, que podía ser falso. Anduvo días, semanas, meses, años, sin encontrar a nadie que pudiera decirle dónde vivía el misterioso Marqués del Sol. Recorrió toda España, desde Córdoba a Barcelona y desde Murcia a Santiago. Y los zapatos de hierro se iban desgastando poco a poco.

Una noche que llegó a un pueblo desconocido vio, muchas personas que gritaban y gesticulaban ante una pequeña posada. Preguntó el motivo de aquel alboroto y el posadero le respondió:

- Se trata, señor, de que un viajero que me debía más de ocho días de estancia ha muerto de repente. Como había contraído algunas deudas en el pueblo, sus acreedores están disputando como locos, pues su equipaje no vale ni tres reales. ¿Qué haré yo ahora con el cadáver? No soy lo bastante rico para pagar el ataúd y el entierro de un forastero, que ojalá hubiese ido a terminar sus días en otra parte.

Luis entregó su bolsa al posadero y le dijo:

- Pague usted con eso las deudas de este desgraciado y con lo que quede, que le hagan un buen entierro, a fin de que su alma pueda descansar en paz.

- Que Dios se lo pague, señor - respondió el posadero. - Puede usted estar seguro de que todo se hará como usted ha dispuesto.

Luis no comió aquel día, porque había dado al posadero hasta el último céntimo que poseía. Continuó su camino y no tardó en darse cuenta de que uno de los zapatos de hierro acababa de romperse. Llegada la noche, un caballero, jinete en un soberbio caballo negro, y envuelto en luenga capa, apareció de repente ante el viajero.

- Luis - dijo el desconocido, - soy el alma del forastero cuyas deudas y sepelio has pagado hoy. Has liberado mi alma y quiero pagarte el favor que me has hecho. Continúa andando hasta que encuentres un río; entonces, escóndete entre los sauces que crecen a sus orillas y aguarda. Aparecerán tres pájaros blancos que dejarán caer sus mantos de plumas y se convertirán en tres preciosas doncellas. Apodérate entonces del manto de una de ellas y no se lo devuelvas hasta que te diga lo que deseas saber.

Desapareció el caballero en la noche. Luis no había querido dirigir la palabra a aquella alma en pena, pero se dispuso a seguir su consejo y anduvo tanto y tan a prisa, que llegó antes del alba a orillas del río anunciado. En aquel instante se le rompió el segundo zapato, pero el joven, agotado de fatiga, ni siquiera pensó en alegrarse, sino que se escondió, entre los sauces y se quedó dormido. Cuando despertó, el sol naciente empurpuraba el río y en el cielo rosado tres enormes pájaros blancos volaban pausadamente. Aproximáronse poco a poco al río donde nuestro héroe se hallaba escondido y vinieron a posarse tan cerca de él que sintió el viento de sus alas. Casi al mismo tiempo las tres aves dejaron caer sus plumas y se convirtieron en tres doncellas de peregrina hermosura, que se lanzaron al agua entre gritos y risas, y se alejaron nadando. El joven salió entonces de su escondrijo y se apoderó de una de las capas de plumas. En aquel momento, las tres nadadoras lo vieron y vinieron apresuradamente hacia la orilla; pero Luis ya se había escondido de nuevo. Dos de las muchachas se convirtieron precipitadamente en aves y salieron volando más que deprisa, pero la tercera, sentada en la arena, lloraba amargamente. Salió Luis, por segunda vez de su escondrijo y ella, al ver que él tenía en las manos su manto de plumas, suplicó llorosa:

- Señor, devuélvame eso. Sin el manto no podría volver al castillo de mi padre.

- Te lo devolveré, bella ninfa, si me dices dónde se halla el Marqués del Sol.

- Que Dios no permita que lo encuentre usted jamás en su camino, caballero. En cuanto a mí, me está prohibido revelar su morada.

- Entonces no te devolveré el manto.

- Señor, el Marqués del Sol es mi padre y nos ha hecho jurar a todas que jamás le traicionaremos.

Luis reflexionó un instante y dijo:

- Está bien. Permíteme entonces que te siga y te devolveré tus plumas. De este modo, tú no habrás faltado a tu juramento, ya que sólo prometiste no revelar su domicilio... Así, toda la responsabilidad será mía.

Consintió la muchacha y cuando Luis le devolvió las plumas, se trocó de nuevo en ave y empezó a volar lentamente, de modo que el joven pudo seguirla con facilidad. Tardaron todo un día en llegar a un castillo cuyos formidables muros se elevaban al pie de una montaña enorme. En aquel momento desapareció de repente la blanca ave y Luis se encontró solo ante la entrada de la fortaleza. Entró y, cuando, en medio de un patio de colosales dimensiones, titubeaba sobre el camino a seguir, vio venir hacia él a su compañero de juego de otro tiempo.

- ¿Cómo ha podido llegar hasta aquí? - preguntóle el Marqués del Sol.

- He venido andando; los zapatos de hierro ya los he gastado y vengo a pedirle que me devuelva mi alma.

- Se la daré mañana - respondió el hechicero, pues habéis de saber que el Marqués de mi cuento no era otra cosa. - Esta noche repose usted, que estará bastante fatigado del viaje.

Al día siguiente, Luis recordó a su anfitrión la promesa que le había hecho.

- No puedo devolverle su alma hasta tanto que no haya aplanado esta montaña que me oculta la luz del día.

Luis salió del castillo. La montaña era tan alta que mil hombres, en mil años, habrían estado trabajando noche y día sin conseguir nivelarla con el suelo. El joven, descorazonado, se dejó caer bajo las ramas de una encina y ocultó el rostro entre las manos para llorar. Una hormiguita trepó por su cuerpo y le dio un picotazo en un puño. Ya se disponía Luis a aplastarla, cuando ella le dijo:

- No me mates. Soy la que te ha conducido hasta aquí. Me llamo Blancaflor. No te muevas. No digas nada; te ayudaré. Duerme, que yo te prometo que, cuando despiertes, lo que ahora crees un imposible se habrá realizado.

Durmióse Luis. Cuando despertó ya no había ni montaña ni trazas de ella; el suelo estaba tan liso como la palma de la mano. Entonces fue corriendo al castillo y dijo al hechicero:

- Ya he gastado los zapatos de hierro he aplanado la montaña. ¿Me devolverá ahora mi alma?

- Hoy, no; váyase a descansar. Mañana le daré trabajo.

Al día siguiente el hechicero le entregó un cesto enorme lleno de semillas de árboles.

- Siembre esto y tráiganos para desayunar los frutos que haya dado.

Luis tomó el cesto y se dirigió al lugar que ocupaba antes la montaña.

- Jamás podré hacer crecer árboles y madurar sus frutos en tres horas ­ pensaba con desaliento.

Pero un pajarito, posado en un zarzal, empezó a cantar:

- Soy Blancaflor; te ayudo y te vigilo. Dame ese cesto y duerme tranquilo.

Cuando se despertó, el cesto, vacío, estaba a su lado; y en los árboles recién brotados maduraban sabrosísimos frutos. Luis cogió dátiles y melocotones, manzanas, granadas, uvas e higos, hasta llenar el cesto, que llevó al Marqués del sol.

- ¿Me devolverá ahora mi alma? - le dijo.

- Se la devolveré si me trae mi anillo de oro, que está en el fondo del río.

Fuése el pobre joven a sentarse a orillas de la corriente y exclamó:

- ¿Cómo podré encontrar un anillo de oro en el fondo de estas aguas amarillentas?

En aquel momento apareció, en la superficie del líquido elemento la cabecita de un pececillo plateado, que dijo:

- Soy Blancaflor, Luis. Cógeme, córtame en tantos trozos como puedas y guárdalos con cuidado, pero echa mi sangre en el río. Entonces verás al anillo flotando sobre la espuma y te será fácil cogerlo. Luego colocarás cada uno de mis trozos en su lugar, cuidando de no olvidar ninguno.

Sacó el joven su cuchillo de monte, cogió al pececillo y lo hizo cuarenta y tres pedazos. A continuación echó su sangre al agua, que se agitó, se hinchó y arrojó el anillo sobre la orilla. Luis recogió el anillo y se apresuró a recomponer el pececillo, uniendo los cuarenta y tres trozos, pero temía tanto equivocarse que, en su ansiedad, dejó caer uno de los pedacitos.

- Eres poco mañoso - dijo el pez, volviendo a la vida. - Por tu culpa, tu amiguita Blancaflor tendrá en lo sucesivo el meñique de la mano izquierda más corto que el de la derecha. 

La vieja marmita de barro

 

Estrella Cardona Gamio

Badosa

 

Habíase una vez una cocina, que, como todas las de su especie, mostraba un orgulloso fogón y muchos platos, cazos, vasos, una alacena y anaqueles en donde se apretujaban bastantes más cachivaches, también tenía unos armaritos a ambos lados del fregadero, y una nevera, y... Bueno, ya se sabe como es una cocina, ¿o no?

Lo que no se sabe es que en uno de esos armaritos, al fondo, al fondo, se ocultaba, y no por su deseo precisamente —ante todo hay que decir la verdad—, una vieja cazuela de barro, algo desportillada de los bordes y con un asa rota, pero eso no era lo peor pues la cazuela, en tiempos se la llamó marmita, estaba tan chamuscada por los miles de veces que la pusieron sobre el fuego mientras en ella se preparaban sopas y otras comidas, que daba reparo mirarla, pues, ¡encima!, tiznaba.

Se comprende entonces que permaneciese arrinconada al fondo del armarito, y prácticamente olvidada de todo el mundo, aunque lo extraño es el que todavía nadie se hubiera acordado de ella, escondida detrás de muchas y relucientes ollas de brillante metal y variados tamaños, cazos e incluso sartenes de esas antiadherentes. Ella se encontraba situada detrás de una cacerola muy grande, la señora Puchero, tampoco demasiado joven, ya que estaba esmaltada por dentro y por fuera, y que sólo se utilizaba ahora para hacer el caldo en llegando las Navidades.

A veces, la señora Puchero se lamentaba de haber conocido tiempos mejores plenos de actividad, cuando los niños de la familia eran pequeños y había que hacer sopa para muchos cada día; la marmita la escuchaba respetuosa —ya que una olla esmaltada, por muy pasada de moda que esté, tiene prosapia—, e intentaba recordar su lejana juventud en la cual la utilizaban tan a menudo, pero la marmita era demasiado vieja y le empezaba a fallar la memoria, además, le daba mucha vergüenza el estar así de tiznada, con los bordes desportillados y un asa rota; de esta manera, ¡no puede una alternar en sociedad, qué caramba!

Un día debieron de regresar las Navidades, porque de nuevo se sacó del armarito a la gran olla esmaltada, y quiso el azar que la mano que lo hizo, rozara sin pretenderlo a la vieja marmita de barro, y, ¡claro!, la mano se manchó de hollín y cuando el ama de casa la contempló salir del armarito toda sucia... ¡ya os podéis imaginar la que se organizó!

—¿Qué porquería hay aquí dentro metida? —exclamó el ama de casa muy enfadada, y volviendo a introducir la mano, agarró sin contemplaciones a la abochornada marmita, sacándola al exterior.

—¡Vaya una antigualla! —vociferó furiosa mientras la contemplaba bajo la luz invernal de la ventana de la cocina—. ¿Cómo es que no la tiré hace ya tiempo? ¡Menudo trasto!... ¡Claro que esto tiene fácil arreglo!

Y uniendo la acción a la palabra, abrió la ventana y la arrojó a un patio trasero abierto que daba a la calle y que era en donde se ponían los cubos de basura para que la recogiera el basurero cuando pasaba cada noche.

Como había nevado aquella misma mañana, la pobre marmita cayó sobre una blanda y espesa capa y ahí quedóse, medio atontada por el golpe y muerta de frío, pero, de lo que no se dio cuenta, porque no se podía ver a sí misma empotrada en la nieve, era del efecto tan llamativo que ofrecía con su tizne sobre la blancura de la nieve.

En esas aparecieron unos ratoncillos urbanos, tres para ser exactos, que, entre alegres chillidos, corretearon por la nieve en busca de desperdicios que comer, y descubriendo a la marmita, primero la contemplaron con asombro, después se le acercaron con curiosidad y mucha cautela, ya que los ratones no son tontos y aquello de aspecto inofensivo, podía ser una trampa.

Luego, cuando se convencieron de que no era peligrosa, aproximáronsele en fila india y uno detrás de otro asomaron la cabeza en el interior de la marmita, husmeando con interés.

—¡Es una olla! —exclamó triunfante Bigotes, que era el jefe de la expedición.

—Una olla vacía... —puntualizó desdeñoso Rabito.

Hociquin, el tercer ratoncillo y el más joven del grupo, resumió el sentir general con un desencantado:

—Si está vacía no tiene comida, y si no tiene comida...

—... no nos interesa —concluyó la frase Bigotes, que siempre quería decir la última palabra en todo.

Y se fueron por donde habían venido.

La marmita —era tan vieja, estaba tan sucia y, además, desportillada y con el asa medio rota—, que no se había atrevido a hablar porque le daba vergüenza, así pues se sintió muy triste de que incluso los ratoncillos le volviesen la espalda. Pero no tuvo tiempo ni de lamentarse en voz alta ya que de repente descubrió a un atigrado gato callejero que se le acercaba con cara de pocos amigos.

El gato se aproximó, y, como los ratones, la olió concienzudamente, para luego apartarse con un «¡marramiau!» de irritación.

—¡Mira de lo que uno se entera!, conque sirviendo de escondite a ratones, ¿eh?... ¿No sabes que aquí mando yo y a los ratones me los como?... ¿Entonces, quién te autoriza a darles refugio?

—Usted perdone, señor Gato —repuso humildemente la atribulada marmita—, le aseguro que no he dado cobijo a ningún ratón... Ellos han venido, igual que usted, y han mirado dentro a ver si yo contenía alguna comida; ha sido todo, de veras.

—¡Huuum! —gruñó el gato con aire desconfiado—, eso lo dices tú, y ¿cómo voy a fiarme de lo que me cuenta una olla?

—Pues no tengo otra cosa mejor que ofrecerle, y de todas, todas, es verdad verdadera.

El gato se empezó a lamer una pata.

—Bien mirado, en realidad me importa un comino lo que me explicas, menos que un comino me importa... Yo soy un gato muy atareado que tiene montones de cosas que hacer, así que ahí te quedas —maulló despreciativo y, dando media vuelta se alejó.

La marmita, de haber podido, hubiese llorado de rabia, pero, claro, no podía llorar, porque, ¿habéis visto alguna vez a una cazuela llorando?

Un gorrión pió desde el alero de una ventana.

—Mal sitio en donde caer —reflexionó filosófico—, claro que cualquier sitio es malo si se cae.

A la marmita no le hizo gracia el comentario.

—Yo no me he caído, me han tirado, que no es lo mismo.

—Peor que peor —sentenció el gorrión—, cuando te tiran es que ya no sirves para nada.

La marmita se quedó sin saber qué decir.

El gorrión desplegó las alas.

—Me largo al parque, que, a esta hora, cada día viene una señora a echarnos comida. Adiós.

Y se fue.

La vieja marmita se quedó sola, triste y entonces, para remate de males, empezó a llover; daba la impresión que el cielo lloraba acompañándola en su pena. Tanto y tanto llovió que la nieve se deshizo, pero ocurrió algo más: gota a gota, la lluvia lavó el hollín que tiznaba la marmita dejándola como nueva, reluciente en su color original, luego salió el sol entre las nubes y la marmita brilló igual que un ascua encendida, y, mira por donde, acertó a pasar por allí en esos momentos, el profesor de dibujo y pintura de una Academia de Bellas Artes, descubriendo con sorpresa aquel pequeño milagro: una vieja marmita de barro, de las que difícilmente se hallan hoy en día en el mercado, tirada ahí en medio en el patio-callejón de una casa de vecinos.

El profesor habló en voz alta, sabiendo perfectamente que nadie le escuchaba.

—¡Vaya, mira qué casualidad!, buscaba yo una marmita como ésta desde que se rompió el antiguo modelo que teníamos; no paro de dar vueltas por todas partes buscando otra semejante y hete aquí que me la encuentro tirada en plena calle, ¡esto sí que es buena suerte!

El profesor no se lo pensó dos veces, e inclinándose recogió del suelo a la asombrada marmita que no acababa de creer en su inesperada fortuna... Ni vosotros, ¿verdad?, pues si dudáis de mis palabra id a la Academia de Bellas Artes y allí podréis ver —muy feliz por cierto—, a la vieja marmita de barro colocada en lugar de honor sobre una rinconera, bajo la luz directa de una cálida bombilla y arropada entre los pliegues de un lienzo blanco que la hacen resaltar aún más.

¡Y, colorado-colorín, este cuento ha llegado a su fin!

El Conde Drácula

 

Woody Allen

 

En algún lugar de Transilvania yace Drácula, el monstruo, durmiendo en su ataúd y aguardando a que caiga la noche. Como el contacto con los rayos solares le causaría la muerte con toda seguridad, permanece en la oscuridad en su caja forrada de raso que lleva iniciales inscritas en plata. Luego, llega el momento de la oscuridad, y movido por instinto milagroso, el demonio emerge de la seguridad de su escondite y, asumiendo las formas espantosas de un murciélago o un lobo, recorre los alrededores y bebe la sangre de sus victimas. Por último, antes de que los rayos de su gran enemigo, el sol, anuncien el nuevo día, se apresura a regresar a la seguridad de su ataúd protector y se duerme mientras vuelve a comenzar el ciclo. Ahora, empieza a moverse. El movimiento de sus cejas responde a un instinto milenario e inexplicable, es señal de que el sol está a punto de desaparecer y se acerca la hora. Esta noche, está especialmente sediento y, mientras allí descansa, ya despierto, con el smoking y la capa forrada de rojo confeccionada en Londres, esperando sentir con espectral exactitud el momento preciso en que la oscuridad es total antes de abrir la tapa y salir, decide quiénes serán las víctimas de esta velada. El panadero y su mujer, reflexiona. Suculentos, disponibles y nada suspicaces. El pensamiento de esa pareja despreocupada, cuya confianza ha cultivado con meticulosidad, excita su sed de sangre y apenas puede aguantar estos últimos segundos de inactividad antes de salir del ataúd y abalanzarse sobre sus presas. De pronto, sabe que el sol se ha ido. Como un ángel del infierno, se levanta rápidamente, se metamorfosea en murciélago y vuela febrilmente a la casa de sus tentadoras víctimas.

-¿Vaya, conde Drácula, que agradable sorpresa!- dice la mujer del panadero al abrir la puerta para dejarlo pasar. (Asumida otra vez su forma humana. entra en la casa ocultando, con sonrisa encantadora, su rapaz objetivo.)

-¿Qué le trae por aquí tan temprano?- pregunta el panadero.

-Nuestro compromiso de cenar juntos- contesta el conde-Espero no haber cometido un error. Era esta noche, ¿no?

-Sí, esta noche, pero aún faltan siete horas.

-¿Cómo dice?- inquiere Drácula echando una mirada sorprendida a la habitación.-¿o es que ha venido a contemplar el eclipse con nosotros?

-¿Eclipse?

-Así es. Hoy tenemos un eclipse total.

-¿Qué dice?

-Dos minutos de oscuridad total a partir de las doce del mediodía.

-¡Vaya por Dios! ¡Qué lío!

-¿Qué pasa, señor conde?

-Perdóneme... debo... -Debo irme... ¡Oh, qué lío!...- y, con frenesí, se aferra al picaporte de la puerta.

-¿Ya se va? Si acaba de llegar.

-Sí, pero, creo que...

-Conde Drácula, está usted muy pálido.

-¿Sí? necesito un poco de aire fresco. Me alegro de haberlos visto...

-¡Vamos! Siéntese. Tomaremos un buen vaso de vino juntos.

-¿Un vaso de vino? Oh, no, hace tiempo que dejé la bebida, ya sabe, el hígado y todo eso. Debo irme ya. Acabo de acordarme que dejé encendidas las luces de mi castillo... Imagínese la cuenta que recibiría a fin de mes...

-Por favor- dice el panadero pasándole al conde un brazo por el hombro en señal de amistad-. usted no molesta. No sea tan amable. Ha llegado temprano, eso es todo.

-Créalo, me gustaría quedarme, pero hay una reunión de viejos condes rumanos al otro lado de la ciudad y me han encargado la comida.

-Siempre con prisas. Es un milagro que no haya tenido un infarto.

-Sí, tiene razón, pero ahora...

-Esta noche haré pilaf de pollo- comenta la mujer del panadero-. Espero que le guste.

-¡Espléndido, espléndido!- dice el conde con una sonrisa empujando a la buena mujer sobre un montón de ropa sucia. Luego, abriendo por equivocación la puerta del armario, se mete en él-. Diablos, ¿dónde está esa maldita puerta?

-¡Ja, ja!- se ríe la mujer del panadero-. ¿Qué ocurrencias tiene, señor conde!

-Sabía que le divertiría- dice Drácula con una sonrisa forzada-, pero ahora déjeme pasar.

Por fin, abre la puerta, pero ya no le quedaba tiempo.

-¡Oh, mira, mamá- dice el panadero-, el eclipse debe de haber terminado! Vuelve a salir el sol.

-Así es- dice Drácula cerrando de un portazo la puerta de entrada-. He decidido quedarme. Cierren todas las persianas, rápido, ¡rápido! ¡No se queden ahí!

-¿Qué persianas?- preguntó el panadero.

-¿No hay? ¡Lo que faltaba! ¡Qué para de...! ¿Tendrían al menos un sótano en este tugurio?

-No- contesta amablemente la esposa-. Siempre le digo a Jarslov que construya uno, pero nunca me presta atención. Ese Jarslov...

-Me estoy ahogando. ¿Dónde está el armario?

-Ya nos ha hecho esa broma, señor conde. Ya nos ha hecho reír lo nuestro.

-¡Ay... qué ocurrencia tiene!

-Miren, estaré en el armario. Llámenme a las siete y media.

Y, con esas palabras, el conde entra al armario y cierra la puerta.

-¡Ja,ja...! ¡qué gracioso es, Jarslov!

-Señor conde, salga del armario. deje de hacer burradas.

Desde el interior del armario, llega la voz sorda de Drácula.

-No puedo... de verdad. Por favor, créanme. Tan solo permítanme quedarme aquí. Estoy muy bien. De verdad.

-Conde Drácula, basta de bromas. Ya no podemos más de tanto reírnos.

-Pero créanme, me encanta este armario.

-Sí, pero...

-Ya sé, ya sé... parece raro y sin embargo aquí estoy, encantado. El otro día precisamente le decía a la señora Hess, déme un buen armario y allí puedo quedarme durante horas. Una buena mujer, la señora Hess. Gorda, pero buena... Ahora, ¿por qué no hacen sus cosas y pasan a buscarme al anochecer? Oh, Ramona, la la la la, Ramona...

En aquel instante entran el alcalde y su mujer, Katia. Pasaban por allí y habían decidido hacer una visita a sus buenos amigo, el panadero y su mujer.

-¡Hola Jarslov! espero que Katia y yo no molestemos.

-Por supuesto que no, señor alcalde. Salga, conde Drácula.¡Tenemos visita!

-¿Está aquí el conde?- pregunta el alcalde, sorprendido.

-Sí, y nunca adivinaría dónde está- dice la mujer del panadero.

-¡Que raro es verlo a esta hora! De hacho no puedo recordar haberle visto ni una sola vez durante el día.

-Pues bien, aquí está. ¡Salga de ahí, conde Drácula!

-¿Dónde está?- pregunta Katia sin saber si reír o no.

-¡Salga de ahí ahora mismo! ¡Vamos!- La mujer del panadero se impacienta.

-Está en el armario- dice el panadero con cierta vergüenza.

-¿No me digas!- exclama el alcalde.

-¡Vamos!- dice el panadero con un falso buen humor mientras llama a la puerta del armario-. Ya basta. Aquí está el alcalde.

-Salga de ahí conde Drácula- grita el alcalde-. Tome un vaso de vino con nosotros.

-No, no cuenten conmigo. Tengo que despachar unos asuntos pendientes.

-¿En el armario?

-Sí, no quiero estropearles el día. Puedo oír lo que dicen: Estaré con ustedes en cuanto tenga algo que decir.

Se miran y se encogen de hombros. Sirven vino y beben.

-Qué bonito el eclipse de hoy- dice el alcalde tomando un buen trago.

-¿Verdad?- dice el panadero-. Algo increíble.

-¡Díganmelo a mí! ¡Espeluznante!- dice una voz desde el armario.

-¿Qué Drácula?

-Nada, nada. No tiene importancia.

Así pasa el tiempo hasta que el alcalde, que ya no puede soportar esa situación, abre la puerta del armario y grita:

-¡Vamos, Drácula! Siempre pensé que usted era una persona sensata. ¡Déjese de locuras!

Penetra la luz del día; el diabólico monstruo lanza un grito desgarrador y lentamente se disuelve hasta convertirse en un esqueleto y luego en polvo ante los ojos de las cuatro personas presentes. Inclinándose sobre el montón de ceniza blanca, la mujer del panadero pega un grito:

-¡Se ha fastidiado mi cena!

Para qué sirve la corbata

 

Martín Blasco

 

En el colegio sacaron fotos de todos los cursos. Trajeron un fotógrafo de afuera y todo. Nos pidieron que fuéramos bien vestidos para las fotos. La maestra dice que en las fotos tenemos que salir lindos y arreglados porque son el recuerdo que nos va a quedar del colegio. Pero la verdad es que en el colegio estamos siempre sucios y desarreglados, así que no creo que esa foto nos sirva para recordar el colegio. Quizá la maestra espera que con los años, cuando seamos viejos, nos olvidemos de todo y al ver las fotos pensemos que todos los días íbamos vestidos así.

La cuestión es que a los varones nos hicieron poner corbata. Yo nunca antes me había puesto una, ¡son muy incómodas! Igual fue una buena idea, porque las fotos quedaron graciosísimas.

Al colorado, que es muy grandote, le puso la corbata la maestra y como al mismo tiempo estaba retando al gordo Aníbal, le hizo el nudo muy fuerte. Tan fuerte que el colorado se puso todo rojo. Pero a nadie le llamó la atención. Siempre está todo rojo. Pelufo, en la otra punta de la foto, tenía una corbata del hermano mayor que le llegaba hasta la rodilla. Peña tenía un moño en vez de corbata, él siempre quiere llamar la atención, y le cantábamos “el ñoño tiene moño...”, con una musiquita tipo del Caribe muy linda. La musiquita la inventó Bruno, es muy bueno para la música. Tiene mucho ritmo y con la lapicera y el pupitre hace una batería bárbara. Mamá me dijo que es porque es uruguayo y que todos los uruguayos tienen ritmo. Ella lo sabe porque antes de casarse tuvo un novio uruguayo, pero no puede hablar del tema porque papá se enoja.

Al que le quedaba increíble la corbata era al gordo Aníbal. La usaba con anteojos negros de sol y parecía un mafioso de esos de película. A la maestra sin embargo no le gustaba mucho. ¿Quién la entiende?

Pero vamos con la pregunta. Lo que todos nos preguntábamos era: ¿para qué sirve la corbata? En serio, piénsenlo.

- Para abrigar el cuello -, dijo Agustín. Pero todos estuvimos de acuerdo en que no puede ser, para eso ya está la bufanda, que es mucho mejor.

- Para usar el botón de arriba de las camisas -, dijo Pelufo. Y ahí nos preguntamos si será así o será que el botón está para poder usar la corbata. Lo que es como la pregunta de si vino primero el huevo o la gallina.

- Como adorno -, dijo Peña. Todos nos reímos: ¡si es horrible! No, como adorno no puede ser.

Por más que hablamos mucho del tema no encontramos cuál es la utilidad de la corbata. Igual fue un día divertido y la foto salió buenísima. Justo cuando el fotógrafo sacó la foto el colorado se desmayó por culpa de la corbata ajustada, y como estábamos en una grada y él estaba arriba de todo, al caerse tiró a todo el mundo.

En la foto se ve una montaña de gente una arriba de otra. Es muy graciosa, aunque la maestra se puso a llorar. Al colorado hubo que llevarlo al hospital.

Cuento un cuento

 

Laura Devetach

Imaginaria

 

Hace muchos años, cuando yo vivía en Reconquista, allá por el norte de Santa Fe, había llovido muchísimo.

Tanto había llovido que los caminos de tierra parecían flanes, gelatinas, cintas de sopa negra. Nosotros teníamos que ir a otro pueblo y, como los colectivos se empantanaban en los flanes, las gelatinas y las sopas negras, había que viajar en tren. Aquellos trenes comían paladas de carbón, soltaban un humo negro que hacía bellos dibujos.

Empezaban las ruedas a traquetear sobre las vías:

Chu–cu–chú chu–cuchú chu–cuchú chucuchú cuchichú chucuchú chucuchú...

Y un silbido largo acompañaba al humo que se desflecaba como una cabellera

PFUIIiiii PFUiiii...

Primero era bonito, novedoso, vertiginoso. Pero después... Venían largas paradas misteriosas. El tren se detenía en medio del campo, como si obedeciera al capricho de algún Dios. Las vacas se cansaban de mirarnos y el guarda contestaba "¿Quién sabe?" a cualquier pregunta que se le hiciera.

Después de un montón de tiempo el frío era más frío y empezaba a faltar el agua y la comida. Y eso que siempre llevábamos una caja de zapatos con pollo, pan y manzanas. O milanesas y dulce de membrillo. Pero había que convidar y éramos muchas personas.

Los grandes comentaban sobre el estado de los caminos, la creciente del Paraná y si habría o no cosecha de algodón. Después rezongaban, qué barbaridad, el gobierno.Después se iban quedando callados. Y a mí empezaba a darme sueño, tristeza y una rabia...

De pronto el tren caminaba de nuevo. La gente se miraba sonriendo, acomodándose, menos mal. Y yo escuchaba el lenguaje de las ruedas. A veces decían:

Che–qué–chica che–qué–chica chequechica chequechica chequechi...

Otras veces decían:

Cinco pesos poca plata cinco pesos poca plata cincopesos pocaplata cincopesos pocapla...

Pero un día espantoso y embarradísimo las ruedas no dijeron nada a pesar de ir rodando, la lluvia entraba por las ventanillas y yo pensaba que nunca más iba a salir el sol.

Entonces, una viejita de pañoleta que venía con una canasta me dijo, como leyéndome el pensamiento:

—¿Sabes lo que dice el tren hoy? Dice:

Tres–pre–gun–tas tres–pre–gun–tas tres–pre–gun–tas...

A ver, a ver, preguntemos tres preguntas de ésas que no se preguntan nunca. Y yo:

—¿Los perros quieren decir que no, cuando mueven la cola?

Y ella:

—¿Quién habrá inventado el agujero del mate?

Y yo:

—Cuando los trenes silban, ¿quién les contesta?

Entre las dos hicimos más de tres preguntas. Después escuchamos de nuevo las ruedas del tren, y decían:

Cuento un cuento cuentouncuento cuentoun...

También decían:

Mecontaron y te cuento mecontaronytecuento mecontarony...

Y ella me contó más de un cuento y yo le conté los cuentos que sabía. Y salió el sol.

Por suerte conocí muchas viejas preguntonas, muchos trenes, hice viajes, y resultó bonito eso de escuchar, y a veces callar, sólo callar, para que las voces de algunas cosas llegaran.

Ahora, como mi vieja de pañoleta, cuando viajo, escucho qué cosas dicen las ruedas, la gente. Y si se da la ocasión:

Cuentouncuento, cuentouncuento, cuentoun...

Matar a un niño

 

Stig Dagerman

La Máquina del Tiempo

 

Es un día suave y el sol esta oblicuo sobre la llanura. Pronto sonarán las campanas, porque es domingo. Entre dos campos de centeno, dos jóvenes han hallado una senda por la que nunca fueron antes, y en los tres pueblos de la planicie resplandecen los vidrios de las ventanas.

Algunos hombres se afeitan frente a los espejos en las mesas de las cocinas, las mujeres cortan pan para el café, canturreando, y los niños están sentados en el suelo y abrochan sus blusas. Es la mañana feliz de un día desgraciado, porque este día un niño será muerto, en el tercer pueblo, por un hombre feliz.

Todavía el niño está sentado en el suelo y abrocha su camisa, y el hombre que se afeita dice que hoy harán un paseo en bote por el riachuelo, y la mujer canturrea y coloca el pan, recién cortado, en un plato azul. Ninguna sombra atraviesa la cocina, y, sin embargo, el hombre que matará al niño está al lado de la bomba de bencina roja, en el primer pueblo. Es un hombre feliz que mira en una cámara, y en el cristal ve un pequeño carro azul, y a su lado a una muchacha que ríe.

Mientras la muchacha ríe y el hombre toma la hermosa fotografía, el vendedor de bencina ajusta la tapa del tanque y asegura que tendrán un bonito día. La muchacha se sienta en el carro, y el hombre que matará al niño saca su billetera del bolsillo y comenta que viajarán hasta el mar, y en el mar pedirán prestado un bote y remarán lejos, muy lejos.

A través de los vidrios bajados, oye la muchacha, en el asiento delantero, lo que él habla; ella cierra los ojos, ve el mar y al hombre junto a sí en el bote. No es ningún hombre malo, es alegre y feliz, y antes de entrar en el carro se detiene un instante frente al radiador que centellea al sol, y se goza del brillo y del olor de bencina y de ciruelo silvestre.

No cae ninguna sombra sobre el carro, y el refulgente parachoques no tiene ninguna abolladura y no está rojo de sangre. Pero, al mismo tiempo que, en el primer pueblo, el hombre cierra la puerta izquierda del carro y tira el botón de arranque, en el tercer pueblo, la mujer abre su alacena, en la cocina, y no encuentra el azúcar.

El niño, que ha abrochado su camisa y que ha amarrado los cordones de sus zapatos, está de rodillas en el sofá y contempla el riachuelo que serpentea entre los alisos, y el negro bote que está medio varado sobre el pasto. El hombre que perderá a su hijo está recién afeitado y, en ese momento, pliega el soporte del espejo. En la mesa, las tazas de café, el pan, la crema y las moscas. Sólo el azúcar falta, y la madre ordena a su hijo que corra donde los Larsson y pida prestados algunos terrones.

Y mientras el niño abre la puerta, le grita el padre que se dé prisa, porque el bote espera en la ribera. Remarán tan lejos como nunca antes remaron. Cuando el niño corre a través del jardín, en todo momento piensa en el riachuelo y en los peces que saltan, y nadie le susurra que sólo le quedan ocho minutos para vivir y que el bote permanecerá allí donde está todo el día y muchos otros días.

No es lejos lo de los Larsson: únicamente cruzar el camino, y mientras el niño corre atravesándolo, el pequeño carro azul entra en el otro pueblo. Es un pueblo pequeño con pequeñas casas rojas, con gente que acaba de despertar, que está en su cocina con las tazas de café levantadas y observan al carro venir por el otro lado del seto con grandes nubes de polvo detrás de sí.

Va muy rápido, y el hombre en el carro ve cómo los álamos y los postes de telégrafo, recién alquitranados, pasan como sombras grises. Sopla verano por la ventanilla. Salen velozmente del pueblo. El carro se mantiene seguro en medio del camino. Están solos todavía.

Es placentero viajar completamente solos por un liso y ancho camino, y a campo abierto es mucho mejor aún. El hombre es feliz y fuerte, y en el codo derecho siente el cuerpo de su futura mujer. No es ningún hombre malo. Tiene prisa por alcanzar el mar. No sería capaz de matar a una mosca, pero sin embargo, pronto matará a un niño. Mientras avanzan hacía el tercer pueblo, cierra la muchacha otra vez los ojos y juega que no los abrirá hasta que puedan ver el mar, y al compás de los muelles tumbos del carro, sueña en lo terso que estará.

¿Por qué la vida está construida con tanta crueldad, que un minuto antes de que un hombre feliz mate a un niño, todavía es feliz y un minuto antes de que una mujer grite de horror, puede cerrar los ojos y soñar en el ancho mar, y durante el último minuto de la vida de un niño pueden sus padres estar sentados en una cocina y esperar el azúcar y hablar sobre los dientes blancos de su hijo y sobre un paseo en bote, y el niño mismo puede cerrar una verja y empezar a atravesar un camino con algunos terrones en la mano derecha envueltos en papel blanco; y durante este último minuto no ver otra cosa que un largo y brillante riachuelo con grandes peces y un ancho bote con callados remos?

Después, todo es demasiado tarde. Después, está un carro azul al sesgo en el camino, y una mujer que grita retira la mano de la boca, y la mano sangra. Después, un hombre abre la puerta de un coche y trata de mantenerse en pie, aunque tiene un abismo de terror dentro de sí. Después hay algunos terrones de azúcar blanca desparramados absurdamente entre la sangre y la arenilla, y un niño yace inmóvil boca abajo, con la cara duramente apretada contra el camino. Después, llegan dos lívidas personas que todavía no han podido beber su café, que salen corriendo desde la verja y ven en el camino un espectáculo que jamás olvidarán. -Porque no es verdad que el tiempo cure todas las heridas-.

El tiempo no cura la herida de un niño muerto y cura muy mal el dolor de una madre que olvidó comprar azúcar y mandó a su hijo a través del camino para pedirla prestada; e igualmente, mal cura la congoja del hombre feliz, que lo mató...

Porque el que ha matado a un niño, no va al mar. El que ha matado a un Niño vuelve lentamente a casa en medio del silencio, y junto a sí lleva una mujer muda con la mano vendada; y en todos los pueblos por los que pasan ven que no hay ni una sola persona alegre.

Todas las sombras son más oscuras, y cuando se separan todavía es en silencio; y el hombre que ha matado a un niño sabe que este silencio es su enemigo, y que va a tener que necesitar años de su vida para vencerlo, gritando que no fue su culpa.

Pero sabe que esto es mentira, y en sus sueños de las noches deseará en cambio tener un solo minuto de su vida pasada para "hacer este solo minuto diferente". Pero tan cruel es la vida para el que ha matado a un niño, que después todo es demasiado tarde.

Mi reloj

 

Mark Twain

La Máquina del Tiempo

 

Mi excelente reloj anduvo como un reloj por espacio de un año y medio. No adelantaba ni atrasaba; no se detenía. Su máquina era el arquetipo de la exactitud. Llegué a juzgar que mi reloj era infalible en sus juicios acerca del tiempo. Se adueñó de mí la convicción de que la estructura anatómica de mi reloj era imperecedera. Pero no sospeché que algún día -o más bien, una noche- lo iba a dejar caer.

El accidente me afligió y lo consideré un presagio de males mayores. Poco a poco logré serenarme y sobreponerme a mis presentimientos supersticiosos. No obstante, para mayor seguridad llevé? mi reloj a la casa más acreditada en el ramo, con la intención de que lo revisara un especialista de indiscutida pericia. El jefe de¡ establecimiento examinó minuciosamente el reloj y declaró:

-Atrasa cuatro minutos. Hay que mover el regulador.

Quise detener el impulso de aquel individuo y hacerle comprender que mi reloj no atrasaba. Fue inútil. Agoté todos los argumentos lógicos, pero el relojero insistía en que mi reloj atrasaba cuatro minutos y que, por consiguiente, se debía mover el regulador. Me agité angustiosamente, supliqué clemencia, imploré para que no se atormentase a esa máquina fiel y precisa. Pero el verdugo consumó &la e imperturbablemente su acto infame.

Tal como era previsible, el reloj empezó a adelantar. Cada día corría más. Pasó una semana y el apuro de mi reloj anunciaba una locura febril. inequívoca. El andar de la máquina se aceleró hasta alcanzar ciento cincuenta pulsaciones por minuto. Y así pasaron otra semana, y otra, y otra. Pasaron dos meses y mi reloj dejó atrás a los mejores relojes de la ciudad. Dejó atrás las fechas del almanaque y tenla un adelanto de trece días. Siguió transcurriendo el tiempo, pero el de mi reloj siempre transcurría con mayor rapidez, hasta alcanzar una celeridad vertiginosa. Aún no daba octubre su último adiós para despedirse y ya mi reloj estaba a mediados de noviembre, disfrutando de los atractivos de las primeras nevadas. Pagué anticipadamente el alquiler de la casa; pagué los vencimientos que no habían llegado a su fecha; hice mil desembolsos por el estilo, al punto de que la situación llegó a presentar caracteres alarmantes. Fue indispensable recurrir nuevamente al relojero.

Este individuo me preguntó si ya se habla hecho alguna compostura al reloj. Respondí que no, como era verdad, pues jamás habla requerido intervención alguna. El relojero me miró con júbilo perverso y abrió la tapa de la máquina. De inmediato colocó delante de uno de sus ojos no sé qué instrumento diabólico de madera negra y examinó el interior de¡ excelente mecanismo.

-Resulta indispensable limpiar y aceitar la máquina -dijo el experto- La arreglaremos después. Vuelva dentro de ocho días.

Mi reloj fue aceitado y limpiado; fue arreglado. A consecuencia de ello comenzó a marchar con lentitud, como una campana que suena a intervalos largos y regulares. No acudí a las citas, perdí trenes, me retrasé en los pagos. El reloj me decía que faltaban tres días para un vencimiento, y el documento era protestado. Llegué gradualmente a vivir en el día anterior al real, luego en la antevíspera, más tarde con una semana de atraso y finalmente en la quincena que precedía a la fecha respectiva.

Era el mío el caso de un descuidado, de un solitario que se había aislado de quienes llevaban. existencia normal, de cuya sociedad me iba distanciando poco a poco hasta quedar instalado en una zona remota del tiempo. Empecé a sentirme identificado con la momia del museo y a menudo me aproximaba a ella para comentar los últimos acontecimientos. Volví a poner mis esperanzas en la intervención de un relojero.

Este individuo desarmó la máquina puso las partes constitutivas ante mi vista y acabó por explicarme que el cilindro estaba hinchado. Pidió tres días para reducir aquel órgano fundamental a sus dimensiones normales.

Una vez reparado, el reloj comenzó a indicar la hora media, pero se obstinó en no proporcionarme indicación más precisa. Al aplicar el oído creí percibir en el interior de la máquina ruidos semejantes a ronquidos y ladridos, a resoplidos y estornudos. Mis pensamientos se extraviaron de su cauce normal.

¿Qué reloj era ése que me perturbaba a tal punto? Al mediodía se superaba la crisis. Por la mañana había sobrepasado a todos los relojes del barrio: por la tarde se adormecía o divagaba en ensueños quiméricos, y todos los relojes lo dejaban atrás. Al cabo de las veinticuatro horas diarias de la revolución que sigue nuestro Maneta, un juez imparcial hubiera dicho que mi reloj se mantenía dentro de los justos límites de la verdad. Pero el tiempo medio en un reloj es como la virtud a medias en una persona.

Yo acompañaba a mi reloj y me resultaban insoportables sus alteraciones cotidianas. Decidí acudir a otro relojero.

El nuevo experto dictaminó que estaba roto el espigón de escape del áncora. ¿Eso era todo? :Exterioricé la infinita alegría que rebozaba de mi corazón. Debo reconocer en esta nota confidencial que, yo no sabía en absoluto qué era el espigón de escape del áncora; pero me contuve para no dejar la impresión de ignorancia ante un extraño. Se hizo la compostura. Mi desdichado reloj perdió por un lado lo que ganó por el otro. En efecto, partía al galope y se detenía súbitamente; volvía a iniciar la carrera y se paraba de nuevo, sin que le importara, esa regularidad de movimientos que constituye la principal cualidad de un reloj respetable. Siempre que daba uno de aquellos saltos percibía en el bolsillo una vibración tan intensa como si un fusil hubiese reculado al dispararse. En vano hice poner un forro de algodón en el chaleco. Era necesario adoptar medidas mucho más heroicas para aminorar efecto tan explosivo. Recurrí a otro relojero.

Este último apeló a su lente, desmontó el reloj y tomó las piezas con la pinza, como hablan hecho sus colegas. Después de la obligada pericia me informó:

-Habrá dificultades con el regulador.

Devolvió el regulador a su sitio y procedió a limpiar toda la máquina. El reloj marchaba perfectamente bien. Sólo había un detalle intrascendente, que alteraba su comportamiento: cada diez minutos, invariablemente, las agujas se adherían como las hojas de una tijera y mostraban la más decidida Intención de seguir juntas. ¿Qué filósofo, por inmensa que fuese su sabiduría, podía enterarse de la hora con un reloj de tal especie? Fue indispensable remediar los contratiempos de un estado tan desastroso.

-El cristal -me indicó la persona caracterizada por sus méritos a quien acudí en busca de auxilio-, es el cristal y nada más que el cristal. Allí está la causa de lo que Ud. atribuye a las agujas. Si éstas no pueden girar libremente, se traban. Además hay que reparar algunas rueditas... en realidad, casi todas.

El relojero demostró considerable tino, y desde entonces la máquina comenzó a funcionar con toda regularidad. ¡Dios bendiga al relojero! Pero debo' señalar un hecho muy singular: después de llevar cinco o seis horas el reloj en el bolsillo de mi chaleco, advierto inesperadamente que las agujas giran en forma vertiginosa, al punto de que ya no puedo identificarlas con exactitud. Sobre el cuadrante, sólo se veta algo así como una sutil telaraña en movimiento. En apenas seis o siete minutos el reloj cumplió la tarea que en sus congéneres normales requiere veinticuatro horas.

Con el corazón deshecho, acudí a otro experto. Mientras el relojero examinaba el mecanismo, por mi parte me dediqué a examinar al relojero. Mi atención no le iba en zaga a la suya. Al terminar la pericia, me dispuse a someterlo a un severo interrogatorio, pues no se trataba de una cuestión negligible. El reloj me costó doscientos dólares cuando lo obtuve en el establecimiento en que me lo vendieron, y ya llevaba gastados en reparaciones la suma de tres mil adicionales. Sin embargo, una circunstancia modificó mis propósitos. En aquel relojero acababa de reconocer a un viejo conocido, a uno de los miserables con los que me habla encontrado en el camino de mi calvario. No habla duda: ese individuo era más diestro en clavar remaches a una locomotora de tercera mano que en componer un reloj. El bandido procedió a su examen, tal como he dicho, y pronunció su veredicto con la certidumbre propia de los miembros del gremio:

-De esta máquina podría decirse que produce mucho vapor. Hay que dejar abierta la válvula de seguridad.

-Así que la válvula de seguridad! Eres un inútil.

Le apliqué tal golpe en la cabeza que el delincuente murió en el acto. No pude contenerme. En consecuencia debí pagar los gastos de sepelio.

Cuánta razón tenía mi tío William -que Dios lo tenga en su gloria- cuando decía que un caballo es bueno hasta que adquiere su primera maña y que un reloj deja de servir en el mismo momento en que los relojeros le hacen la primera compostura.

Me preguntabas, querido tío, qué oficio adoptan los zapateros, herreros, armeros, mecánicos y plomeros que fracasan en su elección inicial. ¿Sabes qué oficio adoptan, querido tío? Pregúntaselo a mis tres mil dólares gastados en hacer inservible un excelente reloj.

La máquina maniática

 

Ruth Rocha

Imaginaria

 

Había una vez un sabio, el profesor Estefanio. ¿Saben qué es un sabio? Pues es una persona que sabe muchas cosas. Y las que no sabe, las inventa. Nuestro sabio, el profesor Estefanio, sabía mil cosas. Y las que no sabía, las inventaba. Porque Estefanio, además de sabio, era inventor. El profesor Estefanio tenía un sobrino: Pepito. A Pepito le gustaba visitar el laboratorio del tío. ¿Saben ustedes qué es un laboratorio? Pues un laboratorio es el lugar donde el sabio inventa sus inventos. Pepito iba siempre a curiosear al laboratorio del tío Estefanio. Y era muy amigo de Liborio, el ayudante del sabio. Un día, cuando Pepito llegó al laboratorio, le abrió la puerta Liborio.

-¡Hola, Pepito! Hoy el profesor está muy ocupado. Está trabajando en un proyecto muy importante.

-¿Puedo curiosear un poquito, Liborio?

-Sí que puedes, Pepito. Pero no hagas ruido. No distraigas a tu tío.

El profesor estaba armando una máquina enorme.

-Buen día, tío. ¿Para qué sirve esa máquina?

-Es una máquina HACE-DE-TODO. Pero quédate quietito. El tío está trabajando.

-Pero, ¿hace-de-todo de verdad?

-De todo. La venderé al gobierno. Cuando esta máquina funcione, nadie tendrá que trabajar más.

Los hombres del gobierno fueron a ver la máquina. Estefanio la puso en marcha. ¡Qué maravilla! ¡La máquina hacía de todo: Encendía y apagaba las luces de la calles, hacía que los ómnibus marcharan de un lado a otro. Hacía pan y embotellaba leche. Hacía subir y bajar los aviones, controlaba el agua de las casas y los ascensores de los edificios.

Los hombres del gobierno estaban encantados.

-Será una nueva era para la humanidad. Nadie tendrá necesidad de volver a trabajar.

-¡Viva el profesor Estefanio, el gran sabio!

Y la máquina comenzó a trabajar y todo el mundo a divertirse. Los cines estaban siempre llenos. Los parques de diversiones también. Pero la máquina empezó a volverse exigente. Con su ronca voz de máquina, decía:

-Quiero 20.000 latas de dulce de membrillo.

Más que corriendo iban a buscar las latas de dulce y se las llevaban a la máquina.

-Quiero 1.000 litros de perfume francés.

Revolvían el país entero para hallar el perfume. Pero la máquina no se contentaba:

-Quiero un disfraz para el carnaval .

Todo el mundo se sorprendía: -¿Dónde se ha visto una máquina disfrazada?

-Yo no se nada -decía la máquina-. ¡Si no me traen un disfraz, no funciono más! Y había que hacer un disfraz, de prisa, para la máquina. Tantas cosas pedía la máquina que la ciudad vivía trabajando para ella. Filas de camiones alineábanse frente al laboratorio del sabio, descargando las cosas que pedía la máquina. Y cuando no la atendían enseguida, se ponía furiosa y hacía una serie de maldades. Cortaba el agua de las casas, congestionaba el tránsito, dejaba de hacer pan. Y todos tenían que correr para atender los caprichos, cada vez más complicados, de la máquina maniática. El gobierno empezó a preocuparse. El pueblo estaba descontento porque trabajaba más que antes. El profesor ya no podía controlarla. Cuando se acercaba, ella le daba una fuerte descarga eléctrica. Fue convocada una gran reunión de sabios para resolver el problema. Pepito fue a hablar con su tío:

-Tiíto, ¿sabes lo que habría que hacer?

-Silencio, Pepito, ahora no. Estoy muy ocupado.

Pero no hubo reunión. A la hora indicada, todos los sabios quedaron encerrados en los ómnibus, los aviones, los trenes. Ninguno llegó a la reunión. Realmente, la máquina era muy pícara. Llamaron a todos los políticos. Pero la máquina no envió los telegramas llamando a los políticos, de modo que nadie respondió. Pepito fue otra vez hablar con su tío:

-Tiíto, ¿me dejas que te diga una cosa?

-Ahora no, Pepito, no puedo perder tiempo.

Y la máquina estaba cada vez más maniática:

-Quiero una peluca rubia con muchos rulos.

-Quiero 20.000 litros de bronceador.

Un día, la máquina amaneció cantando:

-"I don't want to stay here. I want to go back to Bahia."

La máquina cantaba en inglés y nadie la entendía. Todos preguntaban:

-¿Qué se le habrá ocurrido ahora a esta máquina maniática?

El profesor Estefanio les explicó:

-Ella dice que no quiere quedarse aquí. Quiere irse enseguida a Bahía.

Cuando la gente encendía la radio, sólo salía esta música: -"I don't want to stay here. I wanto to go back to Bahia." Y si encendían la televisión, también se escuchaba la misma música. Pepito fue nuevamente a hablar con su tío.

-Tiíto, yo tengo una idea genial.

-Ahora no, Pepito. Tengo que resolver este caso.

-Pero tiíto, yo sé cómo resolverlo.

El profesor no podía escucharlo pues sólo se oía la música de la máquina, cada vez más fuerte. Fueron a consultar a las empresas de transportes para ver si era posible mandar la máquina a Bahía, pero la máquina era muy grande y nadie podía cargarla. Entonces Pepito se decidió, sin consultar a nadie. Se metió detrás de la máquina y la desenchufó.

-¡Ohhhhhhhhh!

Y la máquina paró de cantar. Cuando se hizo silencio, todo el mundo sintió un gran alivio.

-¡Viva, la máquina maniática paró! ¡Viva!

Y todos salieron a las calles, cantando y bailando de alegría. Al frente de todos, iban el profesor Estefanio, Liborio y Pepito. Al día siguiente, todo el mundo volvió a trabajar en paz.

 

El gigante egoísta

 

Oscar Wilde

 

Todas las tardes al salir de la escuela tenían los niños la costumbre de ir a jugar al jardín del gigante. Era un jardín grande y bello, con suave hierba verde. Acá y allá sobre la hierba brotaban hermosas flores semejantes a estrellas, y había doce melocotoneros que en primavera se cubrían de flores delicadas rosa y perla y en otoño daban sabroso fruto. Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan melodiosamente que los niños dejaban de jugar para escucharles.

-¡Qué felices somos aquí! -se gritaban unos a otros.

Un día regresó el gigante. Había ido a visitar a su amigo el ogro de Cornualles, y se había quedado con él durante siete años. Al cabo de los siete años había agotado todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió volver a su castillo. Al llegar vio a los niños que estaban jugando en el jardín.

-¿Qué estáis haciendo aquí? -gritó con voz muy bronca. Y los niños se escaparon corriendo.

-Mi jardín es mi jardín -dijo el gigante-; cualquiera puede entender eso, y no permitiré que nadie más que yo juegue en él. Así que lo cercó con una alta tapia, y puso este letrero:

PROHIBIDA LA ENTRADA BAJO PENA DE LEY

Era un gigante muy egoísta. Los pobres niños no tenían ya dónde jugar. Intentaron jugar en la carretera, pero la carretera estaba muy polvorienta y llena de duros guijarros, y no les gustaba. Solían dar vueltas alrededor del alto muro cuando terminaban las clases y hablaban del bello jardín que había al otro lado.

-¡Qué felices éramos allí! -se decían.

Luego llegó la primavera y todo el campo se llenó de florecillas y de pajarillos. Sólo en el jardín del gigante egoísta seguía siendo invierno. A los pájaros no les interesaba cantar en él, ya que no había niños, y los árboles se olvidaban de florecer. En una ocasión una hermosa flor levantó la cabeza por encima de la hierba, pero cuando vio el letrero sintió tanta pena por los niños que se volvió a deslizar en la tierra y se echó a dormir. Los únicos que se alegraron fueron la nieve y la escarcha.

-La primavera se ha olvidado de este jardín -exclamaron-, así que viviremos aquí todo el año.

La nieve cubrió la hierba con su gran manto blanco, y la escarcha pintó todos los árboles de plata. Luego invitaron al viento del Norte a vivir con ellas, y acudió. Iba envuelto en pieles, y bramaba todo el día por el jardín, y soplaba sobre las chimeneas hasta que las tiraba.

-Este es un lugar delicioso -dijo-. Tenemos que pedir al granizo que nos haga una visita.

Y llegó el granizo. Todos los días, durante tres horas, repiqueteaba sobre el tejado del castillo hasta que rompió casi toda la pizarra, y luego corría dando vueltas y más vueltas por el jardín tan deprisa como podía. Iba vestido de gris, y su aliento era como el hielo.

-No puedo comprender por qué la primavera se retrasa tanto en llegar -decía el gigante egoísta cuando sentado a la ventana contemplaba su frío jardín blanco-. Espero que cambie el tiempo.

Pero la primavera no llegaba nunca, ni el verano. El otoño dio frutos dorados a todos los jardines, pero al jardín del gigante no le dio ninguno.

-Es demasiado egoísta -decía. Así es que siempre era invierno allí, y el viento del Norte y el granizo y la escarcha y la nieve danzaban entre los árboles.

Una mañana, cuando estaba el gigante en su lecho, despierto, oyó una hermosa música. Sonaba tan melodiosa a su oído que pensó que debían de ser los músicos del rey que pasaban. En realidad era sólo un pequeño pardillo que cantaba delante de su ventana, pero hacía tanto tiempo que no oía cantar a un pájaro en su jardín que le pareció la música más bella del mundo. Entonces el granizo dejó de danzar sobre su cabeza, y el viento del Norte dejó de bramar, y llegó hasta él un perfume delicioso a través de la ventana abierta.

-Creo que la primavera ha llegado por fin -dijo el gigante.

Y saltó del lecho y se asomó. ¿Y qué es lo que vio? Vio un espectáculo maravilloso. Por una brecha de la tapia, los niños habían entrado arrastrándose, y estaban sentados en las ramas de los árboles. En cada árbol de los que podía ver había un niño pequeño. Y los árboles estaban tan contentos de tener otra vez a los niños, que se habían cubierto de flores y mecían las ramas suavemente sobre las cabezas infantiles. Los pájaros revoloteaban y gorjeaban de gozo, y las flores se asomaban entre la hierba verde y reían.

Era una bella escena. Sólo en un rincón seguía siendo invierno. Era el rincón más apartado del jardín, y había en él un niño pequeño; era tan pequeño, que no podía llegar a las ramas del árbol, y daba vueltas a su alrededor, llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía enteramente cubierto de escarcha y de nieve, y el viento del Norte soplaba y bramaba sobre su copa.

-Trepa, niño -decía el árbol-, e inclinaba las ramas lo más que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.

Y el corazón del gigante se enterneció mientras miraba.

-¡Qué egoísta he sido! -se dijo-; ahora sé por qué la primavera no quería venir aquí. Subiré a ese pobre niño a la copa del árbol y luego derribaré la tapia, y mi jardín será el campo de recreo de los niños para siempre jamás.

Realmente sentía mucho lo que había hecho. Así que bajó cautelosamente las escaleras y abrió la puerta principal muy suavemente y salió al jardín. Pero cuando los niños le vieron se asustaron tanto que se escaparon todos corriendo, y en el jardín volvió a ser invierno. Sólo el niño pequeño no corrió, pues tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio llegar al gigante. Y el gigante se acercó a él silenciosamente por detrás y le cogió con suavidad en su mano y le subió al árbol. Y al punto el árbol rompió en flor, y vinieron los pájaros a cantar en él; y el niño extendió sus dos brazos y rodeó con ellos el cuello del gigante, y le besó. Y cuando vieron los otros niños que el gigante ya no era malvado, volvieron corriendo, y con ellos llegó la primavera.

-El jardín es vuestro ahora, niños -dijo el gigante.

Y tomó un hacha grande y derribó la tapia. Y cuando iba la gente al mercado a las doce encontró al gigante jugando con los niños en el más bello jardín que habían visto en su vida.

Jugaron todo el día, y al atardecer fueron a decir adiós al gigante.

-Pero ¿dónde está vuestro pequeño compañero -preguntó él-, el niño que subí al árbol?

Era al que más quería el gigante, porque le había besado.

-No sabemos -respondieron los niños-; se ha ido.

-Tenéis que decirle que no deje de venir mañana -dijo el gigante.

Pero los niños replicaron que no sabían dónde vivía, y que era la primera vez que le veían; y el gigante se puso muy triste.

Todas las tardes, cuando terminaban las clases, los niños iban a jugar con el gigante. Pero al pequeño a quien él amaba no se le volvió a ver. El gigante era muy cariñoso con todos los niños; sin embargo, echaba en falta a su primer amiguito, y a menudo hablaba de él.

-¡Cómo me gustaría verle! -solía decir.

Pasaron los años, y el gigante se volvió muy viejo y muy débil. Ya no podía jugar, así que se sentaba en un enorme sillón y miraba jugar a los niños, y admiraba su jardín.

-Tengo muchas bellas flores -decía-, pero los niños son las flores más hermosas.

Una mañana de invierno miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el invierno, pues sabía que era tan sólo la primavera dormida, y que las flores estaban descansando. De pronto, se frotó los ojos, como si no pudiera creer lo que veía, y miró, y miró. Ciertamente era un espectáculo maravilloso. En el rincón más lejano del jardín había un árbol completamente cubierto de flores blancas; sus ramas eran todas de oro, y de ellas colgaba fruta de plata, y al pie estaba el niño al que el gigante había amado.

Bajó corriendo las escaleras el gigante con gran alegría, y salió al jardín. Atravesó presurosamente la hierba y se acercó al niño. Y cuando estuvo muy cerca su rostro enrojeció de ira, y dijo:

-¿Quién se ha atrevido a herirte?

Pues en las palmas de las manos del niño había señales de dos clavos, y las señales de dos clavos estaban asimismo en sus piececitos.

-¿Quién se ha atrevido a herirte? -gritó el gigante-; dímelo y cogeré mi gran espada para matarle.

-¡No! -respondió el niño-; estas son las heridas del amor.

-¿Quién eres tú? -dijo el gigante, y le embargó un extraño temor, y se puso de rodillas ante el niño.

Y el niño sonrió al gigante y le dijo:

-Tú me dejaste una vez jugar en tu jardín; hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el paraíso.

Y cuando llegaron corriendo los niños aquella tarde, encontraron al gigante que yacía muerto bajo el árbol, completamente cubierto de flores blancas.

 

El hombre sin cabeza

 

Ricardo Mariño

 Imaginaria

 

El hombre, el escritor, solía trabajar hasta muy avanzada la noche. Inmerso en el clima inquietante de sus propias fantasías escribía cuentos de terror. La vieja casona de aspecto fantasmal en la que vivía le inspiraba historias en las que inocentes personas, distraídas en sus quehaceres, de pronto conocían el horror de enfrentar lo sobrenatural.

Los cuentos de terror suelen tener dos protagonistas: uno que es víctima y testigo, y otro que encarna el mal. El "malo" puede ser un muerto que regresa a la vida, un fantasma capaz de apoderarse de la mente de un pobre mortal, alguna criatura de otro mundo que trata de ocupar un cuerpo que no es el suyo, un hechicero con poderes diabólicos...

Un escritor sentado en su sillón, frente a una computadora, a medianoche, en un enorme caserón que sólo él habita, se parece bastante a las indefensas personas que de pronto se ven envueltas en esas situaciones de horror. Absorto en su trabajo, de espaldas a la gran sala de techos altos, con muebles sombríos y una lúgubre iluminación, bien podría resultar él también una de esas víctimas que no advierten a su atacante sino hasta un segundo antes de la fatalidad.

El cuento que aquella noche intentaba crear Luis Lotman, que así se llamaba el escritor, trataba sobre un muerto que, al cumplirse cien años de su fallecimiento, regresaba a la antigua casa donde había vivido o, mejor dicho, donde lo habían asesinado.

El muerto regresaba con un cometido: vengarse de quien lo había matado. ¿Cómo podía vengarse de quien también estaba muerto? El muerto del cuento se iba a vengar de un descendiente de su asesino.

Para dotar al cuento de detalles realistas, al escritor se le ocurrió describir su propia casa. Tomó un cuaderno, apagó las luces y recorrió el caserón llevando unas velas encendidas. Quería experimentar las impresiones del personaje-víctima, ver con sus ojos, percibir e inquietarse como él. Los detalles precisos dan a los cuentos cierto efecto de verosimilitud: una historia increíble puede parecer verdad debido a la lógica atinada de los eslabones con que se va armando y a los vívidos detalles que crean el escenario en que ocurre.

La casa del escritor era un antiquísimo caserón heredado de un tío —hermano de su padre— muerto de un modo macabro hacía muchos años. Los parientes más viejos no se ponían de acuerdo en cómo había ocurrido el crimen, pero coincidían en un detalle: el cuerpo había sido encontrado en el sótano, sin la cabeza.

De chico, el escritor había escuchado esa historia decenas de veces. Muchas noches de su infancia las había pasado despierto, aterrorizado, atento a los insignificantes ruidos de la casa. Sin duda, esa remota impresión influyó en el oficio que Lotman terminó adoptando de adulto.

Proyectada por la luz de las velas, la sombra de Lotman reflejada en las altas paredes parecía un monstruo informe que se moviera al lento compás de una danza fantasmal. Cuando Lotman se acercaba a las velas, su sombra se agrandaba ocupando la pared y el techo; cuando se alejaba unos centímetros, su silueta se proyectaba en la pared... sin la cabeza.

Ese detalle lo sobrecogió. ¿Cómo podía aparecer su sombra sin la cabeza?

Tardó un instante en darse cuenta de que sólo se trataba de un efecto de la proyección de la sombra: su cuerpo aparecía en la pared y la cabeza en el techo, pero la primera impresión era la de un cuerpo sin cabeza.

Anotó en su cuaderno ese incidente, que le pareció interesante: el protagonista camina alumbrándose con velas y, como algo premonitorio, observa que en su sombra falta la cabeza. El personaje no se asusta, es sólo un hecho curioso. No se asusta porque él desconoce que en minutos su destino tendrá relación con un hombre sin cabeza. Y no se asusta —pensó Lotman—, porque así se asustará más al lector.

Terminó de anotar esa idea, cerró el cuaderno y decidió bajar al sótano.

Los apolillados encastres de la escalera emitían aullidos a cada pie que él apoyaba. En un año de vivir allí sólo una vez se había asomado al sótano, y no había permanecido en él más de dos minutos debido al sofocante olor a humedad, las telas de araña, la cantidad de objetos uniformados por una capa de polvo y la desagradable sensación de encierro que le provocaba el conjunto. Cien veces se había dicho: "Tengo que bajar al sótano a poner orden". Pero jamás lo hacía.

Se detuvo en el medio del sótano y alzó el candelabro para distinguir mejor. Enseguida percibió el olor a humedad y decidió regresar a la escalera. Al girar, pateó involuntariamente el pie de un maniquí y, en su afán de tomarlo antes de que cayera, derribó una pila de cajones que le cerraron el paso hacia la escalera.

Ahogado, con una mueca de desesperación, intentó caminar por encima de las cosas, pero terminó trastabillando. Cayó sobre el sillón desfondado y con él se volteó el candelabro y las velas se apagaron.

Mientras trataba de orientarse, Lotman experimentó, como a menudo les ocurría a los protagonistas de sus cuentos, la más pura desesperación. Estaba a oscuras, nerviosísimo, y no encontraba la salida. Sacudió las manos con violencia tratando de apartar telas de araña, pero éstas quedaban adheridas a sus dedos y a su cara. Terminó gritando, pero el eco de su propio grito tuvo el efecto de asustarlo más aún.

Quién sabe cuánto tiempo le llevó dar con la escalera y con la puerta. Cuando al fin llegó a la salida, chorreando transpiración, temblando de miedo, atinó a cerrar con llave la puerta que conducía al sótano. Pero su nerviosismo no le permitía acertar en la cerradura.

Corrió entonces hasta cada uno de los interruptores y encendió a manotazos todas las luces. Basta de "clima inquietante" para inspirarse en los cuentos, se dijo. Estaba visto que en la vida real él toleraba muchísimo menos que alguno de sus personajes capaces de explorar catacumbas en un cementerio.

Cuando por fin llegó al acogedor estudio donde escribía, se echó a llorar como un chico.

Una gran taza de café hizo el milagro de reconfortarlo. Se sentó ante la computadora y escribió el cuento de un tirón.

Un muerto sin cabeza salía del cementerio en una espantosa noche de tormenta. Había "despertado" de su muerte gracias a una profecía que le permitía llevar a cabo la deseada venganza pensada en los últimos instantes de su agonía: asesinar, cortándole la cabeza, a la descendencia, al hijo de quien había sido su asesino: su propio hermano.

Cuando el escritor puso el punto final a su cuento sintió el alivio típico de esos casos. Se dejó resbalar unos centímetros en el sillón, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Ya había escrito el cuento que se había propuesto hacer. Dedicaría el día siguiente a pasear y a encontrarse con algún amigo a tomar un café.

Sin embargo, de pronto tuvo un extraño presentimiento...

Era una estupidez, una fantasía casi infantil, la tontería más absurda que pudiera pensarse... Estaba seguro de que había alguien detrás de él.

Cobardía o deseperación, no se animaba a abrir los ojos y volverse para mirar. Todavía con los ojos cerrados, llegó a pensar que en realidad no necesitaba darse vuelta: delante tenía una ventana cuyo vidrio, con esa noche cerrada, funcionaba como un espejo perfecto. Pensó con terror que, si había alguien detrás de él, lo vería no bien abriera los ojos.

Demoró una eternidad en abrirlos. Cuando lo hizo, en cierta forma vio lo que esperaba, aunque hubo un instante durante el cual se dijo que no podía ser cierto. Pero era indiscutible: "eso" que estaba reflejado en el vidrio de la ventana, lo que estaba detrás de él, era un hombre sin cabeza. Y lo que tenía en la mano era un largo y filoso cuchillo...

 

Las medias de los flamencos

 

Héctor Quiroga

 

Cierta vez las víboras dieron un gran baile. Invitaron a las ranas y los sapos, a los flamencos, y a los yacarés y los pescados. Los pescados, como no caminan, no pudieron bailar; pero siendo el baile a la orilla del río, los pescados estaban asomados a la arena, y aplaudían con la cola.

Los yacarés, para adornarse bien, se habían puesto en el pescuezo un collar de bananas, y fumaban cigarros paraguayos. Los sapos se habían pegado escamas de pescado en todo el cuerpo, y caminaban meneándose, como si nadaran. Y cada vez que pasaban muy serios por la orilla del río, los pescados les gritaban haciéndoles burla.

Las ranas se habían perfumado todo el cuerpo, y caminaban en dos pies. Además, cada una llevaba colgando como un farolito, una luciérnaga que se balanceaba.

Pero las que estaban hermosísimas eran las víboras. Todas sin excepción, estaban vestidas con traje de bailarina, del mismo color de cada víbora. Las víboras coloradas llevaban una pollerita de tul colorado; las verdes, una de tul verde; las amarillas, otra de tul amarillo; y las yararás, una pollerita de tul gris pintada con rayas de polvo de ladrillo y ceniza, porque así es el color de las yararás.

Y las más espléndidas de todas eran las víboras de coral, que estaban vestidas con larguísimas gasas rojas, blancas y negras, y bailaban como serpentinas. Cuando las víboras danzaban y daban vueltas apoyadas en las puntas de la cola, todos los invitados aplaudían como locos.

Sólo los flamencos, que entonces tenían las patas blancas, y tienen ahora como antes la nariz muy gruesa y torcida, sólo los flamencos estaban tristes, porque como tienen muy poca inteligencia, no habían sabido cómo adornarse. Envidiaban el traje de todos, y sobre todo el de las víboras de coral. Cada vez que una víbora pasaba por delante de ellos, coqueteando y haciendo ondular las gasas de serpentina, los flamencos se morían de envidia.

Un flamenco dijo entonces:

–Yo sé lo que vamos a hacer. Vamos a ponernos medias coloradas, blancas y negras, y las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.

Y levantando todos el vuelo, cruzaron el río y fueron a golpear en un almacén del pueblo.

–¡Tan, tan! –pegaron con las patas.

–¿Quién es? –respondió el almacenero.

–Somos los flamencos. ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?

–No, no hay –contestó el almacenero–. ¿Están locos? En ninguna parte van a encontrar medias así.

Los flamencos fueron entonces a otro almacén.

–¡Tan, tan! ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?

El almacenero contestó:

–¿Cómo dice? ¿Coloradas, blancas y negras? No hay medias así en ninguna parte. Ustedes están locos. ¿Quiénes son?

–Somos los flamencos –respondieron ellos.

Y el hombre dijo:

–Entonces son con seguridad flamencos locos.

Fueron entonces a otro almacén.

–¡Tan, tan! ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?

El almacenero gritó:

–¿De qué color? ¿Coloradas, blancas y negras? Solamente a pájaros narigudos como ustedes se les ocurre pedir medias así. ¡Váyanse enseguida!

Y el hombre los echó con la escoba.

Los flamencos recorrieron así todos los almacenes, y de todas partes los echaban por locos.

Entonces un tatú, que había ido a tomar agua al río, se quiso burlar de los flamencos y les dijo, haciéndoles un gran saludo:

–¡Buenas noches, señores flamencos! Yo sé lo que ustedes buscan. No van a encontrar medias así en ningún almacén. Tal vez haya en Buenos Aires, pero tendrán que pedirlas por encomienda postal. Mi cuñada, la lechuza, tiene medias así. Pídanselas, y ella les va a dar las medias coloradas, blancas y negras.

Los flamencos le dieron las gracias, y se fueron volando a la cueva de la lechuza. Y le dijeron:

–¡Buenas noches, lechuza! Venimos a pedirle las medias coloradas, blancas y negras. Hoy es el gran baile de las víboras, y si nos ponemos esas medias, las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.

–¡Con mucho gusto! –respondió la lechuza–. Esperen un segundo, y vuelvo enseguida.

Y echando a volar, dejó solos a los flamencos; y al rato volvió con las medias. Pero no eran medias, sino cueros de víbora de coral, lindísimos cueros recién sacados a las víboras que la lechuza había cazado.

–Aquí están las medias –les dijo la lechuza–. No se preocupen de nada, sino de una sola cosa: bailen toda la noche, bailen sin parar un momento, bailen de costado, de pico, de cabeza, como ustedes quieran; pero no paren un momento, porque en vez de bailar van entonces a llorar.

Pero los flamencos, como son tan tontos, no comprendían bien qué gran peligro había para ellos en eso, y locos de alegría se pusieron los cueros de las víboras de coral, como medias, metiendo las patas dentro de los cueros que eran como tubos. Y muy contentos se fueron volando al baile.

Cuando vieron a los flamencos con sus hermosísimas medias, todos les tuvieron envidia. Las víboras querían bailar con ellos, únicamente, y como los flamencos no dejaban un instante de mover las patas, las víboras no podían ver bien de qué estaban hechas aquellas preciosas medias.

Pero poco a poco, sin embargo, las víboras comenzaron a desconfiar. Cuando los flamencos pasaban bailando al lado de ellas, se agachaban hasta el suelo para ver bien.

Las víboras de coral, sobre todo, estaban muy inquietas. No apartaban la vista de las medias, y se agachaban también, tratando de tocar con la lengua las patas de los flamencos, porque la lengua de las víboras es como la mano de las personas. Pero los flamencos bailaban y bailaban sin cesar, aunque estaban cansadísimos y ya no podían más.

Las víboras de coral, que conocieron esto, pidieron enseguida a las ranas sus farolitos, que eran bichitos de luz, y esperaron todas juntas a que los flamencos se cayeran de cansados.

Efectivamente, un minuto después, un flamenco, que ya no podía más, tropezó con el cigarro de un yacaré, se tambaleó y cayó de costado. Enseguida las víboras de coral corrieron con sus farolitos, y alumbraron bien las patas del flamenco. Y vieron qué eran aquellas medias, y lanzaron un silbido que se oyó desde la orilla del Paraná.

–¡No son medias! –gritaron las víboras–. ¡Sabemos lo que es! ¡Nos han engañado! ¡Los flamencos han matado a nuestras hermanas y se han puesto sus cueros como medias! ¡Las medias que tienen son de víbora de coral!

Al oír esto, los flamencos, llenos de miedo porque estaban descubiertos, quisieron volar; pero estaban tan cansados que no pudieron levantar una sola ala. Entonces las víboras de coral se lanzaron sobre ellos, y enroscándose en sus patas les deshicieron a mordiscones las medias. Les arrancaban las medias a pedazos, enfurecidas, y les mordían también las patas, para que se murieran.

Los flamencos, locos de dolor, saltaban de un lado para otro, sin que las víboras de coral se desenroscaran de sus patas. Hasta que al fin, viendo que ya no quedaba un solo pedazo de media, las víboras los dejaron libres, cansadas y arreglándose las gasas de su traje de baile.

Además, las víboras de coral estaban seguras de que los flamencos iban a morir, porque la mitad, por lo menos, de las víboras de coral que los habían mordido, eran venenosas.

Pero los flamencos no murieron. Corrieron a echarse al agua, sintiendo un grandísimo dolor. Gritaban de dolor, y sus patas, que eran blancas, estaban entonces coloradas por el veneno de las víboras. Pasaron días y días, y siempre sentían terrible ardor en las patas, y las tenían siempre de color de sangre, porque estaban envenenadas.

Hace de esto muchísimo tiempo. Y ahora todavía están los flamencos casi todo el día con sus patas coloradas metidas en el agua, tratando de calmar el ardor que sienten en ellas.

A veces se apartan de la orilla, y dan unos pasos por tierra, para ver cómo se hallan. Pero los dolores del veneno vuelven enseguida, y corren a meterse en el agua. A veces el ardor que sienten es tan grande, que encogen una pata y quedan así horas enteras, porque no pueden estirarla.

Esta es la historia de los flamencos, que antes tenían las patas blancas y ahora las tienen coloradas. Todos los pescados saben por qué es, y se burlan de ellos. Pero los flamencos, mientras se curan en el agua, no pierden ocasión de vengarse, comiéndose a cuanto pescadito se acerca demasiado a burlarse de ellos.

 

Sancha

 

Vicente Blasco Ibáñez

 

El bosque parecía alejarse hacia el mar, dejando entre sí y la Albufera una extensa llanura baja, cubierta de vegetación bravía, rasgada a trechos por la tersa lámina de pequeñas lagunas.

Era el llano de Sancha. Un rebaño de cabras, guardado por un muchacho, pastaba entre las malezas, y a su vista surgió en la memoria de los hijos de la Albufera la tradición que daba su . nombre al llano.

Un pastorcillo como el que ahora caminaba por la orilla, apacentaba sus cabras en otros tiempos en el mismo llano. Pero esto era muchos años antes, muchos... tantos, que ninguno de los viejos que aún vivían en la Albufera conoció al pastor; ni el mismo tío Paloma.

El muchacho vivía como un salvaje en la soledad, y los barqueros que pescaban en el lago le oían gritar desde muy lejos en las mañanas de calma:

-¡Sancha, Sancha! Sancha era una serpiente pequeña, la única amiga que le acompañaba. El mal bicho acudía a los gritos, y el pastor, ordeñando sus mejores cabras, le ofrecía un cuenco de leche. Después, en las horas de sol, el muchacho se fabricaba un caramillo cortando cañas en los carrizales y soplaba dulcemente, teniendo a sus pies al reptil que enderezaba parte de su cuerpo y lo contraía como si quisiera danzar al compás de los suaves silbidos. Otras veces el pastor se entretenía deshaciendo los anillos de Sancha, extendiéndola en línea recta sobre la arena, regocijándose al ver con qué nerviosos impulsos volvía a enroscarse. Cuando, cansado de estos juegos llevaba el rebaño al otro extremo de la gran llanura, seguíale la serpiente como un gozquecillo enroscándose a sus piernas le llegaba hasta el cuello, permaneciendo allí como caída o muerta, y con sus ojos de diamante fijos en los del pastor, erizándole el vello de su cara con el silbido de su boca triangular.

Las gentes de la Albufera lo tenían por brujo y mas de una mujer de las que tomaban leña en la Dehesa, al verle llegar con la Sancha en el cuello, hacían la señal de la cruz como si se presentase el demonio. Así comprendían todos, cómo el podía dormir en la selva sin miedo a los grandes reptiles que pululaban en la maleza. Sancha, que debía ser el diablo, le guardaba de todo peligro.

La serpiente crecía y el pastor era ya todo un hombre cuando los habitantes de la Albufera no lo vieron más. Se supo que era soldado y que se hallaba peleando en las guerras de Italia. Ningún otro rebaño volvió a pastar en la salvaje llanura. Los pescadores, al bajar a tierra, no gustaban de aventurarse en los altos juncales que cubrían las pestíferas lagunas. Sancha, falta de la leche con que la regalaba el pastor, debía perseguir los innumerables conejos de la dehesa.

Transcurrieron ocho o diez años y un día los habitantes de Saler, vieron llegar, por el camino de Valencia, apoyado en un palo y con la mochila a la espalda, a un soldado, un granadero enjuto y cetrino, con las negras polainas hasta encima de la rodilla. Sus grandes bigotes no le impidieron ser reconocido. Era el pastor que regresaba. Llegó a la llanura pantanosa donde en otros tiempos guardaba sus reses. Nadie. Las libélulas movían sus alas sobre altos juncos con suave zumbido y en los charcos ocultos bajo los matorrales chapoteaban los sapos asustados por la proximidad del soldado.

-¡Sancha, Sancha!- llamó suavemente el antiguo pastor. Y cuando hubo repetido su llamamiento muchas veces, vio que las altas hierbas se agitaban y oyó un estrépito de cañas tronchadas como si se arrastrase un cuerpo pesado. Entre juncos brillaron dos ojos a la altura de los suyos y avanzó una cabeza achatada moviendo la lengua de horquilla, con un bufido tétrico que parecía helarle la sangre. Era Sancha, pero enorme, soberbia, levantándose a la altura de un hombre, arrastrando su cola entre la maleza hasta perderse de vista, con la piel multicolor y el cuerpo grueso como el tronco de un pino.

-¡Sancha!- gritó el soldado retrocediendo a impulsos del miedo. -¡Cómo has crecido! ¡Qué grande eres!.

E intentó huir. Pero la antigua amiga, pasado el primer asombro pareció reconocerle y se enroscó en torno de sus hombros, estrechándole con un anillo de su piel rugosa sacudida por nerviosos estremecimientos. El soldado forcejeó.

-¡Suelta, Sancha, suelta! No me abraces. Eres demasiado grande para estos juegos.

Otro anillo oprimió sus brazos agarrotándolos. La boca del como en otros tiempos; la boca del reptil le acariciaba como en otros tiempos; su aliento le agitaba el bigote causándole un escalofrío angustioso, y mientras tanto los anillos se contraían, se estrechaban hasta que el soldado, asfixiado, crujiéndole los huesos, cayó al suelo envuelto en el rollo de pintados colores de los anillos.

A los pocos días unos pescadores encontraron su cadáver; una masa informe con los huesos quebrantados y la carne amoratada por el irresistible apretón de Sancha. Así murió el pastor, victima de un abrazo de su antigua amiga.

 

El corazón delator

 

Edgar Allan Poe

 

¡Es verdad! He sido nervioso; muy nervioso, tremendamente nervioso. Y lo soy aún. Con la enfermedad mis sentidos se agudizaron, no se destruyeron ni embotaron. Y por encima de todos estaba la agudeza de mi oído. Oía todo cuanto hay que oír en el cielo y en la tierra. Y oía muchas cosas en el infierno. Entonces... ¿cómo puedo estar loco? Escuchen y vean con qué cordura, con qué calma les puedo contar toda la historia.

No me es posible decir cómo me vino la idea a la cabeza por primera vez. Pero sí que una vez concebida me obsesionó día y noche. No había ningún motivo. No tenía ninguna pasión. Yo quería al viejo. Nunca había sido injusto conmigo. Jamás me había insultado. Yo no deseaba su oro. ¡Creo que fue su ojo! Sí, eso fue. Tenía un ojo de buitre, un ojo azul pálido recubierto con una telilla. Cada vez que este ojo caía sobre mí se me helaba la sangre. Y así, paso a paso, muy gradualmente, me decidí a matar al viejo y librarme de este modo, para siempre, de aquel ojo.

Y aquí está lo más importante. Ustedes suponen que estoy loco pero los locos no saben nada. En cambio... ¡tendrían que haberme visto! ¡ Deberían haber visto qué atinadamente actué! ¡Con qué precaución, con qué previsión, con qué disimulo fui realizando mi trabajo!

Nunca estuve tan amable con el viejo como durante toda la semana anterior a matarlo. Cada noche, hacia las doce, giraba el picaporte de su puerta y la abría, ¡con toda suavidad!, hasta tener una abertura suficiente para que cupiera mi cabeza y entonces, introducía una linterna sorda, cerrada, totalmente cerrada, para que no se filtrara ni un rayo de luz; después metía mi cabeza.

¡Oh! Os hubierais reído de ver con cuánta astucia lo hacía. La movía despacio... muy, muy despacio... para no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora introducir toda la cabeza por la abertura hasta poder verlo tumbado en su cama.

¿Eh? ¿Habría sido un loco tan prudente? y cuando ya la tenía toda dentro del cuarto iba abriendo la linterna con mucha cautela, ¡oh, sí! muy, muy cautelosamente, porque las bisagras chirriaban, hasta que un tenue rayo de luz caía sobre el ojo de buitre.

Esto lo hice durante siete largas noches, cada noche a las doce en punto, pero siempre encontré el ojo cerrado y me fue imposible realizar mi trabajo, porque no era el viejo el que me exasperaba, sino su Mal de Ojo. Y después cada mañana, al romper el día, entraba decidido en su habitación y le hablaba animosamente, llamándole cariñosamente por su nombre y preguntándole cómo había pasado la noche.

Como pueden ver ustedes, tendría que haber sido un viejo muy sagaz para sospechar que cada noche, exactamente a las doce, yo le observaba mientras dormía.

En la octava noche abrí la puerta con más cautela que nunca. El minutero de un reloj se mueve más deprisa de lo que yo me movía. Nunca, hasta aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mí sagacidad. Apenas podía contener mi sentimiento de triunfo. ¡Pensar que estaba allí abriendo la puerta poco a poco y él ni siquiera soñaba con mis actos y pensamientos secretos! Ante esta idea sonreí entre dientes y, quizás, él me oyó, porque de pronto se movió en la cama como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me volví atrás, pero no. Su cuarto estaba tan negro como la boca de un lobo (ya que los postigos tenían pasado el cerrojo por miedo a los ladrones) y yo sabía que él no podía ver la abertura de la puerta, así que continué empujándola constantemente.

Tenía ya la cabeza dentro y estaba a punto de abrir la linterna, cuando mí dedo resbaló sobre el cierre de hojalata y el viejo se incorporó en la cama gritando: ¿Quién está ahí?

Me mantuve completamente quieto y sin decir palabra. Durante toda una hora no moví un músculo y en todo este tiempo no le oí volver a acostarse. Permanecía sentado en la cama escuchando; como yo había hecho noche tras noche, sintiendo en la pared el tic-tic de la carcoma que presagia la muerte.

Al poco rato oí un débil gemido y conocí que era el gemido de un terror mortal. No era un gemido de dolor o de aflicción, ¡oh, no!, era el sonido grave y ahogado que brota del fondo del alma abrumada por el terror.

Yo la conocía bien. Muchas noches, exactamente a media noche, cuando el mundo entero dormía, salió del fondo de mi alma redoblando con su espantoso eco los terrores que me trastornaban. Sí, lo conocía bien. Sabía lo que sentía el viejo y tuve pena de él, aunque para mis adentros me reía. Supe que había estado despierto desde el primer ruido ligero, cuando se revolvió en la cama.

Estuvo tratando de imaginar que no tenía importancia, pero no lo consiguió. Se diría: «Es sólo el viento en la chimenea; no es más que un ratón que cruza por el suelo», o «tan sólo un grillo que chirrió sólo una vez». Sí, trataría de reconfortarse con estas suposiciones. Pero todo fue en vano. Todo en vano; porque la Muerte, acercándose a él furtivamente, extendió su negro manto y lo envolvió. Y la lúgubre influencia de esta imperceptible sombra fue la que le hizo sentir, porque ni vio ni oyó, la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.

Cuando hube esperado un largo rato, pacientemente, sin oír que se acostara de nuevo, decidí abrir una rendija pequeña, muy pequeña, en la linterna. Y la abrí, ¡no se imaginan ustedes con qué cautela! ¡cuán cautelosamente!, hasta que al fin un débil rayo de luz, como el hilo de una araña, salió de la ranura y dio de lleno en el ojo de buitre.

Estaba abierto, desorbitadamente abierto, y mientras lo miraba fijamente me iba enfureciendo. Lo veía con toda claridad: todo de un pálido azul con el odioso velo sobre él, que helaba hasta el tuétano de mis huesos. Pero no veía nada más de la cara o el cuerpo del viejo, porque instintivamente había dirigido el rayo de luz sobre el punto maldito.

Y ahora bien, ¿no les había dicho yo que lo que toman equivocadamente por locura es sólo una hipersensibilidad de los sentidos? Pues bien, en aquel momento, como les digo, llegó a mis oídos un sonido rápido, monótono y ahogado como el de un reloj envuelto en algodones. También conocía yo aquel sonido. Era el latir del corazón del viejo que aumentó mi furor como el redoble de un tambor estimula el coraje del soldado.

Aun entonces me contuve y permanecí callado. Apenas si respiraba y sostenía la linterna inmóvil. Traté de mantener el rayo de luz sobre el ojo todo lo fijo que pude. Y mientras tanto el infernal palpitar del corazón aumentó. A cada instante era más y más rápido y más y más fuerte. El terror del viejo debía ser inmenso! ¡Y momento a momento, repito, el ruido aumentaba! ¿Me van comprendiendo ustedes?

Les dije que era nervioso y lo soy. Y entonces, a tan altas horas de la noche, en medio del angustioso silencio de aquella vieja casa, un sonido tan extraño como aquél me agitó con un terror incontrolable. Pude aún contenerme durante unos minutos y permanecer inmóvil. ¡Pero el latido resonaba más y más!

Pensé que el corazón tendría que estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podría oído! ¡La hora del viejo había llegado! Con un fuerte alarido abrí de par en par la linterna y de un brinco entré en la habitación. Él dio un solo grito... sólo uno. En un instante 1o arrastré al suelo y volqué el pesado catre sobre él. Entonces sonreí alegremente al ver mi hazaña concluida. Pero durante algunos minutos el corazón continuó latiendo con un sonido apagado. Sin embargo, esto no me preocupaba ya, porque no podría oírse a través de la pared. Al fin cesó de latir. El viejo había muerto.

Quité el catre y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Puse mi mano sobre su corazón y la mantuve allí largo rato. No había ningún latido. Estaba totalmente muerto. Su ojo no volvería a molestarme. 

Si todavía piensan que estoy loco dejarán de pensado cuando les describa las juiciosas precauciones que tomé para esconder el cadáver. La noche iba pasando y yo trabajaba apresuradamente pero sin ruido. Primero lo descuarticé. Le corté la cabeza, los brazos y las piernas.  

Quité después tres tablas del entarimado de la habitación y lo deposité todo allí. Luego, volví a colocar las tablas tan hábilmente, tan astutamente, que ningún ojo humano, incluso el suyo, podría haber encontrado allí algo anormal. No había nada que lavar, ninguna clase de mancha, ninguna gota de sangre. Fui demasiado cauto para ello. Todo lo recogí en un cubo... ¡ja, ja!          

Al terminar mi trabajo eran las cuatro de la madrugada, tan oscuro aún como a media noche. Cuando la campana del reloj daba las horas, llamaron a la puerta de la calle. Bajé a abrir tranquilamente, porque ¿qué tenía yo ya que temer? Entraron tres señores que muy cortésmente se presentaron como agentes de policía. Un vecino había oído un grito durante la noche que despertó sospechas de algún delito; éstas fueron comunicadas a la oficina de policía y ellos, los agentes, habían sido encargados de registrar el lugar.   

Sonreí porque... ¿qué tenía que temer? Les di la bienvenida. El grito, expliqué, lo había dado yo en sueños. El viejo, mencioné de paso, estaba en el campo. Recorrí con mis visitantes toda la casa y les rogué que registraran, que registraran bien. Al fin los conduje a su habitación. Les mostré sus tesoros que estaban intactos, sin haber sido tocados. Y en el máximo de mi confianza llevé sillas hasta la habitación y les rogué que descansaran allí de las molestias que se habían tomado, mientras yo mismo, en la desmedida audacia de mi completo triunfo, colocaba mi silla sobre el lugar exacto en que descansaba el cadáver de mi víctima.    

Los agentes estaban satisfechos. Mi comportamiento les había convencido. Yo me encontraba muy a gusto. Se sentaron y hablaron sobre cosas generales a las que yo contestaba animadamente. Pero no mucho después empecé a sentir que empalidecía y deseé que se fueran. Me dolía la cabeza y sentía un zumbido en los oídos; pero ellos seguían sentados y continuaban charlando. El zumbido se hizo más perceptible, no cesaba y cada vez era más intenso. Yo hablaba mucho para librarme de aquella sensación, pero el zumbido continuaba, cada vez más claro, hasta que al fin descubrí que el ruido no estaba dentro de mis oídos.    

Sin duda me puse muy pálido, pero continué hablando aceleradamente, con voz muy alta y, sin embargo, el sonido aumentaba. ¿Qué podía hacer? Era un sonido rápido, monótono y ahogado como el de un reloj envuelto en algodones. Respiraba jadeante y los agentes seguían sin oír nada. Hablé más deprísa, con más vehemencia y, a pesar de todo, el ruido aumentaba constantemente.

Me levanté y discutí pequeñeces en un tono muy alto y con violentos gestos, pero el ruido seguía creciendo. ¡Oh, Dios! ¿por qué no se irían? Medí a grandes pasos la habitación como si me enfureciera que aquellos hombres me observaran, pero el ruido continuaba aumentando. ¡Oh, Dios! ¿qué podría hacer? Lanzaba espumarajos, desvariaba, juraba.

Hice girar la silla en la que estuve sentado y la arrastré por el suelo arañando las tablas. Pero el ruido lo dominaba todo y crecía sin cesar. ¡ Se hizo más fuerte... más fuerte... más fuerte! y sin embargo, los hombres hablaban tranquilamente y son- reían. ¿Sería posible que no oyeran nada? ¡ Dios Todopoderoso!...

¡No, no! ¡Oían y sospechaban y sabían! ¡Se estaban burlando de mi terror! Lo pensé entonces y aún ahora lo pienso. ¡Pero cualquier cosa era mejor que aquella agonía! ¡Cualquier cosa era preferible a aquella burla! ¡No pude soportar más sus sonrisas hipócritas! ¡Tenía que gritar o moriría! y de nuevo ¡escuchen! ¡más intenso... más intenso... más intenso!

-«¡Canallas!»-, grité frenético, -«¡no disimulen más! ¡Lo confieso todo! ¡Arranquen las tablas!... ¡ahí, ahí!... ¡ese es el latido de su aborrecible corazón!»-

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En la oscuridad

 

Anton Chejov

 

Una mosca de mediano tamaño se metió en la nariz del consejero suplente Gaguin. Aunque se hubiera metido allí por curiosidad, por atolondramiento o a causa de la oscuridad, lo cierto es que la nariz no toleró la presencia de un cuerpo extraño y dio muestras de estornudar.

Gaguin estornudó tan ruidosamente y tan fuerte que la cama se estremeció y los resortes, alarmados, gimieron. La esposa de Gaguin, María Michailovna, una rubia regordeta y robusta, se estremeció también y se despertó. Miró en la oscuridad, suspiró y se volvió del otro lado. A los cinco minutos se dio otra vuelta, apretó los párpados, pero no concilió el sueño. Después de varias vueltas y suspiros se incorporó, pasó por encima de su marido, se calzó las zapatillas y se fue a la ventana.

Fuera de la casa, la oscuridad era completa. No se distinguían más que las siluetas de los árboles y los tejados negros de las granjas. Hacia oriente había una leve palidez, pero unas masas de nubes se aprestaban a cubrir esta zona pálida. En el ambiente, tranquilo y envuelto en la bruma, reinaba el silencio. Y hasta permanecía silencioso el sereno, a quien se paga para que rompa con el ruido de su chuzo el silencio de la noche, y el estertor de la negreta, único volátil silvestre que no rehuye la vecindad de los veraneantes de la capital.

Fue María Michailovna quien rompió el silencio. De pie, junto a la ventana, mirando hacia fuera, lanzó de pronto un grito. Le había parecido que una sombra, que procedía del arriate, en el que se destaca un álamo deshojado, se dirigía hacia la casa. Al principio creyó que era una vaca o un caballo, pero, después de restregarse los ojos, distinguió claramente los contornos de un ser humano. Luego le pareció que la sombra se aproximaba a la ventana de la cocina y, después de detenerse unos instantes, al parecer por indecisión, ponía el pie sobre la cornisa y... desaparecía en el hueco negro de la ventana.

"¡Un ladrón!", se dijo como en un relámpago, y una palidez mortal se extiende por su rostro. En un instante su imaginación le reprodujo el cuadro que tanto temen los veraneantes: un ladrón se desliza en la cocina, de la cocina al comedor..., en el aparador está la vajilla de plata..., más allá el dormitorio..., un hacha..., los rostros de unos bandidos..., las joyas...

Le flaquearon las piernas y sintió un escalofrío en la espalda.

-¡Vasia!-exclamó zarandeando a su marido-.

-¡Vasili Pracovich! ¡Dios mío, está roque! ¡Despierta, Vasili, te lo suplico!

-¿Qué ocurre?-balbucea el consejero suplente, aspirando aire profundamente y emitiendo un ruido con las mandíbulas.

-¡Despiértate, en el nombre del cielo! ¡Un ladrón ha entrado en la cocina! Yo estaba junto a la vidriera y he visto que alguien saltaba por la ventana. De la cocina irá al comedor..., ¡las cucharas están en el aparador! ¡Vasili! Lo mismo sucedió el año pasado en casa de Mavra.

-¿Qué pasa? ¿Quién... es?

-¡Dios mío! No oye... Pero, comprende, pedazo de tronco... Acabo de ver a un hombre entrar en nuestra cocina. Pelagia tendrá miedo y... ¡la vasija de plata está en el aparador!

-¡Majaderías!

-¡Vasili, eres insoportable! Te digo que hay un ladrón en casa y tú duermes y roncas. ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué nos roben y nos degüellen?

El consejero suplente se incorporó lentamente y se sentó en la cama bostezando ruidosamente.

-¡Dios mío, qué seres!-gruñó-. ¿Es que ni de noche me puedes dejar en paz? ¡No se despierta a uno por estas tonterías!

-Te lo juro, Vasili; he visto a un hombre entrar por la ventana.

-¿Y qué? Que entre... Será, seguramente, el bombero de Pelagia que viene a verla.

-¿Cómo? ¿Qué dices? -Digo que es el bombero de Pelagia que viene a verla.

-¡Eso es peor aún!-gritó María Michailovna-. ¡Eso es peor que si fuera un ladrón! Nunca toleraré en mi casa semejante cinismo.

-¡Vaya una virtud!... No permitir ese cinismo... Pero ¿qué es el cinismo? ¿Por qué emplear a tontas y a locas palabras extranjeras? Es una costumbre inmemorial, querida mía, consagrada por la tradición, que el bombero vaya a visitar a las cocineras.

-¡No, Vasili! ¡Tú no me conoces! No puedo admitir la idea de que, en mi casa, una cosa semejante..., semejante... ¡Vete en seguida a la cocina a decirle que se vaya! ¡Pero ahora mismo! Y mañana yo diré a Pelagia que no tenga el descaro de comportarse así. Cuando me muera puedes tolerar en tu casa el cinismo, pero ahora no lo permito. ¡Vete allá!

-¡Dios mío!...-gruñó Gaguin con fastidio-. Veamos, reflexiona en tu cerebro de mujer, tu cerebro microscópico: ¿por qué voy a ir allí?

-¡Vasili, que me desmayo!

Gaguin escupió con desdén, se calzó sus zapatillas, escupió otra vez y se dirigió a la cocina. Estaba tan oscuro como en un barril tapado, y tuvo que andar a tientas. De paso buscó a ciegas la puerta de la alcoba de los niños y despertó a la niñera.

-Vasilia-le dijo-, cogiste ayer mi bata para limpiarla. ¿Dónde está?

-Se la he dado a Pelagia para que la limpie, señor.

-¡Qué desorden! Cogéis las cosas y no las volvéis a poner en su sitio. Ahora tengo que andar por la casa sin bata. Al entrar en la cocina se dirigió al rincón donde dormía la cocinera sobre el arca, debajo de las cacerolas...

-¡Pelagia!-gritó, buscando a tientas sus hombros para sacudirla-. ¡Eh, Pelagia! ¡Deja de representar esta comedia! ¡Si no duermes! ¿Quién acaba de entrar por la ventana?

-¿Eh? ¡Por la ventana! ¿Y quién va a entrar por la ventana?

-Mira, no me andes con cuentos. Dile a tu bribón que se vaya a otra parte. ¿Me oyes? No se le ha perdido nada por aquí.

-Pero ¿me quiere hacer perder la cabeza, señor? ¡Vamos!... ¿Me cree tonta? Me paso todo el santo día trabajando, corro de un lado para otro, sin parar ni un momento, y ahora me sale con esas historias. Gano cuatro rublos al mes..., tiene una que pagarse su azúcar y su té, y con la única cosa con que se me honra es con palabras como ésas... ¡He trabajado en casa de comerciantes y nunca me trataron de una manera tan baja!

-Bueno, bueno... No hay por qué gritar tanto... ¡Qué se largue tu palurdo inmediatamente! ¿Me oyes?

-Es vergonzoso, señor-dice Pelagia, con voz llorosa-. Unos señores cultos... y nobles, y no comprendan que tal vez unos desgraciados y miserables como nosotros...-se echó a llorar-. No tienen por qué decirnos cosas ofensivas. No hay nadie que nos defienda.

-¡Bueno, basta!... ¡A mí déjame en paz! Es la señora quien me manda aquí. Por mí puede entrar el mismo diablo por la ventana, si te gusta. ¡Me tiene sin cuidado!

Por este interrogatorio ya no le quedaba al consejero más que reconocer que se había equivocado y volver junto a su esposa. Pero tiene frío y se acuerda de su bata.

-Escucha, Pelagia-le dice-. Cogiste mi bata para limpiarla. ¿Dónde está?

-¡Ay, señor, perdóneme! Me olvidé de ponerla de nuevo en la silla. Está colgada aquí en un clavo, junto a la estufa.

Gaguin, a tientas, busca la bata alrededor de la estufa, se la pone y se dirigió sin hacer ruido al dormitorio. María Michailovna se había acostado después de irse su marido y se puso a esperarle. Estuvo tranquila durante dos o tres minutos, pero en seguida comenzó a torturarla la inquietud.

"¡Cuánto tarda en volver!-piensa-. Menos mal si es ese... cínico, pero ¿y si es un ladrón?" Y en su imaginación se pinta una nueva escena: su marido entra en la cocina oscura..., un golpe de maza..., muere sin proferir un grito..., un charco de sangre... Transcurrieron cinco minutos, cinco y medio, seis... Un sudor frío perló su frente.

-¡Vasili!-gritó con voz estridente-. ¡Vasili!

-¿Qué sucede? ¿Por qué gritas? Estoy aquí...-le contestó la voz de su marido, al tiempo que oía sus pasos-. ¿Te están matando acaso?

Se acercó y se sentó en el borde de la cama.

-No había nadie-dice-. Estabas ofuscada... Puedes estar tranquila, la estúpida de Pelagia es tan virtuosa como su ama. ¡Lo que eres tú es una miedosa..., una!...

Y el consejero se puso a provocar a su mujer. Estaba desvelado y ya no tenía sueño.

-¡Lo que tú eres es una miedosa!-se burla de ella-. Mañana vete a ver al doctor para que te cure esas alucinaciones. ¡Eres una psicópata!

-Huele a brea-dice su mujer-. A brea o... a algo así como a cebolla..., a sopa de coles.

-Sí... Hay algo que huele mal... ¡No tengo sueño! Voy a encender la bujía... ¿Dónde están las cerillas? Te voy a enseñar la fotografía del procurador de la audiencia. Ayer se despidió de nosotros y nos regaló una foto a cada uno, con su autógrafo.

Raspó un fósforo en la pared y encendió la bujía. Pero antes de que hubiese dado un solo paso para buscar la fotografía, detrás de él resonó un grito estridente, desgarrador. Se volvió y se encontró con que su mujer le mira con gran asombro, espanto y cólera...

-¿Has cogido la bata en la cocina?-le preguntó palideciendo.

-¿Por qué?

-¡Mírate al espejo!

El consejero suplente se miró en el espejo y lanzó un grito fenomenal. Sobre sus hombros pendía, en vez de su bata, un capote de bombero. ¿Cómo ha podido ser? Mientras intenta resolver este problema, su mujer veía en su imaginación una nueva escena, espantosa, imposible: la oscuridad, el silencio, susurro de palabras, etc. ¿Qué pasa entre Gaguin y la cocinera? María Michailovna da rienda suelta a su imaginación.

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La muerte de odjigh

 

Marcel Schwob

 

En aquellos tiempos la raza humana parecía a punto de morir, el orbe solar tenía la frialdad de la luna, un invierno eternal agrietaba el suelo, las montañas que nacieran vomitando las llameantes entrañas de la tierra, estaban grises de lava congelada. Ranuras paralelas o en forma de estrellas cruzaban las comarcas; prodigiosas grietas abiertas de pronto se tragaban las cosas en brusco descenso, y podían verse deslizar lentamente hacia ellas hileras de bloques erráticos.

El aire oscuro estaba salpicado de agujillas transparentes; una blancura siniestra cubría los campos; la universal irradiación de plata parecía secar el mundo. Ya no había vegetación, sólo pocas manchas de liquen pálido sobre las rocas. La osamenta del globo se había despojado de su carne, hecha de tierra, y las llanuras se extendían como esqueletos.

La muerte invernal atacaba la vida inferior; los animales del mar habían perecido presos en los hielos; luego murieron los insectos que hormigueaban sobre las plantas trepadoras, los animales que transportaban sus crías en bolsas del vientre y los seres casi voladores que poblaban las grandes selvas; hasta donde alcanzaba la vista no había árboles ni nada verde, sólo quedaba vivo lo que habitaba cavernas o cuevas. También se habían extinguido ya dos razas de los hijos de los hombres; los que habitaran en nidos de lianas sobre la copa de grandes árboles y los que se habían guarecido en casas flotantes en el centro de los lagos; selvas y bosques yacían sobre el radiante suelo y la superficie de las aguas era dura y reluciente como piedra bruñida.

Los cazadores de fieras que dominaban el fuego, los trogloditas que sabían horadar la tierra llegando hasta su calor y los comedores de peces que guardaran aceite marino en agujeros en el hielo, aún resistían el invierno. Los animales eran cada vez más escasos ya que el hielo los vencía en cuanto asomaban el hocico sobre el suelo, la madera que producía fuego se acababa y el aceite ya estaba sólido como roca.

Un matador de lobos llamado Odjigh, quien vivía en una profunda cueva y poseía una enorme y temible hacha de jade verde, se compadeció de los seres animados. Estando a la orilla del gran mar interior cuyo extremo se alarga al oriente de Minnesota, dirigió su mirada hacia la región septentrional, allá donde el frío se acumulaba.

En lo más hondo de su gélida gruta tomó el calumet sagrado, labrado en piedra blanca, lo llenó de hierbas aromáticas que elevaron humo en forma de coronas y sopló el divino incienso al aire. Las coronas ascendieron al cielo y la espiral gris derivó hacia el norte. Odjigh emprendió la marcha rumbo al norte. Cubrió su cara con una gruesa piel de ratón y se ciñó a la cintura una bolsa llena de carne seca mezclada con grasa y enfiló hacia las espesas nubes agrupadas en el horizonte balanceando el hacha de jade verde.

A su paso la vida se apagaba en torno suyo. Los ríos estaban callados hacía tiempo y el aire sólo llevaba sones apagados. Las masas heladas, azules, blancas y verdes, irradiando de escarcha, semejaban las columnas de una gruta monumental. El corazón de Odjigh extrañó el bullir de los peces nacarados en las redes, el serpentear de las anguilas marinas, la pesada marcha de las tortugas, la oblicua carrera de los gigantescos cangrejos bizcos y los vivos bostezos de las bestias terrestres, bestias dotadas con pico y garras, o vestidas de escamas, o moteadas de formas varias y agradables, bestias amantes de sus crías, que daban ágiles saltos o hacían extraños remolinos o alzaban vuelos peligrosos.

Sobre todos los animales sentía la ausencia de los feroces lobos, sus piel gris y sus aullidos familiares, habituado como estaba a cazarlos con la maza y el hacha de piedra, en noches brumosas y bajo la roja luz de la luna. A su izquierda surgió un animal de cubil que vive hundido en el suelo y difícilmente se deja sacar: un tejón flaco de pelo erizado. Al verlo Odjigh se alegró, sin pensar en matarlo, el tejón se acercó manteniendo la distancia. Después, por su derecha salió de súbito un pobre lince de ojos insondables. Miraba a Odjigh de soslayo, temeroso, deslizándose inquieto. El matador de lobos se alegró también y caminó entre el tejón y el lince.

Mientras marchaba -la bolsa de carne golpeándole el costado- oyó detrás un débil aullido de hambre. Al volverse como si oyera una voz conocida, vio un lobo huesudo que lo seguía tristemente. Sintió piedad de todos los lobos a los que había partido el cráneo. El animal iba sacando una humeante lengua y tenía los ojos enrojecidos.

El matador siguió su camino junto a sus compañeros animales, llevaba al soterrado tejón a la izquierda, al lince que ve todo a la derecha y al lobo hambriento detrás. Llegaron al centro del mar interior sólo distinto del continente por el amplio vasto color verde del hielo. Allí el matador de lobos se sentó en un témpano y colocó frente sí el calumet de piedra. Con su hacha cortó bloques de hielo parecidos a incensarios y colocó uno ante cada uno de sus compañeros. Apiló hierbas aromáticas en los cuatro calumets, golpeó las piedras que producen fuego y las hierbas se encendieron, con lo que cuatro delgadas columnas de humo buscaron el cielo.

La espiral gris que se alzaba ante el tejón se inclinó al oeste, la que surgía frente al lince se curvó hacia el este y la que se elevaba enfrente del lobo trazó un arco hacia el sur; la espiral gris del calumet de Odjigh alzose rumbo al norte. El matador de lobos se puso en camino. Mirando a su izquierda se entristeció: el tejón se apartaba hacia el oeste; mirando a su derecha echó de menos al lince que ve todo sobre la tierra que huía hacia el este. Pensó que los dos compañeros animales eran prudentes y sagaces, cada uno en el ámbito que tiene asignado. Pese a todo, siguió su camino osadamente, seguido por el hambriento lobo de ojos sangrientos por el que sentía piedad. La masa de frías nubes en el norte parecía llegar al cielo. El invierno se hacía aún más cruel. A Odjigh el hielo le hacía sangrar los pies, y la sangre se le helaba en costras negras. Avanzó sin embargo durante horas, días, semanas, meses quizá, chupando un poco de carne seca y arrojando los restos a su compañero que lo seguía. Odjigh llevaba una esperanza confusa. Sintió piedad por el mundo de los hombres, los animales y las plantas que perecían y se sintió fuerte para luchar contra lo que causaba el frío.

Interrumpió su camino una inmensa barrera de hielo que, como cadena de montañas cuya cima es invisible, cerraba la oscura cúpula del cielo. Enormes témpanos hundidos en la superficie solidificada del océano tenían un verde límpido y se volvían turbios al amontonarse, y a medida que se elevaban mostraban un azul opaco, como el color del cielo en días hermosos de otros tiempos, pues estaban hechos de nieve y agua dulce. Odjigh esculpió peldaños en lo escarpado con el hacha de jade verde. Poco a poco subió hasta una altura prodigiosa, tanto que sintió la cabeza envuelta en nubes y le pareció que la tierra había escapado. El lobo, siempre sentado en el escalón que Odjigh dejaba justo debajo de él, esperaba confiado.

Cuando llegó a lo que parecía la cima, vio que estaba formada de una resplandeciente muralla vertical y que no podía ir más adelante. Miró hacia atrás y vio al animal hambriento. La piedad por el mundo animado le dio fuerzas. Hundió el jade en la muralla azul y cavó en el hielo. En derredor suyo volaron esquirlas de mil colores.

Cavó horas y horas. Sus extremidades se pusieron amarillas y arrugadas de frío; la bolsa de carne seca se había vaciado hacía largo tiempo y había tenido que mascar la hierba aromática del calumet para engañar el hambre y, de pronto, infiel a los Poderes Superiores, arrojó el calumet a las profundidades junto con las piedras que producen fuego. Cavaba. Oyó un chirrido seco y gritó al saber que el ruido lo había hecho la hoja de jade, a punto de partirse debido al excesivo frío. Entonces, como no tenía nada para calentarla, se la clavó con fuerza en el muslo derecho. La verde hoja se tiñó de sangre tibia. Odjigh atacó de nuevo la muralla azul.

El lobo lamía entre gemidos las gotas rojas que le caían encima. De pronto la pulida muralla estalló y brotó un inmenso hálito de color, como si las estaciones cálidas se hubieran acumulado tras la barrera del cielo. El agujero creció y un fuerte soplo rodeó a Odjigh. Oyó el rumor de todos los brotes primaverales y sintió llamear al verano. Una gran corriente lo alzó y le pareció que con ella volvían al mundo todas las estaciones para salvar a la vida de la muerte en los hielos.

La corriente arrastraba blancos rayos de sol, lluvias tibias, brisas acariciadoras y nubes llenas de fecundidad. En el aliento de la cálida vida las negras nubes se amontonaron y engendraron el fuego. Surgió un largo trazo de llamas con estrépito de rayos y la esplendorosa línea dio en el corazón de Odjigh como una espada roja. Cayó de cara a la pulida muralla, dando la espalda al mundo hacia el que volvían las estaciones en impetuosa corriente y el hambriento lobo, subiendo tímidamente, se puso a devorarle la nuca apoyándole las patas en los hombros.

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Un bonito cuento

 

Paulo Coelho

 

Un Hombre, su caballo y su perro iban por una carretera. Cuando pasaban cerca de un árbol enorme cayó un rayo y los tres murieron fulminados. Pero el hombre no se dio cuenta de que ya había abandonado este mundo, y prosiguió su camino con sus dos animales, a veces los muertos andan un cierto tiempo antes de ser conscientes de su nueva condició.

La carretera era muy larga y colina arriba. El sol era muy intenso, y ellos estaban sudados y sedientos.

En una curva del camino vieron un magnífico portal de mármol, que conducía a una plaza pavimentada con adoquines de oro.

El caminante se dirigió al hombre que custodiaba la entrada y entabló con él, el siguiente diálogo:

-Buenos días.

-Buenos días - Respondió el guardián

-¿ Cómo se llama este lugar tan bonito?.

-Esto es el cielo.

-¡Qué bien que hayamos llegado al Cielo, porque estamos sedientos!

-Usted puede entrar y beber tanta agua como quiera- Y el guardián señaló la fuente.

-Pero mi caballo y mi perro también tienen sed…

-Lo siento mucho – Dijo el guardián –, pero aquí no se permite la entrada a los animales.

El hombre se levantó con gran disgusto, puesto que tenía muchísima sed, pero no pensaba beber sólo. Dio las gracias al guardián y siguió adelante.

Después de caminar un buen rato cuesta arriba, ya exhaustos los tres, llegaron a otro sitio, cuya entrada estaba marcada por una puerta vieja que daba a un camino de tierra rodeado de árboles.

A la sombra de uno de los árboles había un hombre echado, con la cabeza cubierta por un sombrero. Posiblemente dormía.

-Buenos días – dijo el caminante.

El hombre respondió con un gesto de la cabeza.

-Tenemos mucha sed, mi caballo, mi perro y yo

-Hay una fuente entre aquellas rocas – dijo el hombre, indicando el lugar-. Podéis beber toda el agua como queráis.

El hombre, el caballo y el perro fueron a la fuente y calmaron su sed. El caminante volvió atrás para dar gracias al hombre

-Podéis volver siempre que queráis – Le respondió éste.

-A propósito ¿Cómo se llama este lugar? – preguntó el hombre.

- Cielo.

-¿El Cielo? ¡Pero si el guardián del portal de mármol me ha dicho que aquello era el Cielo!

-Aquello no era el Cielo. Era el Infierno – contestó el guardián.

El caminante quedó perplejo.

-¡Deberíais prohibir que utilicen vuestro nombre! ¡Esta información falsa debe provocar grandes confusiones! – advirtió el caminante.

-¡De ninguna manera! – increpó el hombre - En realidad, nos hacen un gran favor, porque allí se quedan todos los que son capaces de abandonar a sus mejores amigos…

 

Conclusión:

Jamás abandones a tus verdaderos Amigos. Porque:

-          Hacer un Amigo es una Gracia

-          Tener un Amigo es un Don

-          Conservar un Amigo es una Virtud

-          Ser Tu Amigo… ¡Es un Honor!

 

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El insomnio de la Bella Durmiente

 

Rocío Sanz

La Bella Durmiente tenía insomnio. ¡Qué tragedia!

Tú recordarás el cuento de la Bella Durmiente: la maldición del hada mala y cómo la princesa se pincha el dedo con un huso de hilar y cae como muerta. Recordarás que interviene el hada buena y modifica el hechizo:

–La princesa no morirá. Dormirá por cien años y entonces vendrá un príncipe a despertarla.

También te acordarás que todo el palacio se duerme y crece un espeso bosque a su alrededor. Todo había salido bien hasta ese momento. Dormían ya el rey y la reina, los perros y los canarios, las damas y los caballeros, los guardias y los lacayos. Dormían el fuego en la chimenea y el agua de la fuente, pero la protagonista del cuento, la mismísima Bella Durmiente, ¡tenía insomnio y no se podía dormir!

El hada madrina no sabía qué hacer. En todo aquel palacio dormido sólo velaba el aya anciana que había criado a la princesa y había venido a vigilar su sueño. ¡Pero no había tal sueño! La Bella Durmiente padecía insomnio. El hada agitaba en vano su varita mágica: la princesa no se dormía. Se paseaba con el aya por los salones dormidos, pero no le llegaba el sueño.

–¡Esto no es posible! –se quejó la anciana, fatigada de caminar–. ¡La Bella Durmiente no puede pasar cien años despierta!

–¡Estaré hecha una ruina cuando aparezca el príncipe! –clamó la pobre princesa–. Hada madrina, ¡tienes que hacer algo!

El hada se quedó pensativa un momento. Luego exclamó:

–¡Ya sé! Pediré prestada la manzana de Blancanieves. La morderás y caerás como dormida. Contrataremos a los siete enanos: ellos te fabricarán un precioso ataúd de cristal para que te encuentre el príncipe.

–¡Nooo! –protestó la princesa–. ¡Yo no quiero al príncipe de Blancanieves, ella se pondría celosa! Yo quiero a mi propio príncipe. ¡Este es mi cuento! –sollozaba.

–Podríamos cambiarle el nombre... –meditó el hada–. Ponerle... "La Bella Insomne del Bosque"... Pero significaría mucho trabajo extra –recapacitó–. Habría que irse al siglo dieciocho y cambiar el texto original, contratar otras seis hadas madrinas, una bruja especial, ¡el sindicato de brujas protestaría por las horas extras! Y con la inflación –terminó diciendo el hada– el costo sería prohibitivo.

–¡Además –clamó la princesa– los niños me conocen como la Bella Durmiente y no es justo que me cambies el nombre! ¡Ay, madrina! ¿Qué voy a hacer durante cien años despierta y sola?

–Podrías escribir un libro de soledad... –sugirió el aya.

–¡Ya está escrito! –exclamó la pobre Bella Despierta, y se echó a llorar.

Los niños escucharon su llanto. Los niños solos oyeron los sollozos de aquella pobre muchacha y decidieron ayudarla. Vinieron de todas partes y le contaron cuentos para entretener su vigilia. Cada niño y cada niña inventó un cuento sobre el insomnio de la Bella Durmiente. ¡Hay tanto que hacer en cien años!: cosas útiles y bellas, juegos y viajes, libros, fantasías y realidades.

La Bella Durmiente jugó con los niños y los cien años se le pasaron en un suspiro. Cuando, al fin, llegó el príncipe, se sorprendió de encontrarla despierta y fresca como una niña. ¡Hasta el aya se había conservado fresca! El palacio despertó, como en el cuento original, y las bodas del príncipe y la princesa se celebraron con gran pompa y alegría. Ninguno de los dormidos supo nunca del insomnio de la Bella Durmiente. Pero tú sí sabes el secreto y, cuando quieras, puedes inventar un cuento para consolar a la Bella Durmiente cuando no pueda dormir.

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El árbol de oro

 

Ana María Matute

 

Asistí durante un otoño a la escuela de la señorita Leocadia, en la aldea, porque mi salud no andaba bien y el abuelo retrasó mi vuelta a la ciudad. Como era el tiempo frío y estaban los suelos embarrados y no se veía rastro de muchachos, me aburría dentro de la casa, y pedí al abuelo asistir a la escuela. El abuelo consintió, y acudí a aquella casita alargada y blanca de cal, con el tejado pajizo y requemado por el sol y las nieves, a las afueras del pueblo.

La señorita Leocadia era alta y gruesa, tenía el carácter más bien áspero y grandes juanetes en los pies, que la obligaban a andar como quien arrastra cadenas. Las clases en la escuela, con la lluvia rebotando en el tejado y en los cristales, con las moscas pegajosas de la tormenta persiguiéndose alrededor de la bombilla, tenían su atractivo. Recuerdo especialmente a un muchacho de unos diez años, hijo de un aparcero muy pobre, llamado Ivo. Era un muchacho delgado, de ojos azules, que bizqueaba ligeramente al hablar. Todos los muchachos y muchachas de la escuela admiraban y envidiaban un poco a Ivo, por el don que poseía de atraer la atención sobre sí, en todo momento. No es que fuera ni inteligente ni gracioso, y, sin embargo, había algo en él, en su voz quizás, en las cosas que contaba, que conseguía cautivar a quien le escuchase. También la señorita Leocadia se dejaba prender de aquella red de plata que Ivo tendía a cuantos atendían sus enrevesadas conversaciones, y —yo creo que muchas veces contra su voluntad— la señorita Leocadia le confiaba a Ivo tareas deseadas por todos, o distinciones que merecían alumnos más estudiosos y aplicados.

Quizá lo que más se envidiaba de Ivo era la posesión de la codiciada llave de la torrecita. Ésta era, en efecto, una pequeña torre situada en un ángulo de la escuela, en cuyo interior se guardaban los libros de lectura. Allí entraba Ivo a buscarlos, y allí volvía a dejarlos, al terminar la clase. La señorita Leocadia se lo encomendó a él, nadie sabía en realidad por qué.

Ivo estaba muy orgulloso de esta distinción, y por nada del mundo la hubiera cedido. Un día, Mateo Heredia, el más aplicado y estudioso de la escuela, pidió encargarse de la tarea —a todos nos fascinaba el misterioso interior de la torrecita, donde no entramos nunca—, y la señorita Leocadia pareció acceder. Pero Ivo se levantó, y acercándose a la maestra empezó a hablarle en su voz baja, bizqueando los ojos y moviendo mucho las manos, como tenía por costumbre. La maestra dudó un poco, y al fin dijo:

—Quede todo como estaba. Que siga encargándose Ivo de la torrecita.

A la salida de la escuela le pregunté:

—¿Qué le has dicho a la maestra?

Ivo me miró de través y vi relampaguear sus ojos azules.

—Le hablé del árbol de oro.

Sentí una gran curiosidad.

—¿Qué árbol?

Hacía frío y el camino estaba húmedo, con grandes charcos que brillaban al sol pálido de la tarde. Ivo empezó a chapotear en ellos, sonriendo con misterio.

—Si no se lo cuentas a nadie...

—Te lo juro, que a nadie se lo diré.

Entonces Ivo me explicó:

—Veo un árbol de oro. Un árbol completamente de oro: ramas, tronco, hojas... ¿sabes? Las hojas no se caen nunca. En verano, en invierno, siempre. Resplandece mucho; tanto, que tengo que cerrar los ojos para que no me duelan.

—¡Qué embustero eres! —dije, aunque con algo de zozobra. Ivo me miró con desprecio.

—No te lo creas —contestó—. Me es completamente igual que te lo creas o no... ¡Nadie entrará nunca en la torrecita, y a nadie dejaré ver mi árbol de oro! ¡Es mío! La señorita Leocadia lo sabe, y no se atreve a darle la llave a Mateo Heredia, ni a nadie... ¡Mientras yo viva, nadie podrá entrar allí y ver mi árbol!

Lo dijo de tal forma que no pude evitar el preguntarle:

—¿Y cómo lo ves...?

—¡Ah, no es fácil —dijo, con aire misterioso—. Cualquiera no podría verlo. Yo sé la rendija exacta.

—¿Rendija?...

—Sí, una rendija de la pared. Una que hay corriendo el cajón de la derecha: me agacho y me paso horas y horas... ¡Cómo brilla el árbol! ¡Cómo brilla! Fíjate que si algún pájaro se le pone encima también se vuelve de oro. Eso me digo yo: si me subiera a una rama, ¿me volvería acaso de oro también?

No supe qué decirle, pero, desde aquel momento, mi deseo de ver el árbol creció de tal forma que me desasosegaba. Todos los días, al acabar la clase de lectura, Ivo se acercaba al cajón de la maestra, sacaba la llave y se dirigía a la torrecita. Cuando volvía, le preguntaba:

—¿Lo has visto?

—Sí —me contestaba. Y, a veces, explicaba alguna novedad:

—Le han salido unas flores raras. Mira: así de grandes, como mi mano lo menos, y con los pétalos alargados. Me parece que esa flor es parecida al arzadú.

—¡La flor del frío! —decía yo, con asombro—. ¡Pero el arzadú es encarnado!

—Muy bien —asentía él, con gesto de paciencia—. Pero en mi árbol es oro puro.

—Además, el arzadú crece al borde de los caminos... y no es un árbol.

No se podía discutir con él. Siempre tenía razón, o por lo menos lo parecía.

Ocurrió entonces algo que secretamente yo deseaba; me avergonzaba sentirlo, pero así era: Ivo enfermó, y la señorita Leocadia encargó a otro la llave de la torrecita. Primeramente, la disfrutó Mateo Heredia. Yo espié su regreso, el primer día, y le dije:

—¿Has visto un árbol de oro?

—¿Qué andas graznando? —me contestó de malos modos, porque no era simpático, y menos conmigo. Quise dárselo a entender, pero no me hizo caso.

Unos días después, me dijo:

—Si me das algo a cambio, te dejo un ratito la llave y vas durante el recreo. Nadie te verá...

Vacié mi hucha, y, por fin, conseguí la codiciada llave. Mis manos temblaban de emoción cuando entré en el cuartito de la torre. Allí estaba el cajón. Lo aparté y vi brillar la rendija en la oscuridad. Me agaché y miré.

Cuando la luz dejó de cegarme, mi ojo derecho sólo descubrió una cosa: la seca tierra de la llanura alargándose hacia el cielo.

Nada más. Lo mismo que se veía desde las ventanas altas. La tierra desnuda y yerma, y nada más que la tierra. Tuve una gran decepción y la seguridad de que me habían estafado. No sabía cómo ni de qué manera, pero me habían estafado.

Olvidé la llave y el árbol de oro. Antes de que llegaran las nieves regresé a la ciudad. Dos veranos más tarde volví a las montañas. Un día, pasando por el cementerio —era ya tarde y se anunciaba la noche en el cielo: el sol, como una bola roja, caía a lo lejos, hacia la carrera terrible y sosegada de la llanura— vi algo extraño. De la tierra  grasienta y pedregosa, entre las cruces caídas, nacía un árbol grande y hermoso, con las hojas anchas de oro: encendido y brillante todo él, cegador. Algo me vino a la memoria, como un sueño, y pensé: “Es un árbol de oro”. Busqué al pie del árbol, y no tardé en dar con una crucecilla de hierro negro, mohosa por la lluvia. Mientras la enderezaba, leí:

 

IVO MÁRQUEZ, DE DIEZ AÑOS DE EDAD

 


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Responsables últimos de este proyecto

Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado

Son: Maestros - Diplomados en Geografía e Historia - Licenciados en Flosofía y Letras - Doctores en Filología Hispánica

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