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EL CONCILIO DE TRENTO, DOMINGO DE SOTO Y EL ARZOBISPO CARRANZA |
Los documentos que aquí se insertan son obra del hacer entregado y estudioso de D. Ramón Hernández, historiador de la Orden de Predicadores. Profesor, teólogo, bibliotecario... pasa sus últimos años de vida en San Esteban de Salamanca entre libros y legajos. Internet fue para él un descubrimiento inesperado. A pesar de la multitud de libros y artículos publicados en todo el mundo con fruto de su trabajo la Red ayudó a llevar su pensamiento hasta los más recónditos lugares del planeta: «Me leen ahora en la web, en un solo día, más personas que antes con mis libros en todo un años» solía decir con orgullo refiriéndose a este proyecto. Para acceder a estos contenidos se debe utilizar el Menú Desplegable «ÍNDICE de DOCUMENTOS». Para otras opciones: Seguir «DIRECTORIO PRINCIPAL» o el botón: «Navegar» |
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El discurso de fray Luis de León es una pieza maestra en latín
renacentista, de un inapreciable valor literario. "La universidad de Alcalá,
que te alimentó; la de Salamanca, que escuchó entusiasmada tu doctrina; la
ciudad de Trento, que en su concilio ecuménico admiró tu sabiduría; el
emperador Carlos V, que te eligió como confesor; Italia, Francia, Alemania y
España fueron testigos de tu ciencia, de tu virtud y de tu religión". "Los
reyes y los próceres del reino sometieron las causas más graves a tu juicio,
a tu arbitrio y a tu consejo, sin que tú aceptaras nunca las recompensas,
que ellos quisieron ofrecerte".
Las frases de
elogio sobre Carranza las tomamos del propio Soto, testigo de excepción y su
compañero en los trabajos conciliares de Trento; las recogemos de la obra
sotiana Apología contra Ambrosio Catarino, un obispo que en el
Concilio de Trento se manifestó contrario a Soto y Carranza en varios puntos
doctrinales y de reforma. Domingo de Soto recrimina a Ambrosio Catarino su
espíritu agresivo y duro con los que no piensan como él.
No lo digo por
mí, replica Soto, “pues aunque tú me hayas despreciado con tus maldiciones,
me has tratado más suavemente que a otros. Pero ¿a quién se le enfriaría
tanto la caridad de Cristo que no te reprenda por esas injurias que lanzaste
contra el admirable y sabio Padre Bartolomé [Carranza] de Miranda, por el
hecho de intentar convencer [en el Concilio de Trento] con una doctrina
distinta de la tuya sobre la residencia de los prelados? Esa sentencia, sin
embargo, por mucho que te opongas a ella, la mantuvo no sólo la mayor parte
de los Padres, sino también la mejor, a saber, que la obligación de la
residencia de los prelados es de derecho divino. Por lo tanto bien podrías…
haber remitido en gran medida el calor de tus imprecaciones”.
1. Convocatoria
del Concilio de Trento
Fue elegido
papa Paulo III el 13 de octubre de 1534, siendo coronado el día 10 del mes
siguiente. Dos gravísimos problemas, lo sabía de sobra, tenía ante sus ojos:
la expansión del luteranismo, que se había apoderado de gran parte de
Alemania y tendía sus tentáculos hacia otras naciones, y la necesidad
urgente de reforma en toda la Iglesia. Por un concilio ecuménico se clamaba
en la Iglesia desde el comienzo del pontificado de Adriano VI en 1522, y
este pontífice vio clara su necesidad. Su breve pontificado de un año y dos
semanas le impidió realizar aquel sueño. El papa siguiente, Cemente VII,
temeroso del resurgir del conciliarismo, que ponía el concilio por encima
del Papa, no mostró interés por convocarlo. Muere Clemente VII en septiembre
del 1534.
El nuevo papa,
Paulo III, que fue elegido el 13 de octubre de ese año 1534, atendió desde
el primer momento a los dos desafíos, que la Iglesia le presentaba. Después
de una brillante creación de cardenales verdaderamente comprometidos con el
bien de la cristiandad, nombra entre ellos una comisión para elaborar un
plan de reforma. El proyecto que le presentaron era muy riguroso, incluso
con la corte pontificia, pero el papa lo aceptó en su totalidad. Unos meses
antes de los dos años de pontificado, el 2 de junio de 1536 por la bula
Ad Dominici Gregis Curam convocaba el concilio ecuménico en Mantua, que
se abriría el 29 de mayo de 1537. La falta de inteligencia con el señor
Duque de la ciudad y el ambiente de guerra entre Francia y España no
favorecieron la llegada de los Padres convocados al concilio y el papa hubo
de anular esa convocatoria.
Debemos
resaltar, por lo que se refiere a nuestro caso, que Paulo III no se olvidó,
en ese primer llamamiento, de la Universidad de Salamanca y de sus famosos
teólogos. El 9 de abril de 1537 escribió al Rector y Maestrescuela de
nuestra Universidad, pidiendo la presencia en aquella solemne asamblea del
Maestro Supremo en las ciencias teológicas, Francisco de Vitoria. Lo expresa
la carta pontificia en estos términos: os pido “que destinéis a Nos para la
causa del Concilio al amado Maestro Francisco de Vitoria, principal doctor
de Sagrada Teología en vuestra Academia, cuya célebre fama por su
excepcional sabiduría ha resonado hasta nosotros”[1].
Otras dos
convocatorias siguieron, una para Vicenza y otra para Trento, ambas
inútiles, pues las contiendas bélicas no garantizaban un ambiente adecuado.
La paz de Crepy entre Francia y España en 1544 creó las circunstancias
favorables para la cuarta y definitiva convocatoria. La realizó el papa
Paulo III por la bula Laetare Hierusalem del 19 de noviembre de 1544
para la ciudad de Trento, señalando como día de apertura el 15 de marzo de
1545, que debió luego diferirse, por la escasa asistencia de Padres y
teólogos en esos días, hasta el
13 de diciembre de ese año[2].
Ante esta cuarta
convocatoria, el Emperador comenzó a invitar obispos y teólogos a participar
muy activamente en aquella internacional asamblea. Entre esas cartas hay una
dirigida al Maestro Francisco de Vitoria, catedrático de la Cátedra
principal de Teología en la universidad de Salamanca, ya consultado muchas
veces por Carlos V sobre los problemas teológico-jurídicos más variados.
La carta fue
entregada a su hijo Felipe, que también animaba en otra suya a Vitoria a
dirigirse hacia Trento. Pronto contestó el sabio salmantino al príncipe
Felipe, para que expresara a su Padre el gran deseo de complacerle, pues con
mucho gusto participaría en un concilio, que tan provechoso iba a ser para
la Iglesia, pero la enfermedad le tenía postrado en cama, sin posibilidad
humana de levantarse y dar un solo paso. “Yo estoy más para ir al otro mundo
que a cualquier parte de éste”. Por consiguiente –termina diciendo su carta-
“Su Majestad y Vuestra Alteza serán servidos de aceptar mi excusa, y Nuestro
Señor la vida de Su Majestad y de Vuestra Alteza siempre prospere para bien
de la cristiandad”[3].
Ante la
imposibilidad de la aceptación de Vitoria por causa de la enfermedad, el
Emperador Carlos V tenía previsto el envío de Domingo de Soto como teólogo
imperial, acompañado de Bartolomé Carranza de Miranda. Así lo expresaba en
carta a su hijo, incluyendo en ella la cédula correspondiente para Soto.
Domingo de Soto recibió la carta de Carlos V, junto con la de su hijo, el 19
de marzo de 1545. A los pocos días le escribió de nuevo el príncipe,
diciéndole que estuviera preparado para salir hacia Trento cuando se lo
indicase.
Domingo de Soto
escribió al Emperador, expresándole que tenía a gran merced cumplir lo que
se le mandaba y que cuando recibiera la orden, saldría inmediatamente para
la ciudad de Trento. En carta al Príncipe le decía Soto que “un fraile como
yo no tengo qué aderezar, sino que luego estoy presto para partir cuando y
como Vuestra Alteza fuere servido”.
La Universidad de
Salamanca, por su parte en una reunión del claustro académico, tenida el 20
de marzo, enviaba a Trento como representante universitario también a
Domingo de Soto. A los pocos días la Universidad Salmantina recibía carta
del Príncipe Felipe, ordenando a las autoridades académicas que diesen
licencia al Maestro Soto para asistir al concilio, adonde lo enviaba el
Emperador.
También el
Emperador escribió a Fray Bartolomé Carranza de Miranda con el mismo fin. La
carta imperial está fechada en Bruselas el 17 de enero de 1545. Carranza era
entonces el Regente de Estudios del Colegio dominicano de San Gregorio de
Valladolid. Estaba en esos días explicando el libro del profeta Isaías. Dejó
estas clases en abril de 1545, dispuesto a acompañar a Domingo de Soto a la
ciudad de Trento.
Soto suspendió las
clases el 23 de febrero de 1545 y antes de mediado abril estaba en el
colegio Vallisoletano de San Gregorio, para juntarse con Bartolomé Carranza
y marchar cuanto antes a Trento. Hubieron de esperar algunos días para hacer
el viaje con otros representantes imperiales, saliendo de hecho en dirección
a Trento el 5 de mayo.
Si el Emperador
Carlos V los nombró sus representantes doctrinales en el Concilio de Trento
es porque sus nombres resonaban en los ambientes intelectuales de España, y
hasta en la misma corte, como sabios de especial personalidad.
2. Actividad
preconciliar de Domingo de Soto y Bartolomé Carranza
Llegan a Trento
Soto y Carranza el 6 de junio de 1545[4].
A los dos días escribía Domingo de Soto a Carlos V, comunicándole esta
noticia, y la escasez de teólogos y Padres, llegados hasta ahora a Trento.
Mostraba también Soto al Emperador la urgencia de la reunión del concilio,
pues en su viaje se habían percatado de la gran difusión de la herejía
luterana por Francia e Italia. Era necesario empezar cuanto antes los
trabajos conciliares, y “mayormente que hay otras cosas que corregir en las
costumbres de la Iglesia, que, aunque no hubiese herejías, por ellas se
habían de hacer tres concilios”.
Ni Soto ni Carranza
perdieron el tiempo, al ver que se difería un mes y otro la apertura del
concilio, esperando un mayor concurso de Padres. Nuestros dos Teólogos
afilaban bien sus exposiciones y argumentos. Domingo de Soto en ese tiempo
de junio a diciembre fue avanzando en la preparación de su admirable tratado
De Natura et Gratia, en que se exponen muchas cuestiones de primera
importancia en el debate con los protestantes y que iban a enfrentar en el
concilio a Padres y teólogos. Al mismo tiempo iba ideando su gran
Comentario a la Carta de San Pablo a los Romanos, ya que esta epístola
era para Lutero un fundamento bíblico singular.
Carranza prepara de
inmediato dos obras que imprimirá en Venecia 1546, y estrechamente
relacionadas con el concilio: la Summa Conciliorum y la titulada
Quatuor controversiarum de authoritate Ecclesiae, de authoritate Scripturae
Sacrae, et de authoritate Pontificis et Conciliorum, explicatio;
además de otra muy querida para él y que imprimirá también en Venecia, en
1547, y que lleva por título Controversia de necessaria residentia
episcoporum….
Ese medio año de
espera sirvió igualmente a nuestros teólogos para ir creando amistades y
otear por donde iba el pensamiento de los que ya estaban en Trento y de los
que iban llegando. Una personalidad muy notable, que iba a armonizar bien
con Carranza y Soto, era el Vicario General de la Orden Dominicana,
Francisco Romeo di Castiglione, entonces máxima autoridad en la Orden
Dominicana, pues se encontraba ésta sin Maestro y se preparaba para el
próximo Capítulo General electivo.
Este célebre
dominico había llegado a Trento un mes antes que nuestros Maestros en
Teología, y notó muy pronto la poca personalidad teológica de algunos de los
que iban a asistir, como Padres y Doctores Teólogos, a una asamblea tan
decisiva para la Iglesia. Lo testimonia en esta carta que dirigió al
cardenal Nicolás di Ardinghello, que era el cardenal Protector de la Orden
de Predicadores, el 8 de julio de 1545. La carta está escrita en italiano,
pero con muchas frases en latín, para indicar el carácter privado del
escrito. Dice así:
“Hace cerca de dos
meses que estoy aquí [en la ciudad de Trento] y he saludado y visitado
frecuentemente a estos reverendos prelados y a otros doctores. Dialogando
con ellos (lo digo con lágrimas), encuentro muchos errores y ojalá no fueran
con la misma expresión y malicia luteranas.
“Et alius quidem
tractat proponendum quod concilium sit supra Papam in criminibus citra
haeresim; alius consulit concedendum fore lutheranis opera nostra non dici
meritoria; alius justificationem gestit fidei prorsus tribuendam; alius non
haberi purgatorium; alius demum excogitat viam et modum quo posset Romana
Ecclesia cum lutheranis coire pro libito suo.
“Quae et his
similia dum jugiter in suis conviviis et colloquutionibus tractantur,
manifiestan su poca doctrina, y quizás su mala intención, y cuán expuesto es
que, si se comienza así el concilio, los que deberían ser columnas de la
verdad, resulten maderos podridos para ruina propia y de los demás; y quizás
susciten tumultos y novedades vitandas, dando ocasión, máxime a los
ultramontanos, para poner en duda lo que por tantos concilios y por las
Sagradas Escrituras está ya resuelto et a Patribus universos aprobado.
“Sé muy bien lo que
digo, y tal vez no soy el primero en desenmascarar a éstos y avisar de ello
[…] E non vorrei che questa nostra si vedessi”[5].
Este ambiente fue
captado también por Soto y Carranza, y lo experimentarán en las discusiones
conciliares, debiendo intervenir muchas veces y muy enérgicamente para
defender la ortodoxia. Eran grandes conocedores de la doctrina de Santo
Tomás de Aquino, que había escrito mucho y con gran precisión sobre las
materias de la gracia y los sacramentos. La frase de la carta leída del
Vicario General Dominicano Francisco Romeo, indicando que otros han
observado lo mismo, se refiere seguramente a los dos teólogos dominicos
españoles. No en vano éstos iban profundizando día tras día sobre esos
mismos temas advertidos por Romeo.
Corrobora esto el
hecho de que el Vicario General Romeo, al tener que ausentarse para preparar
en Roma el capítulo general de la Orden Dominicana, dejó como representante
suyo en el concilio, no a un dominico italiano, sino a Domingo de Soto, al
que había conocido en esos días y consideró como el hombre de su confianza y
mejor preparado para la difícil tarea que esperaba a Padres y teólogos en
las asambleas conciliares.
Esto va a
posibilitar al Maestro Soto figurar durante un año en el concilio de Trento
como Padre conciliar y como teólogo, lo que aumentará su prestigio y su
influencia doctrinal en ambos grupos de conciliares: los obispos y sus
peritos o asesores.
En esos meses
precedentes a la solemne apertura del Concilio de Trento Domingo de Soto se
fue ganando la admiración y confianza de los obispos o Padres Conciliares,
de los teólogos o peritos del concilio y de los laicos, que asistieron al
concilio en nombre del Emperador. Uno de los Padres de más prestigio y de
los que más y mejor intervinieron en las discusiones teológicas y de
costumbres o de reforma, fue el cardenal, obispo de Jaén, Pedro Pacheco, que
se asesoraba siempre de Domingo de Soto para sus decisivas intervenciones.
También consultaba
con frecuencia a Domingo el eminente cardenal dominico Fray Juan Álvarez de
Toledo, hijo de los duques de Alba y entonces obispo de Burgos. Un gran
predicamento consiguieron igualmente nuestros dos teólogos ante el
embajador imperial D. Francisco de Toledo, que en sus frecuentes cartas a
Carlos V sobre la marcha del concilio habla muy elogiosamente de los dos
representantes dominicos Bartolomé Carranza y Domingo de Soto.
El 11 de julio de
1545 tuvo lugar el nacimiento del primer hijo de Felipe II, el famoso Don
Carlos, que tanta guerra daría a su padre. Los representantes españoles en
Trento quisieron celebrarlo con la mayor notoriedad, religiosa y civilmente.
En el orden religioso se organizó un triduo solemnísimo para los días 6, 7 y
8 de agosto. El sermón del último día, el más festivo, lo encargó el
embajador español a Fray Domingo de Soto. Alude Soto a este evento en la
obra De justitia et jure, que dedicó precisamente al primogénito de
Felipe II, Don Carlos. Alaba las virtudes de la familia real, de su fe
católica y de su protección a la Iglesia de Cristo, que, con la ayuda y
bendición de Dios, don Carlos, haciendo honor a sus progenitores, sabrá
continuar.
Hay todavía otra
referencia de que predicó en Trento sobre el tema de la libertad. La
negación de la libertad en el orden sobrenatural o de la gracia por la
herejía luterana fue el motivo inmediato de la ruptura de Erasmo de
Rotterdam con Martín Lutero. La referencia a esa predicación sobre la
libertad la hace el mismo Domingo de Soto en otro sermón, predicado algo más
tarde y al que voy a aludir inmediatamente, y que es el más importante de
todos los sermones sotianos que conocemos en torno a este sagrado Concilio.
3. Primeras
actividades conciliares de Soto y Carranza
Volviendo a ver
juntos a los compañeros dominicos Domingo de Soto y Bartolomé Carranza,
ambos teólogos imperiales o representantes del emperador en el concilio de
Trento, creo que se puede decir que los dos sermones a que voy a referirme
ahora, el de Soto y el de Carranza, fueron de los más brillantes y
pronunciados en dos momentos de crucial importancia en la historia
conciliar. Con toda seguridad fueron encargados a estos dos dominicos por el
prestigio de que gozaban en aquella asamblea como predicadores y como
hombres sabios en cuestiones teológicas y eclesiásticas.
Estamos a finales
de noviembre de 1545. El número de obispos y teólogos, llegados en los meses
de finales del verano y de toda la estación de otoño, había aumentado
notoriamente, y los legados pontificios en nombre del papa habían señalado
como día de la apertura solemne del Concilio de Trento el 13 de diciembre,
que era en aquel año el tercer domingo de Adviento. Pues bien, quince días
antes, el 29 de noviembre, primer domingo de Adviento, por encargo de los
legados pontificios, tuvo Domingo de Soto el sermón solemne delante de todos
los conciliares, ya a punto de entregarse a las labores del Concilio.
Brillantísimo este
sermón de Soto, que se conserva en su integridad. Se titula Sermo de
extremo judicio (Sermón del juicio final), pues del juicio final
hablaba, como habla también hoy, el Evangelio del Primer Domingo de Adviento[6].
Aquél (del juicio
final) –exclama Soto- va a ser un concilio ecuménico muy distinto del que va
a empezar aquí dentro de quince días. Será muy riguroso y perfectamente
puntual, sin demoras, con la asistencia de todos los hombres y mujeres desde
su creación hasta ese momento, sin que falte ni uno. Todos serán convocados
a dar cuenta de todas sus obras. De modo especial deberán darla todos los
prelados, porque tendrán que responder de sus obras personales y de los
males causados a la Iglesia, descuidando la disciplina tradicional, como han
hecho los protestantes, que, al quitar las leyes canónicas por humanas han
prescindido también de las divinas, siguiendo sólo sus propias
conveniencias.
Los Evangelios nos
describen las calamidades que anunciarán aquel último juicio. Los términos
tienen un valor simbólico, que son una lección para nuestro tiempo. El sol
es la Sede Apostólica, que va oscureciendo su virtud primera, a la que es
necesario volver y que se debe restaurar. El presente concilio ecuménico es
para eso, para detener las tinieblas del error de la herejía y de los vicios
que afectan a todos los estamentos de la Iglesia, pero de modo especial a la
Curia Romana y a los obispos. La luna es el poder civil, que tiende a
eclipsarse y a llenarse de sangre por las continuas guerras entre los países
cristianos.
El impacto del
sermón de Soto entre Padres y Teólogos conciliares fue muy fuerte, en la
antesala ya del Concilio. El fervor del orador junto con la llamada a la
conciencia y a la responsabilidad, para levantar los ánimos y precisar bien
la doctrina y comprometerse con seriedad en la reforma, tocó el alma de los
conciliares, aumentando el prestigio de Soto y abriendo la confianza en él
para pedirle nuevas intervenciones.
No voy a perder los
puntos de paralelismo de nuestros dos grandes representantes en Trento. Así
como Soto tuvo el sermón del domingo primero de adviento, así también
Bartolomé Carranza tuvo el sermón del primer domingo de cuaresma de aquella
primera cuaresma conciliar. Quiero decir algo de ese sermón. Como Domingo de
Soto, habla también Carranza muy ampliamente de la situación de la Iglesia y
de la necesidad de una urgente y muy fuerte reforma, sobre todo en el alto
clero, a causa del no cumplimiento de su obligación de residir en sus sedes
episcopales, de la multiplicación de los beneficios eclesiásticos en una
misma persona, del pecado de simonía tan ligado muchas veces a los dos
defectos anteriores, del incumplimiento de sus ministerios de predicación,
visitas pastorales, etc.
Muy práctico en los
recursos oratorios para conmover a los oyentes, exclama Carranza:
“Considerad, os ruego, aquella divina esposa del Hijo de Dios [la Iglesia]
postrada ante vuestras rodillas, no refulgente con el esplendor de sus
ornamentos, sino vestida con vestidos lúgubres, toda desaseada, bañada en
lágrimas, clamar a vosotros, Padres, y pedir con insistencia que, pues está
deformada por vuestros vicios y vuestras negligencias, finalmente sea por
vosotros reformada”.
Había colocado
Carranza como lema de su discurso la pregunta de los Apóstoles a Jesucristo
minutos antes de su Ascensión: Señor, ¿es que vas a restaurar ahora el
reino de Israel?, y termina así su sermón:
“Señor, restaura,
te lo ruego, en nuestros días el reino de Israel. Señor, que te quisiste
llamar el renovador de todas las cosas, renueva, te rogamos, a tu Iglesia.
Restablece aquel espíritu antiguo, que diste a nuestros Padres. Señor,
suscítanos algún salvador. Un nuevo Moisés, un nuevo Gedeón, un nuevo David”[7].
La Apertura del
Concilio de Trento fue el 13 de diciembre de 1545. Asistieron 34 Padres, 42
teólogos, 8 doctores en derecho canónico y civil, más algunos representantes
seglares de los príncipes y gobernantes cristianos.
Los Padres eran ciertamente pocos, pero había entre ellos hombres de muy
alto valer. Los tres legados pontificios: Juan María Ciochi del Monte, que
será papa con el nombre de Julio III; Marcelo Cervini, que también ocupará
la sede de Pedro y será Marcelo II, y el cardenal inglés, pariente de
Enrique VIII, Reginaldo Pole, que estará igualmente a punto de escalar la
cátedra de Roma. Entre los obispos merecen destacarse: el obispo de Jaén,
Pedro Pacheco, creado a los tres días cardenal, y que será el jefe de los
Padres hispanos; el obispo de Trento, cardenal Madruzzo, que sabrá mantener
con autoridad el orden y la disciplina en el concilio; Tomás Campeggio,
obispo de Feltre, que había desempeñado legaciones importantes en las dietas
alemanas. Entre los teólogos de la mayor solvencia se encuentran Jerónimo
Seripando, superior general de los agustinos, que será pronto cardenal, y la
brillante representación española: Alfonso de Castro, Andrés Vega, Domingo
de Soto, Bartolomé de Carranza, Diego Laínez, Alfonso Salmerón.
Domingo de Soto
presentó a los legados los poderes recibidos del Vicario General de los
Dominicos Francisco Romeo, que debió marchar a Roma para asuntos de la Orden
e ir preparando lo referente al Capítulo General electivo, que habría de
celebrarse en la ciudad eterna. Había una disposición pontificia muy
reciente (del mes de abril de ese año) que prohibía los votos por
representación, pero el prestigio de Domingo de Soto era ya tan grande que
los legados del Papa no vieron dificultad para que Domingo de Soto figurara
entre los Padres del Concilio. “Propter viri doctrinam Patribus cognitam”,
comenta en su diario el promotor conciliar Severolli[8].
“Uti virum doctum et prudentem”, decía el legado card. Cervini. O también
“ut vir doctissimus et prudentia plurimum pollens[9]”.
De esta forma Domingo de Soto no sólo figurará como teólogo imperial y de la
universidad de Salamanca, sino que también, durante casi un año, como Padre
del Concilio, hasta la vuelta de Francisco Romeo di Castiglione a finales de
octubre de 1546, ya elegido Maestro de la Orden de Predicadores.
Un trabajo muy
pesado y comprometido encomendaron los Padres a nuestros dos teólogos, Soto
y Carranza. Fue la censura de libros sospechosos de herejía, para ser
incluidos, si lo juzgaban conveniente, en el Índice de Libros Prohibidos,
que pensaba publicar el concilio, como orientación de prelados y laicos,
para no caer en las redes de la gran difusión que hacían los luteranos y
calvinistas de sus obras. De esta labor conciliar dan testimonio Carranza y
Soto por escrito[10].
La cuestión era muy
delicada, pues había libros sospechosos de herejía, que tenían por autores a
algunos de los asistentes al concilio. Así ocurrió con los Comentarios a
San Juan Crisóstomo del abad benedictino Luciano, presente en el
concilio. Había escrito, hacía poco tiempo, otro libro Sobre el libre
albedrío, que se hizo sospechoso al secretario del concilio Ángel
Massarelli, y como tal lo entregó al cardenal Cervini. Massarelli, como lo
hará ya muchas veces en caso de duda, visitó a Domingo de Soto en el
convento de San Lorenzo de los frailes dominicos de Trento. Soto estaba
entonces muy preocupado con los citados Comentarios a San Juan Crisóstomo,
que repetidamente caía en la herejía pelagiana, de hacer depender la
predestinación, la gracia y la justificación de las solas obras del hombre.
Aludirá a esto Soto algo más tarde en su Comentario a la Carta a los
Romanos de San Pablo[11].
El Índice de
libros prohibidos no aparecerá hasta enero de 1559[12],
y no podemos saber qué parte de ese libro corresponde a Domingo de Soto o a
Bartolomé Carranza. Quizás ninguna, pues fue publicado por Paulo IV, un papa
muy duro en las lineas de reforma; no quiso renovar el concilio, después de
terminada la primera etapa, pues se creía bastarse a sí mismo para reformar
la Iglesia. En la tercera etapa conciliar los Padres considerarán ese
Indice demasiado riguroso y se propusieron hacer otro, que fue en efecto
más condescendiente.
4. Las sesiones
IV y V: sobre la Sagrada Escritura y el Pecado Original
El Concilio en la
Sesión III, todavía introductoria, y habida el 4 de febrero de 1546, señaló
para la Sesión IV el 8 de abril. El tema sería la Sagrada Escritura y las
Tradiciones Apostólicas. En el entretiempo se discutirían esos temas en las
congregaciones particulares de los teólogos y en las congregaciones
generales de los Padres, hasta llegar a un proyecto de decreto aprobado por
todos. Las dos cuestiones fundamentales suscitadas acerca de la Biblia
fueron las siguientes: 1ª. Sobre el canon de la Sagrada Escritura y las
Tradiciones de los Apóstoles; 2ª. Sobre la autenticidad de la Vulgata y el
modo de interpretar la Escritura.
Tanto Domingo de
Soto como Bartolomé Carranza, como buenos humanistas y hombres del
Renacimiento, recurrían mucho en sus lecciones escolares a la Sagrada
Escritura, a los Santos Padres y a los Concilios, que interpretaban los
Libros Sagrados y se hacían eco de la Tradición Apostólica. Por otra parte
Domingo de Soto había escrito y pronunciado en la universidad de Salamanca
tres relecciones o conferencias de alto nivel sobre la Sagrada Escritura.
Además Domingo de Soto publicará poco después de la primera etapa del
Concilio, en 1550, un amplio comentario a la Carta a los Romanos de
San Pablo, de vital importancia para todo diálogo con los luteranos.
Bartolomé de Carranza por su parte fue muy elogiado por el cardenal Pacheco
en sus intervenciones; sobre el tema de las Sagradas Escrituras intervino
Carranza dos veces, sin que se hayan conservado detalles del contenido.
Sobre varios puntos
del proyecto de decreto que se iba a presentar en la sesión cuarta fue muy
consultado nuestro teólogo salmantino. Para muchos el autor de la Vulgata no
era San Jerónimo, sino que éste le dio difusión al usarla siempre en sus
comentarios, pero que era una versión anterior con bastantes deficiencias.
Soto se inclinó por la autoría de San Jerónimo; pidió no obstante una
revisión a tenor de los buenos manuscritos existentes en Roma e incluso en
España, para obtener un texto seguro y único para todos. Será ésta una
empresa que el concilio y después los papas tomarán con gran empeño hasta
conseguir ese ideal propuesto por Domingo de Soto[13].
Fue rebatido el
abuso protestante de la libre interpretación de los textos bíblicos (el
libre examen). No consta de ninguna intervención explicita de Soto sobre
este punto en el concilio. Quizás asesoraba, como otras veces al cardenal
Pacheco, que se mostró muy decidido, reservando el derecho de interpretación
de la Biblia a los obispos, doctores y maestros, tutelados siempre por los
obispos. Aducía el texto de San Pablo que atribuye a los obispos “el oficio
de interpretar”. Por eso Domingo de Soto insistirá en que los obispos
deberían escogerse principalmente entre los teólogos mejor que entre los
canonistas. En aquel tiempo, en efecto, a los legistas y canonistas, no se
les exigía ningún curso de teología, como lo impondrá posteriormente la
Iglesia en la formación de los clérigos[14].
Soto intervino
todavía dos veces antes de la promulgación de los decretos de la Sagrada
Escritura. Pedía que se añadiera la necesidad de no caer en los abusos que
se habían indicado en torno a la Vulgata. No se admitió, pues todo lo
subsanaría una edición nueva y correcta. También indicaba Soto serían
convenientes unas normas de interpretación, pues no siempre interpretarlas
contra el sentido dado por los Padres puede considerarse herético[15].
En la preparación
de la cuarta sesión se discutió asimismo, para el decreto sobre la reforma,
la cuestión de la enseñanza de la Sagrada Escritura y de la Teología, como
también sobre el tema de la predicación. Pero este decreto reformista no se
logró perfilar suficientemente, y se dejó como complemento de la quinta
sesión, cuya cuestión principal, de orden doctrinal o dogmático, era el
pecado original.
En la misma sesión
IV predicó el general de los Servitas, Agustín Bonucio. Resabios de
influencia luterana aparecían con frecuencia en su discurso, quedando muy
disgustados los Padres. El que más disgustado quedó fue Domingo de Soto, que
lo comentó y censuró entre los Padres y teólogos españoles. Hubo incluso un
encuentro público entre ambos, Bonucio y Soto, del que habla el embajador de
España en dos cartas al Emperador Carlos V.
La primera carta es
del 12 de abril de 1546: “En la sesión pasada predicó el General de los
Siervos. Dijo algunas proposiciones que escandalizaron a algunos de los que
le oyeron, y entre otros principalmente a Fr. Domingo de Soto, el cual
afirma que en materia de justificación, que fue lo que trató, se conformó
con la opinión de los protestantes… Y aun hay algunos perlados que defienden
la opinión dicha del fraile casi en el mesmo sentido que la reprueba Fr.
Domingo de Soto, de lo cual ha resultado algún rumor y diferencia entre la
gente del Concilio… Para mañana tenemos concertado de vernos sobre la
materia, donde haré la diligencia posible”[16].
La segunda carta es
del seis de mayo y habla de la entrevista de ambos contendientes en
presencia del cardenal del Monte y de otros prelados: “[…] Habiendo Fr.
Domingo impugnado las palabras del General, el General respondió declarando
su intención y sentido conforme a lo que Fr. Domingo entendía. Y, aunque las
palabras de su discurso sonaban algo diferentes de esto, paresció allí que
bastaba su declaración en el buen sentido. Fue reprendido del modo de
hablar, y ordenóse que no se imprimiese ni publicase su discurso… Y, aunque
se hubiera usar de más rigor en el caso, lo fecho ha sido de grande
importancia, porque ya se entiende que algunos han mudado opinión en aquella
materia conforme al sentido de Fr. Domingo de Soto”[17].
El cardenal
Pacheco, con los otros conciliares españoles animaban a Domingo de Soto para
que predicase sobre la materia de la justificación, significando los errores
que debían evitarse en esta cuestión central del concilio. Nuestro teólogo
creyó prudente no irritar más los ánimos, ya bastante alterados, y se
escogió para esa predicación a Fr. Bartolomé Carranza, que supo responder
con solvencia a cuanto se pedía en aquellas circunstancias.
Al final de la
sesión IV, que tuvo lugar el 8 de abril de 1546, se decretó que la sesión V
se tendría el 17 de junio de ese año. En la preparación de los decretos
para la sesión V los dos temas centrales eran de gran trascendencia. En el
orden dogmático se había propuesto la cuestión del pecado original. En
materia de reforma se proponía perfilar definitivamente la cuestión de la
enseñanza de la Sagrada Escritura y de la Teología, y sobre la predicación,
cuestiones éstas que no se habían podido dejar suficientemente listas para
la sesión anterior. Sobre el tema dogmático del pecado original apenas
pudieron intervenir nuestros dos teólogos, pues hubieron de partir para el
Capítulo General de Roma que iba a tener lugar el 13 de junio de 1546[18].
Sobre la enseñanza de la teología habían tenido ya intervenciones muy
decisivas y todavía hubo alguna ocasión para seguir exponiendo su forma de
pensar.
La Escuela
Teológica de Salamanca brillaba entonces en la Iglesia de Occidente por su
sana doctrina y por la eficacia de su método. Domingo de Soto era uno de sus
exponentes más gloriosos. Y lo mismo podemos decir del Colegio de San
Gregorio de Valladolid, cuyo Maestro y Regente era entonces Bartolomé
Carranza. Un contraste muy fuerte frente a ellos lo representaban bastantes
Padres y Teólogos del Concilio de Trento, que muy influidos por el espíritu
de Erasmo de Rotterdam y de otros humanistas cristianos del tiempo
despreciaban la Escolástica y reducían la Teología a una exposición
gramatical y a una crítica lingüística en conformidad con los textos
originales. Para el sentido espiritual, doctrinal o moral preferían la
interpretación personal, prescindiendo de toda intervención de cualquier
autoridad, fueran los Santos Padres, los concilios o la Sede Romana.
Domingo de Soto
intervino a favor de la Escolástica, como lo manifiesta en el prefacio o
capítulo primero de su obra De natura et gratia, y logró que muchos
Padres se mostraran favorables y no se impidiera la enseñanza de la teología
escolástica. En efecto en medio de aquel ambiente antiescolástico el abad
italiano Isidoro Clario, muy influido por el espíritu renacentista, llegó a
pedir que en el decreto “se obligara a los monjes de todas las Órdenes a
tener lecciones de Sagrada Escritura, rechazando las cavilosas cavilaciones
de los escolásticos, porque las lecciones escolásticas suelen engendrar
muchas discordias, y éstas deben estar ausentes de los monjes”[19].
Domingo de Soto
replicó que eso era ceder a las pretensiones de los luteranos de abandonar
la Escolástica, porque no saben ni pueden replicar a los argumentos bien
fundados y precisos de los buenos teólogos escolásticos. La teología
escolástica no sólo no perjudica la inteligencia de las Escrituras, sino que
supone un gran esfuerzo por buscar el sentido o los sentidos de los textos
sagrados, mostrándolos más nítidamente y mejor fundados a los fieles. Muchos
Padres se mostraron favorables; otros prefirieron permanecer en la
oposición. El cardenal Pacheco alabó mucho la intervención del dominico
Domingo de Soto y propuso que se dejase a los monjes y frailes seguir su
método de enseñar la teología, y no se descendiera a estos detalles en la
redacción del decreto.
Al tratar de la
obligación de predicar que tienen los obispos, el cardenal Pacheco propuso
que se hablara de la obligación que tienen los prelados de residir de
ordinario en sus sedes episcopales, para atender debidamente a las
obligaciones de su vida pastoral. Domingo de Soto propuso que se añadiera
que la residencia era una obligación de derecho divino. Más fuertemente se
expresaba en este sentido Bartolomé Carranza, que ya tenía un tratado sobre
este tema preparado para su impresión. Los Padres decidieron dejar el tema
de la residencia para más tarde.
El cardenal Pacheco
expresó su deseo de que en el decreto dogmático sobre el pecado original se
declarara la Inmaculada Concepción de la Virgen María, como plenamente
exenta del pecado original. Domingo de Soto expuso que, como era un tema muy
discutido entonces entre los teólogos, no se tratara de ello. No obstante al
final del decreto se declaró que no era intención de los Padres incluir a la
Virgen María en lo tratado acerca del pecado original[20].
5. El tema
central: la justificación
Después de la
promulgación de los decretos sobre el pecado original, y la enseñanza y
predicación, se anunció como tema a debatir el más importante y candente en
relación con el luteranismo, el tema de la justificación. Las discusiones
van a ser muy largas y muy fuertes. Siete fueron los meses de trabajo, de
exposiciones y precisiones teológicas, que consiguieron por fin una pieza
teológica, pastoral y literaria de primera calidad.
El primero de los
proyectos de decreto fue encargado al teólogo franciscano Andrés Vega.
Pronto fue rechazado por los Padres, debido a su exposición demasiado
escolástica de aserciones y argumentos. El Concilio prefería un estilo más
directo y expositivo, exhortativo y pastoral. Fue entonces encargado de
elaborar el proyecto de decreto –era el segundo- el General de los
Agustinos, Jerónimo Seripando.
En la discusión de
este proyecto intervinieron varias veces y con mucha eficacia nuestros dos
teólogos, Soto y Carranza, que sirvieron para ir perfeccionando
sucesivamente el proyecto. El cardenal legado Marcelo Cervini consultaba con
frecuencia a Domingo de Soto, para asegurarse en sus exposiciones sobre el
tema de la justificación. Dos puntos muy importantes se debían dejar claros
en el proyecto definitivo. El primero: la justificación es una sola, no dos
como quería Seripando y aparecía en su proyecto de decreto. El segundo
punto: que la certeza sobre la propia justificación es sólo moral, y no
absoluta o total, como defendía, entre otros Padres, el obispo dominico
Ambrosio Catarino.
Algunos Padres, y
entre ellos Jerónimo Seripando, para conseguir un acercamiento entre
católicos y protestantes admitían una primera justificación o concesión de
la gracia divina, que no era plena; para que fuera plena era necesaria la
justificación imputativa, que consistía en la aplicación de los méritos de
Cristo que eran como un manto que cubría los pecados, sin borrarlos, pero
capacitando al hombre para toda obra verdaderamente buena.
También algunos
Padres, sin caer en la posición típicamente protestante de la certeza
personal absoluta de la justificación y de la gracia, aceptaban una certeza
práctica infalible, para vivir plenamente tranquilos, aunque no tuviera el
valor de la certeza llamada de “fe católica”, que es la certeza absoluta de
la verdad de la palabra de Dios, o de los artículos de la fe, o de las
definiciones dogmáticas[21].
Como otras veces el
cardenal Pacheco, antes de redactar su dictamen sobre el proyecto de decreto
de la justificación, dijo que prefería oír primero a Domingo de Soto, que
figuraba todavía entre los Padres. Y el cardenal admitió lo que el teólogo
Salmanticense había manifestado.
Quedaban dos
expresiones, que tanto Domingo de Soto como Bartolomé Carranza pedían con
toda su fuerza que fueran limadas en el proyecto nuevo del decreto. La
primera era: “cum libertas arbitrii graviter vulnerata fuisset”. Se podría
añadir: “licet non extincta”, para evitar toda aproximación a la negación de
la libertad de los luteranos. Pero que mejor sería, indicaban nuestros dos
teólogos, cambiar aquella frase por ésta otra: “vires naturales graviter
vulneratae”. Pedían asimismo en el nuevo proyecto la supresión de las
palabras: “justitia imputativa”, pues no existía más que la justicia
inherente, participación de la justicia o de la gracia de Jesucristo.
Tampoco estaba Soto
de acuerdo con la forma en que estaba expresada la necesidad de la caridad
entre los actos previos a la justificación. Él defendía que bastaba decir la
penitencia y el arrepentimiento, necesarios para que Dios perdonara el
pecado y concediera la gracia[22].
Bartolomé Carranza, por su parte, hablando de la causa de la justificación,
lo expresaba gráficamente con el símil del sol y del aire, que el sol
ilumina. La metáfora adquirió fortuna entre los Padres, que después
recurrían a ella. Decía así el símil de Carranza:
“como el aire,
aunque es iluminado por el sol, no es lúcido, sin embargo, formalmente por
la luz del sol, sino por la luz que existe en él, pero causada por el sol;
así también nosotros somos justificados por Cristo, que es la causa
eficiente y meritoria, y sin embargo no somos justificados formalmente (o en
cuanto a la causa formal) por la justicia que está en Cristo, sino por la
justicia que está en nosotros, pero que hemos participado de Cristo, y que
permanentemente depende de Él y de su justicia tanto en la conservación como
en su desarrollo”[23].
Somos justificados consiguientemente por la justicia comunicada y recibida
de Cristo en nuestra alma.
Con tantas
correcciones el proyecto de decreto como una redacción nueva fue entregado
por los Padres a la congregación particular de los teólogos el 13 de octubre
de 1546. Dos semanas más tarde, el 28 de ese mes, escribía Diego Hurtado de
Mendoza, representante imperial en el Concilio:
“Ayer se acabó de
disputar el artículo [o proyecto] de la justificación, donde se ha señalado
harto Fray Domingo de Soto, Prior de Salamanca, que fue el que guió el
negocio, porque habló primero y es letrado de mayor experiencia y certeza
que ninguno de los italianos; y fray Bartolomé [Carranza] de Miranda, y el
doctor Ayala criado de Vuestra Majestad, que vino de allá. Hanse habido como
prudentes letrados, y, lo principal, como buenos cristianos”[24].
El 30 de octubre ya
estaba el Maestro General de la Orden Dominicana en Trento, con lo que
Domingo de Soto, que era su representante, abandonó el puesto entre los
Padres, quedando en el puesto de los teólogos.
El tercer proyecto
de Decreto fue leído entre los Padres el 5 de noviembre de 1546, y se
revisaron de modo especial los capítulos referentes a la certeza de la
gracia y a la doble justificación, pues en ambos temas seguían algunos
Padres y teólogos sin rendir sus armas[25].
Soto fue consultado, como otras muchas veces antes, en privado en el
convento San Lorenzo de los dominicos de Trento. Soto consideraba
inadmisible e innecesaria e inconveniente la doble justificación.
En cuanto al
segundo punto –según Soto y Carranza- no cabía una certeza de fe católica,
en sí misma infalible, del estado de gracia; ni siquiera puede considerarse
así la que defendía Ambrosio Catarino con otros y que la hacían basar en la
común experiencia del Espíritu Santo, que, en conformidad a lo dicho por San
Pablo, “clama dentro de nosotros que somos hijos de Dios”. Sólo cabe esa
certeza absoluta por una gracia o revelación especial directa del Espíritu
Santo, que reciben o han recibido algunos santos. En los demás casos la
certeza, por muy grande que se crea o quiera tener, será una certeza moral[26.
Domingo de Soto
continuaba trabajando en su obra Sobre la naturaleza y la gracia, y
eso le permitía tener siempre la doctrina fresca y poder responder
satisfactoriamente a los Padres en sus dudas doctrinales. Las discusiones,
principalmente sobre las dos materias indicadas, fueron tan fuertes que fue
necesario elaborar el cuarto proyecto de Decreto, en que no se mencionaran
de forma explícita para no condenar con esas expresiones a bastantes
católicos, que no cedían en sus posiciones doctrinales.
Logrado finalmente
el consenso entre los Padres, la promulgación del decreto definitivo de la
justificación tuvo lugar el día 13 de enero de 1547. Dos fueron los
decretos promulgados en esa sesión VI: el primero, sobre la justificación,
que consta de un proemio, 16 capítulos y 33 cánones; el segundo, sobre la
residencia de los obispos y prelados inferiores, que consta de 5 capítulos.
Con respecto al
decreto primero o de carácter dogmático, no se hace condenación expresa de
la doble justificación para no molestar a los Padres y teólogos todavía
defensores de esa doctrina, tan opuesta a la de los nuestros; pero
difícilmente puede compaginarse esa doble justificación con los textos
aprobados, y sobre todo con los cánones 10, 11, y 32.
El capítulo 16
precisa sobre la certeza de la justificación que nadie debe dudar de la
misericordia de Dios, ni del mérito infinito de Jesucristo ni de la eficacia
de los sacramentos. Pero, considerando la debilidad de nuestra humana
naturaleza, el hombre puede temer siempre de su fidelidad a la gracia, y por
lo mismo nadie puede tener la certeza de una fe, en la que no quepa ninguna
duda de que se encuentra en estado de justificación o de gracia.
En el decreto de
reforma sobre la residencia se habla de la grave obligación que tienen los
obispos y los otros prelados inferiores de residir en sus sedes, para
conocer y atender debidamente las necesidades pastorales de los súbditos. No
se dice que esa obligación sea de derecho divino. Aunque nuestros teólogos
siguieron manteniendo el derecho divino, el Concilio creyó que bastaba con
reconocer la obligación con la imposición de algunas penas, señaladas en el
decreto, para aquéllos que no la cumplan.
6. Doctrina
sacramentaria
Se señaló como
fecha para la sesión siguiente el 3 de marzo de 1547. Los temas que se
proponían para su estudio y declaración eran: primero, en la parte
doctrinal, la cuestión de los sacramentos en general y del Bautismo y de la
confirmación en particular; segundo, en orden a la reforma, continuaría la
materia de las obligaciones de los obispos y de los prelados inferiores, y
de las condiciones para acceder a esos oficios.
Domingo de Soto
había conseguido el 8 de diciembre de 1546 la dimisión y absolución de su
priorato del convento de San Esteban de Salamanca. Salió de la ciudad de
Trento hacia mediados de ese mes hacia Venecia para la impresión de su obra
Sobre la naturaleza y la gracia, tan importante para conocer el
pensamiento de Domingo de Soto, algunas de sus actuaciones en el concilio, y
el sentido preciso de los decretos conciliares. También imprimió en Venecia,
durante esa estancia, la segunda edición latina de su opúsculo In causa
pauperum deliberatio.
La doctrina sobre
los nuevos temas, expuestos a los Padres y teólogos para su estudio, ya se
encontraba elaborada con mucha precisión por los grandes maestros de la
Escolástica, principalmente por Santo Tomás. Bartolomé Carranza conocía muy
bien esa doctrina e intervino con mucho acierto y mucha aceptación de los
conciliares. Por la razón indicada les fue fácil a los teólogos presentar en
unos días sus conclusiones a los Padres.
En la congregación
del 17 de enero se leyeron ante los Padres los errores extraídos de los
libros protestantes. Estos debían presentarse a los teólogos para su estudio
en sus congregaciones particulares. Los resultados debían entregarse a los
Padres, que los tratarían en las congregaciones generales, para que, una vez
puestos de acuerdo en todo, fueran llevados a la sesión solemne, donde
tendría lugar la votación y la promulgación. Se tuvo esta sesión, que fue la
séptima del concilio, como se había señalado, el 3 de marzo de 1547.
Consta el documento
primero, el dogmático, de un proemio y tres grupos de cánones, el primero
sobre los sacramentos en general, el segundo sobre el bautismo y el tercero
sobre la confirmación. En el proemio se advierte que después de haber
expuesto la doctrina central sobre la justificación, es necesario exponer la
doctrina de los sacramentos, por medio de los cuales toda verdadera justicia
comienza, y, comenzada, crece, o, perdida, se recobra. De los sacramentos en
general se dice que son siete; que todos son fuentes de gracia y que la
conceden “ex opere operato” con la preparación suficiente por parte de los
fieles; que tres de ellos imprimen carácter o señal indeleble, y que no se
pueden repetir, el bautismo, la confirmación y el orden; que los ministros
deben tener la intención de hacer lo que hace la Iglesia.
El decreto de
reforma establece las condiciones para acceder al episcopado y las
obligaciones de los obispos: nacimiento legítimo, edad madura (30 años),
gravedad de costumbres y ciencia; debe proveer las parroquias en personas
dignas, impedir la acumulación de beneficios, y vigilar la práctica de la
residencia.
7. Traslado del
concilio a Bolonia y su suspensión
Se señaló para la
próxima sesión el 21 de abril de 1547. El tema a estudiar iba a ser otro de
los centrales en relación con los protestantes, el de la Eucaristía. La
muerte de un Padre conciliar y la enfermedad de otros provocó el rumor de
una epidemia peligrosa. El médico del concilio, Girólamo Fracastoro, y otros
doctores lo confirmaron. El cardenal Juan María del Monte expuso la
situación a los conciliares y les invitó a recapacitar sobre la conveniencia
o no de trasladar el concilio a Bolonia. Los imperiales, agrupados en torno
a su jefe, el cardenal Pacheco, se declararon opuestos al traslado.
En la sesión octava, muy tumultuosa por la radicalización de los dos bandos,
se aprobó por mayoría el traslado. La sesión siguiente ya se celebró en
Bolonia el 21 de abril de 1547; ésta, como la décima o última, no hicieron
sino decretar la prorrogación del concilio. Siguieron los Padres y teólogos
estudiando la Eucaristía y acumulando material sobre la reforma, pero nada
pudo decidirse. El papa suspendió el concilio el 17 de septiembre de 1549.
Regresó a Trento
Domingo de Soto cuando había sido ya trasladado el Concilio a la ciudad de
Bolonia. Los Padres y teólogos imperiales permanecieron en Trento,
obedeciendo órdenes de Carlos V, que soñó siempre con enviar una buena
representación protestante a Trento, que era ciudad imperial, y los
protestante irían más fácilmente ahí que a una ciudad pontificia; a la
ciudad papal de Bolonia no irían de ninguna manera los protestantes a tratar
sus cuestiones religiosas con los católicos. Soto y Carranza permanecieron
en Trento con los otros conciliares españoles.
El papa y los
conciliares de Bolonia se esforzaron de diversos modos por atraer a los de
Trento, pero no lo consiguieron. El Maestro General de los Dominicos
escribió a Soto y Carranza, ordenándoles bajo precepto de obediencia que
fueran a Bolonia y se unieran allí a los otros conciliares, pero esas cartas
fueron interceptadas por el embajador imperial, y nuestros dos teólogos no
se enteraron de esa orden del superior general.
De las dos cartas
del Maestro General de los dominicos dirigidas a Soto y Carranza dio cuenta
a Carlos V su embajador. De la carta segunda, que era la más exigente, dice
Francisco de Toledo en su carta al emperador, fechada en Trento el 29 de
abril de 1547: “El General de Santo Domingo escribió a los frailes de su
Orden que aquí residen por orden de Vuestra Majestad y a los demás,
mandándoles so pena de su obediencia, como acostumbra, que luego se fuesen a
Bolonia o saliesen de Trento, lo cual dice escribilles porque es forzado a
hacello, y esto repite dos veces.
“Yo tuve noticia de
la carta, y la hube, y así no la han visto ni saben della los frailes, que,
según son escrupulosos, temo que la obedescerían, si la viesen. Y al
presente sería de gran inconveniente faltar de aquí cualquiera persona de
los que han quedado. Lo cual procuran los Legados con gran diligencia, por
deshacer lo de aquí y por dar ánimo a los que están en Bolonia, entre los
cuales hay muchos que están allí malcontentos…”[27]
En febrero de
1548 se dirigió Domingo de Soto a Augsburgo, llamado por el Emperador, para
revisar el Interim, fórmula de fe y disciplina intermedia para
católicos y protestantes en Alemania, en la que intervino principalmente
entre los católicos el también dominico Pedro de Soto.
El 12 de agosto de
1548 el confesor fray Pedro de Soto pidió licencia al Emperador para
volverse a España. A los pocos días Carlos V tomó como confesor a Domingo de
Soto. El cuatro de septiembre el Emperador mismo comunicaba esta decisión al
Maestro General de la Orden de Predicadores, manifestándole sobre Soto que
“de su persona, doctrina, buena vida y ejemplo tenemos toda satisfacción”.
Domingo de Soto,
que venía trabajando en su comentario a la Epístola a los Romanos,
pudo terminarla en la corte imperial y enviarla a la imprenta de Juan
Steelsio en Amberes, viendo la luz en 1550.
Cansado muy pronto
de la vida palaciega, en la que eran continuas las discusiones y los
arreglos políticos no siempre justos, y, añorando siempre la tranquilidad
conventual de Salamanca, regresó a su convento de San Esteban. Las razones
de Soto, para dejar la Corte, no eran las posibles desavenencias con el
Emperador, para quien conservó siempre una gran devoción y fidelidad, sino
con los consejeros, particularmente con el político Granvela: por la falta
de escrúpulos de éste, para imponer sus determinaciones, no muy de acuerdo
en muchos casos con la más sana moral. Con él había fracasado Pedro de Soto
y por él decidió Domingo apartarse de la corte.
El regreso a España
de Domingo de Soto tuvo lugar en el mes de enero de 1550. Según el cronista
de la época Florián de Ocampo, preguntado Domingo de Soto por qué había
dejado la corte de Carlos V, dio la siguiente contestación, en la que parece
manifestar su disconformidad con el consejero imperial Granvela. Así, se
queja Soto, según ese cronista, del “mal aparejo que dava a los negociantes
pobres de su corte, y bueno a los fatores [sic][28] de los grandes de Spaña, Ytalia y Alemaña.
Yten, que hazía en
todas las villas y cibdades regidores y regimientos nuevos y tanbién
escribanías para los vender por dinero, sea quien fuese el que lo diese, no
mirando la habilidad y virtud, o el vicio y maldad de la persona que lo
compraba.
Yten, porque bendía
las encomiedas de los Maestrazgos y las anihilaba[29]
perpetuamente, siendo renta pure eclesiástica, instituýda para la
defensión de la fe contra los infieles.
Yten, que no
proveýa obispados sin poner pensión a quien le havía servido.
Yten, que hazía
premáticas y leyes para las quebrar por dinero, como quando vedó las mulas[30],
y después las permitió a quien lo pagase, y los naypes, que mandó que nadie
los hiziese, sino uno que se lo pagó.
Yten, que traýa
consigo y con su consejo al obispo de Taracona [sic][31],
hijo de Granvela, fuera de su obispado, en que incurría descomunión.
Al tiempo que huvo
de venir Fray Domingo de Soto, el Emperador quedó muy bien con él. A la
partida le envió por Eraso, su secretario, seyscientos ducados para el
camino. Tomó dellos cinquenta, diziendo que le bastavan hasta llegar a
Burgos.
Tornó a replicar el
Emperador que los tomase para dar limosna.Respondió que su ofiçio no era dar
limosna, sino rescibilla, y así se vino”[32].
8. La Segunda
Etapa del Concilio de Trento: Cano y Carranza
El gran
especialista en la segunda etapa del concilio de Trento, Constancio
Gutiérrez, se pregunta en su obra Trento: un concilio para la unidad,
¿Por qué para esa etapa segunda Carlos V no convocó a los dos consumados
teólogos Pedro de Soto y Domingo de Soto? Él no da ninguna respuesta, pero
insinúa que quizás la respuesta haya que orientarla hacia esa exigente moral
reformista de ambos confesores imperiales. Y copia, sin darle un valor de
respuesta definitiva a su pregunta, la narración del cronista Ocampo que
acabamos de transcribir.
Bartolomé Carranza
había abandonado Trento a mediados de abril de 1548. El 6 de mayo lo
encontramos como definidor en el capítulo provincial de la Provincia
Dominicana de España, que se celebraba en el convento de Santo Tomás de
Ávila. Poco después en ese mismo año fue elegido Prior del convento de San
Pablo de Palencia. Aquí desarrolló una actividad muy significativa como
profesor, dando lecciones sobre las cartas de San Pablo a los frailes de su
comunidad, pero abiertas también a los otros clérigos.
El 2 de febrero
1550 en el capítulo provincial celebrado en el convento de Santa Cruz de
Segovia fue elegido provincial. Carlos V le envía dos cédulas a finales de
febrero de 1551, ordenándole que se presente en mayo en la ciudad de Trento,
donde iba a tener lugar la reapertura del concilio. En efecto, el Papa Julio
III por la bula Cum ad tollenda del 14 de noviembre de 1550 lo había
convocado para el primero de mayo de 1551. Carranza escribe en Medina del
Campo una carta al secretario del Emperador, don Francisco Eraso, fechada el
13 de marzo de 1551, en que le dice:
“Yo escrivo a Su
Majestad, respondiendo a lo que los días pasados me mandó cerca de mi y da
al Concilio, y suplicándole sea servido de me dar licencia, para que pueda
concluir algunos negocios que están a mi cargo desta provincia, y para ello
espero a nuestro General, que ha de venir a Salamanca la fiesta del Espíritu
Santo al Capítulo General”[33].
La mejor colección
documental del concilio de Trento, titulada Concilium Tridentinum de
la Sociedad Görressiana, citada a pie de página aquí tantas veces, en el
vol. XI recoge una carta de Carranza al Secretario del Emperador, para que
recomiende a éste algunas medidas, que garanticen el éxito del concilio: que
Su Majestad compela a los obispos a ir al concilio, sin admitir excusas,
pues nuestros obispos están mejor preparados y tienen celo por el bien de la
Cristiandad; los extranjeros son más numerosos y por eso no podemos sacar
siempre adelante nuestras convicciones. “Los italianos, y principalmente los
criados en Roma, tratan las cosas de Dios muy superficialmente y no con
tanta verdad como sería razón. Intervenga para poner como legados a los
cardenales Carafa y Pole, letrados y celosos del bien de la Iglesia.
Necesitamos hombres que se duelan del mal y del decaimiento de la fe”[34].
En 1551 cayó la
fiesta de Pentecostés o de la Venida del Espíritu Santo en el día 17 de
mayo. En Salamanca se celebraron, a partir del 17 de mayo en Capítulo
General de la Orden Dominicana y un Capítulo Provincial de la Provincia
Dominicana de España. Hasta el mes de diciembre de 1551 no encontramos a
Carranza en Trento. Otros dos dominicos como teólogos imperiales se
encontraban ya actuando en el Concilio, Melchor Cano y su compañero Diego de
Chaves. Fue Melchor Cano nuestro teólogo más brillante en esta segunda etapa
del concilio, que intervino en la mayor parte de los temas y siempre dejando
buena impresión entre los Padres. Bartolomé de Carranza intervino en esta
segunda etapa una vez, con una exposición de tres horas sobre el sacrificio
de la misa[35].
Por lo demás él continuó el trabajo, en que ya se había ocupado en la
primera etapa, es decir, en la censura de libros.
Francisco de
Toledo, embajador de Carlos V ante el Concilio, daba la siguiente impresión
de Carranza y Cano en Trento. La carta está fechada en la ciudad conciliar
el 30 de abril de 1552 y dice a nuestro propósito:
“Los dos frailes de
Santo Domingo, Frai Bartholomé [Carranza] de Miranda y frai Melchor Cano han
residido aquí por orden de Vuestra Majestad y servido en todo lo que se ha
offrescido de su professión con gran noticia de sus letras y virtud; han
sido approvados por todo el sýnodo por muy famosos letrados y predicadores
insignes, y assí han ayudado mucho en todo lo que toca al buen enderezzo de
lo que se hizo en los dogmas.
“Yo me aprovecho
siempre dellos para templar quanto convenía los escrúpulos demasiados de los
perlados y assí conoscí dellos con ser tan letrados y virtuosos, como he
dicho, ser los frailes menos espantadizos de quantos he visto…”[36].
M. Cano en su obra
De locis Theologicis comenta así su actuación y la de Carranza en el
Concilio: “no fue un juego, sino un verdadero combate el que luchamos en el
Concilio de Trento ante la mirada espectante del mundo. Allí entonces
encendimos una gran luz para los Padres, dispersamos las tinieblas de los
adversarios y fuimos apreciados como teologos (“visi sumus theologi”).
Pero obramos con
más audacia que los demás autores de la Escuela. Aquéllos en efecto suelen
referir a palo seco las ideas y razones de los herejes sin emplear ningún
adorno oratorio; nosotros, en cambio, hemos amplificado, aumentado, adornado
aquellos argumentos mismos de los herejes, de manera que damos la impresión
no sólo de haber afilado las armas que tienen los enemigos, sino incluso de
haberles proporcionado las que no tienen.
Pero, como ya
muchas veces he dicho en otros lugares, la verdad supera la mentira por
admirablemente que esté ésta equipada y adornada”[37].
A principios de
1553 volvía Carranza a España, acogiéndose al colegio de San Gregorio de
Valladolid. Renunciado el provincialato, se entregó al ministerio, sin
renunciar al estudio, y comenzando a predicar en la capilla de la corte en
Valladolid. Ahí se ganó la admiración de Felipe II, que, al arreglarse su
matrimonio con la reina María Tudor de Inglaterra, quiso llevarlo consigo a
Londres en la primavera de 1554. Durante cuatro años fue el consejero y
confidente de Felipe II en Inglaterra y Flandes. Colaboró en el esfuerzo de
los reyes en volver al pueblo inglés a la obediencia católica de Roma.
Visitó las
universidades de Oxford y Cambrige, donde introdujo la enseñanza de la
Teología Escolástica Renacentista de corte Salmantino. En Oxford enseñaron
los Maestros Dominicos, muy fieles amigos de Carranza, y unidos a él hasta
en su mayor desgracia, Pedro de Soto y Juan de Villagarcía. Logró ganarse la
confianza de los reyes y del cardenal legado Reginaldo Pole. A Carranza se
recurrirá, estando ya éste en Flandes, para apoyar la inocencia y ortodoxia
del cardenal Pole, cuando el papa Paulo IV quería condenar a este
eminentísimo cardenal inglés como hereje[38].
En los primeros
días del mes de julio de 1557 acompaña a Felipe II en su viaje a Flandes,
estableciéndose en Bruselas. Aquí termina sus famosos Comentarios al
Catecismo, que imprime en Amberes en 1558. La reina María Tudor muere en
noviembre de ese año, y pocos días más tarde falleció el gran amigo de
Carranza, el cardenal Reginaldo Pole. El matrimonio de la reina María con
Felipe II no tuvo descendencia, y el reino de Inglaterra pasó a Isabel I,
hija de Enrique VIII y Ana Bolena. La labor restauradora de Carranza y de
los católicos se vino abajo. Isabel I se proclamó en la primavera de 1559
gobernadora de la Iglesia de Inglaterra. Los católicos ofrecieron fuerte
oposición, pero la nueva reina impuso la reforma anglicana, reprimiendo por
la fuerza toda resistencia.
Antes de volver a
España Felipe II designó a Bartolomé Carranza para la sede primada de
Toledo, vacante por la muerte de Juan Martínez Silíceo. La ordenación
episcopal tuvo lugar en Amberes
el 27 de febrero de
1558 en el convento de Santo Domingo de Bruselas. El 1 de agosto de 1558
desembarcó en Laredo. La inquisición española trabajaba entonces en las
audiencias de los reos del foco luteranizante castellano descubierto en el
mes de abril de ese año, y donde la autoridad de Carranza era a veces sacada
a colación por los acusados de herejía. El inquisidor general Fernando de
Valdés comenzó enseguida a preparar cuidadosamente la emboscada al primado
de las Españas.
[1]
Vicente Beltrán de Heredia, O.
P., El convento salmantino de San Esteban en Trento,
en “La Ciencia Tomista” 75 (jul.-dic. 1948), pág. 8;
Concilium Tridentinum…, edit.
Societas Görresiana,
Friburgo de Brisgovia, 1904, Acta, t. IV, pág. CXXXIX.
[2]
Cuatro fueron las convocatorias para el inmortal
concilio ecuménico de Trento. La primera tuvo lugar el 2 de junio
de 1536 por la bula de Paulo III Dominici Gregis Curam para
que se reuniera el 29 de mayo de 1537 en la ciudad de Mantua; puso
dificultades el Duque de la ciudad, Federico Gonzaga, que no logró
vencer el Pontífice; la guerra entablada entonces entre Francia y
España tampoco era un clima muy oportuno. Impaciente el Romano
Pontífice, porque el tiempo corría desfavorablemente para la
eficacia del concilio, lo convocó de nuevo; esta segunda vez escogió
la ciudad de Vicenza, poniendo como fecha de apertura el 1 de mayo
de 1538; ahora fue la muy escasa asistencia la que decidió que el
Papa la dejara para una mejor oportunidad; tampoco el ambiente de
guerra favorecía la inquietud pontificia. El momento pareció llegar
en 1542, después de que fracasaran los esfuerzos del emperador por
lograr un acuerdo entre católicos y protestantes en los coloquios de
Ratisbona de abril y mayo de 1541; entonces Paulo III lo convocó
por tercera vez, ahora para la ciudad de Trento, el 22 de mayo de
1542 por la bula Initio nostri Pontificatus, debiendo
comenzar el 1 de noviembre de ese año de 1542. Con gran dolor del
Pontífice, también fue inútil esta tercera llamada a toda la
Cristiandad Occidental; la nueva guerra entre el rey de Francia y el
Emperador la imposibilitaba. La paz de Crepy entre Francia y España
en 1544 pareció un momento muy adecuado a la mente del Papa Paulo
III y del Emperador Carlos V. Esta cuarta y definitiva convocatoria
la hizo Paulo III mediante la bula Laetare Hierusalem del 19
de noviembre de 1544; señaló como lugar la ciudad de Trento y como
fecha de apertura el 15 de marzo de 1545, tercer domingo de
Cuaresma (Domingo “Laetare Hierusalem”). Como los Padres eran muy
pocos en esa fecha, pareció conveniente dilatarlo hasta conseguir un
número más abundante; no se decidió el papa a abrirlo hasta el 13 de
diciembre de ese año, domingo tercero de Adviento.
[3]
Archivo General de Simancas, Estado-Castilla, Legajo 72, 60.
[4]
Concilium Tridentinum… Edidit Societas Görresiana… Tomus Decimus.
Epistularum Pars Prima…(5 martii 1545-11 martii 1547), Friburgo
de Brisgovia, B. Herder, 1916, pág. 118: Carta de los Cardenales
Legados al card. de S. Flora desde Trento el 8 de junio de 1545:
“[…] Hier l’altro vennero due theologi dell’Ordine di San Domenico,
Spagnuoli [Domingo de Soto y Bartolomé Carranza de Miranda], con una
lettera dell’Imperatore et una del principe, dirette a lor’medemi,
et una di Sua Altezza a don Diego, qual è in Venetia. Si mostrano
molto reverenti […]”.
[5]
Concilium Tridentino… t. X, Friburgo de Brisgovia, 1916,
págs. 139-140: de la carta de Francisco Romeo a Nic. d’Ardinghello;
éste era el Cardenal Protector de la Orden de Predicadores en la
Curia Romana; Cf. V. Beltrán
de Heredia, Dom. De Soto. Estudio biográfico documentado,
Biblioteca de Teólogos Españoles, 20, Salamanca 1960,
pág. 123 y nota 12, donde dice haberse dado un cambio de nombre,
atribuyendo la carta a Soto, en vez de a Romeo, en su art. La
teología en nuestras universidades del Siglo de Oro, en
“Analecta Sacra Tarroconensia”, 14 (1941) 20.
[6]
Puede verse este sermón en su original latino y en su traducción al
español en Domingo de Soto,
Relecciones y Opúsculos. IV. Edición, introducción y notas
de Ramón Hernández Martín,
Biblioteca de Teólogos Españoles, 46, Editorial San
Esteban, Salamanca, 2003, págs. 303-337.
[7]
Concilium Tridentinum…, t. X, págs. 176-178.
[8]
Concilium Tridentinm…,
t. I., pág. 9.
[9]
Conc. Trid…, t. IV, pág. 538.
[10]
Proceso de Carranza, t. XI, donde se habla de los muchos
libros examinados por Domingo de Soto y que dejó éste en Trento, al
abandonar la ciudad conciliar. Igualmente en el t. IV, donde
Carranza habla de su labor con Domingo de Soto como examinadores de
libros “por orden de los Legados de la Sede Apostólica”. Cf.
Marcelino Menéndez Pelayo ,
Historia de los heterodoxos españoles, t. 2, ed. 2ª,
pág. 403. Conc. Trid. I, 206; V, 659.
[11]
Domingo de Soto, In
epistolam divi Pauli ad Romanos commentarii, Antuerpiae, 1550,
pág. 270.
[12]
En ese mes de enero todavía no había sido apresado
por la Inquisición Bartolomé Carranza, que lo fue el 22 de agosto, y
no aparece incluido en el Índice de Roma, que se imprimió en
el mes de enero de ese año de 1559. Sí aparecerá incluido su
Comentario al Catecismo en el primer Índice de libros
prohibidos de la Inquisición Española, que se imprimió en
septiembre de 1559, como también se incluye a Fray Luis de Granada,
San Juan de Ávila y San Francisco de Borja. Sí se condenan en el
Índice romano, además de los libros de los reformistas heréticos
(Lutero, Calvino, Bucero, Ecolampadio, etc), los de Erasmo de
Rotterdam; de éste se condenarán todos sus libros, incluso –se
precisa- los que no tratan de religión. Muy mal parados salieron
también los dominicos Fray Bautista de Crema y Fray Jerónimo
Savonarola. De éste se condenan muchos sermones y el libro
Diálogo della Verità. Se condena también una gran lista de
Biblias editadas en el siglo XVI. Unos años más tarde, en 1564, Pío
IV publica en Lyon el índice de libros prohibidos mandado elaborar
por el concilio de Trento. Lo preparó una comisión especialmente
nombrada para esto, cuyo secretario y moderador fue el teólogo
dominico portugués Francisco Forerio. No contiene los nombres de los
dominicos Fray Bautista de Crema ni de Fray Jerónimo Savonarola.
Tampoco hace mención de la condenación de Biblias, como el anterior.
Con respecto a Erasmo de Rotterdam es algo más benevolo: hace
relación de varias obras teológicas y espirituales, y termina con
estas palabras: “caetera vero opera ipsius, in quibus de religione
tractat, tandiu prohibita sint, quandiu a Facultate Theologica
Parisiensi vel Lovaniensi expurgata non fuerint”. En cuanto a los
Adagios de Erasmo se permite su lectura y retención mientras no
sean censurados por alguna Facultad de Teología o por el tribunal
inquisitorial.
[13]
Concilium Tr.t. X,
pág. 470: de la carta de los Cardenales Legados al cad.
Farnesio desde Trento el 26 de Abril del 1546: [...] Algunos
religiosos españoles, principalmente franciscanos y dominicos
defienden que nuestra edición de la Vulgata latina es la de S.
Jerónimo y dan muchas razones. En la nota 4: De D. de Soto se sabe
que Massarelli en nombre del card. Cervini acudió a él para que le
diera alguna prueba de la autoría de San Jerónimo sobre la Vulgata.
Soto se apoyaba en la autoridad de Fr. Titelmano y de A. Steucho.
[14]
Domingo de Soto, De
justitia et jure, lib. III, cuest. 6, art. 2. Cf.
V. Beltrán de Heredia, O. P.,
Domingo de Soto…, pág. 138 y nota 48.
[15]
Conc. Trid. V, 71.
[16]
V. Beltrán de Heredia, O.P.,
El convento salmantino de San Esteban en Trento,
en “La Ciencia Tomista” 75 (julio-diciembre 1948) 13; Archivo
de Simancas, Estado 1463, fol. 73.
[17]
Ib., pag. 14; Simancas E., fol. 207.
[18]
Sobre la ida de Domingo de Soto a Roma para participar como
definidor en el Capítulo General de la Orden de Predicadores del 13
de junio de 1546, acompañado de Bartolomé Carranza, ve a
continuación lo que dice el cardenal Cervini sobre la oposición de
Soto a abandonar de momento el Concilio. Concilium Tr., t. X,
pág. 505: de la carta del card. Cervini, Trento 28-29 mayo 1546:
D. de Soto no quería ir al cap. Gen. de Roma, pero el card. de
Burgos (Juan Álvarez de Toledo, O.P.) le insistió en varias cartas,
y a disgusto salió de Trento “questa matina”. Cf.
Benedictus Reichert, O.P.,
Acta Capitulorum Generalium Ordinis Praedicatorum, IV,
Monumenta O.FF. PP. Historica, IX, Typ. Polyg. S. C. De Propaganda
Fide, Romae, pág. 303.
Sobre la justificación de Adán y Eva antes del pecado las
tendencias eran varias. Unos defendían que no habían sido creados en
gracia, otros que nunca tuvieron la verdadera gracia sino cierta
amistad y otros defendían que habían sido creados en la gracia
santificante de la justificación. Ésta era la tesis que mantenían
nuestros teólogos, siguiendo a santo Tomás y su escuela. El concilio
había aceptado al principio la tesis tomista de que el primer hombre
fue creado en santidad y justicia; pero en el decreto
definitivo prefirió un término más amplio, que fue aceptado por
todos los Padres: “primum hominem Adam, cum mandatum Dei in paradiso
fuisset transgressus, statim sanctitatem et iustitiam, in qua
constitutus fuerat, amisisse...” (Canon 1º).
Cierta preveción comenzó a notarse en la relación del pecado
original con respecto a la doble justificación y sus fautores, que
estudiaremos en el punto siguiente. Nuestros teólogos veían con
buenos ojos la inclusión en el decreto de la expresión “in renatis
nihil odit Deus”, como aparecerá en su canon 5º. Para Jerónimo
Seripando aliquid odit Deus, scilicet concupiscentiam; también para
Reginaldo Pole aliquid odit Deus, scilicet imperfectiones.
[19]
Conc. Trid.,
t. I, pág. 60.
[20]
Josephus Alberigo (et
alii), Conciliorum Oecumenicorum Decreta…, Ed. 3ª, Istituto
per le Scienze Religiose, Bologna, 1073, Decretum super pecato
originali, 6, pág. 667.
[21]
Concilium Tr., t. X.,
pág. 559, de la carta de los cardenales legados al card. Camerario
de S. Flora desde Trento el 13 de julio de 1546: “hemos ordenado que
mañana oigamos a algunos, cuya intervención se ha retrasado por
ausencia o por otros motivos”.
En nota se indica que se refiere entre otros a D. de Soto, que debió
ir a Roma al capítulo Geneeal, y a Bartolomé Carranza de Miranda que
lo acompañó.
[22]
Esta doctrina la expone pródigamente Soto en De natura et gratia,
lib II, caps. 13 y 14.
[23]
Cf. José Goñi Gaztambide,
Los Navarros en el Concilio de Trento y la Reforma
Tridentina en la diócesis de Pamplona, Imprenta Diocesana,
Pamplona, 1947, págs. 53-64; este símil en las pás.
56-57.
[24]
Archivo de Simancas, Estado, leg.1463, fol. 158; cf.
V. Beltrán de Heredia,
Domingo de Soto…, págs. 163-164.
[25]
Seripando consideraba la concupiscencia como pecado, como una
consecuencia del pecado original; como esa concupiscencia continuaba
después de la justificación inherente, era necesaria también la
imputativa; Pole advertía lo mismo con respecto a las otras pasiones
y defectos que quedaban después de la justificación primera. Soto
advierte que la concupiscencia en sí no es pecado, y existió antes
del pecado original, durante el pecado original y después; lo que es
pecado es el desorden que introduce el hombre por su libre albedrío.
El pecado original queda completamente borrado por la gracia
inherente de la primera justificación.
[26]
Cf. Domingo de Soto, O. P.,
Relecciones y Opúsculos…, t. IV, Salamanca, 2003,
págs. 339-405; J. I. Tellechea Idígoras, Dos texos teológicos de
Carranza: Artículus de certitudine gratiae; Tractatus de mysticis
nuptiis…, en “Anthologica Annua”, 3 ,1955, págs. 621-707.
[27]
Archivo de Simancas, Estado, leg. 1465, fol. 54;
V. Beltrán de Heredia, O. P.,
Domingo de Soto…, pág. 171.
[28]
El P. V. Beltrán de Heredia transcribe este texto y advierte que
contiene muchas inexactitudes:
V. Beltrán de Heredia, Domingo de Soto…, Salamanca,
1960, pags. 233-234. La palabra “fatores” es interpretada en esa
transcripción por “factores”; creo que el autor quiere decir
“fautores”.
[29]
¿No querrá decir “alquilaba” en vez de “anihilaba”?
[30]
El P. V. Beltrán de Heredia transcribe “bulas”.
[31]
Pienso que quiere decir “Taraçona” Tarazona.
[32]
Biblioteca del Real Monasterio de El Escorial, Ms. V.II.4, fol. 363.
Cf. Constancio Gutiérrez, S.
J., Trento un concilio para la unión (155º-1552). III.
Estudio, C.S.I.C., Madrid 1981, pág. 35, nota 151;
V. Beltrán de Heredia, O.P.,
Domingo de Soto…,págs. 233-234, donde da poco crédito
a esta narración, que considera más bien fruto de rumores
palaciegos, pues Soto veneró y tuvo la más alta consideración y
estima hacia Carlos V.
[33]
Concilium Tridentinum,
t. XI, págs. 617-618.
[34]
Ib., XI, pág. 617, nota 437.
[35]
José Ignacio Tellechea
Idígoroas, Un voto de Fray Bartolomé Carranza, O. P. sobre
el sacrificio de la Misa en el concilio de Trento, en
“Scriptorium Victoriense” 5, 1958, págs. 96-146: los dos resúmenes
que se conservan; las acusaciones habidas en el proceso sobre el
tema; otras testificaciones; el comentario de Carranza a la
exposición de santo Tomás, etc. todo ello muy importante para ver el
verdadero pensamiento de Fray Bartolomé sobre un tema que fue tan
fundamental en el Concilio de Trento que fue abordado en las tres
etapas conciliares, dando origen a un decreto digno de admiración,
aprobado en la sesión 22ª el 17 de septiembre de 1562.
[36]
Concilium Tridentinum..., t. XI, pág. 882.
[37]
Melchor Cano, Le locis Theologicis. Edición preparada por
Juan Belda Plans,
Biblioteca de Autores Cristianos (BAC maior), Madrid, 2006, Libro
XII, cap. 12, pág. 869.
[38]
Cf. J. Ignacio Tellechea
Idígoras, Pole y Paulo IV. Una célebre Apología inédita
del cardenal inglés (1557), en ”Archivum Hitoriae Pontificiae”
4, 1966, págs. 105-154; ve nota 4, en la pág. 107.
Responsables últimos de este proyecto
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