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EL TRATADO TIPO DE LA PEDAGOGÍA MISIONAL DOMINICANA

Los documentos que aquí se insertan son obra del hacer entregado y estudioso de D. Ramón Hernández, historiador de la Orden de Predicadores. Profesor, teólogo, bibliotecario... pasa sus últimos años de vida en San Esteban de Salamanca entre libros y legajos. Internet fue para él un descubrimiento inesperado. A pesar de la multitud de libros y artículos publicados en todo el mundo con  fruto de su trabajo la Red ayudó a llevar su pensamiento hasta los más recónditos lugares del planeta: «Me leen ahora en la web, en un solo día, más personas que antes con mis libros en todo un años» solía decir con orgullo refiriéndose a este proyecto. Para acceder a estos contenidos se debe utilizar el Menú Desplegable «ÍNDICE de DOCUMENTOS»Para otras opciones: Seguir «DIRECTORIO PRINCIPAL» o el  botón: «Navegar»

 

La praxis dominicana de la educación y de la evangelización del indio encontró una teoría de valor perdurable. Queremos decir una justificación o explicación teórico-doctrinal de todo ese conjunto de actividades que brotan del talante del misionero típicamente dominico.

Esta obra doctrinal se debe a fray Bartolomé de Las Casas, que fue testigo de excepción de la actividad misionera dominicana en América desde los primeros momentos. Hombre idealista y soñador, no se limitó a lanzar soflamas o a escribir memoriales contra los encomenderos por la libertad absoluta de los indios, sino que diseñó todo un método misional admirable, que constituye una verdadera obra maestra, doctrinal y pedagógicamente, sobre misionología.

Esta obra clásica de misionología constituye un verdadero hito en pedagogía misional. Se titula De unico vocationis modo attrahendi omnes gentes ad veram religionem (Del único modo de atraer los hombres a la verdadera fe[1]). En ella se hace doctrina del método practicado por los dominicos colaboradores de fray Pedro de Córdoba, y se transmite a las generaciones posteriores para su seguimiento. De este sistema y de esta doctrina misional bebieron sin duda las huestes de dominicos que fueron llegando en años sucesivos a las diversas regiones de América.

Comienza Las Casas su tratado enunciando una tesis, que demuestra paso a paso, y de la que saca al mismo tiempo las lógicas consecuencias prácticas en el quehacer misional. La tesis es la siguiente:

“todos los hombres son iguales ante Dios, y por lo tanto Cristo llama igualmente a formar parte de su Iglesia a los hombres de todas las naciones, tribus y lenguas, y de los ángulos de todo el orbe de la tierra”.

Y si hubiera que hablar de cierta capacidad humana para recibir el mensaje evangélico, la raza india no desdice de ninguna; él lo expresa con la mayor convicción:

“aseveramos no solamente que es muy razonable admitir que nuestras naciones indígenas tengan diversos grados de inteligencia natural, como es el caso de los demás pueblos, sino que todas ellas están dotadas de verdadero ingenio; y más todavía, que en ellas hay individuos, y en mayor número que en los demás pueblos de la tierra, de entendimiento más avisado para la economía de la vida humana. Y que si alguna vez llega a faltar esta penetración o sutileza de ingenio, tal cosa sucede sin duda alguna con el menor número de individuos o, mejor dicho, en un número insignificante”[2].

Descendiendo al campo misional, ésta es la proposición, que va a ir incansablemente demostrando argumento tras argumento:

“la Providencia divina estableció, para todo el mundo y para todos los tiempos un solo, mismo y único modo de enseñarles a los hombres la verdadera religión, a saber: la persuasión del entendimiento por medio de razones, y la invitación y suave moción de la voluntad. Se trata indudablemente de un modo que debe ser común a todos los hombres del mundo, sin ninguna distinción de sectas, errores o corrupción de costumbres”[3].

Resalta de modo continuado, persistente, sin miedo al cansancio y con afán casi desmedido a través de todas las páginas de su voluminosa obra, que el método de evangelizar a los indios americanos tiene que ser “blando, suave, dulce y delicado”. Estas cuatro palabras y sus sinónimos aparecen conjugadas, combinadas, parafraseadas sin descanso, enfrentándolas también con sus contrarias (aspereza, dureza, severidad, crueldad), que son las practicadas de ordinario por los encomenderos españoles en aquellas tierras. Prefiere cuatro a tres sinónimos, para convencer más.

Ese método, que él propugna, lo presenta como el exigido por la psicología racional del hombre y postulado por la dignidad de la persona humana, que es libre y está orientada en todos los individuos a la máxima perfección. Oigamos alguno de sus múltiples párrafos:

“La criatura racional tiene una aptitud natural para que se lleve, dirija o atraiga de una manera blanda, dulce, delicada y suave, en virtud de su libre albedrío, para que voluntariamente escuche, voluntariamente obedezca y voluntariamente preste su adhesión y su obsequio a lo que se oye.

“Luego el modo de mover, dirigir, atraer o encaminar la criatura racional al bien, a la verdad, a la virtud, a la justicia, a la fe pura y a la verdadera religión, ha de ser de modo que esté de acuerdo con el modo, naturaleza y condición de la misma criatura racional, es decir, de un modo dulce, blando, delicado y suave; de manera que de su propio motivo, con voluntad de libre albedrío y con disposición y facultad naturales, escuche todo lo que se le proponga y notifique acerca de la fe, de la verdadera religión, de la verdad, de la virtud y de las demás cosas que se refieren a la fe y a la religión”[4].

En otro pasaje observa primero que la evangelización debe impartirse “de un modo tranquilo, modesto, agradable, detenido y en intervalos sucesivos de tiempo, persuadiendo al entendimiento y halagando o atrayendo suavemente la voluntad, declarando suficiente y eficazmente la utilidad y el premio que los creyentes han de alcanzar; pues la fe proviene de oír, y el oír depende de la predicación de la palabra de Jesucristo[5].

Frente a ese método que él propugna, coloca luego el método contrario, seguido por muchos misioneros, doctrineros y educadores de aquel entonces:

“si tales verdades se propusieran con arrebato, y rapidez; con alborotos repentinos y tal vez con el estrépito de las armas que respiran terror; o con las amenazas o azotes, o con actitudes imperiosas y ásperas; o cualesquiera otros modos rigurosos o perturbadores, cosa manifiesta es que la mente del hombre se consternaría de terror; que con la grita, el miedo y la violencia de las palabras, se conturbaría, se llenaría de aflicción, y se rehusaría por consiguiente a escuchar y considerar; se confundirían, en fin, sus sentidos externos al mismo tiempo que sus sentidos internos, como la fantasía o la imaginación. Y el resultado vendría a ser que la razón se anublaría y que el entendimiento no podría percibir ninguna forma inteligible, o amable o deleitable, sino más bien lúgubre y odiosa, puesto que estimaría todos esos modos como malos y detestables; y no tendría por tanto ninguna afinidad o conveniencia con el acto de creer, sino por el contrario una disconformidad y una incongruencia de las más detestables”[6].

Sigue, como en sus grandes obras, un método y un estilo de argumentación plenamente escolásticos, a pesar de que su fondo doctrinal es del más subido humanismo, ya que parte de la dignidad y de la libertad del individuo y de los pueblos. Aduce de una forma ordenada y lógica abundantes pruebas de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres, de los doctores de la Iglesia, del derecho civil y eclesiástico, de la historia y de la razón natural. No deja nada en el tintero, para conseguir demostrar que la evangelización tiene que rehuir toda fuerza física para ir derechamente al entendimiento y a la voluntad, exponiendo las verdades con claridad meridiana, repitiendo incesantemente y sin cansarse los argumentos, atrayendo con suavidad, dulzura, bondad y mansedumbre la voluntad de los nativos.

Los principios sentados en esta obra por Las Casas constituyen el mejor manual de pedagogía de la fe, digno de ser seguido a la letra en nuestros días. Si un principio clave de misionología es lo que se llama “inculturación”, Bartolomé de Las Casas con su defensa de los valores culturales de los indios ha llevado la inculturación a su grado más alto. Los recursos que nos muestra son muy numerosos. Vamos a recordar ahora dos pasajes en este bosque bien repleto y ordenado del P. Las Casas.

El primero de ellos hace referencia al arte. La buena y eficaz evangelización necesita del arte y de todas las habilidades humanas. Basado en el principio de que la costumbre engendra el hábito y forma en el hombre como una segunda naturaleza para obrar fácil, pronta y deleitablemente, escribe:

“es necesario que quien se propone atraer a los hombres al conocimiento de la fe y de la religión verdaderas, que no pueden alcanzar con las fuerzas de la naturaleza, use de los recursos de este arte. Es decir, que frecuente y frecuentísimamente proponga, explique, distinga, determine y repita  las verdades que miran a la fe y a la religión; que induzca, persuada, ruegue, suplique, imite, atraiga y lleve de la mano a los individuos que han de abrazar la fe y la religión […]

“Todo esto presupone que el ánimo de los oyentes se haya cautivado con la suavidad de la voz, con la alegría del semblante, con la manifestación de la mansedumbre, con la delicadeza apacible de las palabras. Con la amable inducción y con la benevolencia grata y deleitable”[7].

Si Calderón de la Barca nos ofreció una visión de lo que es la vida del hombre en su auto sacramental El gran teatro del mundo, el P. Las Casas nos la presenta en esta obra como El gran juego de ajedrez, en el que todas las piezas, hasta las más insignificantes, son necesarias, porque a veces llega el momento en la jugada, en el que por un peón se gana o se pierde la partida.

Cuenta a este propósito nuestro célebre catequista que un rey de Babilonia, llamado Evomelsadac, era tan cruel, tan maligno y tan tirano que llegó al extremo de hacer que se despedazara el cuerpo de su padre en mil fragmentos, mandando que se dieran a otros tantos buitres, temiendo que resucitara. Nunca podía oír de nadie, ni menos aceptar, ningún consejo o alguna reprensión por su vida perversa, antes, por el contrario, maltrataba frecuentemente a quienes le aconsejaban o reprendían no escapando con vida ninguno de ellos.

“Viendo esto un filósofo llamado Jerses, se propuso reducirlo a una vida racional con el juego de ajedrez que había inventado. Al efecto, comenzó por enseñar el juego a los camareros servidores, que sabía que eran más amados del rey y andaban más cerca de él atendiendo a su servicio, y jugaba a menudo con ellos en presencia del mismo rey. Mucho le agradó a éste aquel juego y quiso aprenderlo, diciéndole al filósofo que se lo enseñara”[8].

De la explicación de cada una de las piezas el sabio iba sacando sus altas doctrinas morales y políticas. También hacía las correspondientes aplicaciones prácticas a la situación calamitosa del reino. De esta forma logró temperar el carácter iracundo del monarca y hacer de él un prudente gobernante.

Las Casas observa que el cuento es válido para todas las personas porque, dice:

“Nuestra vida es como el juego de ajedrez, donde sucede a menudo que quien va a ganar, pierde el juego, porque voluntariamente deja que le quiten parte de su familia, e igualmente puede ser muerto por su adversario en cualquier ángulo del tablero”[9].

El confuso y tiránico mundo de las nuevas tierras necesita un sabio que explique la función de cada pieza en este juego de ajedrez, que es la vida de los hombres. Ese sabio es el misionero, que, paciente y mansamente, va ganándoles a todos  a la buena convivencia.

Así llegamos a la última conclusión que hace Las Casas de este largo pero gráfico ejemplo:

“Por donde el rey, esto es, la razón del hombre indisciplinado y la de aquel que yace en las tinieblas de la infidelidad, creyendo que va a ganar el juego, es decir, que va a persistir en su mala vida o en la ceguedad de sus errores, verá que el adversario de su sensualidad y de sus demás defectos, que sinceramente busca su salvación, es el que ha triunfado al fin, ganándolo todo para Dios”[10].

En el parágrafo vigésimo cuarto del capítulo quinto nos expone un resumen de todo lo anterior, siempre dispuesto, conforme a sus principios pedagógicos, a repetir, aunque con formulaciones nuevas lo fundamental de su doctrina. Advierte en ese lugar que hay “cinco partes integrales o esenciales que componen o constituyen la forma de predicar el Evangelio, de acuerdo con la intención y el mandato de Cristo”. Recojamos solamente el enunciado de esos puntos, pasando por alto el desarrollo que hace de los mismos:

“la primera [de esas partes esenciales] es que los oyentes, y muy especialmente los infieles, comprendan que los predicadores de la fe no tienen ninguna intención de adquirir dominio sobre ellos […] La segunda parte consiste en que los oyentes, y sobre todos los infieles, entiendan que no los mueve a predicar la ambición de riquezas […] Consiste la tercera en que los predicadores se muestren de tal manera dulces y humildes, afables y apacibles, amables y benévolos al hablar y conversar con sus oyentes, y principalmente con los infieles, que hagan nacer en ellos la voluntad de oírles gustosamente y de tener su doctrina en mayor reverencia […]

“La cuarta parte constitutiva de la forma de predicar, y más necesaria que las anteriores, es que la predicación les sea provechosa por lo menos a los predicadores; esto es, que tengan el mismo amor de caridad, con que san Pablo amaba a todos los hombres del mundo a fin de que se salvaran. Y notemos que son hermanas de esa caridad la mansedumbre, la paciencia y la benignidad […] La quinta parte constitutiva de la forma de predicar está contenida en las palabras de san Pablo: testigos sois vosotros, y también Dios, de cuán santa y justa y sin querella alguna fue nuestra mansión entre vosotros, que habéis abrazado la  fe[11].

Vamos a poner fin a este breve resumen de tan magna obra. Para ello bien merece nuestro catecólogo que terminemos con un símil muy empleado en estos casos, y que él también procuró recordarnos: así como las gotas de agua, cayendo incesantemente acaban por taladrar las piedras, la pacientísima labor del pedagogo y del misionero reducirá sin duda a los más indispuestos a recibir la enseñanza o la fe[12].

La vida de Bartolomé de Las Casas es la puesta en práctica de este símil.

 

Notas 

[1]  Bartolomé de Las Casas, O. P., Del único modo de atraer a todos los hombres a la verdadera religión… edición… por A. Millares Carlo…, México 1942.

[2]  B. de Las Casas, Del único modo de atraer a todos los hombres a la verdadera religión…, México 1960) págs. 3s. En edición posterior: De unico vocationis modo… Edición de Paulino Castañeda Delgado y Antonio García del Moral , en Fray Bartolomé de Las Casas, Obras Completas, t. 2, Alianza Editorial, Madrid  1990, págs.12-13. Las páginas de esta edición las pondremos entre paréntesis  después de las páginas de la edición anterior.

[3]  Ib., pág.7 (págs. 16-17).

[4]  Ib.., pág. 15 (págs. 24-25)

[5]  Ib., pág. 41 (págs. 46-47); Rom 10, 17.

[6]  Ib., pág. 41, completando aquí la deficiente traducción (págs. 48-49).

[7]  Ib., pág. 95 (págs. 96-97).

[8]  Ib., pág. 103 (págs. 102-103)..

[9]  Ib., pág. 105 (págs. 102-103).

[10]  Ib., pág. 105 (págs. 104-105).  

[11]  Ib., págs. 249-261 (págs. 246-259); el texto de san Pablo no es como dicen los editores 2 Tes 3, 7, sino 1 Tes 2, 10.

[12]  Ib., pág.104.


 

Responsables últimos de este proyecto

Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado

Son: Maestros - Diplomados en Geografía e Historia - Licenciados en Flosofía y Letras - Doctores en Filología Hispánica

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