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EL TEMA DE LAS INDIAS EN PEDRO LEDESMA - II

Los documentos que aquí se insertan son obra del hacer entregado y estudioso de D. Ramón Hernández, historiador de la Orden de Predicadores. Profesor, teólogo, bibliotecario... pasa sus últimos años de vida en San Esteban de Salamanca entre libros y legajos. Internet fue para él un descubrimiento inesperado. A pesar de la multitud de libros y artículos publicados en todo el mundo con  fruto de su trabajo la Red ayudó a llevar su pensamiento hasta los más recónditos lugares del planeta: «Me leen ahora en la web, en un solo día, más personas que antes con mis libros en todo un años» solía decir con orgullo refiriéndose a este proyecto. Para acceder a estos contenidos se debe utilizar el Menú Desplegable «ÍNDICE de DOCUMENTOS»Para otras opciones: Seguir «DIRECTORIO PRINCIPAL» o el  botón: «Navegar»

 

 

6. PUNTO ESPECIAL BAÑECIANO-LEDESMIANO

En el estudio anterior habíamos visto la doctrina de Pedro de Ledesma, defendiendo que no es lícito el uso de la fuerza para imponer el credo cristiano a los infieles. Tenía muy presentes en sus argumentos a los maestros salmantinos desde Francisco de Vitoria hasta Domingo Báñez. Algo parecido defendía ante el problema de la licitud de la fuerza para obligar a los infieles a oír la predicación. Veamos sobre esto un matiz en que coincide con Báñez.

Conclusión única: es probable que el príncipe cristiano tiene derecho a compeler a los infieles, que son súbditos suyos, por una sola vez, a oír el Evangelio.

Ledesma dice que esta doctrina es enseñada «por todos los discípulos de Santo Tomás». En realidad el autor que primero la expone es Domingo Báñez. La razón es que el príncipe cristiano puede obligar a sus súbditos infieles a que vengan a la audiencia real a oír sobre negocios pertenecientes al reino. Uno de esos asuntos, que atañen a la república, es la cuestión religiosa. Luego al menos una vez podrá el rey compeler a sus súbditos infieles a oír el Evangelio[1].

La única dificultad, para poner en práctica esa obligación en materia religiosa, es el posible escándalo, que suele seguirse, al imponer por la fuerza el Evangelio. Como quiera que este escándalo es difícilmente evitable, la conclusión se queda en pura teoría, y, por lo mismo, ni tan sólo una vez se debe obligar a los infieles, aunque sean súbditos, a oír el Evangelio.

 

7. LA INFIDELIDAD Y LA IDOLATRÍA EN SÍ MISMAS

Pedro de Ledesma ha excluido toda violencia en la predicación del Evangelio a los infieles. Ahora se enfrenta con la infidelidad y la idolatría en sí mismas, y se pregunta si ellas, así consideradas, son motivo de una intervención violenta por parte de los fieles. También aquí desarrolla su pensamiento mediante unas conclusiones[2].

Conclusión primera. Los infieles, por la sola razón de su infidelidad, no pueden ser despojados de sus bienes, y tienen verdadera jurisdicción y dominio sobre ellos.

El concilio ecuménico de Constanza condenó como error contra la fe afirmar que por el pecado mortal se pierde el dominio y la propiedad de los bienes. Decir que el dominio de los bienes se pierde por la infidelidad es una afirmación muy afín a lo condenado por ese concilio.

De suyo más grave que el pecado de infidelidad es el pecado de odio a Dios. Ahora bien por este pecado ningún autor sostiene que se pierda la propiedad ni el dominio sobre otras personas; luego tampoco se pierden por la infidelidad.

Suele aducirse como argumento, para defender que por la infidelidad se pierde el dominio, la autoridad de la bula Inter cetera de Alejandro VI. Por esta bula el romano Pontífice concedió a los Reyes Católicos el dominio de todas las islas entonces descubiertas y las que pudieran descubrir luego en las llamadas Indias Occidentales. Eso quiere decir que son los Reyes de España los verdaderos propietarios de aquellos territorios, y no los indios.

A este argumento, apoyado en la bula Inter cetera, responde Pedro de Ledesma, contraponiendo la autoridad de otro Papa algo posterior, la de Pablo III. Este pontífice en la bula Sublimis Deus, a petición de los misioneros dominicos, declaró solemnemente que los indios son verdaderos dueños de todas sus cosas, y que son, como todos los hombres, capaces de la vida eterna.

Además el papa Alejandro VI no pudo dar a los Reyes de España lo que él no tenía de ningún modo. El poder temporal que posee el papa es sólo el que se ordena al reino espiritual; solamente cuando fuere necesario para el bien espiritual de la Iglesia, puede el papa usar de los bienes o poderes temporales. La potestad temporal, que tiene el papa, está, pues, tan unida a la espiritual, que no la puede delegar o entregar a otras personas, verbi gracia a los reyes de España, de modo permanente, sino por un tiempo limitado, mientras se lleva a cabo la obra espiritual.

De estos principios los únicos corolarios, que pueden sacarse con respecto al dominio de los españoles sobre las Indias son los siguientes:

Primero. El papa concedió su poder temporal indirecto a los Reyes Católicos por cierto tiempo, es decir, el suficiente para apartar los impedimentos, que podían levantarse contra la predicación del Evangelio. Es ésta una interpretación muy clara del pensamiento clásico de la Escuela Teológico-Internacionalista Salmantina desde su fundador, Francisco de Vitoria.

Segundo. El papa concedió también a los Reyes Católicos el poder de ser tutores de todos los indios, que se convirtieran a la fe cristiana, para que los amparasen en todas aquellas cosas temporales, que se relacionan con la fe.

Tercero. Para el más fácil cumplimiento de estas misiones, el Papa otorgó a los Reyes Católicos «una manera de potestad imperial»[3]. Esa potestad imperial no es una jurisdicción directa, como la que tienen los reyes en sus reinos, sino indirecta, como una supervisión o providencia, para unificar los esfuerzos y lograr una mayor eficacia en la cristianización de los pueblos.

Es una potestad similar –dice Ledesma– a la que «tienen los emperadores sobre algunos reinos cristianos». Esta autoridad suprema no les da potestad a los Reyes Católicos, para deponer a los jefes indios, ni para poner a otros en su lugar, a no ser en el caso muy especial de que los príncipes indígenas injuriasen la fe cristiana.

Pedro de Ledesma aduce como fuentes de esta doctrina, que acaba de exponer, primeramente a Francisco de Vitoria, en su Relectio de Indis y en la Relectio de potestate Ecclesiae. En segundo lugar cita a Domingo de Soto, en su obra De iustitia et iure, libro IV, cuestión 4. No cita en este caso concreto a Bartolomé de Las Casas, como lo hace otras veces, pero pudiera haberlo hecho, en particular en su Tratado comprobatorio del imperio soberano..., en donde el Defensor de los Indios estudia con detenimiento y con gran profusión de pruebas esa doctrina. Habla ahí Las Casas de una autoridad imperial, concedida por el papa a los reyes de España, pero siempre entendida como autoridad de supervisión y providencia, tal como vemos que lo expone Ledesma.

Conclusión segunda. Ni la idolatría ni los otros pecados contra la naturaleza o razón natural son causa de guerra por parte de los príncipes cristianos contra los infieles. Ni siquiera cuando las repetidas a advertencias para que se aparten de esos pecados vemos que son totalmente infructuosas, pueden justificar esos pecados una intervención por la fuerza.

Es una doctrina ésta enseñada antes por los grandes maestros dominicos. Cayetano la expuso ya en su Comentario a la Secunda Secundae de Santo Tomás, cuestión 66, artículo 8. Vitoria la defiende en la relección primera De Indis. Domingo de Soto desarrolla esta doctrina en el Comentario al cuarto libro de las Sentencias de Pedro Lombardo, distinción 5, cuestión 1, artículo 10. Bartolomé de Las Casas habla con amplitud sobre esta materia en la Apología contra Juan Ginés de Sepúlveda.

El Decreto de Pedro Graciano en la segunda parte, en la causa 23, en la cuestión segunda, nos ofrece dos cánones en los que se contiene expresamente esa doctrina. Son los cánones Dominus Deus y Notantum sane.

Se prueba de modo racional esta conclusión porque ni la idolatría ni los otros pecados contra la ley natural constituyen una injuria a la fe católica ni a los príncipes cristianos. No son ofensas a la sociedad, y por ello ésta no tiene poder para intervenir. Podrán ser, en todo caso, ofensas a Dios, y éste es el único que tiene derecho a intervenir, como lo juzgue oportuno.

 

8. LA INJURIA GRAVE, ÚNICA CAUSA JUSTA DE LA GUERRA

La única razón para intervenir con la fuerza contra los infieles, no son, pues, sus creencias y costumbres, sino las injurias directas contra la sociedad cristiana o contra la humanidad en general. Según esto, continuando el método de Pedro de Ledesma de exposición de la doctrina paso a paso en sucesivas conclusiones, resumimos a continuación su pensamiento en las proposiciones siguientes.

Conclusión primera. Puede utilizarse la fuerza o las armas contra los infieles, cuando éstos impiden con persecuciones y blasfemias la predicación y la práctica de la fe cristiana[4].

Esta conclusión la habían defendido claramente Vitoria, Soto y Juan de la Peña. Por una parte los predicadores tienen la obligación y el derecho de predicar, aunque los infieles no admitan su doctrina, e incluso aunque no quieran oírlos. En segundo lugar la actitud violenta de los infieles, obliga a una actitud también violenta, al menos de defensa. En tercer término esa violencia de los infieles constituye una verdadera injuria, que exige un castigo o una venganza, y puede llegar a ser motivo justo de guerra.

Es la doctrina en el terreno de los principios. En la práctica la Iglesia debe evitar toda guerra por motivos religiosos, pues esto causa­ría irremediables escándalos y retraería o apartaría a muchos de la fe en Jesucristo. Ledesma expone gráficamente su pensamiento de la siguiente forma:

«Si algún predicador del Evangelio llegase a las Indias, o a otras naciones de infieles, y hubiese algunos, que quisiesen oír el Evangelio, si el príncipe de los tales infieles impidiese al tal ministro, entonces el príncipe cristiano le podría compeler, para que los dejase oír el Evangelio. Porque esto no es compeler a oír el Evangelio, o, a creer, sino defender a los inocentes, que tienen derecho para oír el Evangelio, y a los predicadores, que tienen derecho para predicarlo.

«Pero hase de advertir que, si un príncipe de estos infieles impidió una vez la predicación del Evangelio, y después se arrepiente y da lugar a que se predique, aunque es verdad que la Iglesia tiene autoridad de castigar al tal príncipe, con todo eso, no sería lícito usar de la tal potestad, porque de ahí nacería escándalo para los demás príncipes infieles»[5].

Los teólogos dominicos suponen que siempre hay personas inocentes en los reinos infieles, que están ansiosas de oír a los predicadores, y, por ello, la actitud de los jefes de esos pueblos de impedir el Evangelio es una actitud injuriosa y de fuerza contra aquellos inocentes, que acudirían de modo espontáneo a escuchar la buena nueva de la religión cristiana. Los príncipes cristianos podrían, por lo tanto, actuar también con la fuerza, para que se dejara oír la predicación a los que lo desearan.

En esta conclusión primera que estamos comentando se dice además que los príncipes cristianos pueden castigar también las blasfemias, que los infieles profieren contra la fe de Jesucristo. Pedro de Ledesma se atiene aquí a la enseñanza estricta de Santo Tomás de, Aquino, seguida por la Escuela Teológico-Jurídica Salmantina. Hay, dos clases de blasfemias: formal y material. La blasfemia formal consiste en proferir palabras injuriosas contra nuestra religión, y, por ser, una injuria formal, puede ser castigada lícitamente, incluso con la guerra. La blasfemia material es todo culto contrario a nuestra fe, pero que no se enfrenta ni en obras ni en palabras contra ella. Entre estas blasfemias no formales se encuentra la idolatría. La blasfemia material, y por consiguiente la idolatría, no es motivo de guerra contra los infieles, pues no lleva consigo ninguna injuria a nuestra religión. Su juicio sólo pertenece a Dios, que es el único agraviado con ese culto.

Ni la infidelidad ni la idolatría, ni cualquier otro tipo de blasfemia sólo material, por muy grave que sea, incluso hechas con el mayor odio a Dios, no pueden ser causa justa de guerra. Para que haya causa justa de guerra es necesario que se dé injuria grave a la Iglesia o a república. Ledesma hace también aquí una clara aplicación:

«Si un infiel con las palabras niega a Cristo, pero no trata de apartar a los demás de oír el Evangelio, o de pervertir a los que se han convertido, ni se burla de nuestra fe, no puede el príncipe cristiano castigarlo, porque éste tal no hace injuria ninguna a nuestra fe»[6].

Una duda se plantea a este propósito a nuestro teólogo, que ha merecido distinta solución: «cuando en alguna provincia de infieles hay algunos tan perversos que induzcan a los demás a la idolatría, o al pecado nefando, o. a otros pecados contra la ley de naturaleza, y esto, viéndolo el príncipe de aquella república» ¿no podrá intervenir otro príncipe, para compelerlos a guardar la ley natural y a no hacer cosas semejantes?

El motivo de esta duda es el aducido tantas veces de la defensa de los inocentes. Con toda certeza en esa república habrá muchos inocentes, que ven conculcados de esa forma sus elementales derechos y libertades.

Pedro de Ledesma hace una distinción, antes de decidirse a resolver el problema. La inducción al mal, de que se habla, puede hacerse de dos maneras. La primera, con violencia y engaño. La segunda, sin violencia ni fraude, sino con razones o con dádivas. Cuando la inducción a los pecados contra la naturaleza se hace del primer modo, es decir, con violencia y engaño, entonces cualquier príncipe puede intervenir con la fuerza, para castigar e impedir que sigan esos males». La razón es porque los que inducen de esta manera hacen grandísima injuria a aquéllos a los que pretenden inducir. Luego cualquiera puede compelerlos a que no les hagan semejante injuria».

Cuando la inducción al mal se hace de la segunda manera, es decir, sin violencia ni engaño, sino sólo con razones o promesas o buenas palabras, no hay motivo de intervención alguna por la fuerza, sino tan sólo por la persuasión, convenciendo al entendimiento y arrastrando la voluntad. Se prueba, porque no ha habido ninguna injuria. Cuando se ofrece una cosa mala conocida y es aceptada libremente, no hay injuria del que la ofrece al que la acepta. El único que puede castigar esos males es el propio príncipe, es decir, el que tiene jurisdicción directa sobre ellos.

Conclusión segunda: «cuando en alguna república hay algunos que sacrifican hombres a Dios o a los ídolos, pueden ser compelidos a que no los sacrifiquen, aunque los sacrificados lo quieran»[7].

Es una doctrina común en toda la Escuela de Salamanca. La razón es «la grandísima injuria», que se hace a los sacrificados, privándoles del don más elemental de la vida. Ni el hombre particular ni la república entera es señor de la vida de nadie, sino sus guardianes y defensores. El verdadero señor o dueño de la vida es Dios, o «la madre naturaleza», como dice aquí Ledesma. Por eso, aunque el hombre quiera ser sacrificado o que le quiten la vida, comete una gravísima injuria el que lo sacrifique.

Es el caso más claro de la justicia de la fuerza. Si la causa justa de la guerra es la injuria grave, la guerra motivada por el sacrificio de hombres inocentes es justísima, pues la injuria, que se hace, es muy grave. Sin embargo, la guerra es siempre la última instancia. Antes de declararla es necesario buscar la solución de modo pacífico. Se impone, por lo tanto, amonestar primero a esa sociedad, en que se cometen semejantes injurias, que cesen en esos crímenes. Lo contrario no sería propiamente defender a los inocentes, sino castigar a infieles no súbditos, lo cual en sí mismo es injusto, y, por lo mismo, ilícito.

Otra condición indispensable, para poder intervenir por la fuerza es que esas personas sacrificadas sean en verdad inocentes. Podría, en efecto, suceder que hubieran sido condenadas a ese sacrificio, o semejante pena de muerte, por razón de los crímenes cometidos, o por botín de guerra justa contra otros pueblos. En estos casos se trata de actos de justicia dentro de una república ajena, en la que no hay jurisdicción para intervenir.

Ledesma añade finalmente una condición, que vemos ya expuesta en Francisco de Vitoria y Bartolomé de Las Casas, y que siguen los grandes maestros salmantinos. Esa condición es que «con la guerra no mueran más inocentes que los que habían de ser sacrificados»[8]. De no ser así, la guerra sería ilícita, pues produce daños más grandes que los que pretendía evitar.

Habla también Pedro de Ledesma de la existencia de unos hombres tan feroces, que a manera de fieras y como tigres comen a los hombres. Estos tales deben ser considerados como agresores del género humano, y es lícito a los príncipes cristianos matarlos, por la razón de defensa de la sociedad humana. No se requiere necesariamente la previa amonestación, antes de cargar sobre ellos, porque por su extrema y peligrosa ferocidad se presume que sería inútil esa amonestación.

Sin embargo, a pesar de tratarse de un caso extremo, Ledesma abandona la teoría general, para buscar un resquicio, que evite la violencia y la guerra. «Verdad es –termina diciendo– que, si hubiese otro camino, para impedirlo, no los habían de matar, porque el matarlos no sería defensión, sino castigo, lo cual no es lícito».

Otro título o razón para intervenir, incluso con las armas, sería la protección de los convertidos. Sobre ello establece Ledesma la conclusión siguiente: el Sumo Pontífice tiene autoridad de privar a los infieles del dominio o jurisdicción, que tienen sobre los fieles.

Las pruebas, que aduce, son todas de autoridad y de conveniencia. Recurre primero a la autoridad de San Pablo, que, en I Cor 6, 1-8, «reprende a los fieles –dice Ledesma– porque tratan sus negocios en los tribunales de los infieles, a los cuales estaban súbditos. Luego autoridad hay en la Iglesia de librar los fieles de la jurisdicción de los infieles». Ahí mismo el Apóstol pretende librar a los cristianos de la burla de los paganos. La buena gobernación de la Iglesia -arguye Ledesma- debe procurar que «sus hijos no sean menospreciados de los infieles».

La segunda prueba –también de autoridad– es de las que llaman a pari o por semejanza. «El matrimonio, que de su naturaleza es indisoluble, puede la Iglesia deshacerlo», sí uno de los cónyuges se convierte a la fe cristiana, y el otro, permaneciendo en su infidelidad, no lo deja vivir «sin injuria de su criador». De igual modo, como consta explícitamente en el Decreto, «al hijo de una mujer fiel lo quitan de la tutela del padre infiel por el peligro que pueda haber. Luego poder hay en la Iglesia de librar a su hijo de la jurisdicción de los infieles»[9]. Esto manifiesta en conclusión que la Iglesia tiene poder para liberar a los fieles de la autoridad o jurisdicción de los príncipes infieles, si éstos ponen en peligro su fe.

Otra de las autoridades, que aduce aquí Pedro de Ledesma es la de Santo Tomás, que enseña esta misma doctrina en la Secunda Secundae, cuestión 6, artículo 10, con estas palabras: «a los infieles se les puede quitar el dominio sobre los fieles por la sentencia o determinación de la Iglesia, que tiene esa autoridad recibida de Dios. Los infieles, por razón de su infidelidad, merecen perder su poder o jurisdicción sobre los fieles que han sido transformados en hijos de Dios».

Finalmente ése ha sido en algunas ocasiones el comportamiento de la Iglesia. Lo vemos confirmado en el Corpus iuris Canonici, en las Decretales de Gregorio IX, en el título De iudaeis et sarracenis

Por lo tanto «pudo muy bien el Sumo Pontífice –concluye Ledesma– usar de este poder acerca de los indios occidentales. Y pudo hacer que los que de ellos se convirtiesen a la fe no quedasen sujetos a los príncipes infieles, porque no los escandalizasen ni los molestasen y los volviesen a hacer idólatras. Este es el principal título, que tiene el rey de España, y los demás reyes cristianos acerca de los indios occidentales»[10].

9. INCULTURACIÓN E INTERRELACIONES RELIGIOSAS

Cierta preocupación encontramos también en Pedro de Ledesma sobre los problemas de inculturación en cuanto a la relación mutua entre las dos religiones: la católica y la de los indios[11]. Es la última cuestión que se plantea Ledesma en este pequeño tratado sobre los indios de América. No es un tema que obedezca a un planteamiento directo de inculturación pastoral o misionera o religiosa, pero da base suficiente, para juzgar lo que pensaba nuestro autor sobre esta materia. Viene todo ello expuesto en cuatro conclusiones al final del tratado.

Conclusión primera: «los ritos y ceremonias de los infieles se han de sufrir para la consecución de algún bien o para evitar un mayor mal cuando los infieles son súbditos de los príncipes cristianos[12]

Esta conclusión no va más lejos de la tolerancia. No habla propiamente de verdadera libertad religiosa, en la que cada uno es libre para seguir la religión que cree verdadera. Esa tolerancia la había expuesto Santo Tomás en la Secunda Secundae, cuestión 10, artículo 11, y es la doctrina que siguen sus discípulos en los comentarios a ese texto del santo.

Se trata en definitiva de un método de evangelización, que consistiría en tener en cuenta esta norma: se permite a los infieles practicar su religión, para que, tratados con deferencia y suavidad, más fácilmente se conviertan a la fe cristiana.

Por otra parte, con toda seguridad, la oposición directa a sus prácticas religiosas, provocaría la rebeldía, la violencia y hasta la guerra, que son males más graves que la práctica de sus cultos.

Esta relación de mera tolerancia no la superan las otras conclusiones de Pedro de Ledesma, que ponemos a continuación.

Conclusión segunda: en las relaciones comerciales con los infieles no se les pueden vender aquellas cosas que se ordenan directamente a sus cultos.

Pone como ejemplo «vender una vestidura sacerdotal o un ídolo para sus cultos». La razón que da es que «el que vende estas cosas a los infieles concurre a obrar con ellos aquellas obras, que son pecado mortal, pues les da instrumentos de sí ordenados a pecado mortal. Luego no es lícito».

Conclusión tercera: contribuir a la edificación o a la reparación de los templos de los infieles es contribuir directamente al mal o al pecado, y es por lo mismo ilícito.

Para Ledesma lo único permitido es conservar esos templos, pero siempre, para evitar mayores malos. Es una actitud de tolerancia bastante endeble, como la anteriormente consignada. En su pensamiento está claro que, si es posible evitar el escándalo o la guerra, se podría incluso derribarlos, o darles otro servicio profano.

Conclusión cuarta: las cosas que por su naturaleza no se ordenan al culto idolátrico, o se ordenan a éste sólo indirectamente es lícito venderlas a los infieles, aunque se sepa que van a usarlas para ese fin.

La razón es porque esas cosas así vendidas no se ordenan intrínsecamente al culto, ni el que las vende tiene intención de cooperar con ello al culto de los infieles[13].


 

[1] Francisco Suárez no está de acuerdo con que sólo se pueda hacer una convocatoria por parte del rey. Puede convocarlos siempre que lo considere oportuno para el gobierno de su reino, pues la misma razón aducida por Báñez y Ledesma para esa convocatoria única vale para las restantes. Siempre, no obstante, sigue diciendo Suárez, ha de hacerse sin violencia y con moderación. Seguimos en nuestras citas la edición: R. P. FRANCISCUS SUÁREZ, E SOCIETATE JESU, Opera Omnia. Editio Nova, a Carolo Berton..., Tomus duodecimus (París 1858), Tractatus Primus. De Fide Theologica, Disputatio XVIII De mediis quibus uti licet ad convertendos vel coercendos infideles non apostatas, p. 436a-460a. Para mayor comodidad citaremos: SUÁREZ, p. (la página que corresponda en el citado volumen XII de esta edición). Aquí, pues, corresponde citar así: SUÁREZ, p. 442b. 

[2] Citamos a Ledesma, como lo hicimos en el estudio anterior, según esta obra y edición: Segunda Parte de la Summa, en la qual se summa y cifra todo lo moral, y casos de conciencia, que no pertenecen a los sacramentos, con todas las dudas con sus razones brevemente puestas. Con privilegio de Castilla, y de Aragón. En Salamanca. En la Emprenta (así) de Antonia Ramírez viuda. M.DC.XXI, página 25ab. En adelante citaremos con el nombre LEDESMA, seguido de la página.

[3] Ib., p. 25b.

[4] Ib., p. 25bs.

[5] Ib., p. 26a.

[6] Ib., p. 26b.

[7] Ib., p. 26bs.

[8] Ib., p. 27a.

[9] Ib.

[10] LEDESMA, p. 27b.

[11] Francisco Suárez nos ofrece unas páginas muy valiosas a este respecto. Enseña que no se puede coaccionar a los infieles a dejar sus cultos falsos o contrarios a la razón (SUAREZ, p. 448b). Igualmente defiende Francisco Suárez que los príncipes cristianos pueden ciertamente obligar por la fuerza a los infieles, que son súbditos suyos, a dejar aquellos errores que se oponen a la razón natural; pero no pueden obligarlos por la fuerza a apartarse de los cultos que practican contrarios a la fe cristiana (SUÁREZ, p. ­450a s).

[12] LEDESMA, p. 27b.

[13] Ib

 

 

Responsables últimos de este proyecto

Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado

Son: Maestros - Diplomados en Geografía e Historia - Licenciados en Flosofía y Letras - Doctores en Filología Hispánica

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