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OTRO TRIÁLOGO: ERASMO, VITORIA Y LUTERO - II

Los documentos que aquí se insertan son obra del hacer entregado y estudioso de D. Ramón Hernández, historiador de la Orden de Predicadores. Profesor, teólogo, bibliotecario... pasa sus últimos años de vida en San Esteban de Salamanca entre libros y legajos. Internet fue para él un descubrimiento inesperado. A pesar de la multitud de libros y artículos publicados en todo el mundo con  fruto de su trabajo la Red ayudó a llevar su pensamiento hasta los más recónditos lugares del planeta: «Me leen ahora en la web, en un solo día, más personas que antes con mis libros en todo un años» solía decir con orgullo refiriéndose a este proyecto. Para acceder a estos contenidos se debe utilizar el Menú Desplegable «ÍNDICE de DOCUMENTOS»Para otras opciones: Seguir «DIRECTORIO PRINCIPAL» o el  botón: «Navegar»

 

II. Ambiente adverso a las libertades

 

No eran aquellos tiempos muy propicios para las libertades ni de los individuos ni de los movimientos que las predicaban: la libertad de conciencia, la libertad religiosa, la libertad de expresión o de imprenta tenían por delante un muy largo camino lleno de oposiciones y tropiezos por parte de las mismas cumbres del poder. ¿Cuáles eran puntualmente, en la práctica, los obstáculos principales de finales del siglo XV y todo el siglo XVI contra esas libertades?

El primero es, sin duda, la Inquisición. Tuvo en España como objetivo primero el problema de los judíos conversos, que continuaban en secreto con sus prácticas religiosas tradicionales y eran motivo de continuos enfrentamientos con sus vecinos los cristianos. Como en la edad media para los herejes fueron creados los tribunales pontificios de la Inquisición, así ahora los Reyes de España pedían al Romano Pontífice la creación de un tribunal similar para esta clase de herejes, que eran los falsamente convertidos del Judaísmo. El problema se fue complicando con el correr de los años, acrecentándose cada vez más los poderes de los tribunales inquisitoriales.

La cuestión judía no quedó en modo alguno resuelta con la Inquisición. Como los problemas de convivencia con las colonias judías se hacían cada vez más difíciles de solución, y se multiplicaban los motines antijudíos entre los cristianos y las venganzas judías contra éstos, en las distintas regiones de España, los Reyes Católicos, después de la conquista de Granada, juzgaron que la medida mejor para fortalecer la unidad política de España era asegurar también la unidad religiosa. Un paso decisivo en este sentido fue la expulsión de los judíos, por el Edicto Regio del 31 de marzo de 1492[1]. Muchos lo vieron bien, porque se evitaban continuos enfrentamientos sociales, que alteraban la paz y traían como consecuencia muertes y venganzas. Se lamenta, sin embargo, a pesar de las providencias de los Reyes, el modo tan desconcertante en que muchos debieron de llevar a cabo ese destierro, abandonados a su propia suerte, con la consiguiente pérdida total de los bienes,  expuestos a los abusos de los pueblos en la marcha hacia el exilio, un exilio durísimo, sin destino seguro, y teniendo que vivir y programar según lo iban ofreciendo las posibilidades de cada día.

La Inquisición Española fue fundada en 1478. Después de la expulsión de los judíos un problema similar tuvo lugar con los musulmanes quedados en España. Contra los falsamente convertidos comenzó a actuar la Inquisición. Siguiendo el ideal de los Reyes Católicos, la unidad religiosa de España para obtener la unidad y la paz política, decidieron acabar con los problemas de la mala convivencia con los musulmanes, y se propusieron echar también a éstos del territorio nacional, si no había verdadera abjuración de su religión y conversión a la fe cristiana. La Pragmática Real de abjuración o expulsión está fechada el 11 de febrero de 1502. Aunque la ejecución de la Pragmática fue llevada con suavidad y sin prisas, y fue pronto desatendida, ahí queda de momento como otro obstáculo a la libertad plena de conciencia.

Todas estas medidas limitaban o destruían la libertad de conciencia, al eliminar una de las manifestaciones de ésta, que era la libertad religiosa.  Sólo la conciencia católica era la consentida. En ese mismo año de la expulsión de los moriscos, otra de las expresiones de la libertad de conciencia iba a ser eliminada: la libertad de imprenta. En efecto el 8 de julio del 1502 los Reyes Católicos hacían pública una Pragmática, que imponía la previa censura a todas las publicaciones, cuya impresión podía negarse sin posible apelación. De esas funciones se encargó posteriormente el Consejo de Castilla, delegándose finalmente en el llamado “Juez de imprenta” con su equipo de censores. La censura llevaba consigo la atribución de tasar o poner precio a los libros, hasta que en 1762 se autorizó a los editores a fijar libremente los precios.

En el campo eclesiástico la primera ley de censura de carácter general para toda la Iglesia fue dada por el Concilio Ecuménico V de Letrán por la Constitución Inter Sollicitudines del 4 de mayo de 1515. Se ordenaba que nadie ose imprimir libros u otros escritos sin ser primero examinados y aprobados, en las diócesis de Roma por el Vicario General de la Santa Sede y el Maestro del Sacro Palacio, y en las otras diócesis por sus obispos respectivos. Estas determinaciones fueron confirmadas por el Concilio de Trento y promulgadas por Pío IV en la Constitución Dominici Gregis del 24 de marzo de 1564. Los papas posteriores dieron nuevas determinaciones, entre las que sobresalen en este siglo XVI las instrucciones de Clemente VIII como introducción a su Índice de libros prohibidos, publicado en 1596.

El siglo XVI seguía su marcha de control de las libertades. En el orden de las libertades civiles, la obra de Maquiavelo, El Príncipe, establece en el trono el autoritarismo absoluto. El gobernante se encuentra con todos los poderes materiales y morales en sus manos, y no tiene otra norma que la de su propio provecho y capricho. Los reyes verdaderamente cristianos saben que por encima de ellos están las normas morales del Evangelio, que no miran a su exclusivo provecho sino al bien común del reino. Pero la obra de Maquiavelo creará una doctrina estatal, el maquiavelismo, que seguirán muchos gobernantes, en esos siglos de los regímenes absolutistas, limitando en nombre del rey y de sus leyes egoístas las libertades de los ciudadanos.

En el orden religioso la inquisición española ira aumentando cada vez más su campo de acción. En 1525 tiene lugar el edicto de Toledo contra los alumbrados. Se trata de unos grupos de hombres y mujeres que siguen una espiritualidad puramente interna, que se creen guiados directamente por el Espíritu Santo, que prescinden de la jerarquía eclesiástica, que consideran que la única Iglesia de Cristo es la del Espíritu y cuya meta suprema es entrar en la contemplación inmediata en esta vida de la misma esencia divina. Los alumbrados del siglo XVI y de los siglos siguientes saben lo que les espera, si caen en las redes de la Inquisición.

Todos sabemos que siempre se ha replicado que si en España tenemos la Inquisición, particularmente activa y rigurosa en el siglo XVI, en otras naciones del centro de Europa, y de Inglaterra, y en las colonias americanas de ésta más tarde, están desde mediados del siglo XV hasta muy avanzado el siglo XVII los tribunales cazadores de brujas, que actuarán más cruelmente que las fuerzas inquisitoriales y ocasionaron muchas más muertes que éstas. Una cosa no justifica la otra, pero raramente se salva un país, en estos tiempos, de las condiciones históricas crueles ambientales. Los mismos tribunales civiles eran todavía más crueles en sus juicios y en sus castigos que la Inquisición. Y los llamados reformistas, Lutero y Calvino, usaron la persecución y la muerte, incluso de grandes científicos, como Miguel Servet, contra los que no pensaban como ellos.

Otro campo, que ofrecerá enseguida actividad a los tribunales inquisitoriales, fue el del erasmismo. La crítica de Erasmo a la piedad externa de los monjes y del pueblo cristiano, para favorecer solamente una piedad interior, atrajo a muchos humanistas cristianos, que formaban grupos de oración, que, en pro de una vida más espiritual, eludían todo contacto con la vida sacramental y las determinaciones de las autoridades de la Iglesia. Así lo practicaban, y así lo predicaban ampliando sus círculos de atracción. La campaña antierasmiana obligó a la Inquisición a unas juntas en 1527 en Valladolid, donde se examinaron los escritos de Erasmo y se exigió su corrección en muchos puntos, y seguirá en años siguientes persiguiendo y anatematizando a los seguidores del espiritualismo erasmiano.

La actividad inquisitorial llega a su punto culminante en el siglo XVI con la aparición en España de diversos focos espirituales, afectados por la doctrina y espiritualidad luterana o protestante. En 1552 fueron detectados en Sevilla, y poco después en Zamora y Valladolid. El tribunal inquisitorial actuó con el máximo rigor, efectuando autos de fe en 1559 y años posteriores, con las penas más crueles como la muerte en la hoguera. La vigilancia sobre la importación de libros protestantes era extrema, y las personas, que mostraran algún afecto o alguna inclinación hacia una piedad o vida espiritual, que pudiera ser afín al protestantismo, eran objeto de persecución, encarcelamiento y examen minucioso de sus sentimientos y de sus exposiciones escritas.

¡Cuántos hombres de intensa vida cristiana tuvieron que sufrir la cárcel, duros procesos inquisitoriales por sus doctrinas, que los intransigentes jueces y censores de turno tachaban de heréticas y hoy nos parecen y son plenamente ortodoxas y conducentes a una vida de verdadera santidad! Otro instrumento de persecución o limitación de la libertad de conciencia fueron los índices de libros prohibidos. El Primero que hace referencia a autores y libros españoles es de 1538, en un apéndice al índice expurgatorio de libros prohibidos, editado en Bruselas en ese año. En 1551 aparecieron los cuatro primeros Índices propiamente españoles en cuatro ciudades, publicados por  sus cuatro correspondientes tribunales de la Inquisición: Toledo, Valladolid, Sevilla y Valencia. Un quinto Índice español se editó en Valladolid en 1554, que se ocupaba de la censura de las ediciones de las Sagradas Escrituras, y se conoce con el nombre de “censura inquisitorial de Biblia”.

El más famoso de todos los catálogos de libros prohibidos por su rigor en la búsqueda de obras para su condena; por su criterio el más estricto en el enjuiciamiento de las obras; por su carácter el más extenso, para todo el imperio español, y por la categoría de las personas y de las obras condenadas, es el impreso en Valladolid en 1559. Es llamado el “Catálogo de Valdés”, es decir, del Inquisidor General de España don Fernando de Valdés, bajo cuya dirección se confeccionó. De él se hicieron varias ediciones, en las cuales se iban añadiendo nuevos libros. De la primera de estas ediciones, de 1559, hay dos redacciones impresas con sus grupos de ejemplares. De la primera de esas redacciones, llamada A, parece haber bastantes ejemplares por las secciones de raros de importantes bibliotecas públicas. De la segunda, en cambio, llamada B, son rarísimos; uno de éstos se encuentra en la biblioteca de San Esteban (PP. Dominicos) de Salamanca[2].

En la página 41 de esta segunda redacción del catálogo de Valdés de 1559 se prohíben tres obras de fray Luis de Granada: el Libro de la Oración y Meditación, la Guía de pecadores y el Manual de diversas oraciones y espirituales ejercicios. En la página 37 se condena la obra de San Juan de Ávila titulada Avisos y reglas para los que desean servir a Dios aprovechando en el camino espiritual, en que se comentan las palabras del salmo 44, 11 Escucha, hija; inclina tu oído. En la página 40 se condenan los Commentarios del reverendísimo fray Bartolomé Carrança de Miranda, Arçobisto de Toledo sobre el Catechismo Christiano, divididos en cuatro partes. En la página 46 se condena el libro de San Francisco de Borja titulado Obras del Christiano.

La consigna de examen de los libros, dada por el Inquisidor General Fernándo de Valdés, no podía ser más dura, y el rasero, para medir el sentido de los términos, no podía haberse colocado más bajo. Las palabras y las frases debían juzgarse en sí mismas y aisladas de todo contexto, “ut iacent”. Los censores, por muy buenos teólogos que fueran, debían someter los libros a ese criterio, nada científico bajo ningún punto de vista, ni el teológico ni el meramente lingüístico.

Los teólogos censores, por otra parte, eran intelectualistas natos, enemigos de toda piedad intimista, y tanto más enemigos cuanto más se desbordaba en afectos aquella espiritualidad. Se consideraban representantes de la tradición*** oficial de la Iglesia, y se mostraban adversos a todas las innovaciones, a las que juzgaban peligrosas o tendentes a la herejía. Para ellos el pueblo, los laicos, no deben entrar en contacto directo con los textos de la Sagrada Escritura. Es la jerarquía la única encargada por Dios para ello. Con su potestad de magisterio, recibida en exclusiva de Jesucristo, enseña la Biblia a todo el resto de la Iglesia, y lo que los diversos pasajes de esos libros significan. Y esto lo hará la jerarquía de viva voz, bien por sí misma bien por sus sacerdotes, ministros y doctores. No se pueden por ello traducir, ni en todo ni en parte, los libros bíblicos a las lenguas vulgares o del pueblo, para que los seglares y los no preparados para su verdadera inteligencia los lean, los interpreten a su antojo y resbalen hacia la herejía.

Algo parecido era necesario tener en cuenta con los libros de meditación o que invitan a la oración mental y preparan al hombre para ella. El pueblo, los seglares, según esos teólogos e inquisidores, no pueden dedicarse a la meditación y contemplación, que están reservadas a gente selecta, sacerdotes, monjes, religiosos, personas siempre consagradas a Dios o a su servicio. Los laicos, por su falta de preparación, se creen enseguida invadidos por el Espíritu Santo, y siguen la vía herética de los alumbrados, que no obedecen, ni quieren saber nada con la jerarquía. El pueblo debe contentarse con la oración vocal y con las devociones externas. No se pueden por consiguiente escribir en romance o en lenguas populares libros de altas meditaciones, con los que la gente sencilla pudiera desviarse hacia interpretaciones heterodoxas de las verdades de nuestra fe.

Eran criterios que sólo se entienden de alguna manera, sin que sea fácil una justificación auténtica, en aquella atmósfera de invasión herética. La Iglesia Católica había perdido naciones enteras, y casi media Europa había sucumbido a las nuevas herejías, y focos aislados de éstas brotaban por doquier en las naciones aún católicas, a pesar de la estrechísima vigilancia de los monarcas y de los tribunales inquisitoriales.

Hoy no lo entenderíamos. Sólo en aquel ambiente se explica que se condenara toda traducción de la Biblia al español o a cualquier otra lengua nacional, fuera traducida en todo o en parte. El catálogo de Fernando de Valdés sólo permite ediciones de los libros de la Sagrada Escritura en hebreo, caldeo, griego y latín. La Biblia tenía que seguir siendo el misterio de los misterios, que sólo podía ser conocido en esas lenguas o a través del velo de los sacerdotes o encargados de explicar la palabra de Dios al resto de los creyentes[3]. Después de las condenas de las ediciones populares de los libros sagrados, no deben de extrañarnos nada las condenas que siguen de otros libros, aunque sus autores sean unos santos.

El citado año 1559 fue esencialmente significativo para la libertad de conciencia de España, porque fue el año de los famosos autos de fe inquisitoriales de Valladolid y Sevilla, el año de la publicación del rigurosísimo Índice de Libros prohibidos, y el año en que Felipe II da la orden de que todos los jóvenes españoles, que hacen sus estudios en el extranjero, vuelvan a España, para evitar todo posible contagio de las pérfidas ideas que dominaban en Europa y de las que había que inmunizar a España[4].

La nueva Inquisición Romana o Pontificia, ante el inminente y continuo peligro de las infiltraciones protestantes fue fundada en 1543 por el Papa Pablo III, iniciando su actividad con mucho rigor en diversas regiones del norte de Italia. Algunos meses antes que el mencionado Índice de libros prohibidos de España, a saber, en el mes de enero del año de 1559 se imprimía también el primer índice de libros prohibidos de la Inquisición Romana, algo más grueso que el de España. Voy a tomar nota de algunas cosas muy significativas de este libro romano. En primer lugar llama la atención el título grande de la portada, que explica el contenido de la obra. Reza así:

“Index auctorum et librorum, qui ab Officio Sanctae Romanae et Universalis Inquisitionis caveri ab omnibus et singulis in universa Christiana Republica mandantur sub censuris contra legentes, vel tenentes libros prohibitos in bulla quae lecta est in Caena Domini, expressis et sub aliis poenis in Decreto eiusdem Sacri officii contentis.

“Index venundatur apud Antonium Bladum, Cameralem Impressorem, de mandato speciali Sacri Officii. Romae anno Domini 1559, Mense Ianuarii”.

Hay un ejemplar en la Biblioteca Nacional de Madrid, que tiene la signatura: 2/60449.

En el fol. 1v se contiene el decreto de la Romana y Universal Inquisición, anunciando a los fieles la impresión de este libro con las penas a los que lean o retengan algunos de esos libros, e imponiendo a todos la obligación de presentarlos “quam primum poterit” a las autoridades eclesiásticas o inquisitoriales.

Se indica igualmente que ese decreto fue hecho público, fijándolo a las puertas de la Basílica del Príncipe de los Apóstoles de Roma, del Palacio de la Santísima Inquisición y en la fortaleza del Campo de las Flores.

Pasa luego a la relación de los autores y libros prohibidos. Curioso lo que dice con respecto a Erasmo de Rotterdam. Después de condenar una a una gran parte de sus obras, indicando brevemente el título, se despacha diciendo que condena todos sus libros, aunque no contengan nada contra la religión ni sobre la religión. También salieron muy mal parados los dominicos Fray Bautista de Crema, y Fray Jerónimo Savonarola. De éste último se condenan muchos sermones y el libro Dialogo della Verità. Ni que decir tiene que están todos los autores reformistas, Lutero, Calvino, Bucero, Ecolampadio, etc. Condena igualmente una gran lista de Biblias, impresas en el siglo XVI. Pero no aparecen los nombres de nuestros espiritualistas, condenados en el Índice español de 1559, es decir, San Francisco de Borja, San Juan de Ávila, Fray Luis de Granada, el arzobispo de Toledo fray Bartolomé Carranza de Miranda.

Unos años más tarde, en 1564, Pío IV publica en Lyon el índice de libros prohibidos mandado elaborar por el concilio de Trento. Lo preparó una comisión especialmente nombrada para esto, cuyo secretario y moderador fue el teólogo dominico portugués Francisco Forerio. No contiene los nombres de los dominicos Fray Bautista de Crema ni de Fray Jerónimo Savonarola. Tampoco hace mención de la condenación de Biblias, como el anterior. Con respecto a Erasmo de Rotterdam es algo más benevolo: hace relación de varias obras teológicas y espirituales, y termina con estas palabras: “caetera vero opera ipsius, in quibus de religione tractat, tandiu prohibita sint, quandiu a Facultate Theologica Parisiensi vel Lovaniensi expurgata non fuerint”. En cuanto a los Adagios de Erasmo se permite su lectura y retención mientras no sean  censurados por alguna Facultad de Teología o por el tribunal inquisitorial.

En el campo de la política hubo también diques insalvables a la libertad de conciencia. Con la formación de los Estados modernos y la consiguiente centralización del poder iba también creciendo el absolutismo de los reyes, que llegará a su punto culminante en los siglos XVII y XVIII. Este espíritu autoritario de los políticos encontró una obra a principios del siglo XVI, que lo consagrará y pretenderá llevarlo hasta el autoritarismo más extremo. Es la obra, ya citada, de El Príncipe de Nicolás Maquiavelo, que se imprimió en 1512, gozó de gran difusión e influyó mucho en la filosofía política y en los gobernantes.

A pesar de estos diques a la libertad de conciencia, el ambiente creado por el humanismo renacentista, no sólo el profano, sino también el religioso y teológico, tuvo sus pequeños logros políticos, sociales y religiosos. Las guerras religiosas suscitadas por la revolución luterana, y que enfrentaron al emperador Carlos V con los príncipes protestantes, apoyados por Francia e Inglaterra, terminaron en la famosa paz de Ausburgo de 1555, en que se reconocía el protestantismo en los territorios de los príncipes protestantes. La fórmula que reconocía esa apariencia de libertad religiosa era “cuius regio eius et religio”. No era verdadera libertad, porque sometía la religión al poder político. Era una fórmula de equilibrio, pero de un equilibrio inestable, que irá poco a poco resquebrajándose y que se rompería estruendosamente a principios del siglo siguiente, dando lugar a la “guerra de los Treinta Años”.

Las guerras religiosas se enardecieron en Francia en la segunda mitad del siglo XVI. Con ligeras treguas y sucesivas concesiones de libertad de culto se fueron prolongando hasta 1598, en que Enrique IV promulga el famoso edicto de Nantes, que representó también un paso hacia la tolerancia religiosa limitada, que no se hará efectiva hasta la caída del absolutismo monárquico o del llamado antiguo régimen.

Una nación que en pleno siglo XVI reconoció cierta libertad religiosa fue Polonia, cuyos reyes abrieron sus fronteras a los que huían de las persecuciones e intransigencias religiosas de otras naciones. Durante el reinado de Segismundo II (1548-1572) entraron en Polonia muchos protestantes, calvinistas y de otras reformas, y en 1567 se permitió el culto privado en algunas ciudades. Poco después de la muerte de Segismundo II, en 1573 por la paz de Varsovia obtuvieron los protestantes los mismos derechos que los que tenían los católicos en cuanto al culto público y privado en toda Polonia. La reacción católica para mantener la fe y culto tradicional se fue imponiendo en las dos últimas décadas del siglo XVI y primeras del siglo XVII.


[1]  Cf. L. Suárez Fernández, La expulsión de los judíos de España, Madrid, Mapfre, 1991.

[2]  Sobre estos y los otros catálogos del siglo XVI véase la obra reciente, en varios volúmenes, bajo la dirección de J. Martínez de Bujanda, Index des livres interdits, Sherbrooke (Canadá), Centre d’Estudes de la Renaissance de Sherbrooke, que comenzó a publicarse en 1984. La ficha bibliográfica del ejemplar de la edición de 1559, conservado en Salamanca, que es el usado por nosotros, es la siguiente: Cathalogus librorum qui prohibentur mandato Illustrissimi et Reverendissimi Domini Domini Ferdinandi de Valdes, Hispalensis Archiepiscopi, Inquisitoris Generalis Hispaniae… , Valladolid, 1559 (Instituto Histórico Dominicano de San Esteban de Salamanca, signatura 0.94/A.103).

[3]  Cf. el catálogo de Valdés, citado en la nota anterior: Cathalogus librorum qui prohibentur, Valladolid, 1559, pág. 37.

[4] Hablamos de la pragmática dada por el Rey Prudente, Felipe II, en Aranjuez el 22 de noviembre de 1559. En ella, después de hablar con los miembros de su Consejo, determina prohibir a los naturales de estos reinos el paso  a estudiar en Universidades, Estudios o Colegios del extranjero. Comienza la pragmática diciendo que en nuestras Universidades, Estudios y Colegios “hay personas muy doctas y suficientes en todas ciencias”. La ida a universidades de fuera perjudica las nuestras, importa “costas y peligros con la comunicación de los extrangeros”, los estudiantes “se divierten y distraen y vienen otros inconvenientes”, se expende mucho dinero con “daño y peligro notable”de estos Reinos. El Consejo Real platicó “sobre los dichos inconvenientes y otros, que de los susodicho resultan y se recrescen”.

Por todo ello “mandamos… que de aquí adelante ninguno de los nuestros súbditos y naturales, eclesiásticos y seglares, frayles y clérigos, ni otros algunos no puedan ir ni salir de estos Reynos a estudiar, ni enseñar, ni aprender, ni actuar, ni residir en Universidades, Estudios ni Colegios fuera de estos Reynos; y que los que fasta agora y al presente estuvieren y residieren en las tales Universidades, Estudios y Colegios se salgan y no estén más en ellos dentro de quatro meses después de la data y publicación de esta nuestra ley; y que las dichas personas, que, contra lo contenido y mandado en esta carta, fueren y salieren a estudiar y aprender, y enseñar, leer y residir o estar en las dichas universidades, Estudios y Colegios fuera de estos Reynos, o los que, estando ya en ellos, no salieren o partieren fuera, dentro del dicho tiempo, sin tornar ni volver a ellos, seyendo eclesiásticos o frayles o clérigos de cualquier estado, dignidad o condición, sean habidos por extraños y agenos de estos Reynos, y pierdan y les sean tomadas las temporalidades que en ellos tuvieren, y los legos cayan e incurran en perdimiento de todos los bienes, y destierro perpetuo destos Reynos; y que los grados y cursos, que en tales Universidades, estudiando y residiendo en ellos contra lo por Nos en esta carta mandado, hicieren, no les valgan ni puedan valer a los unos ni a los otros para ninguna cosa ni efecto alguno”.

Se exceptúan las Univesidades, Estudios y Colegios de Roma, Nápoles y Coimbra, y el Colegio de los Españoles, fundado por el cardenal Gil de Albornoz en Bolonia.

Se encarga a los Abades y Provinciales de las Órdenes religiosas que provean la vuelta de sus súbditos a estos Reynos de España “y que de aquí adelante no den licencia a religioso alguno para que salga a estudiar a Universidad fuera de estos Reynos contra lo en esta ley contenido” (Novísima Recopilación de las Leyes de España mandada formar por el Señor Don Carlos IV. Tomo IV, Madrid, Impr. de la Corte, 1804, Reimpresión, Imprenta Nacional del Boletín Oficial del Estado, 1975: Lib. 8, Tít. 4, Ley 1, págs. 21a-22b. En edic. de la Recopilación de 1775: Lib. 1, Tít.  


 

Responsables últimos de este proyecto

Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado

Son: Maestros - Diplomados en Geografía e Historia - Licenciados en Flosofía y Letras - Doctores en Filología Hispánica

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