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OPUESTOS POR EL VÉRTICE: LAS CASAS - SEPÚLVEDA. DOS GENIOS - IV -

Los documentos que aquí se insertan son obra del hacer entregado y estudioso de D. Ramón Hernández, historiador de la Orden de Predicadores. Profesor, teólogo, bibliotecario... pasa sus últimos años de vida en San Esteban de Salamanca entre libros y legajos. Internet fue para él un descubrimiento inesperado. A pesar de la multitud de libros y artículos publicados en todo el mundo con  fruto de su trabajo la Red ayudó a llevar su pensamiento hasta los más recónditos lugares del planeta: «Me leen ahora en la web, en un solo día, más personas que antes con mis libros en todo un años» solía decir con orgullo refiriéndose a este proyecto. Para acceder a estos contenidos se debe utilizar el Menú Desplegable «ÍNDICE de DOCUMENTOS»Para otras opciones: Seguir «DIRECTORIO PRINCIPAL» o el  botón: «Navegar»

 

 

Plenamente convencido de que los sacrificios humanos de los indios no son motivo justo de guerra contra ellos, llega a afirmar Bartolomé de Las Casas que, si los cristianos usan de la violencia contra los indígenas del Nuevo Mundo, éstos hacen bien, incluso parece que están obligados a ello, en mantenerse en su religión tradicional. En efecto, en ese caso son los mismos cristianos los que tienen que aprender de los infieles, por muchas víctimas humanas inocentes que éstos sacrifiquen a sus dioses[1].

El obispo de Chiapa no tiene miedo a la lógica y lo arriesga todo, para acorralar al adversario en cada uno de sus argumentos. Aunque, por un imposible, hubiera que conceder a Juan Ginés de Sepúlveda todo lo precedente, en todo caso es necesario, antes de la guerra, hacer al enemigo la previa admonición.

También Sepúlveda, el humanista de Pozoblanco, admitía esa necesidad en Demócrates Segundo:

“Éste es, pues, –escribe- el proceso lógico de la guerra primeramente que se declare, esto es, amonestar a los bárbaros a que acepten los grandes beneficios del vencedor, y se instruyan en sus óptimas leyes y costumbres, se imbuyan de la verdadera religión y admitan el imperio del Rey de las Españas, no sea que, si obran contrariamente y rechazan su dominio, sean mal tratados hostilmente por los españoles, que con el fin de dominarlos fueron enviados por su Rey. Si los bárbaros piden tiempo para deliberar, se les debe conceder cuanto sea necesario para reunir un consejo y redactar las decisiones. Pero no conviene darles un lapso de tiempo excesivo; pues, si se hubiese de esperar a que ellos se instruyesen en la naturaleza, costumbres e inteligencia de los españoles y de las suyas, de la diferencia de ambos pueblos, del derecho de mandar y obedecer, de la diferencia, honestidad y verdad de moral y religión, el tiempo concedido se alargaría hasta el infinito y sería en vano, pues esto no puede conocerse, sino después de aceptado nuestro imperio, con el trato continuo de nuestros hombres y con la doctrina de los maestros de moral y religión”[2].

Abundando en la importancia de la admonición antes de dirimir el litigio con las armas, añade más abajo:

“Ahora bien, si se hace caso omiso de la admonición y negándoles la tregua, a la que nos referimos, se les hiciese la guerra, al no estar ésta justificada en el derecho natural y en la voluntad y decreto del justo príncipe, será injusta, y más bien que guerra deberá llamarse latrocinio […].

“Así pues, todas las cosas robadas deben ser restituidas a quienes fueron despojados de ellas injustamente y por vía de latrocinio., como si un juez condenase sin previo juicio a un reo de lesa majestad a ser despojado de sus bienes. Pues, si hubiesen sido previamente amonestados, quizás sin hacer uso de las armas, posiblemente hubiesen sometido sus posesiones y personas a nuestro dominio, y la paz, que es el motivo por el que conviene hacer la guerra, hubiera reinado sin lucha”[3].

En la Apologia pro libro de iustis belli causis se explaya en evidenciarnos las dificultades insuperables de llevar a cabo la admonición entre los indios americanos[4].

Como dejamos ya advertido, Las Casas se muestra en éste, como en sus otros argumentos, con una lógica implacable: el derecho y la moral exigen como condición necesaria la admonición, según admite su contrincante; por consiguiente, si esa admonición es imposible, tampoco hay posibilidad jurídica no moral para la guerra.

Las Casas parecía quebrar con ello las últimas armas del adversario. La guerra quedaba por completo excluida, sin la posibilidad siquiera del más leve resquicio para ella. Y éste había sido el tema único o central de ambos contendientes a lo largo de tan amplios debates. La asamblea no podía sentirse satisfecha, pues faltaba la parte positiva, es decir, indicar el medio apropiado para acercarse a este tipo tan peculiar de infieles, entregado a la evangelización de los españoles, y la forma de dominio a ejercer por los reyes de España sobre ellos.

El obispo de Chiapa tenía ya resuelto el problema desde hacía muchos años y no tuvo que pensarlo mucho para ofrecer su solución, al serle requerida por la Junta. Lo expone Domingo de Soto al final de su compendio de la disputa en la forma siguiente:

“Preguntando a la postre qué es lo que a su parecer sería lícito y expediente, dice que en las partes que no hobiese peligro, de la forma evangélica era entrar solos los predicadores y los que les pudiesen enseñar buenas costumbres conforme a nuestra fe, y los que pudiesen con ellos tratar de paz. Y donde se temiese algún peligro convendría hacer algunas fortalezas en sus confines, para que desde allí comenzasen a tratar con ellos, poco a poco se fuese multiplicando nuestra religión, y ganando tierra por paz y amor y buen ejemplo.

“Y ésta dice que fe la intención de la bulla de Alejandro y no otra, según lo declara la otra de Pablo, conviene a saber, para que después de cristianos fuesen subjectos a Su Majestad, no cuanto ad dominium rerum particularium, ni para hacellos esclavos ni quitalles sus señorías, sino sólo cuanto la suprema jurisdicción con algún razonable tributo para la protección de la fe y enseñanza de buenas costumbres y buena gobernación”[5].

   

B.Objeciones de Sepúlveda y réplicas de Las Casas

Después del resumen de Soto aparecen en el tratado Aquí se contiene una disputa las doce objeciones de Sepúlveda y las doce réplicas de Las Casas. Es un duelo sin fin de argumentos e interpretaciones de autoridades. Ya hemos utilizado esta sección a lo largo de nuestro trabajo, para dar mayor claridad al pensamiento de los contendientes. Queremos todavía, sin embargo, sacar a relucir algunas cosas que pensamos muy aprovechables para la clarificación de nuestro tema.

En la objeción octava pretende demostrar Sepúlveda que los indios son verdaderamente bárbaros por sus malas costumbres públicamente aprobadas entre ellos. Escribe en efecto:

“Pues ser éstos hombres de poca capacidad y prabas costumbres, pruébase por lo dicho de casi todos los que de allá vienen, y principalmente por la Historia general, libro 3º, cap. 6, scripta dellos por cronista grave y diligente en inquirir las cosas, y que ha estado en las Islas y Tierra Firme muchos años”[6].

Se refiere Las Casas en esta cita a Gonzalo Fernández de Oviedo, al que tiene siempre delante de sus ojos Sepúlveda, cuando se trata de enjuiciar a los indios americanos.

Veamos la contestación de Las Casas en la octava réplica. Si el objetante no ha conocido personalmente a los indios ¿por qué no se informa, antes de tratar sobre ellos, de personas que han convivido desinteresadamente con los mismos, como son los misioneros, en vez de ir a buscar noticias en un cronista tan sospechoso como Fernández de Oviedo, que gozaba de encomienda y era por persona interesada en desacreditar a los naturales?

El recurso de Sepúlveda a ese personaje irritó sobremanera a Bartolomé de Las Casas, que no pudo menos de emprenderla furiosamente contra ambos, diciendo:

“Y lo que más perjudica a la persona del reverendo doctor [Sepúlveda], entre personas prudentes y temerosas de Dios, y que tienen noticia ocular de Las Indias, es allegar y traer por autor irrefragable a Oviedo en su falsísima y nefanda Historia que llamó General, como haya sido uno de los tiranos robadores y destruidores, según él mismo confiesa en el prólogo de su primera parte, columna 6, y en el libro 6, cap. 8, y por ende de los indios capital enemigo.

“Júzguese por los prudentes si para contra los indios es idóneo testigo. A éste llama empero el doctor grave y diligente cronista, porque lo halló a favor de paladar para socorro de la necesidad de verdades en que se ponía, estando aquella Historia poco más llena de hojas que de mentiras. Esto probamos a la larga en otros tratados nuestros y en la Apología”[7].

Ángel Losada se hace eco del interés que ofrece en la Apología lascasiana la contraposición entre Oviedo y el Defensor de los Indios[8].

Para contradecir a ambos –a Fernández de Oviedo y a Sepúlveda- hace Las Casas en esta misma réplica octava un elogio del indio americano, fruto de su larga convivencia con él. Oigamos este elogio:

“Los indios son de tan buenos entendimientos y tan agudos de ingenio, de tanta capacidad y tan dóciles para cualquier sciencia moral y especulativa doctrina, y tan ordenados, por la mayor parte proveídos y razonables en su policía, teniendo muchas leyes justísimas, y tanto han aprovechado en las cosas de la fe y religión Cristiana, y en las buenas costumbres y corrección de los vicios, dondequiera que han sido doctrinados por los religiosos y por personas de buena vida, y aprovechan cada día cuanto nación en el mundo se halló después de subidos los Apóstoles al cielo, y hoy se hallaría.

“Dejo de decir el admirable aprovechamiento que en ellos ha habido en las artes mechánicas y liberales, como leer y escribir, y música de canto y de todos músicos instrumentos, gramática y lógica, y de todo lo demás que se les ha enseñado y ellos han oído”[9].

El tema de la jurisdicción pontificia es tratado por Sepúlveda en las objeciones décima y duodécima, y por Las Casas con mucha amplitud en las correspondientes réplicas. No nos vamos a detener en ello, ya que hemos recurrido a este argumento a lo largo de toda la disputa.

En la undécima de las objeciones se enfrenta el doctor Sepúlveda con la excusa hecha por Las Casas de la guerra para defender a los inocentes sacrificados a los ídolos, porque en realidad eran pocos los sacrificados e iban a ser más numerosos los inocentes muertos por la guerra.

“Muy mal hace su Señoría la cuenta –objeta Sepúlveda- , porque en la Nueva España, a dicho de todos los que della vienen y han tenido cuidado de saber esto, se sacrificaban cada año más de veinte mil personas; el cual número multiplicado por treinta años que ha que se ganó y se quitó este sacrificio, serían ya seiscientos mil, y en conquistarla a ella toda, no creo que murieron más número de los que ellos sacrificaban en un año.”[10]

Y termina Sepúlveda lamentándose que mueran allí tantos sin el bautismo, por no haberlos sometido por las armas.

Las Casas no puede contener su indignación y responde valientemente, saliendo por los fueros de los indios, expresándose en estos términos:

“Digo, lo primero, que entremos en cuenta el doctor y yo. Lo segundo, digo que no es verdad decir que en la Nueva España se sacrificaban veintemil personas, ni ciento, ni cinquenta cada un año, porque, si eso fuera, no halláramos tan infinitas gentes como hallamos. Y esto no es sino la voz de tiranos por excusar y justificar sus violencias tiránicas, y por tener opresos y por desollar los indios, que, de la vendimia que hicieron, restaron por esclavos, y tiranizallos. Y esto pretenden los que quieren favorecer, como el doctor y sus secuaces […]

“Y sería bien que respondiese si llora los que morían sin baptismo por los indios sacrificados, que eran diez o ciento, y que fueran mil y diez mil, lo cual es falso, cómo no le lastima el alma y se le rasgan las entrañas y quiebra el corazón sobre veinte cuentos de ánimas, que han perecido en el tiempo restado, sin fe y sin sacramentos, que según tan dispuestas para recibir la fe, los hizo Dios, se hobieran salvado, y por quitalles el tiempo y espacio de su conversión y penitencia, los españoles despedazándolos contra toda razón y justicia, sólo por raballos y cativallos, se condenaron”[11].

Juan Ginés de Sepúlveda, al justificar la guerra contra los indios, para someterlos al rey de España, está convirtiendo el medio en fin, pues éste no es otro que la conversión de los indios. Incluso, movido por el afán de justificar la guerra, ha confundido los medios lícitos con los ilícitos. Bartolomé de Las Casas protesta de la acusación de su adversario, de que pretenda quitar a los reyes españoles sus verdaderos derechos. Lo deja bien determinado en la conclusión de su última réplica con estas palabras:

“A esto enderezo todos mis trabajos, no como el doctor me impone para cerrar las puertas de la justificación ni a deshacer los títulos que los Reyes de Castilla tienen a aquel supremo principado. Cierro las puertas a los títulos falsos, de ninguna entidad, todos vanos, y ábrolas a los jurídicos, sólidos, fuertísimos, verdaderos, católicos y de verdaderos cristianos. Y, para buscallos, fundallos, corroborallos y declarallos, algo más que el doctor y de más tiempo creo que he trabajado. Y desto dará manifiesto testimonio lo que hallarán escripto cerca dello en nuestro especial tratado. Para la consecución deste fin o fines, desterrando de aquellas tierras y destos reinos tan insensibles o no sentidos pecados, compuse mi Confessionario[12].

En su Apología, que es el tratado de que acaba de hablar Las Casas, se enfrenta éste con los mismos títulos de Vitoria, que Sepúlveda intenta aducir en su favor. Este punto ha sido estudiado modernamente por Ángel Losada en un pequeño esbozo dentro del artículo, muy citado en estas páginas, La “Apología”, obra inédita de Fray Bartolomé de Las Casas: Actualidad de su contenido[13]. Al aducir Francisco de Vitoria sus ocho títulos verdaderos –dice el Padre Las Casas- supone en los indios, por mala información, “ciertas cosas falsísimas” y por ello no son realmente aplicables esos títulos o argumentos a los indios americanos.

 

C.Colofón: un éxito a largo alcance

 

Sepúlveda se atribuye a sí mismo la victoria, como puede verse en su escrito Proposiciones temerarias[14], y sobre todo en la carta que en el primero de octubre escribió a su amigo de Oliva. Cuenta muy triunfalmente el desarrollo de los hechos en la segunda etapa de las disputas y se queja de la propaganda de su derrota, hecha falazmente por sus contrarios. Esta es su narración:

“En un principio [los seguidores de Las Casas] hicieron todo lo posible para conseguir de los jueces la condenación de mi obra y librarse de aquellos teólogos que consideraban un tanto sospechosos; así se unió la inhibición de éstos a la actuación de aquéllos, que de antemano fueron engatusados por él [Las Casas] y ganados para su causa.

“Esta prevención, tomada ya previamente contra mi obra, y estudiosamente preparada, dio armas a mi enemigo, con las que intentó derrotarme ante el tribunal […]

“Yo basé mi defensa en la autoridad de los sumos pontífices, en el consentimiento de los doctores de la Iglesia Romana y en la posición adoptada en favor mío por el Maestro del Sacro Palacio, varón docto, que además es miembro del Tribunal de la Rota (autoridades éstas a las que me refiero en mi obra) […]

“Como puede verse, mis pruebas eran mucho más convincentes que las suyas; eso sin contar con el fondo de la argumentación, indudablemente más sólida la mía que la de mis adversarios. Éstos, eso sí, manejaban la falsa dialéctica con una habilidad asombrosa; acostumbrados, como estaban, a las polémicas escolásticas, daban las más extrañas e ingeniosas interpretaciones a las Sagradas Escrituras y a los testimonios de los Santos Padres, retorciendo por completo su sentido, empañando así la verdad, que no dejaban resplandecer.

“Cuando yo, en mi propia defensa, exponía los argumentos, que echaban abajo sus tesis, ellos aún más se envalentonaban y pérfidamente, como último recurso, me motejaban de ambicioso y altanero. Llegaron incluso a afirmar que yo no defendía la causa de nuestra nación, sino mis intereses puramente personales. Nada más lejos de la verdad: creo que no hace falta demostrar que se trata de un asunto que interesa por completo a nuestra nación y a nuestro Imperio […]

“El asunto no se presentaba nada halagüeño para mí; una sola persona, con refinada astucia, coreada por unos cuantos seguidores, dirigía a su antojo aquel tinglado, cuando vino a prestarme su valiosísimo apoyo el franciscano Bernardino de Arévalo, varón muy versado en Sagradas Escrituras y Santos Padres, de sólida y profunda doctrina y de santidad, virtud y fama extraordinarias.

“Su intervención no pudo ser más oportuna. No es que mi causa estuviese del todo ya perdida, como mis adversarios tuvieron la osadía de divulgar por ahí, con cartas, panfletos y hasta coplas atribuyéndose a sí una inmerecida victoria. No obstante, no puede decirse  que salí muy bien parado del primer encuentro […]

“La primera intervención de Bernardino tuvo lugar al reanudarse las sesiones, para que los jueces emitiesen ya su dictamen. Se presentó al tribunal, a pesar de no estar del todo curado; fue él quien comenzó en el uso de la palabra, para emitir su opinión. Su argumentación coincidía plenamente con la doctrina que yo defendía en mi libro, que él cuidadosamente había leído y asimilado. Sus palabras llegaron tan a lo vivo al corazón de los teólogos, que se habían declarado antes contra mi causa, que comenzaron a dar claros indicios de sospecha sobre la validez de la argumentación contraria, que anteriormente los convenciera […]

“Al terminar Bernardino su exposición, yo me levanté y defendí la doctrina de mi libro, que previamente había leído […]

“Hasta la intervención de Bernardino los jueces habían tenido cerrados sus oídos a mis palabras, como si se tratase del canto de una mortífera sirena. Sin embargo, después de su intervención, al comenzar yo a repetir la misma cantinela, parte por parte, como si fuera nueva, comenzaron a prestarme atención y, si alguna dificultad se les ocurría, me la exponían, para que se la solucionase.

  “Así, en poco tiempo, conseguí que aquellos jueces, antes tan descarriados, volvieran al camino de la verdad y aprobaran mi tesis, en cuya defensa tantos años de mi vida había yo gastado. Todos, pues, sin excepción se convencieron de la licitud de la guerra contra los Indios, como medio de atraerlos al redil de Cristo.

“De los teólogos contrarios a mi tesis, solamente uno emitió dictamen contra mí; de los otros dos restantes, uno hacía tiempo se había ausentado, llamado al concilio de Trento, y el otro no se decidió a expresar su opinión definitiva, sin duda, como muchos creían, para no verse obligado a soportar la afrenta de una derrota por mi parte o quizás para no tener que contrariar a sus amigos con quienes quería quedar con cordiales relaciones.

“En cuanto a los jurisconsultos, de las cuatro principales pruebas, por mí presentadas, unos se inclinaban a favor de unas y otros de otras; y, si bien en el discurso de las deliberaciones surgían materias oscuras que no les acababan de convencer, todos coincidieron en aceptar como prueba convincente el que estamos obligados a impedir el culto idolátrico y velar por la observancia de la ley natural, sobre todo después de la intervención de los veteranos teólogos a que me referí”[15].

Las Casas fue más circunspecto en la exposición de los resultados y no nos ofrece una narración tan jactanciosa como la de su adversario. Se limita a decirnos en su Argumentum Apologiae lo siguiente:

“después de haber tenido muchas controversias, sentenciaron los jueces que las expediciones, a las que vulgarmente llamamos conquistas, son inicuas, ilícitas e injustas, y que, por lo tanto, quedaban en adelante completamente prohibidas. Sobre las asignaciones, a las que en romance damos el nombre de repartimientos [o encomiendas], nada decretaron. La razón fue que todavía perduraban las rebeliones de algunos tiranos en los reinos del Perú y que otras provincias se encontraban también revueltas”[16].

Siendo las dos posiciones antagónicas y extremas, era imposible que ninguna de ellas triunfara absolutamente y de modo inmediato. El Defensor de los indios pudo ver con satisfacción que su doctrina iba teniendo cada vez más peso en la política ultramarina de los monarcas hispanos, y podía esperar que un día –en la medida posible a los humanos- lograra implantarse plenamente, o al menos como el más bello ideal de las relaciones entre los pueblos de distinta condición, religión y cultura. Por de pronto las llamadas guerras de conquistas eran oficialmente rechazadas.

En efecto, sobre dos conceptos, nos dice el obispo de Chiapa, se decidieron los jueces vallisoletanos, dos conceptos decisivos en su larga lucha en pro de los aborígenes del Nuevo Mundo: el de conquista y el de encomienda. La historia inmediatamente posterior nos muestra cómo poco a poco ambos términos se irían esfumando en el contacto de los españoles con las nuevas razas, y todo ello como fruto del duro combate, que contra esas realidades desencadenara el Padre Las Casas, cuyo punto culminante fueron las controversias en las juntas de Valladolid.

Este proceso ha sido ya estudiado por otros con gran competencia; recordemos sus nombres: Juan Manzano Manzano, Juan Pérez de Tudela Bueso, Lewis Hankue, Vicente Beltrán de Heredia, Manuel María Martínez, Lorenzo Galmés[17]... A ellos me remito, pues dicho proceso se sale ya de los márgenes trazados para nuestro tema.

 


[1]  Ángel Losada, La “Apología”, obra inédita de Fray Bartolomé de Las Casas…, en “Boletín de la Real Academia de la Historia” 162, enero-junio 1968, pág. 232.

[2]  Juan Ginés de Sepúlveda, Demócrates Segundo…, Consejo Superior de Investigaciones Cintíficas (CSIC), Madrid, 1951, págs. 29-30.

[3]  Ib., págs. 30-31.

[4]  Joannis Genesii Sepulvedae Cordubensis, Opera, cum edita, tum inedita, accurante Regia Historiae Academia, IV, Madrid, 1870, pags. 342ss.

[5]  Bartolomé de Las Casas,  Tratados I, México-Buenos Aires, 1965, págs. 283-285; Obras Completas, 10 Tratados de 1552, Alianza Editorial, Madrid,1992, pág. 131.

[6]  Ib., págs. 311-313; Oras Completas, 10, Tratados de 1552, pág. 142

[7]  Ib., págs.377-379; Obras Completas,10, Tratados de 1552, pág. 166.

[8]  Ángel Losada, La “Apología”, obra inédita de Fray Bartolomé de Las Casas…, en “Boletín de la Real Academia de la Historia” 162 (enero-junio 1968), págs. 244ss.

[9]  Bart. de Las Casas, Tratados I, México-Buenos Aires, 1965, pág. 377; Obras Completas, 10, Tratados de 1552, pág. 165.

[10]  Ib., pág. 315; Obras Completas, 10, pág. 143.

[11]  Ib., páginas 395-397. Los editores modernos no corrigen la “a” tachada en el texto de la primera edición, para que tenga sentido correcto la expresión: “penitencia a los españoles, despedazándolos…”. (la citada a, según esto, debe desaparecer). Confróntese para ello la página  396 con la página 397 de esta edición de México-Buenos Aires de 1965; Obras Completas, 10, págs. 172-173.

[12]  Ib., pág. 459; Obras Completas, 10, pág.193.

[13]  “Boletín de la Real Academia de la Historia” 162 (enero-junio) 243ss.

[14]  A. M. Fabié, Vida y escritos de Fray Bartolomé de Las Casas, Obispo de Chiapa, II, Madrid, 1879, 546ss.

[15]  Ángel Losada, Epistolario de Juan Ginés de Sepúlveda…, Madrid, 1966, págs. 156-160.

[16]  Del fragmento impreso por A. M. Fabié, Vida y escritos de fray Bartolomé de Las Casas, Obispo de Chiapa, II, Madrid, 1879, pág. 541.

[17]  Juan Manzano, La incorporación de las Indias a la Corona de Castilla, Madrid, 1948, págs. 185-217; Juan Pérez de Tudela y Bueso, Significado histórico de la vida y escritos del Padre Las Casas, introducción a Obras escogidas de Fray Bartolomé de Las Casas, “Biblioteca de Autores Españoles” (BAE), 95, págs. CLXXIV-CLXXXIV; Lewis Hanke, El prejuicio racial en el Nuevo Mundo, Aristóteles y los indios de Hispanoamérica, Santiago de Chile, 1958, p´´ags. 79-118; Vicente Beltrán de Heredia, Domingo de Soto, Estudio Biográfico Documentado, Salamanca, 1960, págs. 265-274; Manuel Mª Martínez, Fray Bartolomé de Las Casas “El Gran Calumniado”, Imprenta La Rafa, Madrid, 1655, págs. 317-320; Lorenzo Galmés, Bartolomé de Las Casas, Defensor de los derechos humanos, Biblioteca de Autores Cristianos (BAC Popular), Madrid, 1982, págs. 173-183.

 

 

Responsables últimos de este proyecto

Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado

Son: Maestros - Diplomados en Geografía e Historia - Licenciados en Flosofía y Letras - Doctores en Filología Hispánica

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