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OPUESTOS POR EL VÉRTICE: LAS CASAS - SEPÚLVEDA. DOS GENIOS - III -

Los documentos que aquí se insertan son obra del hacer entregado y estudioso de D. Ramón Hernández, historiador de la Orden de Predicadores. Profesor, teólogo, bibliotecario... pasa sus últimos años de vida en San Esteban de Salamanca entre libros y legajos. Internet fue para él un descubrimiento inesperado. A pesar de la multitud de libros y artículos publicados en todo el mundo con  fruto de su trabajo la Red ayudó a llevar su pensamiento hasta los más recónditos lugares del planeta: «Me leen ahora en la web, en un solo día, más personas que antes con mis libros en todo un años» solía decir con orgullo refiriéndose a este proyecto. Para acceder a estos contenidos se debe utilizar el Menú Desplegable «ÍNDICE de DOCUMENTOS»Para otras opciones: Seguir «DIRECTORIO PRINCIPAL» o el  botón: «Navegar»

 

 

2. La segunda de las causas de la guerra contra los indios del Nuevo Mundo era para Sepúlveda –según la exposición de Domingo de Soto- “la rudeza de sus ingenios, que son de su natura gente servil y bárbara, y por ende obligada a servir a los de ingenio más elegante, como son los españoles”[1].

En Demócrates Segundo lo expresa de esta manera: “Hay además, otras causas que justifican las guerras, no de tanta aplicación ni tan frecuentes. No obstante, son tenidas por muy justas y se fundan en el derecho natural y divino. Una de ellas, la más aplicable a esos bárbaros llamados vulgarmente indios, de cuya defensa pareces haberte encargado, es la siguiente:

“que aquéllos cuya condición natural es tal que deban obedecer a otros, si rehúsan su imperio y no queda otro recurso, sean dominados por las armas; pues tal guerra es justa, según opinión de los más eminentes filósofos”[2].

Ante las exigencias de su interlocutor, Demócrates se ve obligado a explicar qué es eso de “condición natural tal que deban obedecer a otros”. Y lo hace así:

“Es muy diversa la interpretación que dan al concepto de servidumbre los jurisconsultos, de la de los filósofos. Para los primeros consiste en cierta condición adventicia que tiene su origen en la fuerza del hombre, en el derecho de gentes y a veces en el derecho civil. Los filósofos en cambio dan el nombre de servidumbre a la torpeza ingénita [de entendimiento] y a las costumbres inhumanas y bárbaras”[3].

Esa condición natural servil no significa, pues, para él una cualidad esencial a la naturaleza, pero sí unas condiciones de subdesarrollo tan fuertes en el orden intelectual y volitivo que se hacen en ellos casi una segunda naturaleza, y por eso se puede decir que por naturaleza han de ser gobernados por los más inteligentes, para que no se desmanden en crímenes y torpezas.

La razón que da para ese sometimiento es el orden impuesto por Dios en el universo, según el cual las cosas inferiores tienen que estar a las órdenes de las superiores. Pone, para explicarlo, muchos ejemplos: el sometimiento del cuerpo al alma; de la familia al padre; de los peores a los mejores. El argumento de autoridad aducido para ello es Aristóteles en el libro primero de los Políticos, capítulos 3 y 5, en donde habla de los bárbaros, destinados a la servidumbre”[4].

Las Casas distingue –según el sumario de Soto- tres clases de bárbaros:

“La primera es –dice-, tomando el vocablo largamente por cualquier gente  que tiene alguna extrañeza en sus opiniones o costumbres, pero no les falta policía ni prudencia para regirse.

“La segunda especie es porque no tienen las lenguas aptas para que se puedan explicar por caracteres y letras, como en algún tiempo lo eran los ingleses, como lo dice el Venerable Beda, y que por eso procuró traducir en su lengua las artes liberales […]. Y destas maneras nunca entendió el Filósofo que sunt natura servi, y que por esto se les pueda hacer la guerra, antes dice en el tercero libro de la Política que entre algunos bárbaros hay reinos verdaderos y naturales reyes y señores de gobernación.

“La tercera especie de bárbaros son los que por sus perversas costumbres y rudeza de ingenio y brutal inclinación son como fieras silvestres, que viven por los campos, sin ciudades ni casas, sin policía, sin leyes, sin ritos ni tractos que son  de iure gentium, sino que andan palantes, como se dice en latín, que quiere decir robando y haciendo fuerza, como hicieron al principio los godos y los alanos, y agora dicen que son en Asia los árabes y los que en África nosotros mismos llamamos alárabes. Y déstos se podría entender lo que dice Aristóteles, que, como es lícito cazar las fieras, así es lícito hacerles guerra, defendiéndonos dellos que nos hacen daño, procurándoles reducir a la policía humana; y por ventura lo dijo por algunas gentes que eran en la conquista de Alejandro”[5].

En la Apología habla el Defensor de los Indios de una cuarta clase de bárbaros. Se funda en un pasaje de los Actos de los Apóstoles: capítulo 28, versículo 2. Habla ahí San Lucas del naufragio de la barca de San Pablo cerca de Malta y dice: “los bárbaros nos mostraron singular humanidad; encendieron fuego y nos invitaron a todos a acercarnos a él, pues llovía y hacía frío”[6]. Según Las casas “bárbaros” significa aquí “no cristianos”.

El obispo de Chiapa la emprende entonces contra Sepúlveda, que no supo interpretar a Aristóteles, que habla claramente de dos tipos de bárbaros. En el libro primero de los Políticos hace referencia a los bárbaros propiamente dichos, clasificados por Las Casas en tercer término y que ciertamente han de ser sometidos. En el libro tercero habla, en cambio, de otra clase de bárbaros, “los que carecen de las artes y de las letras”, y que, a pesar de eso, pueden gobernarse por sí mismos”[7].

Para Bartolomé de Las Casas los indios serían sólo bárbaros en sentido amplio, como del primer grupo, y por ello no necesitan estar sometidos a nadie. Con este motivo hace un elogio de la raza americana. Lo expresa así Domingo de Soto:

“Por esta ocasión el señor obispo contó largamente la historia de los indios, mostrando que, aunque tengan algunas costumbres de gente no tan política, pero que no son en este grado bárbaros, antes son gente gregátil y civil, que tienen pueblos grandes y casas y leyes y artes y señores y gobernación, y castigan no sólo los pecados contra natura, mas aún otros naturales con penas de muerte. Tienen bastante policía, para que por esta razón de barbaridad no se les pueda hacer guerra”[8].

3. La tercera causa de la sumisión por la fuerza era para Sepúlveda –según el resumen de Soto- “por el fin de la fe, porque aquella subjeción es más cómoda y expediente para su predicación y persuasión”[9]. En Demócrates Segundo ocupa este motivo el cuarto lugar y lo expresa del siguiente modo:

“De esta religión privadamente se origina una cuarta causa, que justifica sobre manera la iniciación de la guerra contra los bárbaros, pues atañe al cumplimiento de un precepto evangélico de Cristo, y se dirige a atraer por el camino más próximo y corto a la luz de la verdad a una infinita multitud de hombres, errantes entre perniciosas tinieblas”[10].

Jesucristo confirió a su Iglesia el mandato y la potestad de predicar el Evangelio por todo el mundo. Los Papas han delegado esa potestad en los reyes de España. Ahora bien el que ordena el fin ordena asimismo los medios para alcanzarlos. Por eso los españoles, si los indios se resisten a esa predicación, deben dominarlos y sujetarlos. Ese sometimiento comporta igualmente el obligarlos a escuchar la predicación; no coaccionarlos a la fe, pues la voluntad no puede sufrir coacción, pero sí a que escuchen la exposición evangélica, para que puedan libremente decidirse a admitir o no la fe anunciada. Incluso se les puede impulsar con premios o castigos, salvando siempre la precisa libertad.

Ya Sepúlveda, por medio de su interlocutor Leopoldo, se pone esta objeción: los misioneros han de predicar “lo mismo que fueron enviados los primeros, que sin armas, sólo con la ayuda de la fe, recorrieron la mayor parte del orbe predicando el Evangelio”.

A esto da Sepúlveda la siguiente contestación:

“¿Acaso también sin báculo ni alforjas? Da tú a los apóstoles de nuestro tiempo aquella perfección de fe, aquella virtud de milagros y don de lenguas, con que ellos sometían a los enemigos impíos al yugo de la fe y los dominaban, y no faltarán, créeme, predicadores apostólicos, que recorran el mundo enseñando el Evangelio; y tengo la seguridad de que aún éstos mismos, si tales hubiesen existido en nuestro tiempo por un don de Dios, con gusto todos se habrían aprovechado de la ocasión y comodidad de cumplir bien su misión y habrían dado muchas gracias a los príncipes cristianos, porque, con la pacificación de los bárbaros, habían asegurado el camino para la predicación evangélica.

“Pero ahora, como por nuestro mérito o culpa, o porque no hay necesidad, no vemos milagro alguno o rarísimo, conviene apoyarnos en la recta razón y proceder con prudencia, o sea que, si obramos de otro modo, parezca que tentamos a Dios, lo cual es contra la ley divina”[11].

Como la vez anterior, el obispo de Chiapa respondió distinguiendo. Hay seis casos en los  que la Iglesia puede hacer la guerra a los idólatras o infieles:

  1º Si han ocupado violentamente tierras de cristianos.

  2º Si con pecados graves de idolatría ensucian y contaminan nuestra fe,

  sacramentos, o templos, o imágenes, y por ende mandó Constantino

  que no se permitiese a los gentiles tener ídolos, donde los cristianos

   se pudiesen escandalizar.

  3º  Si blasfeman conscientemente de Cristo, de los santos, o de la Iglesia.

  4º  Si a sabiendas impiden la predicación.

  5º  Si hacen ellos la guerra a la Iglesia.

  6º  Para librar a los inocentes, aunque esto no es plenamente obligatorio,

 porque la guerra traería un mal mayor, como es la muerte de un

 número de inocentes mucho mas grande.

Solo en esos casos, según los canonistas, podría hacerse la guerra a los infieles. No ve Las Casas la verdad de la razón aducida por Sepúlveda: que, después de vencidos y sometidos, se les predica mejor la fe. La fe, responde el Defensor de los Indios, es sujeción del entendimiento y requiere buena voluntad hacia los que la predican, y esto es imposible conseguirlo por la guerra. Trae a este propósito múltiples textos de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres, para probar la necesidad del buen ejemplo en los predicadores, la bondad, la mansedumbre, la modestia. Ir con las armas en las manos es seguir, no el ejemplo y mandato de Jesucristo, sino el ejemplo y las leyes de Mahoma.

No vale para el obispo de Chiapa el subterfugio: “nuestro fin no es introducirles la fe por la fuerza, sino que empleamos sólo la fuerza para dominarlos y predicarlos.

“Porque a la verdad –escribe- no sólo esto es fuerza indirecta, sino inmediatamente directa, pues que dicen que en estas guerras se ha de tener intención de predicarles después la fe. Porque esto es engendralles primero miedo y fuerza para que de temor reciban vanamente la fe. Porque si unos ven los estragos, robos y muertes que sus vecinos padecen, por no padecer ellos mismos aquello, recibirán vanamente la fe, sin saber lo que reciben”[12].

Finalmente la predicación de la fe lleva consigo la predicación de la penitencia. Así lo vemos en Cristo  y en los Apóstoles. “De aquí, pues –concluye-, se coge esta razón:

“la predicación de la fe es predicar la remisión de todos los pecados pasados. Luego, aunque los indios mereciesen castigo por sus pecados, no se les ha de castigar ni hacer la guerra, sino predicarles que todo se les ha de perdonar por el bautismo. Porque Cristus non venit ut iudicet mundum, sed ut salvetur mundus per ipsum. Y ansí se lo profetizó el profeta: ecce Rex tuus venit tibi mansuetus sedens super asinam[13].

Domingo de Soto introduce aquí algo de su pensamiento. Cree que Las Casas se excede en sus argumentaciones, dando más libertad a los indios que la que les corresponde. Si impiden la predicación de la fe a sabiendas de lo que hacen, como los moros que ya tienen noticia de nuestra religión, es lícito declararles la guerra. Pero, si impiden la predicación, creyendo que los vamos a robar o a matar como a enemigos, entonces no cabe la guerra justa. Es ésta una distinción que Soto rechaza.

Otra distinción lascasiana, que tampoco satisface a Domingo de Soto es la siguiente: si son sólo los príncipes los que impiden la predicación, cabe la guerra justa; pero, si es todo el pueblo el que no quiere escuchar, sino permanecer en su antigua religión, no hay posibilidad para justificar una contienda bélica.

El catedrático salmantino salta por encima de todas estas distinciones, para decir que existe un derecho plenamente fundado, que es el poder y la facultad otorgados por Jesucristo a todos los cristianos de predicar el Evangelio a todo el mundo, según las palabras recogidas por Mc 16,15: “id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura”. Y comenta Domingo de Soto:

“por las cuales palabras parece que tenemos derecho de ir a predicar a todas las gentes y amparar y defender a los predicadores con armas si fuere menester, para que los dejen predicar”[14].

Bartolomé de Las Casas establece aún aquí una distinción. Ese precepto evangélico no obliga a forzar a los gentiles a que nos oigan, sino sólo a predicarles, en el caso de que nos quieran oír. El Catedrático de Salamanca cree que se equivoca el Defensor de los Indios en esta interpretación; lo expresa con estas palabras:

“Y, para advertir a vuestras señorías y mercedes, parece que el señor obispo (si no me engaño) se engañó en la equivocación. Porque otra cosa es que los podamos forzar a que nos dejen predicar, lo cual es opinión de muchos doctores; otra cosa es que los podamos compeller a que vengan a nuestros sermones, en lo cual no hay tanta apariencia. Y esto es lo que él allí trató, que no los podemos forzar  a que nos oyan”[15].

Las razones que daba Las Casas para esta última distinción, o para demostrar que no se les debe obligar ni a oír siquiera la predicación, eran las siguientes:

1ª No pueden ser compelidos a recibir la fe; luego tampoco a oírla, que es un medio para lo primero; esa violencia engendraría odio más bien que apta disposición para recibir la fe.

2ª No se compele a oír la palabra de Dios a los infieles que viven dentro de los reinos católicos; luego con mayor motivo no se puede obligar a los que viven fuera.

3ª La norma de conducta viene trazada por el ejemplo del Señor, que no quiso usar la fuerza frente a los samaritanos, que no querían recibirlo, y por sus cosignas evangélicas de presentarse con la palabra paz: “la paz sea en esta casa” (Lc 10, 5 y Mt 10, 12ss).

4ª No habiendo prometido nunca oír la predicación, no se les puede obligar por la fuerza a lo que no tienen ningún compromiso.

En la Apología Las Casas refuerza más sus posiciones, recordando que las palabras “compelle intrare” (“oblígalos a entrar”) se refieren a una compulsión compasiva, no violenta; que, cuando san Agustín habla de emplear la fuerza, es contra los herejes, no contra los paganos. Para con los indios es necesario actuar como la Iglesia primitiva con respecto a los paganos, es decir, no usar otros medios que la predicación y el buen ejemplo[16].

4. La cuarta causa de la guerra justa contra los indios era para Sepúlveda, según el resumen de Domingo de Soto, “la injuria que unos entre sí hacen a otros, matando hombres para sacrificarlos y algunos para comerlos”[17].

En Demócrates Segundo afirma Sepúlveda que “consta que en una sola región, llamada Nueva España, solían inmolar a los demonios más de veinte mil hombres sin merecerlo. Y así en una sola ciudad, México, cuyos habitantes al final hicieron una resistencia tenacísima, toda aquella provincia, que es mucho más extensa que la totalidad de España, fue sometida al dominio de los cristianos con la muerte de mucho menos hombres que los que ellos solían inmolar en un año”.

Y, para probar que es justa la guerra para salvar a esos inocentes, añade allí mismo:

“Pues es doctrina común de los teólogos que todos los hombres son prójimos unos de otros, con razón de esa sociedad, que, como hace poco decía, se extiende amplísimamente entre todos los hombres, con el argumento a su favor sacado de aquel ejemplo evangélico del samaritano, quien, es sabido, se portó como prójimo con el israelita despojado y herido por los ladrones y muy humanitariamente le amparó en su gran peligro y desgracia”[18].

No solamente la ley evangélica, sino el derecho de gentes nos asegura que todos los hombres formamos una sociedad, en la que unos somos miembros de  los otros, y por ello existe la obligación de defender a aquellos que son injustamente atacados. Como quiera que este pecado de las víctimas humanas es común de todo el pueblo americano, el único modo de lograr evitarlo es la sumisión de todo el territorio por la fuerza.

“¿Qué mayor beneficio  y ventaja –termina diciendo Sepúlveda- pudo acaecer a esos bárbaros que su sumisión al imperio de quienes con su prudencia, virtud y religión los han de convertir de bárbaros y apenas hombres, en humanos y civilizados en cuanto pueden serlo, de criminales en virtuosos, de impíos y esclavos de los demonios en cristianos y adoradores del verdadero Dios dentro de la verdadera religión, como lo son ya hace tiempo, por previsión y disposición de un Príncipe tan bueno y religioso como lo es el César Carlos, al concedérseles preceptores de letras y de ciencias y maestros de moral y de religión verdadera”[19].

En su respuesta recuerda Las Casas que él había admitido seis casos en que se podía hacer justamente la guerra contra los idólatras. El sexto de esos casos se refería a la liberación de los inocentes, como los destinados a los sacrificios a los ídolos. Ya entonces había puesto alguna limitación, pero ahora estudia más por extenso el problema. En definitiva, él viene a negar la licitud de esa guerra cuando el número de inocentes a salvar es muy reducido. Como de ordinario, multiplica hasta el exceso los argumentos. Veamos sólo algunos:

1º Entre dos males es necesario siempre elegir el menor. “Que los indios –dicen- maten algunos inocentes para comerlos, que es aún mayor fealdad que para sacrificarlos, es sin comparación menor mal que los que se siguen de la guerra. Donde allende de los robos, mueren muchos más inocentes  que son los pocos que se pretenden librar. Allende desto, por estas guerras se infama la fe y se pone en odio con los infieles, que es aún mayor mal”[20].

2º Tenemos el precepto  del Éx 23, 7: “no matarás al pacífico y al inocente”. Es un precepto negativo y que por ello urge más que el positivo de defender al inocente que va a morir. Cristo por su parte nos mandó no arrancar la cizaña, por el peligro de arrancar el trigo juntamente con ella.

3º Los indios tienen la excusa de la ignorancia, de la cual no se les puede sacar por las armas, pues entonces verán en los predicadores no amigos que les van a enseñar, sino enemigos, que les van a robar y matar.

Advierte cómo este vicio de sacrificar víctimas humanas es muy antiguo, aportando para ello testimonios de historiadores y escritores de la antigüedad, como Plutarco, Eusebio, Lactancio. Es curioso que, al aducir un texto de San Clemente Romano en el libro nono de las Recognitiones, en que se habla de esos sacrificios y banquetes humanos de las islas orientales, se permita sospechar que “por ventura son estos indios de que tratamos”[21].

En su afán de demostrarlo todo por la Sagrada Escritura, recuerda a este propósito el caso de Abraham y su intento de sacrificar a su hijo Isaac como lo mejor y más estimado que él poseía, para complacer a Dios. Más tarde, en la réplica once, recordará asimismo el sacrificio hecho por Jefté, de su propia hija, y sospechará que los otros pueblos se inspirarían en estos pasajes bíblicos para sus inmolaciones humanas, convencidos de que a la divinidad es necesario ofrecerle lo mejor. Los sabios y los sacerdotes han enseñado siempre a esos pueblos doctrina y ellos la ponen en práctica, convencidos de que hacen una cosa buena.

En la Apología advierte que, cuando es todo el pueblo el que delinque, no cabe la guerra justa, según el principio jurídico “ob populum multum crimen pertransit inultum” (“si el crimen afecta a la mayoría, permanece impune”). El pueblo, al ofrecer sacrificios humanos, actúa con la conciencia de hacer la obra más virtuosa[22].

Como comenta Ángel Losada, al exponer el contenido de la Apología de Las Casas, estamos ante la doctrina del “buen salvaje”[23], propia del Defensor de los Indios. Parecería que se adelanta a las doctrinas Rousseau, del hombre bueno por naturaleza, al que sólo corrompe la sociedad y la civilización. Las relaciones de la Iglesia, o de cualquier otro poder, con esos pueblos no han de ser ni más ni menos las mismas que las relaciones con los pueblos de diferente credo o manera de pensar; es necesario respetar su idiosincrasia.

Se coloca de este modo el obispo de Chiapa en línea con el concilio Vaticano II y por encima de la política de presiones violentas, que los pueblos más avanzados ejercen sobre los que se encuentran en ínfimas condiciones económico-culturales o simplemente en vías de desarrollo.

 


[1]  Bartolomé de Las Casas, Tratados, I, México-Buenos Aires, 1965, pág. 231. Añadiremos siempre la edición siguiente: B. de Las Casas, Obras Completas, 10 Tratados de 1552…, edición de Ramón Hernández, O.P. y Lorenzo Galmés, O.P., Alianza Editorial, Madrid, 1992, pág. 106. En adelante esta edición la citaremos abreviadamente: Obras Completas 10 ( o número del vol.) y páginas.

[2]  Juan Ginés de Sepúlveda, Demócrates Segundo o de las justas causas de la guerra contra los indios, CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas), Madrid, 1951, pág. 19.

[3]  Ib., pág. 20.

[4]  Ib., págs. 20 y 22; lo mismo puede verse en la Apologia pro libro De iustis belli causis, Impresa en Juan Ginés de Sepúlveda, Opera, cum edita, tum inedita, accurante Regia Historiae Academia, IV, Madrid, 1780, pág. 332.

[5]  Bartolomé de Las Casas, Tratados, I, México-Buenos Aires, 1965, págs. 281-283; Obras Completas 10, págs. 129-130.

[6]  Ángel Losada, La “Apología”, obra inédita de Fray Bartolomé de Las Casas…, “Boletín de la Real Academia de la Historia” 162 (enero-junio 1968), pág. 211; Obras Completas, 9, págs. 120-121. Las Casas confunde aquí Malta con Mitilene.

[7]  Ib., págs. 208-211; Obras Completas, 9, págs. 98-99 y 104-105.

[8]  Bartolomé de Las Casas, Tratados, I, México-Buenos Aires, 1965, pág. 283; Obras Completas, 10, págs. 129-130.

[9]  Ib., pág. 231; Obras Completas, 10, pág. 106.

[10]  Juan Ginés de Sepúlveda, Demócrates Segundo…, Madrd, 1951, pág. 64.

[11]  Ib., págs. 67-68.

[12]  Bartolomé de Las Casas, Tratados, I, México-Buenos Aires, 1965, pág. 269; Obras Completas, 10, pág. 125.

[13]  Bartolomé de Las Casas,  Tratados, I, México-Buenos Aires, 1965, pág. 269; Obras Completas, 10, pág. 126.

[14]  Ib., págs. 269-271; Obras Completas, 10, págs. 126-127.

[15]  Ib., pág. 273; Obras Completas, 10, pág. 127.

[16]  Obras Completas, 9, págs. 502-511 y  560-561.

[17]  Bartolomé de Las Casas, Tratados, I, México-Buenos Aires, 1965, pág. 240; Obras Completas, 10, pág. 106.

[18]  Juan Ginés de Sepúlveda, Demócrates Segundo…, Madrid, 1951, pág. 61.

[19]  Ib., pág. 63.

[20]  Bartolomé de Las Casas, Tratados, I, México-Buenos Aires, 1965, pág. 275; Obras Completas, 10, pág. 127.

[21]  Bartolomé de Las Casas, Tratados, I, México-Buenos Aires, 1965, pág. 277; Obras Completas, 10, págs. 128-129, nota 80.

[22]  Obras Completas, 9, págs. 410-411.

[23]  Ángel Losada, La “Apología”, obra inédita de Fray Bartolomé de Las Casas… en “Boletín de la Real Academia de la Historia” 162, enero-junio 1968, pág. 234.

  

 

 

Responsables últimos de este proyecto

Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado

Son: Maestros - Diplomados en Geografía e Historia - Licenciados en Flosofía y Letras - Doctores en Filología Hispánica

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