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LAS CASAS CONTRA LA GUERRA

Los documentos que aquí se insertan son obra del hacer entregado y estudioso de D. Ramón Hernández, historiador de la Orden de Predicadores. Profesor, teólogo, bibliotecario... pasa sus últimos años de vida en San Esteban de Salamanca entre libros y legajos. Internet fue para él un descubrimiento inesperado. A pesar de la multitud de libros y artículos publicados en todo el mundo con  fruto de su trabajo la Red ayudó a llevar su pensamiento hasta los más recónditos lugares del planeta: «Me leen ahora en la web, en un solo día, más personas que antes con mis libros en todo un años» solía decir con orgullo refiriéndose a este proyecto. Para acceder a estos contenidos se debe utilizar el Menú Desplegable «ÍNDICE de DOCUMENTOS»Para otras opciones: Seguir «DIRECTORIO PRINCIPAL» o el  botón: «Navegar»

Elegía lascasiana contra la guerra

 No habrá guerra en América. Esta es la voluntad de Bartolomé de Las Casas, el “Defensor de los Indios de todas las Indias”. Su voluntad es un valladar sin grietas ni poros; no hay resquicio, ni visible ni invisible, por donde pueda colarse el humo de azufre de la guerra. Como en la de Troya no faltarán uno y mil Ulises, que pongan sus argucias por encima de todas las razones y voluntades ajenas, pero esos Ulises no encontrarán ni  la menor condescendencia en el entendimiento ni en el corazón de Las Casas.

Él ha presenciado muchas guerras en América y desearía arrancarlas de cuajo de aquellas tierras paradisíacas, más aptas para los goces de la fraternidad cristiana que para los sobresaltos de odio de los egoístas, aunque entre los hombres éstos tengan  frecuentemente mayor poder.

La meditación que nos ofrece Las Casas sobre los desastres de la guerra no conoce parangón en elegía alguna desde los libros más antiguos hasta los más nuevos. Escuchemos este canto lastimero, hecho de lloros desgarradores ante un fenómeno verdaderamente inhumano, que sataniza los sentimientos del racional espíritu y que llega a veces hasta destruirlos:

“La guerra trae consigo estos males: el estrépito de las armas; las acometidas e invasiones repentinas, impetuosas y furiosas; las violencias y las graves graves perturbaciones; los escándalos, las muertes y las carnicerías; los estragos, las rapiñas y los despojos; el privar a los padres de sus hijos, y a los hijos de sus padres; los cautiverios; el quitarles a los reyes y señores naturales sus estados y dominios; la devastación y la desolación de las ciudades, lugares y pueblos innumerables. Y todos estos males llenan los reinos, las regiones y los lugares todos de copiosos llantos, de tristes lamentos y de todo género de luctuosas calamidades.

“No cabe dudar en manera alguna que todos los hombres de la tierra saben muy bien cuáles y qué clase de frutos produce o engendra naturalmente la guerra. Porque la guerra, como tempestad impetuosa (para referir algunas de las muchas calamidades que apuntaron los juristas) y como inmenso piélago de males, ocupa, invade y lo derriba todo; por ella se afligen las provincias y las ciudades… Ella prepara el camino a las acciones depravadas, excita los odios y rencores, y da entrada a las costumbres ilícitas…

“Empobrece a los hombres y es causa de dolores…; se ahuyentan los ganados, se destruyen las mieses, se da muerte a los agricultores, se devastan las casas de campo; con el ímpetu de las infelices guerras son demolidas florecientísimas ciudades, construidas en tantos siglos. ¡Tanta es la inclinación para dañar, y no para hacer el bien!

“Con las guerras se entristecen las casas; todo se llena de miedo, de llantos, de quejas, de lamentos. Decaen las artes de los artesanos; los pobres, o se ven en la necesidad de ayunar, o de entregarse a procedimientos impíos; los ricos, o deploran los bienes que se les ha arrebatado, o temen por los que todavía les quedan, siendo en uno u otro caso misérrimos. Las nupcias de las vírgenes, o no existen, o se transforman en tristes y desgraciadas; las matronas, desoladas, se consumen en la estirilidad.

“Callan las leyes; son burlados los sentimientos humanitarios; en ninguna parte hay equidad. La religión es objeto de escarnio, y no se establece en absoluto ninguna diferencia entre lo sagrado y lo profano. La guerra asimismo lo llena todo de salteadores, de ladrones, de estupradores, de incendios y de homicidios.

“Y en realidad ¿qué otra cosa es la guerra, sino un homicidio común de muchedumbres y un latrocinio? Y es tanto más criminal cuanto más se dilata. Por ella se precipita en una extrema calamidad a tantos miles de inocentes, que no tienen ninguna culpa y que no merecen el mal que se les hace. En la guerra finalmente pierden los hombres sus almas, sus cuerpos y sus riquezas”[1].

Es un infierno: hay desgarrones que torturan los sentidos; hay odios que retuercen el alma. Es una comparación, la del infierno, muy usada por Las Casas, y él aspira en sus denuncias, implacables y ensordecedoras, a apagar ese calcinante fuego, que debasta Las Indias. Al final de su libro Brevísima relación de la destrucción de Las Indias, después de tan sangrientas descripciones de destrucción y de muerte, nos dice que se encuentra ahora “en esta corte de España, procurando echar el infierno de Las Indias”[2].

 

¿Trató serenamente Las Casas el tema de la guerra?

        

No caerá ninguno hoy en aquella tentación de definir a Las Casas como un paranoico. Sería un sujeto de doble personalidad: normal en todas las cosas, pero anormal en el tema de la relación españoles-indios. Ante cualquier sugerencia de este orden Las Casas llenaría de improperios a los primeros y colmaría de alabanzas a los segundos.

Su obra cumbre sobre esta oposición en agua fuerte de rasgos, actitudes, de sentimientos, de acciones y pasiones entre ambas razas, es, la Brevísima relación… Después de mil narraciones de esa mortal oposición, el Protector de los Indios manifiesta que ha sido la compasión a su patria lo que le ha movido a dar a conocer esos verídicos, aunque nefandos, sucesos. Lo expresa en estos términos:

“Por compasión que he de mi patria, que es Castilla, no la destruya Dios por tan grandes pecados contra su fe y honra cometidos y en los prójimos, por algunas personas notables, celosas de la honra de Dios e compasivas de las aflicciones y calamidades ajenas, que residen en esta corte, aunque yo me lo tenía en propósito y no lo había puesto por obra por mis continuas preocupaciones”[3].

Las Casas no tiene ningún tratado específico sobre la guerra en sí misma considerada ni trata monográficamente de ella en sus obras. Se ocupa de la guerra concreta contra los indios de América; la considera injusta por todos sus lados, y describe sus efectos de carácter apocalíptico. No obstante, al hablar de tanta inhumanidad y miseria, lanza también afirmaciones sobre la guerra en general o en sí misma, de tal manera que podemos servirnos de ellas para componer su pensamiento en torno a ese tema.

La guerra es fruto del infierno –dice Bartoomé de Las Casas- y hay que hacer hasta lo imposible para evitarla. Oigámoselo: “la guerra, que según Homero nos es enviada desde los infiernos, es la cosa más miserable y pestilente de cuantas hay bajo el cielo y repugna totalmente a la vida y doctrina de Cristo, salvo cuando una necesidad inevitable nos obliga a emprenderla”[4].

 

La evangelización no es motivo de guerra

 

Ya en su primera gran obra, Del único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión, se enfrenta con la guerra como medio inadecuado, injusto y antievangélico de predicar la doctrina de Cristo y extender su Iglesia. Ni en la ley natural, ni en la divina existe el menor apoyo a la doctrina contraria, que considera necesario someter primero a los indios por la fuerza de las armas, para pasar luego a su educación o cristianización.

En el capítulo séptimo, parágrafo primero, primera conclusión, establece el siguiente punto doctrinal: “Es temeraria, injusta y tiránica la guerra que a los infieles de la tercera categoría, de que hablamos en el capítulo tercero, parágrafo quinto, a saber, a los infieles que nunca han sabido nada acerca de la fe, ni de la Iglesia, ni han ofendido de ningún modo a la misma Iglesia, se les declara con el solo objeto de que, sometidos al imperio de los cristianos por medio de la misma guerra, preparen sus ánimos para recibir la fe o la religión cristiana, o también para remover los impedimentos que puedan estorbar la predicación de la misma fe”[5].

Al afirmar que es injusta la guerra contra “los infieles de la tercera categoría”, parecería indicar que la guerra contra las otras categorías de infieles es justa. Como él nos dice en las frases transcritas, esa división de infieles la había expuesto en el párrafo quinto del capítulo tercero. Lamentablemente los primeros cuatro capítulos  de esta obra han desaparecido. Es necesario, para conocer su pensamiento, servirse de otros escritos.

El tema que mencionamos, de la necesidad o repugnancia del sometimiento forzoso de los indios, para después predicarles, fue el centro de las controversias entre Bartolomé de Las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda. En esos enfrentamientos vuelve a aparerecer la doctrina sobre las diversas clases de infieles. Es en la Apología, que leyera Las Casas en las controversias con Sepúlveda de 1550-1551, en donde mejor desarrolla ese tema.

Tres grupos distingue Las Casas claramente de infieles. Primer grupo: los que en algún tiempo creyeron y se bautizaron, pero luego se apartaron de la Iglesia; comprende en este grupo a los herejes, cismáticos y apóstatas. Segundo grupo: los que conocen la religión cristiana, pero nunca han ingresado en ella; comprende aquí a los musulmanes y judíos en contacto con los cristianos o que saben de nuestra religión. Tercer grupo: los que nunca han oído hablar de Cristo y no han entrado nunca en comunicación con la religión cristiana.

Sólo en el primero de los tres casos cabe la fuerza por parte de la Iglesia, pues, al recibir el bautismo, caen bajo su jurisdicción. Los otros no son súbditos, y por lo mismo la Iglesia no tiene poder sobre ellos.

En alguna ocasión desdobla a los musulmanes en dos clases. Primera clase: los que, igualmente que los judíos, viven de modo pacífico en los reinos cristianos. Segunda clase: Los que han ocupado territorios que eran de los cristianos y que todavía nos siguen atacando. Contra estos segundos es necesario defenderse, y sería lícito luchar hasta expulsarlos de las regiones que fueron antes cristianas[6].

Con respecto a los idólatras, o infieles del tercer grupo, es decir, los que nunca aceptaron la fe cristiana ni oyeron su predicación, el obispo de Chiapa enseña que hay seis casos –según los canonistas- en los que la Iglesia podría permitir a los cristianos hacerles la guerra, pero que ninguno de esos casos es aplicable a los indios americanos. Esos seis casos son:

  1. Si han ocupado injustamente tierras de cristianos. 

  2. Si con pecados graves de idolatría contaminan nuestra fe, sacramentos, templos o imágenes; que por ello mandó Constantino que no se permitiese a los gentiles tener ídolos donde los cristianos se pudiesen escandalizar.

  3. Si blasfeman conscientemente de Cristo, de los santos o de la Iglesia.

  4. Si a sabiendas impiden la predicación.

  5. Si hacen ellos la guerra a la Iglesia.

  6. Para librar a los inocentes, aunque esto no es plenamente obligatorio, porque la guerra traería un mal mayor, como es la muerte de un número de inocentes mucho más grande.

Ni siquiera puede utilizarse la fuerza para un fin bueno, como es la predicación o la evangelización. No ve Las Casas la verdad de la razón aducida por Sepúlveda: que después de vencidos y sometidos se predica mejor la fe.

La fe –responde Las Casas- es sujección del entendimiento y requiere buena voluntad hacia los que la predican y esto es imposible conseguirlo por la guerra. Trae a este propósito múltiples textos de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres, para probar la necesidad del buen ejemplo en los predicadores: la bondad, la mansedumbre, la modestia. Ir con las armas en la mano, no es seguir el ejemplo y el mandato de Jesucristo[7].

No sólo los contrarios, sino hasta los amigos de Las Casas, veían en el Evangelio una base para el uso de la fuerza en algunos momentos. Inmediatamente antes de su Ascensión, había ordenado Jesús a sus Apóstoles: id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura[8]. Y comentaba Domingo de Soto, secretario de las juntas de la controversia sepúlvedolascasiana de Valladolid: “por las cuales palabras parece que tenemos derecho de ir a predicar a todas las gentes y amparar y defender a los predicadores, con armas si fuere menester, para que los dejen predicar”[9].

Muy otra, mucho más pacífica y mansa y por ende evangélica, es la interpretación del Defensor de los Indios: el mencionado precepto de Cristo recogido por san Mateo y san Marcos no nos obliga a forzar a los gentiles a que nos oigan, sino sólo a predicarles, en el caso de que nos quieran oír. Las razones que daba Las Casas para esta pacífica interpretación eran las siguientes:

  1. No pueden ser compelidos a recibir la fe; luego tampoco a oírla, que es un medio para lo primero; esa violencia engendraría odio más bien que disposición para recibir la fe.

  2. No se compele a oír la palabra de Dios a los infieles que viven dentro de los reinos católicos; luego con mayor motivo tampoco se puede obligar a los que viven fuera.

  3. La norma de conducta viene trazada por el ejemplo del Señor, que no quiso usar la fuerza frente a los samaritanos, que no querían recibirlo, y por sus consignas evangélicas de presentarse con la palabra paz: la paz sea en esta casa.[10]

  4. 4ª No habiendo prometido nunca oír la predicación, no se les puede obligar por la fuerza a los que no tienen ningún compromiso.

         Otro argumento en pro de la violencia extraído por los sepulvedistas del Evangelio, eran las palabras del Señor en la parábola del gran banquete de boda. El banquete está preparado y es necesario llenar la sala para festejar la boda del hijo. Obliga a la gente a entrar (compelle intrare)[11], ordena a su siervo el padre de familia.

        Estas palabras –responde Las Casas- se refieren a una coacción compasiva, no violenta. Cuando san Agustín habla, a propósito de ese pasaje, de emplear la fuerza, está refiriéndose a los herejes, no a los paganos. Para con los indios es necesario actuar como se comportaba la Iglesia primitiva: no usando otros medios que la predicación y el buen ejemplo.

 

¿Existen causas justas para la guerra?

 

Por mucho que exalten los antiguos y modernos la profesión de las armas, Bartolomé de Las Casas prefiere que no salgan nunca las espadas de sus fundas. Para la guerra es necesario que haya siempre una causa suficiente, es decir, tan grave como el mal que con ella se desencadena. Y esa causa suficiente es muy difícil encontrarla, si no es en la defensa de la propia vida individual y social. “Ninguna guerra es justa –dice- si no hay alguna causa para declararla, es a saber, que la merezca el pueblo con el que se mueve la guerra por alguna injuria que haya hecho al pueblo que la declara”[12].

En la Apología tiene frases más antibelicistas: “la guerra nunca es lícita, si no es cuando es necesaria; así, pues, no tiene ninguna excusa. La guerra es peste y atroz calamidad para el género humano… La guerra es de por sí actividad impía… Solamente por una circunstancia, esto es, por necesidad, se convierte en justa, según enseña san Agustín, quien añade: la guerra debe ser de necesidad, para que Dios nos libere de la desgracia y nos guarde en paz…

"Con todo esto está conforme el texto divino: si es posible, en lo que de vosotros depende, manteneos en paz con todos los hombres; lo dice san Pablo en su Carta a los Romanos[13]. Asimismo Cicerón desaprueba siempre las guerras, salvo si se presenta de urgencia una inevitable necesidad, de suerte que de ningún modo pueda dejarse de lado”[14].

La guerra, para que sea justa, tiene que tener una causa proporcionada al mal que ella provoca, como es el ser uno atacado sin un justo motivo para ello. “No debe emprenderse una guerra –escribe- si no precede una injuria de aquél contra quien se preparan las armas por haber él iniciado la guerra, según testifican santo Tomás y san Agustín (en un texto recogido por el derecho canónico) y de acuerdo con lo que enseñan los canonistas”[15].

La guerra total, contra un pueblo entero, sin distinguir entre inocentes y culpables, nunca será justa. “El argumento según el cual, si una ciudad es condenada por guerra justa, se presume que todos sus habitantes son enemigos, es falso, pues la presunción de derecho no debe aplicarse a aquellas cosas que son imposibles…

“¿Quién puede presumir que los niños, débiles de fuerzas y de razón, y faltos de toda malicia, son reos?… Existiendo, pues, en cualquier ciudad muchísimos inocentes, es falsa la afirmación de que, una vez condenada la ciudad, se presume que todos cuantos están dentro de ella son enemigos. Por lo tanto los soldados deben abstenerse de hacer violencia a aquellas personas que llevan por delante la marca de inocentes, lo cual deben amonestar exacta y severamente a los soldados los jefes principales del ejército, si éstos no quieren incurrir en el mismo pecado y daño…

“Pongamos el caso de que las mujeres, los niños y los ancianos se refugian en determinado fuerte de la ciudad. Evidentemente, si para el fin victorioso de tal guerra no es de absoluta necesidad atacar dicho fuerte, sería un pecado gravísimo destruirlo por fuego o con minas, lo que, como es natural, ocasionaría una gran mortandad de personas de por sí inocentes. Ahora bien, si fuere absolutamente necesario ese ataque, esas personas perecerían de modo accidental o fuera de toda intención”[16].

 

Ni los sacrificios humanos son causa de guerra justa

 

Una de las causas más fuertemente aducidas como justificativa de la guerra contra los indios de América eran los sacrificios humanos y la antropofagia que ellos practicaban. Francisco de Vitoria había colocado este argumento entre los títulos legítimos de conquista. J. G. de Sepúlveda en su disputa con las Casas expone también entre las causas justas  de guerra contra los americanos “la injuria que entre sí se hacen unos a otros, matando hombres para sacrificarlos, y algunos para comerlos”.

No sólo la ley evangélica –arguye Sepúlveda- sino el derecho de gentes nos asegura que todos los hombres formamos una sociedad, en la que unos somos miembros de otros, y que por ello existe la obligación de defender a aquellos que son injustamente atacados[17].

En su respuesta Las Casas recuerda que él había admitido seis casos en que se podía hacer justamente la guerra contra los idólatras e infieles. El sexto de esos casos se refería a la liberación de los inocentes, como los destinados a los sacrificios a los ídolos. Ya entonces había él puesto alguna limitación, pero ahora estudia más por extenso el problema. En definitiva viene a negar la licitud de esa guerra, cuando el número de inocentes a salvar es muy reducido, o se van a suceder mayores males. Veamos solamente tres de sus múltiples argumentos;

  1. Entre dos males es necesario siempre elegir el menor. “Que los indios –dice- maten algunos inocentes para comerlos, que es aún mayor fealdad que para sacrificarlos, es sin comparación menor mal que los que se siguen de la guerra; donde, allende de los robos, mueren muchos más inocentes que son los pocos que se pretende librar. Allende de esto, por estas guerras se infama la fe y se pone en odio con los infieles, que es aún mayor mal”[18].

  2. Tenemos el precepto de Ex 23, 7: No matarás al pacífico y al inocente. Es un precepto negativo, y por ello urge más que el positivo de defender al inocente que va a morir. Cristo por su parte nos mandó no arrancar la cizaña, por el peligro de arrancar el trigo juntamente con ella.

  3. Los indios tienen la excusa de la ignorancia, de la cual no se les puede sacar por las armas, pues entonces verán en los predicadores, no amigos que les van a enseñar, sino enemigos, que les van a robar y matar.

 Advierte que este vicio de sacrificar víctimas humanas es muy antiguo y viene testimoniado por escritores como Plutarco, Lactancio y Eusebio de Cesarea. Trae a colación el caso de Abraham y su intento de sacrificar a su hijo Isaac como lo mejor y más estimado que él poseía, para complacer a Dios. Recuerda el sacrificio hecho por Jefté, de su hija a Dios, y sospecha que los otros pueblos se inspiraron en estos pasajes bíblicos para sus inmolaciones humanas, convencidos de que a la divinidad es necesario ofrecerle lo mejor que se tiene.

 En la Apología argumenta recurriendo al antiguo adagio jurídico: cuando todo el pueblo delinque, el crimen permanece impune (“ob populum multum, crimen permansit inultum”[19]). Los pueblos indios, al ofrecer sacrificios humanos, actúan con la conciencia de hacer la obra más virtuosa.

 Finalmente, si los cristianos usan la violencia contra los indios, éstos hacen bien, incluso parece que están obligados a ello, en mantenerse en su religión tradicional. En efecto, en ese caso son los cristianos los que tienen que aprender de los infieles, por muchas víctimas humanas que éstos sacrifiquen a sus dioses.

 

¿Hubo guerras justas de los indios entre sí?

 

En su lucha por la libertad de los indios y por la desaparición de la esclavitud, Bartolomé de Las Casas hubo de enfrentarse con la siguiente objeción: muchos de los esclavos indios de los españoles lo habían sido ya antes de otros indios; no eran, por consiguiente, los españoles los responsables de esa esclavitud.

Responde el obispo de Chiapa que el fenómeno de la esclavitud apenas era practicado entre los indios americanos. Fuera de México, cuyos habitantes eran más astutos que los de las otras regiones, se daban pocos casos de esclavitud. Es más, sus esclavos no lo eran en sentido propio, como lo practicarían los españoles, sino en el sentido de “servidor o persona que tiene algún más cuidado o alguna más obligación de ayudarme o servirme en algunas cosas de que yo tengo necesidad.

“Por manera que indio ser esclavo de indio era poco menos que ser su hijo, porque tenía casa y su hogar y su peculio y hacienda, e su mujer e sus hijos y gozar de su libertad como los otros súbditos libres sus vecinos, si no era cuando el señor había menester hacer su casa o labrar su sementera, o otras cosas semejantes que se hacían a sus tiempos, muchas de cuando en cuando, y todo el demás tiempo tenía por sí y dél gozaban para sí, como personas libres. Allende de aquello, el tratamiento que los señores hacían a los tales siervos era blandísimo e suavísimo, como si nada les debieran”[20].

¿Con  qué títulos hacían unos indios esclavos o servidores a otros indios? Las Casas advierte que los naturales de México emplearon “muchas maneras ilícitas de hacer esclavos, comoquiera que careciesen del conocimiento del verdadero Dios y de la noticia de la ley evangélica, que no consiente ni permite cosa ilícita y maculada con pecado.

“Una manera injusta fue que en tiempo de hambre (y déstas pocas hemos visto en aquellas tierras, por ser fertilísimas y felicísimas) los indios ricos o que tenían maíz (que es el trigo de aquella tierra) diz que llamaban y persuadían a los pobres a que les vendiesen tal hijo o tal hija y que les darían maíz, para que comiesen ellos e sus hijos…

“Otra manera de hacer esclavos fue que aquel que era hallado haber hurtado cinco mazorcas o espigas de maíz, le hacía esclavo, de su propia autoridad, aquel cuyo era el maíz. Y dicen que los religiosos, que esto han examinado, que con fraude y cautela y dolo muchas veces ponían diez o doce mazorcas de maíz cerca del camino, para que cualquiera que pasase por él cayese en el lazo de la dicha servidumbre”[21].

Más causas de la esclavitud: consanguineidad con el ladrón, perder en los juegos de pelota de los indios, la fornicación en sus diversas variedades, las deudas que no se podían pagar. Todas estas formas de hacer esclavos son consideradas injustas por el Defensor de los Indios; él las disculpa por su desconocimiento del Evangelio. La esclavitud practicada por los españoles es condenada con los más duros anatemas, pues era una esclavitud estricta o máximamente degradante, y los españoles conocían al verdadero Dios.

A pesar de las testificaciones de Bartolomé de Las Casas en torno a la bondad y a la justicia de los indios, no ha tenido reparo en ofrecernos también esos vicios, que él excusa porque no conocían el Evangelio. Esto le hace suponer que muchas de las guerras que se hacían los unos contra los otros eran injustas.

Lo explica diciendo que “así como eran corruptos y defectuosos en estas maneras injustas de hacer a sus prójimos esclavos, también se debe presumir que erraban y se corrompían en la justicia de las guerras o por consiguiente que los esclavos que en ellas hacían podían más fácilmente ser illícitos o no carecer de injusticia”[22].

Siendo injustamente esclavos, los españoles no pueden en justicia conservarlos como tales, y mucho menos reducirlos a una esclavitud tan sustancialmente diversa e incomparablemente más cruel que la practicada por los indios[23].

Las Casas parece suponer la posibilidad de que algunos indios no fueran esclavos de los otros de manera injusta, aunque fueran pocos. Escribe en efecto: “la mayor parte de los indios, habidos de los indios por esclavos, haber injustamente y contra la ley natural y divina hechos esclavos…, si algunos había legítimos esclavos, ser muy pocos…”[24]. Pero ni aún en estos casos podrían justificarse los españoles, cuando tomaban para sí como esclavos a esos esclavos indios, o porque eran dudosamente esclavos o porque se los apropiaban a la fuerza, o porque los reducían a una esclavitud desconocida hasta entonces por los indios.

Otras veces los españoles inducían a los indios a que les trajeran esclavos[25]. ¿Habría habido entre unos pueblos indios y otros algunas guerras justas? Las Casas lo da como probable, pero aun en ese caso no hay motivo para que los españoles se sirvan de los esclavos, que han sido reducidos a esa condición por esas supuestas guerras justas entre los naturales.

Esto -escribe nuestro autor- “creo que se debe tener y afirmar en lo que toca a los indios que se captivaron en las guerras que entre sí mismos los indios tuvieron en tiempo de su infidelidad y los tenían por esclavos. La razón se puede asignar no una, sino muchas. La primera es porque no se sabe ni puede averiguarse si eran habidos de la parte que la guerra era justa, y es razón que los cristianos antes presumamos ser de la parte no justa”...[26]

 

La justicia de la guerra de los indios contra los españoles

 

Los indios pudieron sin duda haber tenido entre sí alguna guerra injusta, pero en sus enfrentamientos con los españoles la justicia siempre estuvo por parte de los indios. Ellos se encontraban pacíficamente en posesión de su tierra y de sus pueblos; la irrupción de los españoles con ánimo de someterlos produjo en ellos la reacción justa de la propia defensa.

Los pueblos han sido incorporados a la corona de España, pero lo han sido como vasallos libres del rey, como los que viven en la metrópoli. No pueden, por consiguiente, ser enajenados o entregados a otros por los reyes de España, viéndose relegados a la condición de siervos o esclavos. Esto es injusto y justifica todo levantamiento de protesta, como una exigencia del derecho natural, que tiene todo hombre y toda sociedad a defenderse contra los agresores.

Bartolomé de Las Casas es, entre otras muchas cosas, un eminente jurista. Por su celo apostólico, por su ardor en la defensa de los postergados y también por sus vastísimos conocimientos del derecho, ejerció de modo insuperable su misión de protector y defensor de los indios.

Aduzcamos un ejemplo de su fuerza argumentativa en pro de la doctrina que hemos enunciado: “así como es interese grande de los príncipes no perder sus vasallos ni que se les disminuya ni menoscaben los provechos y servicios que en ellos tienen, así es grande y mucho mayor el interese que los subditos pretenden en no ser enajenados ni dados a inferior alguno…

“Y ésta es la causa porque justamente los pueblos suelen tener por agravio y dura servidumbre y gran perjuicio, y ponen resistencia a ser privados del inmediato señorío e jurisdicción real y sometidos a otros inferiores; lo cual todas las leyes justas y sentencia de todos los sabios doctores, sin discrepar alguno, juzgan y tienen por duro y ser imposible hacerse.

“Y por las leyes destos reinos de Castilla está ordenado y establecido que el rey no pueda hacer donación ni enajenar ciudades, villas, ni lugares, ni fortalezas, ni aldeas, términos ni jurisdicciones de la corona real. Entre otras condiciones pone ésta, conviene a saber: sin que sean llamados procuradores  de seis ciudades de la provincia donde la donación se hobiere de hacer…

“E finalmente, ésta es la regla: que el príncipe no puede hacer cosa en que venga perjuicio a los pueblos, sin que los pueblos den su consentimiento, como vemos que Vuestra Majestad, por su rectitud e justicia, siguiendo las pisadas de los Reyes Católicos, sus progenitores, hace cada día, convocando Cortes y mandando venir procuradores”[27]

Los levantamientos de los indios son todos ellos justificados por Las Casas. Las atrocidades cometidas por los españoles provocaban la reacción inmediata de pretender vengar tan graves injurias. Entre los múltiples casos recogidos por el obispo de Chiapa, recordemos éste que él cuenta en la Brevísima relación de la destrucción de Las Indias:

“El tercer reino y señorío fue la Magüana, tierra también admirable, sanísima y fertilísima, donde agora se hace el mejor azúcar de aquella isla. El rey dél se llamó Caonobó. Éste en esfuerzo y estado, y gravedad y cerimonias de su servicio, excedió a todos los otros.

“A éste prendieron con una gran sutileza y maldad, estando seguro en su casa. Metiéronlo después en un navío para traello a Castila, y estando en el puerto seis navíos para se partir, quiso Dios mostrar ser aquélla con las otras grande iniquidad e injusticia, y envió aquella noche una tormenta que hundió todos los navíos y ahogó todos los cristianos que en ellos estaban, donde murió el dicho Caonobó cargado de cadenas y grillos.

"Tenía este señor tres o cuatro hermanos muy varoniles y esforzados como él. Vista la prisión tan injusta de su hermano y señor, y las destruiciones y matanzas que los cristianos en los otros reinos hacían, especialmente desde que supieron que su hermano era muerto, pusiéronse en armas para ir a cometer y vengarse de los cristianos. Van los cristianos a ellos con ciertos de caballo (que es la más perniciosa arma que puede ser para entre los indios) y hacen tantos estragos y matanzas que asolaron y despoblaron la mitad de todo aquel reino”[28].

Hay momentos en que la afirmación de Las Casas es tajante: las guerras de los indios contra los españoles fueron todas justísimas, y las de los españoles contra los indios fueron todas ellas injustas. Esto para él es claro, porque fueron los españoles los que irrumpieron en las tierras de los indios, y porque esto lo hicieron con suma crueldad, sin percatarse de los derechos de los naturales, sin atender a sus razonables quejas, y saltando por encima de los más elementales derechos de toda persona. Con toda su fuerza y en los términos más diáfanos y contundentes lo expresa en el siguiente párrafo:

         “Sólo quiero en lo de las guerras susodichas concluir con decir e afirmar en Dios y en mi conciencia que tengo por cierto que, para hacer todas las injusticias y maldades dichas, e las otras que dejo e podría decir, no dieron más causa los indios ni tuvieron más culpa que podrían dar o tener un convento de buenos e concertados religiosos para roballos e matallos, y, los que de la muerte quedasen vivos, ponerlos en perpetuo cautiverio e servidumbre de esclavos.

         “Y más afirmo, que hasta que todas las muchedumbres de gentes de aquella isla fueron muertas e asoladas, que pueda yo creer e conjeturar, no cometieron contra los cristianos un solo pecado mortal, que fuese punible por hombres; y los que solamente son reservados a Dios, como son los deseos de venganza, odio y rencor, que podían tener aquellas gentes contra tan capitales enemigos, como les fueron los cristianos, éstos creo que cayeron en muy pocas personas de los indios, y eran poco más impetuosos y rigurosos, por la mucha experiencia que dellos tengo, que de niños e muchachos de diez o doce años.

         “Y sé por cierta e infalible sciencia que los indios tuvieron siempre justísima guerra contra los cristianos, e los cristianos una ni ninguna nunca tuvieron justa contra los indios, antes fueron todas diabólicas e injustísimas, e mucho más que de ningún tirano se puede decir del mundo. E lo mismo afirmo de cuantas han hecho en todas Las Indias”[29].

 8. La guerra, solución desesperada para los indios

         Los indios, al experimentar la fuerza bélica de los españoles, con sus armas de hierro y fuego, con los caballos que sembraban el pánico entre los naturales y con los perros de presa, incontenibles en su bravura y destrozos, no tenían más remedio que rendirse y ponerse a disposición de los invasores. Pero esta solución resultaba calamitosa para ellos, al quedar reducidos a la condición de esclavos, sometidos a los más duros trabajos y a las humillaciones y castigos más desconsiderados de sus amos.

         Otra solución era la huida, con el peligro como castigo, de un trato todavía más cruel, cuando eran encontrados. Muchas veces colocaban trampas en los sitios estratégicos, que impidieran la entrada de los españoles, y otras se entregaban a la desesperada, enfrentándose directamente mediante la guerra.

         Todo ello era justo por parte de los indios, que se sabían perdidos en cualquiera de las soluciones, aunque fueran las más pacíficas, con aquellos guerreros que venían armados, amenazantes, en plan de conquistar las tierras de los indios y apoderarse de sus tesoros. Veamos las circunstancias en que los indios se decidían a “morir en la guerra”, sabiéndose siempre perdidos. Habla Bartolomé de Las Casas de la conducta del conquistador Pedro de Alvarado en Guatemala:

         “Otro día llama al señor principal e otros muchos señores, e venidos como mansas ovejas, préndelos todos e dice que le den tanta carga de oro. Responden que no lo tienen, porque aquella no es de oro. Mándalos luego quemar vivos, sin otra culpa, no otro proceso ni sentencia. Desque vinieron los señores de todas aquellas provincias que habían quemado aquellos señor y señores supremos, no más de porque no daban oro, huyeron todos de sus pueblos, metiéndose en los montes.

         “Desque los indios vieron que con tanta humildad, ofertas, paciencia y sufrimiento no podían quebrantar ni ablandar corazones tan inhumanos e bestiales, e que tan sin apariencia ni dolor de corazón, e tan contra ella los hacían pedazos; viendo que así como así habían de morir, acordaron de convocarse e juntarse todos y morir en la guerra, vengándose como pudiesen de tan crueles e infernales enemigos, puesto que bien sabían que siendo no sólo tan inermes, pero desnudos, a pie y flacos, contra gente tan feroz, a caballo e tan armada, no podían prevalecer, sino al cabo ser destruidos”[30].

         ¡Cuántas veces los pobres indios gustarían vengar la afrenta! No era mala esa venganza, o ese deseo de veganza, en la mente de Las Casas. Se trataba de una defensa justa, o del deseo de que se cumpliera la justicia; sería el adecuado castigo por una gravísima injuria, y un escarmiento, para invitar a los contrarios a no proseguir en el camino de la violencia y del terror. Las condiciones de inferioridad y desamparo, en que se encontraban los indígenas, hacían inútiles sus levantamientos y sus venganzas, pero muchas veces era su único posible refugio.

 9. La matanza de los misioneros por los indios también fue justa

         En esas venganzas de los indios, los indefensos misioneros eran para ellos los puntos más fácilmente vulnerables de la raza invasora. En los misioneros saciaban a veces los indios sus derechos de venganza, o porque los creían más o menos cómplices de los conquistadores, o porque esperaban amainar las furias de éstos con semejantes martirios.

         Bartolomé de Las Casas consideraba las matanzas de los misioneros  por los indios como justas, aunque ellos, por ser inocentes, padecían injustamente esa pena; la recompensa la recibirían de Dios los por su causa martirizados. Así juzga la muerte por los naturales de dos religiosos dominicos:

         “Otra vez, acordando los frailes de santo Domingo, nuestra Orden, de ir a predicar e convertir aquellas gentes que carecían de remedio e lumbre de doctrina para salvar sus ánimas, como lo están hoy Las Indias, enviaron un religioso Presentado en Teología, de gran virtud e santidad, con un fraile lego su compañero, para que viese la tierra e tratase la gente e buscase lugar apto para hacer monasterios. Llegados los religiosos, recibiéronlos los indios como ángeles del cielo y óyenlos con gran afecto y atención e alegría…

         “Acaesció venir por allí un navío, después de ido el que allí los dejó; y los españoles dél, usando de su infernal costumbre, traen por engaño, sin saberlo los religiosos, al señor de aquella tierra, que se llamaba don Alonso, o que los frailes le habían puesto este nombre… Así que engañan al dicho don Alonso, para que entrase en el navío con su mujer e otras ciertas personas, y que les harían allí fiesta…

         “Entrados los indios en el navío, alzan las velas los traidores e viénense a la isla Española y véndenlos por esclavos. Toda la tierra, como ven su señor y señora llevados, vienen a los frailes e quiérenlos matar. Los frailes, viendo tan gran maldad, queríanse morir de angustia, y es de creer que dieran antes sus vidas que fuera tal injusticia hecha, especialmente porque era poner impedimento a que nunca aquellas ánimas pudiesen oír ni creer la palabra de Dios…

         “Y así los indios tomaron venganza dellos justamente matándolos, aunque inocentes, porque estimaron que ellos habían sido causa de aquella traición…”[31]

10.  Causas injustas de la guerra 

         Francisco de Vitoria había rechazado como causa justa de la guerra el aumentar las riquezas, extender los propios territorios o dominios, adquirir mayor ascendiente o prestigio ante las naciones, como no lo es tampoco el ser de distinta raza o religión.

         Bartolomé de Las Casas en esta materia, como en tantas otras, es de igual pensamiento que Vitoria. Recrimina a los que fundan la soberanía de España sobre América en la fuerza de las armas o en otras supuestas condiciones de superioridad por parte de los españoles.

         Lo expresa el Defensor de los Indios en los siguientes términos en su Tratado comprobatorio del imperio soberano…: “Lo segundo que espero conseguir es que se manifiesten los errores de los que tan temerariamente afirmar osan que el derecho y el principado de los reyes de Castilla sobre aquellas Indias se funde o haya de fundar en armas y en poder más, entrando en ellas como entró y fundó el suyo Nemrot, que fue el primer cazador y opresor de hombres (como cuenta la Escritura Sagrada), y como lo fundaron aquel gran Alejandro, y los romanos, e todos los que fueron tiranos famosos, e como hoy el turco invade e fatiga y oprime la cristiandad…

         “Otros hay que asignan otros más honestos títulos, aunque merecedores de no mucho menor repulsa o reprehensión y aun escarnio, como los que dicen que, porque somos más prudentes, o porque estamos más cercanos, o porque los indios tales y tales vicios tienen los podemos sojuzgar, e otros semejantes, con que totalmente derruecan lo que piensan levantar”[32].

         Ni para Francisco de Vitoria ni para Bartolomé de Las Casas la razón y la justicia está nunca en la fuerza, y mucho menos en la violencia de las armas y la guerra. El nominalista Juan Mair pasa hoy día como el primero en plantearse el problema moral de la ocupación de Las Indias por España. Él la considera como buena moralmente, y la justifica por dos razones: el retraso de los naturales, que está pidiendo un poder superior que los civilice, y la evangelización, que parece postular para su eficacia el sometimiento a la jurisdicción del país evangelizador. Las Casas en la Apología se ocupa extensamente en desbancar los argumentos de Juan Mair[33], de modo parecido a como lo hace con los de su contrincante más directo, Juan Ginés de Sepúlveda.

         En el opúsculo Tratado comprobatorio del imperio soberano considera muy atrevida la postura de Juan Mair, que no logra probar lo que dice y se las da de adivino y no tienen empacho en saltar por encima de la realidad y de todos cuantos han presenciado directamente los acontecimientos. En una confrontación de pareceres son éstos últimos los que han de gozar de mayor crédito:

         “Parece –escribe- que Joannes de Maioris no advirtió bien la sentencia que puso [Pedro Lombardo] en el segundo libro de Las Sentencias, distición 44, cuestión 3, cuando dijo que si entre los indios no fuese real la policía, conviene a saber, que la no rigiesen reyes, sino por vía política, que por muchos o por pocos por elección del pueblo fuese regida, el que descubriese aquellos reinos podría él tomar el reino para sí (quiso decir ser señor dellos inmediato); pero, si tienen rey natural e quisiere ser cristiano, que no sabe cómo nadie les puede quitar el reino.

        “Éstas son sus palabras, harto gruesa e indigestamente tractando de materia tan delgada y no menos peligrosa, como mostramos en nuestra Apología. Por lo cual los varones doctos y temerosos de Dios deben mucho mirar en negocios peligrosos no se contentar por dicho de un solo doctor, que ni prueba lo que dice ni según debiera digirió lo que determinó, hablando muy de lejos, como quien presume atinar o adivinar, teniendo las reglas del derecho natural y del Evangelio e doctrina de otros doctos varones y de más autoridad en contrario”[34].

 11.  Las guerras de los españoles contra los indios fueron todas injustas 

         Bartolomé de Las Casas no tiene pelos en la lengua y da el apelativo de tiranos a todos los conquistadores, aun a aquellos que han sido mejor tratados por la historia tradicional, como Hernán Cortés, Francisco Pizarro y Hernando de Soto. Con respecto a Cristóbal Colón, a pesar de sus elogios, nos recuerda también sus crueldades, y lanza sobre la culpa originaria del terrible mal de la encomienda.

         Y no es el P. Las Casas un historiador ligero, con más imaginación que documentos, o que amañan caprisomente éstos, para sin dificultad a flote una utópica tesis indiófila y antihispana. Al contar los hechos nos da a conocer sus pruebas: unas cosas las ha visto él mismo, y las expone igualmente en varias de sus obras; otras cosas las toma de testigos presenciales (misioneros, o laicos de buena conciencia o arrepentidos), dando incluso en ocasiones sus nombres.

         Entre los tratados impresos en Sevilla en 1552 figura una carta incompleta, en la que se narran las aventuras y crueldades de un capitán, uno de tantos tiranos insaciable, que tiene como timbre de gloria el ser más inhumano y carnicero que todos los anteriores.

         Escribe la carta un testigo de esas atrocidades, que cita nombres y número e incluso las palabras de sadismo, que salían de aquel monstruo de fiereza. Recojamos las últimas frases de esa carta-alegato, con que el Defensor de los Indios desea ofrecer al príncipe Felipe testificaciones directas de los hechos. Después de la narración de mil atrocidades cometidas por el citado capitán, y vistas por el autor de esta carta, sigue la carta diciendo:

         “Bien es aquí referir una palabra que éste [el capitan] de sí mismo dijo, como aquel que no ignoraba los males y crueldad dellos que hacía.Dijo así: de aquí a cincuenta años los que pasaren por aquí y oyeren estas cosas dirán: por aquí anduvo el tirano de Fulano”[35].

         Con respecto a la actual Colombia o Nueva Granada expone sus quejas en la Brevísima relación de destrucción de Las Indias, basado en los testigos. Habla de “aquellos tiranos y destruidores del género humano”, que amenazan con dejar toda aquella tierra “yerma y despoblada”. Y añade, poniendo delante el testimonio de sus propios ojos:

      “Débese aquí notar la cruel y pestilencial tiranía de aquellos infelices tiranos, cuán recia y vehemente e diabólica ha sido, que en obra de dos años o tres que ha aquel reino se descubrió, que (según todos los que en él han estado y los testigos de la dicha probanza dicen) estaba elmás poblado de gente que podía ser tierra en el mundo, lo hayan todo muerto y despoblado tan sin piedad y temor de Dios y del rey, que digan que, si en breve Su Majestad no estorba aquellas infernales obras, no quedará hombre vivo alguno. Y así lo creo yo, porque muchas y grandes tierras en aquellas partes he visto por mis mismos ojos, que en breves días las han destruido y del todo despoblado”[36].

         Este juicio general, que desde el principio del decubrimiento fue esa la actitud de los cristianos, avarientos de oro y faltos de humanidad para los naturales, lo repite muchas veces Las Casas, atenuando, sin embargo, sus recriminaciones por lo que se refiere a los doce primeros años. La reina Isabel la Católica miró con celo por el buen trato de sus vasallos del Nuevo Mundo. A su muerte quedaron los pobres indios privados de su mejor amparo, y los abusos de los españoles se desencadenaron sobre aquellos seres indefensos y de natural apacible.

         Con las siguientes palabras salva la memoria, dentro de sus terribles denuncias, de aquella gran reina de España: “Es de notar que la perdición destas islas e tierras se comenzaron a perder y destruir desde que allá se supo la muerte de la serenísima reina doña Isabel, que el año de mil e quinientos e cuatro, porque hasta entonces sólo en esta isla [de La Española] se habían destruido algunas provincias por guerras injustas, pero no del todo, y éstas por la mayor parte y cuasi todas se le encubrieron a la Reina. Porque la Reina, que haya santa gloria, tenía grandísimo cuidado e admirable celo a la salvación y prosperidad de aquellas gentes, como lo sabemos los que lo vimos y palpamos con nuestros ojos e manos los ejemplos desto” [37].

         En la narración de la provincia de México, después de exponer las atrocidades de Hernán Cortés y de sus capitanes, habla de los pretextos, que buscaban los españoles, para justificar sus guerras de conquista. Desde 1513 el rey de España había exigid la proclamación del famoso Requerimiento antes de entrar en los poblados de los indios.

         Era el Requerimiento un escrito que se leía en alta voz en el que se daba a conocer a los naturales el dominio universal de Jesucristo y de su Vicario el Papa sobre toda la tierra; y cómo el Papa había hecho donación de aquellas tierras a los reyes de España, para su evangelización. Se conmina a los indios a aceptar la nueva soberanía dentro de un espacio de tiempo prudencial. Si no lo aceptaban pacíficamente, serían sometidos por la fuerza.

         La inutilidad e injusticia de ese documento y ese método, para  entrar en contacto con los indios, la expone repetidamente Francisco de Vitoria, al hablar de los títulos ilegítimos de conquista. Y no sólo los teorizantes del derecho internacional, sino los mismos historiadores critican ese mérito como inútil e irrisorio.

         El cronista Gonzalo Fernández de Oviedo en su Historia General y Natural de Las Indias, poco después de transcribir el documento y de exponer los primeros fracasos del mismo, cuenta lo siguiente:

         “Yo pregunté después, el año de mil e quinientos e diez y seis, al doctor Palacios Rubios, porque él había ordenado el Requerimiento, si quedaba satisfecha la conciencia de los cristianos con aquel Requerimiento. E díjome que sí, si se hiciese como el Requerimiento lo dice.

         “Mas parésceme que se reía muchas veces, cuando yo le contaba lo desta jornada [la expedición de Pedrarias Dávila] y otras, que algunos capitanes después habían hecho. Y mucho más me pudiera yo reír dél y de sus letras (que estaba reputado por gran varón, y por tal tenía lugar en el Consejo Real de Castilla), si pensaba que lo que dice aquel Requerimiento lo habían de entender los indios, sin discurso de años e tiempo”[38].

         También el Defensor de los Indios ataca con fuerza el requerimiento por injusto en su sustancia y en todas sus partes. Aunque fuesen súbditos y tuviesen obligación de oírlo y cumplirlo, a lo que aquí no hay lugar, carecería de todo valor ese documento. Ese es su pensamiento casi con sus mismas palabras[39].

         A Francisco Pizarro lo trata muy mal Bartolomé de Las Casas. Le llama “tirano grande”, que entró en el imperio inca, asolando los pueblos a su paso y robándoles el oro. En el encuentro con Atahualpa deja bien destacado Las Casas estos considerandos: la codicia insaciable de oro; la potencia de las armas, particularmente los caballos, que horrorizaban con su figura, y vertiginosos y devastadores movimientos a los débiles indios; los alevosos embustes y la inmoralidad desenfrenada de los soldados en sus relaciones con los naturales.

         Todo ello frente al desvalimiento en protección y en armas, y frente a la crédula ingenuidad e inocente sencillez de los indios. Esto le hace argüir a Las Casas que la guerra contra Atahualpa fue por todos sus costados injustísima.

         Ya comienza la narración con estas significativas palabras: “en el año de mill e quinientos e trinta y uno fue otro tirano grande con cierta gente a los reinos del Perú”[40]. Con gran emoción nos describe la digna presencia del emperador inca ante Pizarro y cómo protesta con toda razón contra los saqueos y matanzas con que van asolando sus dominios los hispanos; la prisión, la muerte plenamente injusta, pues no guardaron la promesa de liberarlo, si les concedía el oro estipulado.

         Y termina con suma indignación Las Casas: “considérese aquí la justicia e título desta guerra; la prisión deste señor e la sentencia y ejecución de su muerte, y conciencia con que tienen aquellos tiranos tan grandes tesoros como en aquellos a aquel rey tan grande e a otros infinitos señores e particulares robaron”[41].

         Se esfuerza Bartolomé de Las Casas en ver algún motivo de guerra justa por parte de los españoles, y no lo encuentra: los reyes de España nunca la autorizaron, y la hicieron por su cuenta y riesgo los capitanes y tiranos. Éstos por su lado nunca tuvieron causa alguna que las justificara. Es más, ni buscaron algún justo motivo, ni les interesó buscarlo, pues solo les obsesionaba el enriquecerse a sí mismos, sin importarles las quejas, ni la vida siquiera, de los naturales.

         El protector de los indios anatematiza una por una las posibles causas justas que motivaron aquellos atropellos y no encuentra una sola que pueda mantenerse en pie. Demuéstralo él apodícticamente con la inquebrantable fuerza de su pluma, propia, no de un visionario sin fundamento, sino de un profeta que es al mismo tiempo un gran teólogo y un gran jurista. Éstas son sus palabras:

         “Nunca jamás hobo causa ni razón justa para hacella [la guerra], ni tampoco hobo autoridad del príncipe, y éstas son dos razones  que justifican cualquiera guerra, conviene a saber: causa justa y autoridad del príncipe.

         “Que no haya habido causa justa paresce, porque, vistas todas las causas que justifican las guerras, ni todas ni algunas dellas se hallará que en esta guerra ocurran. Porque ni por las injurias que los indios les hobiesen hecho, ni porque les persiguiesen, impugnasen, ni inquietasen (porque nunca los vieron ni conocieron)…; ni porque detuviesen nuestras tierras que en otro tiempo hubiesen sido de cristianos…; ni tampoco porque sean hostes propios o enemigos capitales de nuestra santa fe que la persiguiesen y trabajasen cuanto en sí era destruilla, o por abiertas persecuciones o por ocultas persuasiones, dando dádivas y dones, o por cualquiera manera forcejeando  que los cristianos les renegasen con intención  de encumbrar la suya, como quiera que, en teniendo noticia della, con grande jubilación aquellas gentes indianas la recebían”[42].

         Ante un convencimiento semejante ¿qué extraño es que él, como pastor de almas, como obispo, se comportara con tanta exigencia con los conquistadores y encomenderos? En sus Avisos y reglas para confesores no pudo pasar por alto esas acciones tan graves cometidas contra los indios. Estos pecados son, para Bartolomé de Las Casas, de aquellos que la Biblia dice que “claman al cielo”.

         El confesor no los puede pasar por alto ligeramente, pues, para que se perdonen es necesario que se restituya cuanto por esos medios se ha conseguido. El conquisador que “en el artículo de la muerte” quisiera confesarse, debe declarar ante el confesor y un escribano público, entre otras cosas, lo siguiente:

         “que se halló en tal o en tales conquistas o guerras contra los indios, y que hizo e ayudó a hacer robos, violencias, daños, muertes y captividades de indios, destruiciones de muchos pueblos y lugares que en ellas y por ellas se hicieron”[43].

 12.  Efectos: la esclavitud y la encomienda 

         El efecto inmediato de tan desastrosas guerras era la conquista u ocupación violenta de aquellos extensísimos territorios pertenecientes a los indios, con el sometimiento por la fuerza a su autoriadad de todos sus habitantes. Era la puesta en práctica de lo expresado en el citado requerimiento: si los naturales no aceptaban pacífica y voluntariamente el vasallaje a los reyes de España, ellos lo conseguirían por las armas.

         Sin tiempo para decidir con libertad, no fiándose de sus palabras por las crueldades que cometían por donde entraban, el enfrentamiento era casi inevitable. Pudiera decirse que era el sistema preferido por aquellos tiranos, que tenían de este modo una excusa para desencadenar su furor y usar de los indios y de sus bienes como les dictaba su codicia avarienta de riquezas.

         El otro gran mal temible era la esclavitud a que reducían a los indios vencidos, o engañados en su debilidad y en su inocencia. Contra todo derecho natural, divino y humano, lejos del poder supremo que examinara sus actos, los conquistadores imponían sin la menor conmiseración la esclavitud.

         Los indios eran considerados como vasallos por los reyes de España, y no cabía en ellos, a tenor de las leyes vigentes, la posibilidad en justicia de ese trato tan inhumano. La oposición o protesta de los naturales era con facilidad considerada como un “alzamiento” o una actitud de rebeldía y desobediencia contra la corona o sus representantes, y nunca una sublevación de los súbditos en la metrópoli, o en los otros dominios europeos, era castigada hasta ese ignominioso y bestial extremo de la esclavitud.

         El mal de los males fue siempre para Bartolomé de Las Casas el repartimiento de los indios, que hacían los conquistadores, después de someter a los naturales con sus armas. Teniéndolos bajo su plena jurisdicción, como cedidos por donación real a la particular disposición de conquistadores y colonizadores, los abusos sin nombre ni número se sucedían indefinidamente en cantidad y en intensidad, sin la menor vigilancia ni preocupación de los representantes reales.

         Todo esto lo denuncia sin parar el Defensor de los Indios en sus escritos. Y siguen las fatales consecuencias de los repartimientos: el trabajo en las minas, o en las pesquerías de perlas, sin apenas descanso, pésima alimentación, sin contacto con sus mujeres e hijos. ¿Puede haber una esclavitud mayor?

         Y, para excusar algo sus conciencias, alegan como motivo de la encomienda una mejor evangelización. Ironiza, entre anatemas, Bartolomé de Las Casas esa excusa diciendo: y se ponía como condición de la encomienda “que los enseñasen en las cosas de la fe católica, siendo comunmente todos ellos [los encomenderos] idiotas y hombres crueles, avarientos y viciosos, haciéndoles curas de almas”[44].

13. Colofón: eficacia de la obra de Las Casas 

         La lucha de Bartolomé de Las Casas a favor de los indios americanos no fue inútil. Las altas autoridades fueron abriendo los ojos ante sus luminosas declaraciones y sus propuestas de remedio. Las llamadas Leyes Nuevas u Ordenazas de 1542 reducen al mínimo las encomiendas y regulan los descubrimientos para que desaparezcan las guerras de conquista. Este triunfo quedó de momento apenas sólo en el papel, y por ello nuestro héroe continuará la lucha para que se haga cuanto antes realidad, como en efecto fue haciéndose hacia el final de sus días.

         Para coronar su obra quiso Bartolomé de Las casas extender su doctrina pacifista a todos los pueblos de la tierra. Entre 1563 y 1566, muy poco antes de la muerte (Las Casas muere en 1566) compone su obra Sobre la imperial o regia potestad[45]. La cuestión que trata de resolver en ella es ésta: ¿tiene derecho el rey a enajenar parte de su reino o de sus súbditos? La respuesta es negativa, porque, como dice repetidamente, el rey no es propietario, sino sólo administrador. Es rey porque el pueblo ha confiado en él el gobierno de la sociedad, y para las cosas importantes debe consultar siempre al pueblo, que es en absoluto el que tiene el poder.

         Se da en esta obra una defensa de los derechos humanos. Entre esos derechos hay uno que destaca por encima de todos: el derecho a la libertad en sus múltiples manifestaciones. Sólo en la paz, con la exclusión de toda guerra, puede el hombre usar debidamente de su libertad para lograr su perfección como hombre y como miembro de la sociedad[46].

 

[1] B. de las Casas, Del único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión, México 1941, págs. 397-399.

[2] B. de Las Casas, Tratados… I, México-Buenos Aires 1965, Brevísima relación de la destruición de Las Indias, pág. 193.

[3] Ib., pág. 195. Bartolomé de Las Casas merece la admiración de todos los pueblos, pues agotó su aliento por los oprimidos, pero merece particularmente la admiración de los españoles. La hazaña más grande de nuestra historia es América. Las Casas salvó el diario del primer viaje de Colón; este solo hecho le hace acreedor de todos  los historiadores, aparte sus grandes historias, copiosísimas de datos de inestimable valor. Las Casas fue el primero en protestar, y de forma razonada, contra el nombre de “América”; él quiere hacer justicia a Cristóbal Colón, y propone para el Nuevo Mundo el nombre de Columba, que evoca a su descubridor (Colón) y que significa paloma, símbolo de la paz, que debe ser la que reine en todas Las Indias.

[4] J. G. de Sepúlveda-B. de Las Casas, Apología. Traducción castellana… por A. Losada, Madrid, 1975, pág. 391.

[5] B. de Las Casas, Del único modo…, México, 1942, pág. 503.

[6] Cf. entre otros lugares J. G. de Sepúlveda – B. de Las Casas, Apología… , Madrid, 1975, pág. 316.

[7] Cf. R. Hernández, O.P., Las Casas y Sepúlveda  frente a frente, en “Ciencia Tomista” 102(1975) 221-243.

[8] Mc 16, 15 y Mt 28, 19.

[9] B. de Las Casas, Tratados…, México-Buenos Aires, Aquí se contiene una disputa…, págs. 271-273.

[10] Mt 10, 5.

[11] Lc 14, 23; cf. Mt 22, 9.

[12] B. de Las Casas, Del único modo… , México 1942, pág. 515.

[13] Rom 12, 18.

[14] J.G. de Sepúlveda – B. de Las casas, Apología…, México 1975, págs. 260s.

[15] Ib., pág. 387.

[16] Ib., pags. 258-260.

[17] R. Hernández, Las Casas y Sepúlveda frente a frente, en “Ciencia Tomista” 102 (1975) págs. 235s.

[18] B. de Las Casas, Tratados… I, México-Buenos Aires, 1965, Aquí se contiene una disputa… , pág. 275.

[19] J, G. de Sepúlveda – B. de Las Casas, Apología…, Madrid, 1975, pág. 271

[20] B. de Las Casas, Tratados…, I. México-Buenos Aires, 1965, Este es un tratado… sobre la materia de indios que se han hecho esclavos…, pág. 537.

[21] Ib., pág. 539.

[22] Ib., pág. 543.

[23] Ib., pág. 559.

[24] Ib., pág. 565s.

[25] Ib., pág. 573s.

[26] Ib., pág. 585s.

[27] B. de Las Casas, Tratados… II, México-Buenos Aires, 1965, Entre los remedios… el octavo…, págs. 749-751.

[28] B. de Las Casas, Tratados… I, México-Buenos Aires, 1965, pág. 33.

[29] Ib., pág. 37.

[30] Ib., págs. 85-87.

[31] Ib., págs.129-131.

[32] B. de Las Casas, Tratados… II, México – B. Aires, 1965, págs. 921-923.

[33] J. G. de Sepúlveda-B. de Las Casas, Apología. Traducción castellana… por A. Losada, Madrid, 1975, págs. 363-375.

[34] B. de Las Casas, Tratados… II, México-B. Aires, 1965, pág. 1053.

[35] B. de Las Casas, Tratados… I, México-B. Aires, 1965, Aquí se contiene un pedazo de carta, pág. 201.

[36] B. de Las Casas, Tratados…, I…, pág. 187

[37] Ib., págs. 39-41.

[38] G. Fernández de Oviedo, Historia General y Natural de Las Indias. III. Edición y estudio preliminar de J. Pérez de Tudela Bueso, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles (BAE), Madrid, 1959, lib. 10 de la Segunda Parte, o 29 de toda la obra, cap. 7, pág. 230b.

[39] B. de Las Casas, Historia de Las Indias…III, México-B. Aires 1951, lib. III, cap. 58, pág. 31; cf. B. de Las Casas, Tratados… I, México-B.Aires, 1965, Brevísima relación de la destrucción de Las Indias…,, pág. 77. Juan Ginés de Sepúlveda, en su disputa con Bartolomé de Las Casas, veía la necesidad de la admonición, antes de recurrir a la fuerza; pero señalaba al mismo tiempo la dificultad de esa admonición. Las Casas le respondió tajante: si no hay posibilidad para la admonición, eso quiere decir que tampoco puede haberlo para la guerra; hay que cerrar a ésta todas las puertas.

[40] B. de Las Casas, Tratados…, I, México-B. Aires, 1965, Brevísima relación de la destrucción de Las Indias…, p.161.

[41] Ib., pág. 165.

[42] B. de Las Casas, Tratados… I, México-B. Aires, 1965, Este es un tratado… sobre la materia de indios que se han hecho esclavos…, pág. 507.

[43] B. de las Casas, Tratados…  II, México-B. Aires, 1965, pág. 859.

[44] B. de Las Casas, Tratados… I, México-B. Aires, 1965, Brev9ísima relación de la destrucción de Las Indias…, pág. 39.

[45] B. de Las Casas, De regia potestate, o Derecho de Autodeterminación .Edición  crítica por L. Pereña…,  “Corpus Hispanorum de Pace, Madrid 1969.

[46] Para un elenco de los derechos humanos en B. de Las Casas cf. R. Hernández, Francisco de Vitoria y Bartolomé de Las Casas, primeros teorizantes de los derechos humanos, en “Archivo Dominicano” 3 (1982), págs. 258-260.

 

Responsables últimos de este proyecto

Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado

Son: Maestros - Diplomados en Geografía e Historia - Licenciados en Flosofía y Letras - Doctores en Filología Hispánica

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