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DIRECTORIO de la SECCIÓN |
LA LECTURA |
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lectura y oralidad |
El acto de la lectura implica miles de significados. La
lectura de un texto en voz alta o en silencio, de forma rápida y fluida o
dificultosamente, en un manuscrito, libro u ordenador, recrea el sentido de lo
escrito en función de nuestras competencias y expectativas.
En la antigüedad clásica, durante la Edad Media, y hasta
los siglos XVI y XVII, la lectura de numerosos textos es un acto de oralización.
Los «lectores» son oyentes de una voz que lee. La lectura se dirige al oído
tanto como a la vista, por lo que juega con fórmulas que subordinan el escrito a
las exigencias del «lucimiento» oral.
Muchos son los relatos literarios que dejan constancia
de que, en la Grecia arcaica y clásica, la práctica de la lectura silenciosa
está reservada exclusivamente a la minoría más culta. La masa analfabeta tiene
conocimiento de ella solo «desde fuera». En lugares como Esparta la enseñanza de
las letras se limita a «lo estrictamente necesario». Allí la lectura será muy
poco conocida y mucho menos practicada. Un lector esporádico que descifra el
escrito de forma lenta y titubeante, encuentra en la voz el instrumento que
transforma la secuencia gráfica que contempla en un lenguaje reconocible.
La ausencia de intervalo y separación en los textos
escritos es otro obstáculo difícilmente salvable.
Hay que esperar a la Edad Media para que el
espacio entre palabras se generalice y haga más fácil la práctica de la lectura
silenciosa, una modalidad obligada, además, por la exigencia de la copia en
silencio asumida por los monjes que realizan esta tarea en recintos compartidos.
La generalización del hábito y la comprensión lectora no
es una tarea fácil por requerir un umbral mínimo de dominio técnico y
cognoscitivo. No es lo mismo interpretar un manifiesto, que incorpora y repite
numerosas fórmulas y expresiones hechas y de dominio común, que una obra de
carácter literario cargada de intención, metáforas y sentido implícito, a más de
un lenguaje rebuscado dirigido a alcanzar la máxima belleza.
El aprendizaje de la lectura |
Las condiciones para aprender a leer son diferentes
según épocas, estado social y circunstancias. En general, el aprendizaje se
produce en ámbito familiar, con maestro particular o en escuela pública. Las
fases de adiestramiento también varían. Es probable que se inicie con tipos de
tamaño grande, que puede detenerse en el mínimo indispensable ‒letras
mayúsculas‒, o avanzar hasta implicar en el proceso a maestros de gramática y de
retórica.
Pero antes de leer es imprescindible dominar el acto
de escribir. Los niños en edad escolar deben adquirir las figuras y nombres de
las letras en riguroso orden alfabético, seguir el surco de las que el maestro
ha grabado en una tabla encerada, y ensayar hasta conseguir dibujarlas sin
ayuda, aisladas, primero, y agrupadas en sílabas, palabras y frases, después. El
aprendizaje de la lectura se produce más adelante y siguiendo la misma pauta:
letras, asociaciones silábicas, palabras completas y frases. La velocidad
lectora deseable, la emendata velocitas,
solo se consigue después de mucha práctica, generalmente en voz alta, para
conseguir la difícil operación de alcanzar con la mirada la palabra que sigue a
aquella que se pronuncia. Un desdoblamiento de atención que Quintiliano denomina
dividenda intentio animi.
Como queda apuntado, la manera habitual de leer es en
voz alta y puede hacerse de forma directa o a través de un lector encargado de
acercar el texto al auditorio. Ello justifica la estrecha interacción que se
establece entre literatura, dominada por la retórica, y la expresividad que
demanda en modulación, tono y cadencia, a la voz que la da a conocer. Esto es
especialmente relevante en lo concerniente al género poético. Y a eso atiende la
didáctica escolar desde la antigua Roma que, consciente del esfuerzo a veces
requerido, se refiere a la lectura como un ejercicio físico beneficioso por sus
exigencias respiratorias y vocales, junto al acompañamiento de los movimientos
exigidos, a nivel fisiológico y expresivo, a cabeza, tórax y brazos. Voz y gesto
unidos en lo que hoy se entiende por
performance. La oralidad, pues, determina y
condiciona las interrelaciones que se establecen entre la lectura expresiva y la
escritura literaria que, en principio, para ser conocida ha de ser leída en voz
alta, lo que exige una práctica y estilo cercanos a los cánones de trasmisión
oral. La
frontera entre los primeros libros y la palabra queda así muy difuminada. El
«lanzamiento» de la obra literarias se concibe como una ceremonia colectiva que
se desarrolla ante un auditorio. Es un acto social cargado de complicidad
mundana del que participan individuos preparados y cultos, junto a otros que
carecen de interés por el discurso leído. La lectura individual, privada e
íntima, solo se produce en ámbitos domésticos. La responsabilidad recae sobre
uno de los esclavos o libertos cualificados especialmente en ese menester,
integrados en el catálogo de sirvientes de los grandes señores de la antigua
Roma.
La lectura silenciosa |
La lectura silenciosa es poco frecuente y se centra
fundamentalmente, aunque no en exclusiva, en cartas, documentos y mensajes. Ella
representa la última fase de un aprendizaje que se inicia con el método de
lectura en voz alta, pasa al estadio de lectura en voz baja y finaliza en el
modo visual. En el mundo antiguo esta modalidad no indica la posesión de una
técnica más avanzada, sino que depende de factores o condiciones especiales,
como el estado de ánimo de aquel que la practica.
La alta Edad Media adopta las funciones de los
estudios gramaticales de Roma, la grammaticae
officia, que esbozara Dionisio Tracio. La
lectio, la
lectura en alta voz, es la primera de ellas. Un proceso por el cual el alumno ha
de descifrar el texto ‒discretio‒,
identificar sus elementos, letras, sílabas, palabras y oraciones, para llegar a
leerlo en voz alta ‒ pronuntiatio‒
de acuerdo a las exigencias del sentido. Los maestros cristianos centran su
interés en la interpretación de las Escrituras
por lo que la educación religiosa y la literaria estrechan sus relaciones de
manera muy significativa. Quienes aspiran a alcanzar la condición monacal no
pueden dar la espalda al conocimiento de las letras, porque «leyendo libros se
aprende a conocer a Dios». Se muestra la lectura como una vía más encaminada a
la salvación del alma. Por eso, los libros de texto para quienes se inician en
el estudio pasan a ser las vidas de los santos que ensalzan los ideales
cristianos, y el objetivo último perseguido será la correcta interpretación de
la palabra de Dios.
El arte de leer en voz alta sobrevive en la liturgia.
San Isidoro, en el siglo VII establece los requisitos que debe atesorar quien
ocupe el cargo de Lector en la iglesia. A destacar: conocer a fondo los
significados y las palabras, y dominar la técnica de la expresión para
transmitir sentimientos que provoquen las reacciones buscadas. No obstante, él
prefiere la lectura silenciosa que «ayuda a captar la intención del texto,
porque el lector aprende más cuando no escucha su voz», a más de exigir un menor
esfuerzo físico y potenciar la permanencia del mensaje en la memoria. La Regla
de San Benito también contiene referencias a la lectura individual, pero centra
su necesidad en evitar molestias a los demás.
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Responsables últimos de este proyecto Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado Son: Maestros - Diplomados en Geografía e Historia - Licenciados en Flosofía y Letras - Doctores en Filología Hispánica |
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