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DIRECTORIO de la SECCIÓN |
LA PÉRDIDA DEL PODER TEMPORAL DE LA IGLESIA |
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Un mundo en cambio |
Las relaciones entre lo político, lo ideológico y lo religioso, son aspectos
de notable importancia para comprender diversos elementos de las sociedades
en el pasado y en el momento presente. La incidencia de estos elementos ha
sido razón subyacente para justificar y explicar numerosas coyunturas
históricas. Ellos han condicionado e influido sobre las actuaciones de
quienes han protagonizado los hechos. La tendencia de los tiempos modernos
de relegar al ámbito privado las creencias y mandamientos religiosos no solo
no ha prosperado con la celeridad prevista, sino que aún hoy se vislumbra en
el epicentro de cuestiones y conflictos desarrollados en ámbitos
exclusivamente temporales. Por el contrario, su interacción es
evidente en multitud de manifestaciones fundamentalistas que cada día airean
los medios de comunicación. La cultura occidental ha sido forjada durante
siglos en la impronta del cristianismo y, aunque no se ha manifestado de
manera notablemente radical en los últimos tiempos, sí ha opuesto una tenaz
resistencia a que la fe en Jesucristo pierda su estatus de fundamento y
referente moral de la nueva sociedad.
Durante largo tiempo, lo político y lo religioso conviven en estrecha unidad. El Estado interviene en la esfera espiritual y los ministros de la Iglesia son elementos activos en la actuación política. A partir de Constantino, allá por el siglo IV, la religión cristiana es protegida por casi todos los mandatarios romanos. Los gobernantes de los imperios bizantino y carolingio, así como los de los reinos medievales posteriores, padres de las naciones europeas actuales, consideran un deber prioritario favorecer la salvación eterna de sus súbditos, por lo que se apoya con privilegios legales y económicos su difusión a la vez que se preservan su pureza doctrinal negando derechos a aquellos que sustentan ideas contrarias al Dogma. Renacimiento y humanismo, y su consideración del ser humano como el elemento principal de las preocupaciones filosóficas, políticas y artísticas, marcan una desviación de la tendencia. Luego, con la Reforma protestante, aparecen revolucionarios esquemas de libertad de pensamiento, también en lo espiritual, que soliviantan la relación política/religión que incide de forma irregular en Estados y naciones. La Ilustración que ensalza la razón y se muestra particularmente agresiva en la crítica tanto de lo religioso como de la institución eclesiástica católica, justificando la necesidad de la laicidad y de la secularización, y luego la Revolución Francesa, suponen una declaración de guerra para la sociedad fundamentada en principios religiosos. Dice Meyer:
De aquí en adelante ‒1789‒ esa Iglesia ‒Católica Romana‒ aborreció al liberalismo y al pensamiento de las luces al que confundió con la revolución. Escogió el sentimiento contra la razón, rechazó el presente y el pasado inmediato para refugiarse en un pasado lejano y mítico, antes de lanzarse a las utopías de la restauración cristiana y del integralismo[1].
El derrumbe de poder e influencia que la propagación de las nuevas ideas
supone para las instituciones monárquicas y eclesiásticas da voz a
influyentes intelectuales para criticar ferozmente las tendencias liberales.
El escritor y filósofo protestante Edmund Burke escribió en 1790:
Sabemos y, lo que es más, estamos íntimamente persuadidos de que la religión
es la base de la sociedad civil, y la fuente de todos los bienes y
consuelos, y estamos tan convencidos de esta verdad en Inglaterra, que de
cien personas, hallareis que noventa y nueve prefieren la superstición a la
impiedad[2].
El español Juan Donoso Cortés desarrolla dos conceptos de civilización:
la «civilización católica», la que aporta su Iglesia, y la «civilización
filosófica», promovida por los defensores de la secularización y el
liberalismo. La oposición entre ambas la explica así:
El destino de la humanidad es un misterio profundo que ha recibido dos
explicaciones contrarias: las del catolicismo y la de la filosofía; el
conjunto de cada una de esas explicaciones constituye una civilización
completa. Entre estas dos civilizaciones hay un abismo insondable, un
antagonismo absoluto […], la una es el error, la otra es la verdad; la una
es el mal, la otra es el bien; entre ellas es necesario elegir con una
suprema elección[3].
El planteamiento de las dos civilizaciones representa a la perfección la
disputa que sobre lo humano mantienen los ideólogos
político-religiosos desde finales del siglo XVIII.
Durante el siglo XIX y principio del XX, el rechazo
a lo judío se consolida en dos tendencias. Hay un antisemitismo de
izquierda que basa su desprecio a su religión en la percepción de que en
ella se encuentra el origen del cristianismo, agravado por el resentimiento
que genera su vinculación con el mundo financiero y del capital, su enemigo
intrínseco. Pero, a la vez, se desarrolla el antisemitismo de la
aristocracia terrateniente y del clero, quienes, desconcertados por el
nuevo rumbo de la civilización, los contemplan como símbolos de la amenaza
real que se cierne sobre sus intereses materiales y valores de vida,
haciéndoles responsables, con sus maquinaciones, de los nacientes
movimientos democráticos, liberales y laicos.
El liberalismo ha debilitado la Monarquía y frustrado la construcción de un poder que unifique fe y patria, lo que atrae al socialismo enemigo de todo orden:
El liberalismo desemboca lógicamente en el socialismo y en el comunismo, en el “despotismo universal” de la deificación del Estado concebido consecuentemente como paraíso teo-político en la tierra[4].
La transición entre siglos viene acompañada por una
avalancha de literatura antisemita que subraya la existencia de una
conspiración mundial y la presencia de un oculto poder, un Anticristo
dominador, dispuesto a dirigir los destinos del mundo. La obra cumbre de
este despropósito puede ser la falsificación más confusa, simple y célebre
de los últimos tiempos: Los protocolos de los sabios de Sion, un
clásico del arte de justificar y dar veracidad a aquello que es
injustificable e inverosímil.
El Concilio Vaticano II, va a cambiar, a un alto coste[5],
numerosos paradigmas del pensamiento católico en relación con la
secularización y la modernidad. Las conclusiones de su amplio debate,
producido entre octubre de 1962 y diciembre de 1965, alterarán algunas de
las líneas de pensamiento católico más arraigadas en su tradición. La
transformación, impulsada desde el ecumenismo que promueve la mejora de las
relaciones con otras religiones, va a afectar de un modo esencial a la
visualización, por ejemplo, del judaísmo o la masonería. La jerarquía
católica expresa su arrepentimiento por el pasado y condena oficialmente
actitudes y expresiones, hasta entonces habituales, consentidas y admitidas
de orientación antijudía[6],
subrayando, no obstante, que siempre tuvo un origen exclusivamente religioso
ajeno a las connotaciones racistas y genocidas de los movimientos
antisemitas responsables de las atrocidades del holocausto, o excesivamente
críticas con el anticomunismo radical, el nacionalismo exacerbado o el
antiliberalismo. Se descarta así cualquier referencia a la existencia de una
supuesta «conspiración judeo-masónica mundial» dirigida a destruir el
cristianismo y esclavizar a la humanidad no judía.
El contraste de las conclusiones conciliares con la anterior postura
doctrinal impartida en los seminarios en relación con ese tema, es poco
menos que espectacular, como muestran los párrafos que siguen:
Al investigar el misterio de la Iglesia, este Sagrado Concilio recuerda los vínculos con que el Pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la raza de Abraham. Pues la Iglesia de Cristo reconoce que los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los Patriarcas, en Moisés y los Profetas, conforme al misterio salvífico de Dios. Reconoce que todos los cristianos, hijos de Abraham según la fe, están incluidos en la vocación del mismo Patriarca y que la salvación de la Iglesia está místicamente prefigurada en la salida del pueblo elegido de la tierra de esclavitud. Por lo cual, la Iglesia no puede olvidar que ha recibido la Revelación del Antiguo Testamento por medio de aquel pueblo, con quien Dios, por su inefable misericordia se dignó establecer la Antigua Alianza, ni puede olvidar que se nutre de la raíz del buen olivo en que se han injertado las ramas del olivo silvestre que son los gentiles. Cree, pues, la Iglesia que Cristo, nuestra paz, reconcilió por la cruz a judíos y gentiles y que de ambos hizo una sola cosa en sí mismo.
La Iglesia tiene siempre ante sus ojos las palabras del Apóstol Pablo sobre
sus hermanos de sangre, "a quienes pertenecen la adopción y la gloria, la
Alianza, la Ley, el culto y las promesas; y también los Patriarcas, y de
quienes procede Cristo según la carne" (Rom., 9,4-5), hijo de la
Virgen María. Recuerda también que los Apóstoles, fundamentos y columnas de
la Iglesia, nacieron del pueblo judío, así como muchísimos de aquellos
primeros discípulos que anunciaron al mundo el Evangelio de Cristo. Como
afirma la Sagrada Escritura, Jerusalén no conoció el tiempo de su visita,
gran parte de los judíos no aceptaron el Evangelio e incluso no pocos se
opusieron a su difusión. No obstante, según el Apóstol, los judíos son
todavía muy amados de Dios a causa de sus padres, porque Dios no se
arrepiente de sus dones y de su vocación. La Iglesia, juntamente con los
Profetas y el mismo Apóstol espera el día, que sólo Dios conoce, en que
todos los pueblos invocarán al Señor con una sola voz y "le servirán como un
solo hombre" (Soph 3,9). Como es, por consiguiente, tan grande el
patrimonio espiritual común a cristianos y judíos, este Sagrado Concilio
quiere fomentar y recomendar el mutuo conocimiento y aprecio entre ellos,
que se consigue sobre todo por medio de los estudios bíblicos y teológicos y
con el diálogo fraterno.
Aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte
de Cristo, sin embargo, lo que en su Pasión se hizo, no puede ser imputado
ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos
de hoy. Y, si bien la Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios, no se ha de
señalar a los judíos como reprobados de Dios ni malditos, como si esto se
dedujera de las Sagradas Escrituras. Por consiguiente, procuren todos no
enseñar nada que no esté conforme con la verdad evangélica y con el espíritu
de Cristo, ni en la catequesis ni en la predicación de la Palabra de Dios.
Además, la Iglesia, que reprueba cualquier persecución contra los hombres,
consciente del patrimonio común con los judíos, e impulsada no por razones
políticas, sino por la religiosa caridad evangélica, deplora los odios,
persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y
persona contra los judíos.
Por los demás, Cristo, como siempre lo ha profesado y profesa la Iglesia,
abrazó voluntariamente y movido por inmensa caridad, su pasión y muerte, por
los pecados de todos los hombres, para que todos consigan la salvación. Es,
pues, deber de la Iglesia en su predicación el anunciar la cruz de Cristo
como signo del amor universal de Dios y como fuente de toda gracia.
Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia católica.
La contundente declaración contenida en el fragmento «Aunque las autoridades
de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo […],
procuren todos no enseñar nada que no esté conforme con la verdad evangélica
y con el espíritu de Cristo, ni en la catequesis ni en la predicación de la
Palabra de Dios», choca con la visión extendida, con el imprescindible
beneplácito, aprobación y apoyo eclesial, por los más acreditados
manuales de Historia de la Iglesia en uso en las aulas de los seminarios y
demás instituciones encargadas de la formación sacerdotal:
Degeneración de los judíos: A pesar de la superioridad moral y religiosa del
pueblo judío con respecto a los paganos, había llegado, sin embargo, a
profunda decadencia en la época de los emperadores. Fueron las principales
causas de ella su manera completamente exterior de concebir la religión, los
excesos del fanatismo, su indomable orgullo nacional, su odio contra los
paganos, su inmoralidad y vicios secretos, sus discordias intestinas. Hasta
el Sumo Pontificado había caído en la desgracia y era objeto de frecuentes
usurpaciones. La esperanza del Mesías, otras veces tan viva, no era más que
la expectación de un libertador político que les salvase de la dominación
extranjera. Sólo algunas almas escogidas conservaban esta esperanza en toda
su pureza y realidad […].
Reprobación del pueblo judío: Así se cumplió la profecía de Jesucristo. El
mismo Tito declaró que su triunfo no era obra suya, y que él únicamente
había sido el instrumento de la venganza divina. En este sitio perecieron un
millón y cien mil habitantes. Los restos de esta desgraciada nación, que
había pedido a grandes voces que la sangre de Jesucristo cayese sobre ellos
y sobre sus hijos, fueron dispersos en toda la extensión del imperio. ¡Justo
castigo del furor impío que había ejercido contra el Mesías! Otras ciudades
han sufrido los rigores de un sitio o del hambre; pero jamás se ha visto que
los habitantes de una ciudad sitiada se hayan hecho entre sí una guerra tan
encarnizada, y que hayan ejercido los unos contra los otros una crueldad más
atroz que la que experimentaban de parte de los mismos enemigos. Este
ejemplo es único en la historia, y lo será siempre; pero era necesario para
verificar la predicción de Jesucristo, y para que el castigo de Jerusalén
fuese proporcional al crimen que había cometido crucificando a su Dios;
crimen igualmente único, que no puede tener ejemplo ni en lo pasado ni en lo
por venir.
Los Profetas habían anunciado hacia largo tiempo la infidelidad y la
desgracia de los judíos; habían predicho que Dios arrojaría a este pueblo
ingrato, sustituyéndole otro que rendiría al Todopoderoso un verdadero culto
de adoración. Treinta y ocho años después de haber crucificado a Jesucristo,
y empleado en la persecución de sus discípulos el tiempo que les fue dado
para arrepentirse, los judíos, desterrados de la tierra prometida, reducidos
a la esclavitud, y despojados de las promesas hechas a sus padres, hacen ver
en este terrible castigo el cumplimiento de los oráculos divinos; mientras
que un pueblo nuevo, iniciado en la alianza hecha en otro tiempo a Abraham,
y compuesto de todas las naciones del mundo, se aumenta sin cesar entre los
gentiles, y llama hacia él a todos los hombres para formar la sociedad
cristiana que debe subsistir hasta el fin de las edades. Desde entonces
empieza a cumplirse la profecía de Malaquías: «Desde el Oriente hasta el
Ocaso mi nombre es grande entre las naciones, dice el Señor; y en todos los
lugares de la tierra se ofrece en mi nombre un sacrificio y una oblación
pura». De entre las naciones, hasta aquí infieles, el Señor va a elegir
desde luego a sus adoradores, esperando que Israel vuelva a Jesús, y por él
a la vida. Porque Israel nos hace ver claramente que, después de la
conversión de los gentiles, el Salvador, a quien Sion había desconocido, y
que los hijos de Jacob despreciaron, volverá a ellos, borrará sus pecados, y
les devolverá la inteligencia de las profecías que perdieran durante tantos
siglos. Los judíos cederán también algún día, pero no será hasta que el
Oriente y el Occidente, es decir, todo el universo estará lleno del temor y
conocimiento de Dios. Hasta entonces, errantes por toda la tierra, seguirán
rindiendo testimonio del Mesías, probando de una manera invencible e
incontestable la verdad de las Escrituras que tan claramente lo anuncian:
testimonios irrecusables e inmortales cuya sola presencia bastaría para
confirmar la fe cristiana […][7].
En este giro radical de la orientación secular de la Iglesia influyen de manera decisiva documentos y trabajos de personalidades e instituciones judías, así como la prensa[8]. Parece interesante también anotar la aportación de Pierre-Henri Taguieff, en L’antisémitisme de plume, 1940-1944, donde busca los elementos clave que alimentan la tradicional judeofobia y que, en forma ampliamente resumida, se puede simplificar así[9]:
El cristianismo lo acusa de deicidio y lo muestra como un enemigo demoniaco que conspira para destruir su religión.
La ideología liberal progresista nacida en el Siglo de las Luces, define al judío como un fanático religioso sin cabida en la nueva sociedad.
Para la izquierda anticapitalista, significa el prototipo de la clase opresora a la que el pueblo debe combatir. Representa a la «banca», que personifica en la figura de Rothschild, el enemigo a batir.
El nacionalismo lo presenta como un grupo
inmigrante extranjero que trata de constituir una nación dentro del
Estado, lo que unido al fuerte sentimiento supremacista que lo suele
acompañar, lo convierte en un peligro absoluto que es preciso eliminar.
La necesidad de diferenciar entre antijudaísmo y antisemitismo es una tesis
también presente en Hannah Arendt,
que, en sus Orígenes
del totalitarismo,
afirma:
Cuidado con
confundir dos cosas muy
diferentes, el antisemitismo,
ideología
laica del siglo XIX, pero que
aparece bajo
tal nombre
sólo después
de 1870,
y el
odio del
judío, de origen
religioso, inspirado por la hostilidad recíproca de dos
fes antagonistas[10].
Advertido lo cual, es innegable el reconocer, basta para ello una somera
mirada a lo largo de la historia, que las Iglesias cristianas han cultivado
el desprecio
y el odio hacia el judío, y, así
mismo, los estados cristianos
han actuado duramente contra
ellos. De los errores que el Concilio reconoce, no son principales
responsables los humildes sacerdotes que han gestionado parroquias y
enseñado catecismo. Sirva como ejemplo de muestra el mensaje de Pío XI
recogido en 1925, en la encíclica Quas Primas que instituyó la
solemnidad litúrgica de Cristo Rey, a favor del «Reinado Social de Cristo
Rey», un canto contra el laicismo:
Y si ahora mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos del
mundo, con ello proveeremos también a las necesidades de los tiempos
presentes, y pondremos un remedio eficacísimo a la peste que hoy inficiona a
la humana sociedad. Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo
con sus errores y abominables intentos; y vosotros sabéis, venerables
hermanos, que tal impiedad no maduró en un solo día, sino que se incubaba
desde mucho antes en las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el
imperio de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho,
fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto
es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna
felicidad. Después, poco a poco, la religión cristiana fue igualada con las
demás religiones falsas y rebajada indecorosamente al nivel de éstas. Se la
sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes
y magistrados. Y se avanzó más: hubo algunos de éstos que imaginaron
sustituir la religión de Cristo con cierta religión natural, con ciertos
sentimientos puramente humanos. No faltaron Estados que creyeron poder
pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de
Dios[11].
Y no es el menor de los errores fomentar la imagen
negativa del pueblo judío, toda una constante en el devenir de los tiempos.
Desde la antigüedad más remota ha sufrido persecuciones alentadas por una
literatura difamatoria inductora de violentas reacciones cargadas, en muchos
casos, de alto contenido xenófobo.
Una referencia crítica contra la religión judía fue consentida, cuando no
alentada, por la Iglesia Católica a lo largo de muchos siglos. En su
enfrentamiento con el judaísmo
hace circular duras acusaciones de deicidio y crimen ritual, y no se duda en
identificar al judío con Satán o el mismo Anticristo. Esto recoge el
Evangelio de San Juan:
Vosotros procedéis del diablo, que es vuestro padre,
y son los deseos de vuestro padre los que queréis poner en práctica. Él fue
homicida desde el principio; y no se mantuvo en la verdad, porque no hay
verdad en él. Cuando prefiere la mentira habla de lo suyo propio, porque es
mentiroso y padre de la mentira.
Respetados Doctores de la Iglesia se muestran muy beligerantes al respecto.
San Juan Crisóstomo es autor de una serie de homilías contra los judíos y
aquellos que siguen respetando sus tradiciones, conocida como
Adversus Iudaeos,
que dará, incluso,
posteriormente nombre a un género literario dialogal con la misma temática
que reproduce supuestos debates entre un cristiano y un judío[12].
El mismo
San Agustín, en su Tratado contra los judíos dice:
Id
ahora, ¡oh israelitas!, según la carne y no según el espíritu; id ahora a
contradecir todavía a la verdad más evidente. Y cuando escucháis el Venid y
subamos al monte del Señor y a la casa del Dios de Jacob, decid: Somos nosotros,
para que obcecados choquéis contra el monte, en donde rota la crisma perdáis
miserablemente la frente. Si de verdad queréis decir: Somos nosotros, decidlo
allí cuando oís: Ha sido llevado a la muerte por las iniquidades de mi pueblo.
Porque se habla aquí de Cristo, a quien vosotros en vuestros padres enviasteis a
la muerte, y que fue llevado como una oveja al matadero; de modo que la Pascua,
que celebráis en vuestra ignorancia, sin daros cuenta la cumplisteis plenamente
con crueldad[13].
Pese a todo, San Agustín se debe catalogar entre los tolerantes, ya
que achaca a la «ignorancia» la actuación judía, una postura que, en cierta
medida queda en entredicho en el IV Concilio de Letrán, convocado por
Inocencio III[14],
que no solo insiste en la acusación de deicidio y decreta medidas para
rebajar la tolerancia, sino que define a los reinos cristianos como
universitas christiana, lo que justifica la consideración de la unidad
religiosa como un bien[15].
El cúmulo de acusaciones alimentadas de generación en generación han
arraigado en lo más profundo de las entrañas de la cultura occidental,
incluso en aquellas mentes más lúcidas:
La dispersión del pueblo hebreo no es un acontecimiento que, como la
esclavitud de Polonia, depende de la voluntad de los hombres. Es así la
consumación de las profecías, el cumplimiento de la palabra de Dios; y en
vano pugnará el pueblo deicida por substraerse a aquel inmutable decreto. Se
arrastrará por el mundo, ostentando un forzado cosmopolísmo, cuyas raíces no
profundizan en su pecho; vivirá a merced de las demás naciones y como en la
edad media, trocará el fruto de sus tareas científicas y comerciales por
algunos privilegios y derechos, tan precarios como la necesidad que los
dispensa o los vende[16].
Son imágenes que subyacen en el pensamiento del católico de a pie,
condicionan su ideario y conducen a la aceptación de textos como el de
Theodor Fritsch, de 1887, Catecismo de los antisemitas, que contempla
veinticinco ediciones en siete años, y ampliado en 1907 como Manual de la
Cuestión Judía.
Es, pues, una concepción superficial y errónea de las cosas explicar la
oposición contra el judaísmo por la emanación de un estúpido odio racial y
religioso, cuando se trata de un combate desinteresado, animado por los más
nobles ideales, contra un enemigo de la humanidad, de la moral y de la
cultura […] para expurgar la raza judía de la vida de los pueblos[17].
Permítase una breve referencia a la acusación, si no fomentada, tampoco
rebatida con la necesaria fuerza por la Iglesia, de la supuesta práctica de
crimen ritual demandado, según el imaginario popular, por la liturgia
judía. Y es que:
Los mitos antijudíos son monótonos, recurrentes, obsesivos. La monotonía no
parece cansar al creyente, es para él prenda de verdad. El resentimiento que
expresan, su pobreza intrínseca, no abogan más a su favor que a quienes las
difunden o prohíben conocerlas[18].
La acusación de crimen ritual nace al calor de las Cruzadas. Es una historia
que se repite con ligeras variantes desde el siglo XII. El primer caso
notorio se sitúa la víspera de un Viernes Santo en las cercanías de Norwich,
donde aparece asesinado el cuerpo de un joven aprendiz. Aunque el proceso
alcanza una importancia limitada, el libro del benedictino Thomas de
Monmouth, Vita el Miracula S. Wilelmi Norwicensis, de 1173,
convierte, para el pueblo, al niño en Saint William. Lo narra así:
Gracias a la confesión de un judío converso al cristianismo, Teobaldo de
Cambridge, pudo conocer la realidad de lo sucedido: el niño había sido
víctima de un asesinato ritual ‒una parodia de la crucifixión de Cristo‒,
realizado por orden de un consejo de rabinos hispanos reunidos en Narbona
que cada año elegían la comunidad judía que debía matar a un cristiano para
mantener la esperanza de ser libres y retornar a su tierra, y ese año le
tocó a Norwich. La comunidad judía cumplió las órdenes, y aunque fueron
descubiertos, su dinero logró que, primero el sheriff y luego el rey,
evitasen su castigo[19].
El libelo de sangre se extiende y multiplica en Europa ocasionando la
persecución y muerte violenta en bastantes casos de miembros anónimos de la
comunidad judía. Los esfuerzos de Roma para contenerlos se muestran
inútiles. El pueblo los vincula con los Santos Inocentes asesinados por
Herodes y solicita su tratamiento como mártires. Si bien nunca fueron
canonizados, sí se admitió en algún caso el culto local[20].
Habrá de llegar el pontificado de Benedicto XV, entre 1914 y 1922, para que se frene la alusión recurrente de crimen ritual en la prensa católica después de la absolución de Mendel Beilis en un mediático juicio, desarrollado en Kiev, donde comparece acusado por el asesinato con ensañamiento del adolescente Andréi Yushchinski, de trece años de edad[21].
[1] Meyer, Jean, «Para una historia política de la religión, para una historia religiosa de la política», 2002, p.36.
[2]
Burke, Edmund, Reflections on the French Revolution, 2001.
[3]
Donoso Cortés, Juan, Obras,
1946, I, p. 207.
[4]
Beneyto, José María,
Apocalipsis…,1993, p. 125
[5]
Véase Pinay, Maurice, Complot…, 2015
[6]
Punto 4 de la declaración final del II Concilio Vaticano. Consultada el
2 de febrero de 2022 y disponible en
https://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_decl_19651028_nostra-aetate_sp.html.
[7]
Díaz Carmona, Francisco, Compendio de
la Historia de la Iglesia…, pp. 44-46. El cardenal Joseph
Hergenröther, en cuya doctrina Diaz Carmona basa su obra según declara
de forma explícita en el subtítulo, fue profesor de derecho canónico e
historia en Würzburgo y una de las personalidades encargadas de preparar
el I Concilio Vaticano. León XIII le eleva a la condición de cardenal y
le nombra primer prefecto de los archivos apostólicos. Entre sus
numerosos escritos se encuentra una Historia de la Iglesia,
traducida al castellano por Eberardo Vogel, publicada por la Biblioteca
de la Ciencia Cristiana en Madrid (1883-1889).
[8]
Entre ellos el escritor Jules Isaac. Véase: León de Poncins, El
judaísmo…, 1965, pp. 13-16.
[9]
Véase Taguieff,
Pierre-Henri,
L’antisémitisme…
1999.
[10]
Arendt, Hannah,
Origines
du
totalitarisme,
Paris, 1973, p.
9. Citado en J. Meyer, «Una revista curial…», 2011, p. 2.
[11]
Pío XI, Carta encíclica Quas Primas, en página oficial del Estado
Vaticano:
https://www.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_p-xi_enc_11121925_quas-primas.html.
Consultada el 2 de febrero de 2022.
[12]
Un fragmento de discurso: «Cuando tantas bendiciones desde el cielo
llegaron a sus manos, las dejaron a un lado […]. El Sol de la Justicia
de la mañana surgió para ellos, pero ellos rechazaron sus rayos y se
sentaron en la oscuridad. Nosotros que fuimos alimentados por la
oscuridad, trajimos la luz hacia nosotros y fuimos liberados de la
penumbra de su error. Ellos fueron las ramas de la raíz sagrada, pero
esas ramas se rompieron. […] Desde su infancia leyeron a los profetas,
pero crucificaron a aquel que predijeron los profetas. […] son
miserables porque rechazaron los bienes que les fueron enviados mientras
que otros tomaron estos bienes y los atrajeron hacia sí mismos. Aunque
esos judíos fueron llamados hijos, cayeron en parentesco con perros;
nosotros que éramos perros recibimos la fuerza, a través de la gracia de
Dios, para dejar a un lado la irracional naturaleza que era nuestra y
elevarnos al honor de hijos» (Adv. Jud. 1, II, 5). Véase en
Andrea Simonassi
Lyon, «Las homilías
Adversus Iudaeos…»,
2021.
[13]
Agustín de Hipona, «Tratado contra los judíos», 1990, pp. 33873-874.
[14]
En 1199, y en línea con la doctrina de
Agustín de Hipona, Inocencio III saca a la luz la Constitutio pro
iudaeis en la que da instrucciones al orbe cristiano acerca del
tratamiento que merecen los judíos. Su bula manifiesta que, por designio
divino, ese pueblo se encuentra en una situación de inferioridad y debe
ser protegido para que, movido por el ejemplo cristiano, llegue a la
conversión voluntaria. No aprueba la obligatoriedad de su bautismo ni
los ataques a personas, sinagogas ni cementerios, pero sí admite el pago
de diezmos. Véase Losada M., Carolina, «Ley divina y ley terrena…», 2013.
[15]
Valero Matas, Jesús A. «La conspiración judía…», 2016, pp. 223-224.
[16]
Amador de los Ríos, José, Estudios históricos, políticos y literarios…,
1948, pp. 650-651. Amador de los Ríos fue filósofo, arqueólogo,
historiador y miembro de la Academia de la Historia española.
[17]
Meyer, Jean, «Una revista curial…», 2011, p. 8.
[18]
Nataf, Georges, Les sources païennes de l’antisémitisme, Berg
International, Paris, 2001, p. 45. Citado por González Salinero, Raúl en
«Manos manchadas de sangre…», 2013, p. 66.
[19]
Raúl González Salinero, obra citada, p. 224.
[20]
Debe tenerse en cuenta que en aquella época basta el entusiasmo popular,
el cuerpo y las curaciones milagrosas para introducir un culto local. La
consolidación del tratamiento se concederá, o no, con posterioridad.
[21]
Meyer, Jean, «Iglesia romana y antisemitismo», 2016, p. 123.
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