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LA PÉRDIDA DEL PODER TEMPORAL DE LA IGLESIA

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Un mundo en cambio

 

Las relaciones entre lo político, lo ideológico y lo religioso, son aspectos de notable importancia para comprender diversos elementos de las sociedades en el pasado y en el momento presente. La incidencia de estos elementos ha sido razón subyacente para justificar y explicar numerosas coyunturas históricas. Ellos han condicionado e influido sobre las actuaciones de quienes han protagonizado los hechos. La tendencia de los tiempos modernos de relegar al ámbito privado las creencias y mandamientos religiosos no solo no ha prosperado con la celeridad prevista, sino que aún hoy se vislumbra en el epicentro de cuestiones y conflictos desarrollados en ámbitos exclusivamente temporales.  Por el contrario, su interacción es evidente en multitud de manifestaciones fundamentalistas que cada día airean los medios de comunicación. La cultura occidental ha sido forjada durante siglos en la impronta del cristianismo y, aunque no se ha manifestado de manera notablemente radical en los últimos tiempos, sí ha opuesto una tenaz resistencia a que la fe en Jesucristo pierda su estatus de fundamento y referente moral de la nueva sociedad.

Durante largo tiempo, lo político y lo religioso conviven en estrecha unidad. El Estado interviene en la esfera espiritual y los ministros de la Iglesia son elementos activos en la actuación política. A partir de Constantino, allá por el siglo IV, la religión cristiana es protegida por casi todos los mandatarios romanos. Los gobernantes de los imperios bizantino y carolingio, así como los de los reinos medievales posteriores, padres de las naciones europeas actuales, consideran un deber prioritario favorecer la salvación eterna de sus súbditos, por lo que se apoya con privilegios legales y económicos su difusión a la vez que se preservan su pureza doctrinal negando derechos a aquellos que sustentan ideas contrarias al Dogma. Renacimiento y humanismo, y su consideración del ser humano como el elemento principal de las preocupaciones filosóficas, políticas y artísticas, marcan una desviación de la tendencia. Luego, con la Reforma protestante, aparecen revolucionarios esquemas de libertad de pensamiento, también en lo espiritual, que soliviantan la relación política/religión que incide de forma irregular en Estados y naciones. La Ilustración que ensalza la razón y se muestra particularmente agresiva en la crítica tanto de lo religioso como de la institución eclesiástica católica, justificando la necesidad de la laicidad y de la secularización, y luego la Revolución Francesa, suponen una declaración de guerra para la sociedad fundamentada en principios religiosos. Dice Meyer:

De aquí en adelante ‒1789‒ esa Iglesia ‒Católica Romana‒ aborreció al liberalismo y al pensamiento de las luces al que confundió con la revolución. Escogió el sentimiento contra la razón, rechazó el presente y el pasado inmediato para refugiarse en un pasado lejano y mítico, antes de lanzarse a las utopías de la restauración cristiana y del integralismo[1].

El derrumbe de poder e influencia que la propagación de las nuevas ideas supone para las instituciones monárquicas y eclesiásticas da voz a influyentes intelectuales para criticar ferozmente las tendencias liberales. El escritor y filósofo protestante Edmund Burke escribió en 1790:

Sabemos y, lo que es más, estamos íntimamente persuadidos de que la religión es la base de la sociedad civil, y la fuente de todos los bienes y consuelos, y estamos tan convencidos de esta verdad en Inglaterra, que de cien personas, hallareis que noventa y nueve prefieren la superstición a la impiedad[2].

El español Juan Donoso Cortés desarrolla dos conceptos de civilización: la «civilización católica», la que aporta su Iglesia, y la «civilización filosófica», promovida por los defensores de la secularización y el liberalismo. La oposición entre ambas la explica así:

El destino de la humanidad es un misterio profundo que ha recibido dos explicaciones contrarias: las del catolicismo y la de la filosofía; el conjunto de cada una de esas explicaciones constituye una civilización completa. Entre estas dos civilizaciones hay un abismo insondable, un antagonismo absoluto […], la una es el error, la otra es la verdad; la una es el mal, la otra es el bien; entre ellas es necesario elegir con una suprema elección[3].

El planteamiento de las dos civilizaciones representa a la perfección la disputa que sobre lo humano mantienen los ideólogos político-religiosos desde finales del siglo XVIII.

Durante el siglo XIX y principio del XX, el rechazo a lo judío se consolida en dos tendencias. Hay un antisemitismo de izquierda que basa su desprecio a su religión en la percepción de que en ella se encuentra el origen del cristianismo, agravado por el resentimiento que genera su vinculación con el mundo financiero y del capital, su enemigo intrínseco. Pero, a la vez, se desarrolla el antisemitismo de la aristocracia terrateniente y del clero, quienes, desconcertados por el nuevo rumbo de la civilización, los contemplan como símbolos de la amenaza real que se cierne sobre sus intereses materiales y valores de vida, haciéndoles responsables, con sus maquinaciones, de los nacientes movimientos democráticos, liberales y laicos.

El liberalismo ha debilitado la Monarquía y frustrado la construcción de un poder que unifique fe y patria, lo que atrae al socialismo enemigo de todo orden:

El liberalismo desemboca lógicamente en el socialismo y en el comunismo, en el “despotismo universal” de la deificación del Estado concebido consecuentemente como paraíso teo-político en la tierra[4].

La transición entre siglos viene acompañada por una avalancha de literatura antisemita que subraya la existencia de una conspiración mundial y la presencia de un oculto poder, un Anticristo dominador, dispuesto a dirigir los destinos del mundo. La obra cumbre de este despropósito puede ser la falsificación más confusa, simple y célebre de los últimos tiempos: Los protocolos de los sabios de Sion, un clásico del arte de justificar y dar veracidad a aquello que es injustificable e inverosímil.

El Concilio Vaticano II, va a cambiar, a un alto coste[5], numerosos paradigmas del pensamiento católico en relación con la secularización y la modernidad. Las conclusiones de su amplio debate, producido entre octubre de 1962 y diciembre de 1965, alterarán algunas de las líneas de pensamiento católico más arraigadas en su tradición. La transformación, impulsada desde el ecumenismo que promueve la mejora de las relaciones con otras religiones, va a afectar de un modo esencial a la visualización, por ejemplo, del judaísmo o la masonería. La jerarquía católica expresa su arrepentimiento por el pasado y condena oficialmente actitudes y expresiones, hasta entonces habituales, consentidas y admitidas de orientación antijudía[6], subrayando, no obstante, que siempre tuvo un origen exclusivamente religioso ajeno a las connotaciones racistas y genocidas de los movimientos antisemitas responsables de las atrocidades del holocausto, o excesivamente críticas con el anticomunismo radical, el nacionalismo exacerbado o el antiliberalismo. Se descarta así cualquier referencia a la existencia de una supuesta «conspiración judeo-masónica mundial» dirigida a destruir el cristianismo y esclavizar a la humanidad no judía.

El contraste de las conclusiones conciliares con la anterior postura doctrinal impartida en los seminarios en relación con ese tema, es poco menos que espectacular, como muestran los párrafos que siguen:

Al investigar el misterio de la Iglesia, este Sagrado Concilio recuerda los vínculos con que el Pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la raza de Abraham. Pues la Iglesia de Cristo reconoce que los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los Patriarcas, en Moisés y los Profetas, conforme al misterio salvífico de Dios. Reconoce que todos los cristianos, hijos de Abraham según la fe, están incluidos en la vocación del mismo Patriarca y que la salvación de la Iglesia está místicamente prefigurada en la salida del pueblo elegido de la tierra de esclavitud. Por lo cual, la Iglesia no puede olvidar que ha recibido la Revelación del Antiguo Testamento por medio de aquel pueblo, con quien Dios, por su inefable misericordia se dignó establecer la Antigua Alianza, ni puede olvidar que se nutre de la raíz del buen olivo en que se han injertado las ramas del olivo silvestre que son los gentiles. Cree, pues, la Iglesia que Cristo, nuestra paz, reconcilió por la cruz a judíos y gentiles y que de ambos hizo una sola cosa en sí mismo.

La Iglesia tiene siempre ante sus ojos las palabras del Apóstol Pablo sobre sus hermanos de sangre, "a quienes pertenecen la adopción y la gloria, la Alianza, la Ley, el culto y las promesas; y también los Patriarcas, y de quienes procede Cristo según la carne" (Rom., 9,4-5), hijo de la Virgen María. Recuerda también que los Apóstoles, fundamentos y columnas de la Iglesia, nacieron del pueblo judío, así como muchísimos de aquellos primeros discípulos que anunciaron al mundo el Evangelio de Cristo. Como afirma la Sagrada Escritura, Jerusalén no conoció el tiempo de su visita, gran parte de los judíos no aceptaron el Evangelio e incluso no pocos se opusieron a su difusión. No obstante, según el Apóstol, los judíos son todavía muy amados de Dios a causa de sus padres, porque Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación. La Iglesia, juntamente con los Profetas y el mismo Apóstol espera el día, que sólo Dios conoce, en que todos los pueblos invocarán al Señor con una sola voz y "le servirán como un solo hombre" (Soph 3,9). Como es, por consiguiente, tan grande el patrimonio espiritual común a cristianos y judíos, este Sagrado Concilio quiere fomentar y recomendar el mutuo conocimiento y aprecio entre ellos, que se consigue sobre todo por medio de los estudios bíblicos y teológicos y con el diálogo fraterno.

Aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo, sin embargo, lo que en su Pasión se hizo, no puede ser imputado ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy. Y, si bien la Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios, no se ha de señalar a los judíos como reprobados de Dios ni malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras. Por consiguiente, procuren todos no enseñar nada que no esté conforme con la verdad evangélica y con el espíritu de Cristo, ni en la catequesis ni en la predicación de la Palabra de Dios. Además, la Iglesia, que reprueba cualquier persecución contra los hombres, consciente del patrimonio común con los judíos, e impulsada no por razones políticas, sino por la religiosa caridad evangélica, deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos.

Por los demás, Cristo, como siempre lo ha profesado y profesa la Iglesia, abrazó voluntariamente y movido por inmensa caridad, su pasión y muerte, por los pecados de todos los hombres, para que todos consigan la salvación. Es, pues, deber de la Iglesia en su predicación el anunciar la cruz de Cristo como signo del amor universal de Dios y como fuente de toda gracia.

Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia católica.

La contundente declaración contenida en el fragmento «Aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo […], procuren todos no enseñar nada que no esté conforme con la verdad evangélica y con el espíritu de Cristo, ni en la catequesis ni en la predicación de la Palabra de Dios», choca con la visión extendida, con el imprescindible  beneplácito, aprobación y apoyo eclesial, por los más acreditados manuales de Historia de la Iglesia en uso en las aulas de los seminarios y demás instituciones encargadas de la formación sacerdotal:

Degeneración de los judíos: A pesar de la superioridad moral y religiosa del pueblo judío con respecto a los paganos, había llegado, sin embargo, a profunda decadencia en la época de los emperadores. Fueron las principales causas de ella su manera completamente exterior de concebir la religión, los excesos del fanatismo, su indomable orgullo nacional, su odio contra los paganos, su inmoralidad y vicios secretos, sus discordias intestinas. Hasta el Sumo Pontificado había caído en la desgracia y era objeto de frecuentes usurpaciones. La esperanza del Mesías, otras veces tan viva, no era más que la expectación de un libertador político que les salvase de la dominación extranjera. Sólo algunas almas escogidas conservaban esta esperanza en toda su pureza y realidad […].

Reprobación del pueblo judío: Así se cumplió la profecía de Jesucristo. El mismo Tito declaró que su triunfo no era obra suya, y que él únicamente había sido el instrumento de la venganza divina. En este sitio perecieron un millón y cien mil habitantes. Los restos de esta desgraciada nación, que había pedido a grandes voces que la sangre de Jesucristo cayese sobre ellos y sobre sus hijos, fueron dispersos en toda la extensión del imperio. ¡Justo castigo del furor impío que había ejercido contra el Mesías! Otras ciudades han sufrido los rigores de un sitio o del hambre; pero jamás se ha visto que los habitantes de una ciudad sitiada se hayan hecho entre sí una guerra tan encarnizada, y que hayan ejercido los unos contra los otros una crueldad más atroz que la que experimentaban de parte de los mismos enemigos. Este ejemplo es único en la historia, y lo será siempre; pero era necesario para verificar la predicción de Jesucristo, y para que el castigo de Jerusalén fuese proporcional al crimen que había cometido crucificando a su Dios; crimen igualmente único, que no puede tener ejemplo ni en lo pasado ni en lo por venir.

Los Profetas habían anunciado hacia largo tiempo la infidelidad y la desgracia de los judíos; habían predicho que Dios arrojaría a este pueblo ingrato, sustituyéndole otro que rendiría al Todopoderoso un verdadero culto de adoración. Treinta y ocho años después de haber crucificado a Jesucristo, y empleado en la persecución de sus discípulos el tiempo que les fue dado para arrepentirse, los judíos, desterrados de la tierra prometida, reducidos a la esclavitud, y despojados de las promesas hechas a sus padres, hacen ver en este terrible castigo el cumplimiento de los oráculos divinos; mientras que un pueblo nuevo, iniciado en la alianza hecha en otro tiempo a Abraham, y compuesto de todas las naciones del mundo, se aumenta sin cesar entre los gentiles, y llama hacia él a todos los hombres para formar la sociedad cristiana que debe subsistir hasta el fin de las edades. Desde entonces empieza a cumplirse la profecía de Malaquías: «Desde el Oriente hasta el Ocaso mi nombre es grande entre las naciones, dice el Señor; y en todos los lugares de la tierra se ofrece en mi nombre un sacrificio y una oblación pura». De entre las naciones, hasta aquí infieles, el Señor va a elegir desde luego a sus adoradores, esperando que Israel vuelva a Jesús, y por él a la vida. Porque Israel nos hace ver claramente que, después de la conversión de los gentiles, el Salvador, a quien Sion había desconocido, y que los hijos de Jacob despreciaron, volverá a ellos, borrará sus pecados, y les devolverá la inteligencia de las profecías que perdieran durante tantos siglos. Los judíos cederán también algún día, pero no será hasta que el Oriente y el Occidente, es decir, todo el universo estará lleno del temor y conocimiento de Dios. Hasta entonces, errantes por toda la tierra, seguirán rindiendo testimonio del Mesías, probando de una manera invencible e incontestable la verdad de las Escrituras que tan claramente lo anuncian: testimonios irrecusables e inmortales cuya sola presencia bastaría para confirmar la fe cristiana […][7].

En este giro radical de la orientación secular de la Iglesia influyen de manera decisiva documentos y trabajos de personalidades e instituciones judías, así  como la prensa[8]. Parece interesante también anotar la aportación de Pierre-Henri Taguieff, en L’antisémitisme de plume, 1940-1944, donde busca los elementos clave que alimentan la tradicional judeofobia y que, en forma ampliamente resumida, se puede simplificar así[9]:

La necesidad de diferenciar entre antijudaísmo y antisemitismo es una tesis también presente en Hannah Arendt, que, en sus Orígenes del totalitarismo, afirma:

Cuidado con confundir dos cosas muy diferentes, el antisemitismo, ideología laica del siglo XIX, pero que aparece bajo tal nombre sólo después de 1870, y el odio del judío, de origen religioso, inspirado por la hostilidad recíproca de dos fes antagonistas[10].

Advertido lo cual, es innegable el reconocer, basta para ello una somera mirada a lo largo de la historia, que las Iglesias cristianas han cultivado el desprecio y el odio hacia el judío, y, así mismo, los estados cristianos han actuado duramente contra ellos. De los errores que el Concilio reconoce, no son principales responsables los humildes sacerdotes que han gestionado parroquias y enseñado catecismo. Sirva como ejemplo de muestra el mensaje de Pío XI recogido en 1925, en la encíclica Quas Primas que instituyó la solemnidad litúrgica de Cristo Rey, a favor del «Reinado Social de Cristo Rey», un canto contra el laicismo:

Y si ahora mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos del mundo, con ello proveeremos también a las necesidades de los tiempos presentes, y pondremos un remedio eficacísimo a la peste que hoy inficiona a la humana sociedad. Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos; y vosotros sabéis, venerables hermanos, que tal impiedad no maduró en un solo día, sino que se incubaba desde mucho antes en las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la religión cristiana fue igualada con las demás religiones falsas y rebajada indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: hubo algunos de éstos que imaginaron sustituir la religión de Cristo con cierta religión natural, con ciertos sentimientos puramente humanos. No faltaron Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios[11].

Y no es el menor de los errores fomentar la imagen negativa del pueblo judío, toda una constante en el devenir de los tiempos. Desde la antigüedad más remota ha sufrido persecuciones alentadas por una literatura difamatoria inductora de violentas reacciones cargadas, en muchos casos, de alto contenido xenófobo. Una referencia crítica contra la religión judía fue consentida, cuando no alentada, por la Iglesia Católica a lo largo de muchos siglos. En su enfrentamiento con el judaísmo hace circular duras acusaciones de deicidio y crimen ritual, y no se duda en identificar al judío con Satán o el mismo Anticristo. Esto recoge el Evangelio de San Juan:

Vosotros procedéis del diablo, que es vuestro padre, y son los deseos de vuestro padre los que queréis poner en práctica. Él fue homicida desde el principio; y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando prefiere la mentira habla de lo suyo propio, porque es mentiroso y padre de la mentira.

Respetados Doctores de la Iglesia se muestran muy beligerantes al respecto. San Juan Crisóstomo es autor de una serie de homilías contra los judíos y aquellos que siguen respetando sus tradiciones, conocida como Adversus Iudaeos, que dará, incluso, posteriormente nombre a un género literario dialogal con la misma temática que reproduce supuestos debates entre un cristiano y un judío[12]. El mismo San Agustín, en su Tratado contra los judíos dice:

Id ahora, ¡oh israelitas!, según la carne y no según el espíritu; id ahora a contradecir todavía a la verdad más evidente. Y cuando escucháis el Venid y subamos al monte del Señor y a la casa del Dios de Jacob, decid: Somos nosotros, para que obcecados choquéis contra el monte, en donde rota la crisma perdáis miserablemente la frente. Si de verdad queréis decir: Somos nosotros, decidlo allí cuando oís: Ha sido llevado a la muerte por las iniquidades de mi pueblo. Porque se habla aquí de Cristo, a quien vosotros en vuestros padres enviasteis a la muerte, y que fue llevado como una oveja al matadero; de modo que la Pascua, que celebráis en vuestra ignorancia, sin daros cuenta la cumplisteis plenamente con crueldad[13].

Pese a todo, San Agustín se debe catalogar entre los tolerantes, ya que achaca a la «ignorancia» la actuación judía, una postura que, en cierta medida queda en entredicho en el IV Concilio de Letrán, convocado por Inocencio III[14], que no solo insiste en la acusación de deicidio y decreta medidas para rebajar la tolerancia, sino que define a los reinos cristianos como universitas christiana, lo que justifica la consideración de la unidad religiosa como un bien[15].

El cúmulo de acusaciones alimentadas de generación en generación han arraigado en lo más profundo de las entrañas de la cultura occidental, incluso en aquellas mentes más lúcidas:

La dispersión del pueblo hebreo no es un acontecimiento que, como la esclavitud de Polonia, depende de la voluntad de los hombres. Es así la consumación de las profecías, el cumplimiento de la palabra de Dios; y en vano pugnará el pueblo deicida por substraerse a aquel inmutable decreto. Se arrastrará por el mundo, ostentando un forzado cosmopolísmo, cuyas raíces no profundizan en su pecho; vivirá a merced de las demás naciones y como en la edad media, trocará el fruto de sus tareas científicas y comerciales por algunos privilegios y derechos, tan precarios como la necesidad que los dispensa o los vende[16].

Son imágenes que subyacen en el pensamiento del católico de a pie, condicionan su ideario y conducen a la aceptación de textos como el de Theodor Fritsch, de 1887, Catecismo de los antisemitas, que contempla veinticinco ediciones en siete años, y ampliado en 1907 como Manual de la Cuestión Judía.

Es, pues, una concepción superficial y errónea de las cosas explicar la oposición contra el judaísmo por la emanación de un estúpido odio racial y religioso, cuando se trata de un combate desinteresado, animado por los más nobles ideales, contra un enemigo de la humanidad, de la moral y de la cultura […] para expurgar la raza judía de la vida de los pueblos[17].

Permítase una breve referencia a la acusación, si no fomentada, tampoco rebatida con la necesaria fuerza por la Iglesia, de la supuesta práctica de crimen ritual demandado, según el imaginario popular, por la liturgia judía. Y es que:

Los mitos antijudíos son monótonos, recurrentes, obsesivos. La monotonía no parece cansar al creyente, es para él prenda de verdad. El resentimiento que expresan, su pobreza intrínseca, no abogan más a su favor que a quienes las difunden o prohíben conocerlas[18].

La acusación de crimen ritual nace al calor de las Cruzadas. Es una historia que se repite con ligeras variantes desde el siglo XII. El primer caso notorio se sitúa la víspera de un Viernes Santo en las cercanías de Norwich, donde aparece asesinado el cuerpo de un joven aprendiz. Aunque el proceso alcanza una importancia limitada, el libro del benedictino Thomas de Monmouth, Vita el Miracula S. Wilelmi Norwicensis, de 1173, convierte, para el pueblo, al niño en Saint William. Lo narra así:

Gracias a la confesión de un judío converso al cristianismo, Teobaldo de Cambridge, pudo conocer la realidad de lo sucedido: el niño había sido víctima de un asesinato ritual ‒una parodia de la crucifixión de Cristo‒, realizado por orden de un consejo de rabinos hispanos reunidos en Narbona que cada año elegían la comunidad judía que debía matar a un cristiano para mantener la esperanza de ser libres y retornar a su tierra, y ese año le tocó a Norwich. La comunidad judía cumplió las órdenes, y aunque fueron descubiertos, su dinero logró que, primero el sheriff y luego el rey, evitasen su castigo[19].

El libelo de sangre se extiende y multiplica en Europa ocasionando la persecución y muerte violenta en bastantes casos de miembros anónimos de la comunidad judía. Los esfuerzos de Roma para contenerlos se muestran inútiles. El pueblo los vincula con los Santos Inocentes asesinados por Herodes y solicita su tratamiento como mártires. Si bien nunca fueron canonizados, sí se admitió en algún caso el culto local[20].

Habrá de llegar el pontificado de Benedicto XV, entre 1914 y 1922, para que se frene la alusión recurrente de crimen ritual en la prensa católica después de la absolución de Mendel Beilis en un mediático juicio, desarrollado en Kiev, donde comparece acusado por el asesinato con ensañamiento del adolescente Andréi Yushchinski, de trece años de edad[21].



[1] Meyer, Jean, «Para una historia política de la religión, para una historia religiosa de la política», 2002, p.36.

[2] Burke, Edmund, Reflections on the French Revolution, 2001.

[3] Donoso Cortés, Juan, Obras, 1946, I, p. 207.

[4] Beneyto, José María, Apocalipsis…,1993, p. 125

[5] Véase Pinay, Maurice, Complot…, 2015

[6] Punto 4 de la declaración final del II Concilio Vaticano. Consultada el 2 de febrero de 2022 y disponible en https://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_decl_19651028_nostra-aetate_sp.html.

[7] Díaz Carmona, Francisco, Compendio de la Historia de la Iglesia…, pp. 44-46. El cardenal Joseph Hergenröther, en cuya doctrina Diaz Carmona basa su obra según declara de forma explícita en el subtítulo, fue profesor de derecho canónico e historia en Würzburgo y una de las personalidades encargadas de preparar el I Concilio Vaticano. León XIII le eleva a la condición de cardenal y le nombra primer prefecto de los archivos apostólicos. Entre sus numerosos escritos se encuentra una Historia de la Iglesia, traducida al castellano por Eberardo Vogel, publicada por la Biblioteca de la Ciencia Cristiana en Madrid (1883-1889).

[8] Entre ellos el escritor Jules Isaac. Véase: León de Poncins, El judaísmo…, 1965, pp. 13-16.

[9] Véase Taguieff, Pierre-Henri, L’antisémitisme… 1999.

[10] Arendt, Hannah, Origines du totalitarisme, Paris, 1973, p. 9. Citado en J. Meyer, «Una revista curial…», 2011, p. 2.

[11] Pío XI, Carta encíclica Quas Primas, en página oficial del Estado Vaticano: https://www.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_p-xi_enc_11121925_quas-primas.html. Consultada el 2 de febrero de 2022.

[12] Un fragmento de discurso: «Cuando tantas bendiciones desde el cielo llegaron a sus manos, las dejaron a un lado […]. El Sol de la Justicia de la mañana surgió para ellos, pero ellos rechazaron sus rayos y se sentaron en la oscuridad. Nosotros que fuimos alimentados por la oscuridad, trajimos la luz hacia nosotros y fuimos liberados de la penumbra de su error. Ellos fueron las ramas de la raíz sagrada, pero esas ramas se rompieron. […] Desde su infancia leyeron a los profetas, pero crucificaron a aquel que predijeron los profetas. […] son miserables porque rechazaron los bienes que les fueron enviados mientras que otros tomaron estos bienes y los atrajeron hacia sí mismos. Aunque esos judíos fueron llamados hijos, cayeron en parentesco con perros; nosotros que éramos perros recibimos la fuerza, a través de la gracia de Dios, para dejar a un lado la irracional naturaleza que era nuestra y elevarnos al honor de hijos» (Adv. Jud. 1, II, 5). Véase en Andrea Simonassi Lyon, «Las homilías Adversus Iudaeos…», 2021.

[13] Agustín de Hipona, «Tratado contra los judíos», 1990, pp. 33873-874.

[14] En 1199, y en línea con la doctrina de Agustín de Hipona, Inocencio III saca a la luz la Constitutio pro iudaeis en la que da instrucciones al orbe cristiano acerca del tratamiento que merecen los judíos. Su bula manifiesta que, por designio divino, ese pueblo se encuentra en una situación de inferioridad y debe ser protegido para que, movido por el ejemplo cristiano, llegue a la conversión voluntaria. No aprueba la obligatoriedad de su bautismo ni los ataques a personas, sinagogas ni cementerios, pero sí admite el pago de diezmos. Véase Losada M., Carolina, «Ley divina y ley terrena…», 2013.

[15] Valero Matas, Jesús A. «La conspiración judía…», 2016, pp. 223-224.

[16] Amador de los Ríos, José, Estudios históricos, políticos y literarios…, 1948, pp. 650-651. Amador de los Ríos fue filósofo, arqueólogo, historiador y miembro de la Academia de la Historia española.

[17] Meyer, Jean, «Una revista curial…», 2011, p. 8.

[18] Nataf, Georges, Les sources païennes de l’antisémitisme, Berg International, Paris, 2001, p. 45. Citado por González Salinero, Raúl en «Manos manchadas de sangre…», 2013, p. 66.

[19] Raúl González Salinero, obra citada, p. 224.

[20] Debe tenerse en cuenta que en aquella época basta el entusiasmo popular, el cuerpo y las curaciones milagrosas para introducir un culto local. La consolidación del tratamiento se concederá, o no, con posterioridad.

[21] Meyer, Jean, «Iglesia romana y antisemitismo», 2016, p. 123.

 


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Responsables últimos de este proyecto

Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado

Son: Maestros - Diplomados en Geografía e Historia - Licenciados en Flosofía y Letras - Doctores en Filología Hispánica

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