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LA IGLESIA Y EL CAMBIO SOCIAL QUE VIVE EL MUNDO

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Israel: síntesis de una historia trágica

 Registros prehistóricos constatan la presencia de tribus cananeas y filisteas en la región de Palestina. La Historia consigna la llegada a dicha zona del pueblo hebreo, de modo de vida seminómada, unos mil quinientos años antes de Cristo. El Antiguo Testamento, relata una primera diáspora que los sitúa en Egipto y el retorno a su «Tierra Prometida». Así se constituye el Reino de Israel hacia el 1300 a.C.

Luego de su destrucción a manos de los asirios en el año 721 a.C., y sometimiento a los babilonios en 597 a.C., quienes destruyen Jerusalén (587 a.C.) y envían al exilio a miles de judíos, sufre el dominio de otras civilizaciones. Durante la conquista por el rey persa Ciro II el Grande (538 a.C.), se autoriza el retorno de los judíos expulsados, no obstante lo cual, algunos permanecen en Bagdad donde pervive la comunidad hasta el siglo XX, y la reconstrucción del templo de Jerusalén.

Siguen las invasiones de macedonios y griegos (332 a.C.), egipcios, sirios y, finalmente, romanos (63 a.C.), a cargo del general –y futuro emperador– Tito. Se destruye el segundo templo y se crea la provincia de Palestina. Luego, bizantinos, cristianos, árabes musulmanes, cruzados europeos, mamelucos, egipcios, turcos otomanos, británicos...

Una sociedad en cambio

Las relaciones entre lo político, lo ideológico y lo religioso, son imprescindibles para comprender diversos elementos de las sociedades en el pasado y en el momento presente. Sus interacciones subyacen en la justificación y explicación de numerosas coyunturas históricas al condicionar muchas actuaciones de quienes protagonizan los hechos. La tendencia de los tiempos modernos de relegar al ámbito privado las creencias y mandamientos religiosos no solo no ha prosperado con la celeridad prevista, sino que aún hoy se vislumbra en el epicentro de cuestiones y conflictos desarrollados en ámbitos exclusivamente temporales. Así se manifiesta cada día en los medios de comunicación, especialmente en entornos de pensamiento fundamentalista.

Es incuestionable que la cultura occidental ha sido forjada durante siglos en la impronta del cristianismo y, aunque no se ha manifestado de manera notablemente radical en los últimos tiempos, sí se ha opuesto una tenaz resistencia a que la fe en Jesucristo mantenga su estatus de fundamento y referente moral de la nueva sociedad. A lo largo de muchos siglos lo político y lo religioso han convivido en estrecha unidad. El Estado interviene en la esfera espiritual y los ministros de la Iglesia se manifiestan como elementos activos en la actuación política. A partir de Constantino, en el entorno del siglo IV, la religión cristiana es protegida por casi todos los mandatarios romanos. Los gobernantes de los imperios bizantino y carolingio, así como los de los reinos medievales posteriores, padres de las naciones europeas actuales, consideran un deber prioritario favorecer la salvación eterna de sus súbditos, por lo que se apoya con privilegios legales y económicos su difusión a la vez que se preservan su pureza doctrinal negando derechos a aquellos que sustentan ideas contrarias al Dogma.

Renacimiento y humanismo, y su consideración del ser humano como el elemento principal de las preocupaciones filosóficas, políticas y artísticas, marcan una desviación de la tendencia. Luego, con la Reforma protestante, aparecen revolucionarios esquemas de libertad de pensamiento, también en lo espiritual, que soliviantan la relación política/religión que incide de forma irregular en Estados y naciones. La Ilustración que ensalza la razón y se muestra particularmente agresiva en la crítica tanto de lo religioso como de la institución eclesiástica católica, justificando la necesidad de la laicidad y de la secularización, y luego la Revolución Francesa, suponen una declaración de guerra para la sociedad fundamentada en principios religiosos. Dice Meyer:

«De aquí en adelante ‒1789‒ esa Iglesia ‒Católica Romana‒ aborreció al liberalismo y al pensamiento de las luces al que confundió con la revolución. Escogió el sentimiento contra la razón, rechazó el presente y el pasado inmediato para refugiarse en un pasado lejano y mítico, antes de lanzarse a las utopías de la restauración cristiana y del integralismo»[1].

Las instituciones monárquicas y eclesiásticas se defienden dando voz a influyentes intelectuales que critican ferozmente las tendencias liberales. El escritor y filósofo protestante Edmund Burke escribe en 1790: 

«Sabemos y, lo que es más, estamos íntimamente persuadidos de que la religión es la base de la sociedad civil, y la fuente de todos los bienes y consuelos, y estamos tan convencidos de esta verdad en Inglaterra, que de cien personas, hallareis que noventa y nueve prefieren la superstición a la impiedad»[2].

El español Juan Donoso Cortés desarrolla dos conceptos de civilización: la «civilización católica», que aporta su Iglesia, y la «civilización filosófica», promovida por los defensores de la secularización y el liberalismo. La oposición entre ambas la explica así: 

«El destino de la humanidad es un misterio profundo que ha recibido dos explicaciones contrarias: las del catolicismo y la de la filosofía; el conjunto de cada una de esas explicaciones constituye una civilización completa. Entre estas dos civilizaciones hay un abismo insondable, un antagonismo absoluto […], la una es el error, la otra es la verdad; la una es el mal, la otra es el bien; entre ellas es necesario elegir con una suprema elección»[3].

El rechazo a lo judío, a finales del XIX y principios del XX se consolida, a la vez que el liberalismo debilita a la monarquía y frustra cualquier proyecto que asimile fe y patria:

«El liberalismo desemboca lógicamente en el socialismo y en el comunismo, en el “despotismo universal” de la deificación del Estado concebido consecuentemente como paraíso teo-político en la tierra»[4].

En este giro radical de la orientación secular de la Iglesia influyen de manera decisiva documentos y trabajos de personalidades e instituciones judías, así como la prensa.

La Gran Conspiración

La idea de una gran conspiración contra los valores de la civilización cristiana y occidental que tiene un origen remoto en la reforma protestante y se acrecienta con la supuesta asociación de judíos, masones y marxistas, arraiga con firmeza en el antaño poderosísimo universo católico y, naturalmente, en España, donde, como en otras áreas europeas,  sectores de opinión absolutistas, tradicionalistas y conservadores, asociados a medios de presión de carácter religioso, articulan y difunden un feroz relato al respecto. Es un entorno que aviva el mito de la conspiración judía mundial, con origen en el deicidio cometido por sus ancestros, que alimenta las tensiones sociales y políticas que se producen en el nuevo orden. Y, junto a ellos, los masones.

El temor, la superstición y la ignorancia serán el campo abonado idóneo para la siembra de las más peregrinas ideas y la instrumentación de campañas propagandísticas, desarrolladas por aquellos que, viendo peligrar situaciones de privilegio económico, social y moral, los presentan como causa fundamental de los males pasados, presentes y venideros, que acechan al mundo. La negativa imagen de los judíos, en algunos casos cargada de matices xenófobos, que arranca de la diáspora que sufre la comunidad perseguida por su concepción religiosa que compite con la cristiana desde sus orígenes con acusaciones gravísimas, incluida la de deicidio alentadas por los Padres de la Iglesia, es interpretada como el justo castigo que reciben los «hijos de Satán» y «enviados del Anticristo». De ahí la destrucción de Jerusalén, la diáspora y la exclusión de los cargos oficiales, hechos todos que, unidos a la prohibición para poseer bienes raíces, decanta su modo de subsistencia hacia el comercio y la banca, ámbitos donde se convierten en maestros y señores.

A lo largo de la Edad Media, la situación no mejora y deriva en pogromos, expulsiones, fugas, deportaciones y muertes que alcanzan su paroxismo a finales del siglo XI, con los cruzados pasando a cuchillo a los hebreos y abrasándoles junto a las sinagogas de Jerusalén. El dictamen del IV Concilio de Letrán agrava la situación endureciendo la posición cristiana. En la conciencia del pueblo crece un profundo sentimiento de rechazo al judío, estimulado desde los púlpitos con sermones, predicaciones y literatura religiosa que recuerdan anécdotas y narraciones enraizadas en la más oscura tradición popular. Así, son presentados como feroces alimañas relacionadas con el diablo que protagonizan extraños ritos de profanación de hostias e imágenes. Poliakov, en su obra Histoire de l´antisémitisme, sitúa en el siglo XIV el punto álgido de la atribución al judío de todo acto deleznable que tenga como víctima un cristiano. El envenenamiento de aguas, la propagación de la peste negra, el asesinato de niños asociado a prácticas de brujería… Se les contempla como enemigos peligrosos para la sociedad que se defiende arrebatándoles derechos y acorralándolos en barrios especiales u obligándoles a llevar un traje distintivo.   

La situación experimenta un giro fundamental con la crisis del Antiguo Régimen y el desarrollo de los liberalismos. La práctica comercial ha puesto en manos hebreas la herramienta básica que precisa la emergente revolución industrial: el capital y la banca. Su estatus jurídico cambia al posicionarse junto a las nuevas fuerzas democráticas. Para los antaño «privilegiados» que el mundo liberal arrincona, el judío es la causa de su pérdida de poder. Por eso, en las postrimerías del siglo XIX, encarnan como nadie el símbolo de la deleznable nueva modernidad.  En este sentido es interesante anotar los elementos de la tradicional judeofobia que Pierre-Henri Taguieff considera clave, y concreta en L’antisémitisme de plume, 1940-1944, que, en forma ampliamente resumida, se puede simplificar así[5]:

·        El cristianismo lo acusa de deicidio y lo muestra como un enemigo demoniaco que conspira para destruir su religión.

·        La ideología liberal progresista nacida en el Siglo de las Luces, lo define como un fanático religioso sin cabida en la nueva sociedad.

·        La izquierda anticapitalista lo considera el prototipo de la clase opresora que el pueblo debe combatir. Representa a la «banca», que personifica en la figura de Rothschild, el enemigo a batir.

·        El nacionalismo lo presenta como un grupo inmigrante extranjero que busca construir una nación dentro de un Estado, con un acusado sentimiento supremacista que lo convierte en un peligro que es necesario eliminar.

El antisemitismo se ha vuelto a radicalizar. El «de izquierdas» suma al desprecio que nace de su vinculación con las finanzas que «esclavizan» al obrero, el estar en el origen del cristianismo.  El antisemitismo «de la aristocracia y el clero», que ve peligrar sus intereses materiales y valores morales, difunde la idea de que democracia, liberalismo y laicismo son elucubraciones demoniacas de judíos. La política ultraconservadora resucita antiguas supersticiones y vende la idea de que el «progreso» encierra, de manera taimada y en asociación con otras organizaciones de carácter «secreto» ‒los masones‒, la creación de un gobierno judío oculto que dominará el mundo y acabará con el orden cristiano. La falsificación documental se constituye casi en un hábito. Tal vez el primero de ellos, la carta firmada por un oficial del ejército piamontés dirigida al abate Barruel, publicada en 1878 en París, que le felicita por «desenmascarar a las sectas infernales que están abriendo el camino del Anticristo» y denunciar a la «secta judía como el poder más formidable». Se suceden publicaciones de actas de congresos nunca celebrados, declaraciones de rabinos imaginarios animando al expolio y la aniquilación de «lo cristiano» que alcanza su máxima expresión en el fraude universalmente reconocido de los Protocolos de los once sabios de Sion.  El argumentario común y la estrategia que describen es la siguiente: Los judíos se harán pasar por cristianos para alcanzar derechos civiles. Conseguido ello, en menos de un siglo, acapararán tierras y casas, convertirán las iglesias en sinagogas y relegarán a los seguidores de Cristo a la condición de esclavos.

Lo cierto es que, con la crisis del Antiguo Régimen, se eliminan paulatinamente las inhabilitaciones jurídicas que les afectan y acercan su modo de vida al de la sociedad en que se insertan. Se adaptan a los nuevos tiempos y apoyan a las fuerzas liberales y democráticas. La iniciativa, junto al inteligente emprendimiento de algunos, les permite acumular la riqueza y capital necesarios que las nuevas corrientes de producción y pensamiento precisan para su implantación y desarrollo ‒según la prensa francesa de la época «de los ochenta billones en que se calcula la riqueza de Francia, veinte billones pertenecen a los judíos»‒, lo que les convierte en símbolos supremos del nuevo mundo y objetivo a destruir por los ultraconservadores. La idea de que los judíos controlan las altas esferas de poder, se convierte en tema central de novelas y publicaciones. Por ejemplo, en 1859, Henri Gougenot des Mousseaux publica en París Le Juif, le judaïsme et  la judaïsation des peuples chrétien, que resucita el imaginario medieval de la adoración de Satán y el asesinato de niños cristianos.

La imagen negativa de los judíos se ha incorporado a la expresión popular donde han triunfado refranes y términos cargados de sentido peyorativo como judío, judiada o ladino, y al folklore tradicional de algunos festejos locales, especialmente durante la Semana Santa. La Historia escrita desde ópticas poco objetivas o interesadas, les responsabilizan de la orgía de sangre desatada en la Revolución Francesa, de la guerra de 1914, del derrumbe monárquico en Rusia, Austria-Hungría, Alemania…, y de la Revolución Bolchevique.

Solo el Concilio Vaticano II va a cambiar, a un alto coste[6], numerosos paradigmas del pensamiento católico en relación con la secularización y la modernidad. Las conclusiones de su amplio debate, producido entre octubre de 1962 y diciembre de 1965, alterarán algunas de las líneas de pensamiento católico arraigadas en su tradición. La transformación, impulsada desde el ecumenismo que promueve la mejora de las relaciones con otras religiones, va a afectar de un modo esencial a la visualización, por ejemplo, del judaísmo o la masonería. La jerarquía católica expresa su arrepentimiento por el pasado y condena oficialmente actitudes y expresiones, hasta entonces habituales, consentidas y admitidas de orientación antijudía[7] subrayando, no obstante, que siempre tuvo un origen exclusivamente religioso ajeno a las connotaciones racistas y genocidas de los movimientos antisemitas responsables de las atrocidades del holocausto, o excesivamente críticas con el anticomunismo radical, el nacionalismo exacerbado o el antiliberalismo. Se descarta así cualquier referencia a la existencia de una supuesta «conspiración judeo-masónica mundial» dirigida a destruir el cristianismo y esclavizar a la humanidad no judía.

El contraste de las conclusiones conciliares con la anterior postura doctrinal impartida en los seminarios en relación con ese tema, es poco menos que espectacular, como muestran los párrafos que siguen[8]:

«Al investigar el misterio de la Iglesia, este Sagrado Concilio recuerda los vínculos con que el Pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la raza de Abraham. Pues la Iglesia de Cristo reconoce que los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los Patriarcas, en Moisés y los Profetas, conforme al misterio salvífico de Dios. Reconoce que todos los cristianos, hijos de Abraham según la fe, están incluidos en la vocación del mismo Patriarca y que la salvación de la Iglesia está místicamente prefigurada en la salida del pueblo elegido de la tierra de esclavitud. Por lo cual, la Iglesia no puede olvidar que ha recibido la Revelación del Antiguo Testamento por medio de aquel pueblo con quien Dios, por su inefable misericordia, se dignó establecer la Antigua Alianza, ni puede olvidar que se nutre de la raíz del buen olivo en que se han injertado las ramas del olivo silvestre que son los gentiles. Cree, pues, la Iglesia que Cristo, nuestra paz, reconcilió por la cruz a judíos y gentiles y que de ambos hizo una sola cosa en sí mismo.

La Iglesia tiene siempre ante sus ojos las palabras del Apóstol Pablo sobre sus hermanos de sangre, "a quienes pertenecen la adopción y la gloria, la Alianza, la Ley, el culto y las promesas; y también los Patriarcas, y de quienes procede Cristo según la carne" (Rom., 9,4-5), hijo de la Virgen María. Recuerda también que los Apóstoles, fundamentos y columnas de la Iglesia, nacieron del pueblo judío, así como muchísimos de aquellos primeros discípulos que anunciaron al mundo el Evangelio de Cristo. Como afirma la Sagrada Escritura, Jerusalén no conoció el tiempo de su visita, gran parte de los judíos no aceptaron el Evangelio e incluso no pocos se opusieron a su difusión. No obstante, según el Apóstol, los judíos son todavía muy amados de Dios a causa de sus padres, porque Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación. La Iglesia, juntamente con los Profetas y el mismo Apóstol espera el día, que sólo Dios conoce, en que todos los pueblos invocarán al Señor con una sola voz y "le servirán como un solo hombre" (Soph 3,9). Como es, por consiguiente, tan grande el patrimonio espiritual común a cristianos y judíos, este Sagrado Concilio quiere fomentar y recomendar el mutuo conocimiento y aprecio entre ellos, que se consigue sobre todo por medio de los estudios bíblicos y teológicos y con el diálogo fraterno.

Aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo, sin embargo, lo que en su Pasión se hizo, no puede ser imputado ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy. Y, si bien la Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios, no se ha de señalar a los judíos como reprobados de Dios ni malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras. Por consiguiente, procuren todos no enseñar nada que no esté conforme con la verdad evangélica y con el espíritu de Cristo, ni en la catequesis ni en la predicación de la Palabra de Dios. Además, la Iglesia, que reprueba cualquier persecución contra los hombres, consciente del patrimonio común con los judíos, e impulsada no por razones políticas, sino por la religiosa caridad evangélica, deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos.

Por los demás, Cristo, como siempre lo ha profesado y profesa la Iglesia, abrazó voluntariamente y movido por inmensa caridad, su pasión y muerte, por los pecados de todos los hombres, para que todos consigan la salvación. Es, pues, deber de la Iglesia en su predicación el anunciar la cruz de Cristo como signo del amor universal de Dios y como fuente de toda gracia.

Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia católica».

La contundente declaración contenida en el fragmento «Aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo […], procuren todos no enseñar nada que no esté conforme con la verdad evangélica y con el espíritu de Cristo, ni en la catequesis ni en la predicación de la Palabra de Dios», choca con la visión extendida, con el imprescindible  beneplácito, aprobación y apoyo eclesial, por los más acreditados manuales de Historia de la Iglesia en uso en las aulas de los seminarios y demás instituciones encargadas de la formación sacerdotal:

«Degeneración de los judíos: A pesar de la superioridad moral y religiosa del pueblo judío con respecto a los paganos, había llegado, sin embargo, a profunda decadencia en la época de los emperadores. Fueron las principales causas de ella su manera completamente exterior de concebir la religión, los excesos del fanatismo, su indomable orgullo nacional, su odio contra los paganos, su inmoralidad y vicios secretos, sus discordias intestinas. Hasta el Sumo Pontificado había caído en la desgracia y era objeto de frecuentes usurpaciones. La esperanza del Mesías, otras veces tan viva, no era más que la expectación de un libertador político que les salvase de la dominación extranjera. Sólo algunas almas escogidas conservaban esta esperanza en toda su pureza y realidad […]. 

Reprobación del pueblo judío: Así se cumplió la profecía de Jesucristo. El mismo Tito declaró que su triunfo no era obra suya, y que él únicamente había sido el instrumento de la venganza divina. En este sitio perecieron un millón y cien mil habitantes. Los restos de esta desgraciada nación, que había pedido a grandes voces que la sangre de Jesucristo cayese sobre ellos y sobre sus hijos, fueron dispersos en toda la extensión del imperio. ¡Justo castigo del furor impío que había ejercido contra el Mesías! Otras ciudades han sufrido los rigores de un sitio o del hambre; pero jamás se ha visto que los habitantes de una ciudad sitiada se hayan hecho entre sí una guerra tan encarnizada, y que hayan ejercido los unos contra los otros una crueldad más atroz que la que experimentaban de parte de los mismos enemigos. Este ejemplo es único en la historia, y lo será siempre; pero era necesario para verificar la predicción de Jesucristo, y para que el castigo de Jerusalén fuese proporcional al crimen que había cometido crucificando a su Dios; crimen igualmente único, que no puede tener ejemplo ni en lo pasado ni en lo por venir. 

Los Profetas habían anunciado hacia largo tiempo la infidelidad y la desgracia de los judíos; habían predicho que Dios arrojaría a este pueblo ingrato, sustituyéndole otro que rendiría al Todopoderoso un verdadero culto de adoración. Treinta y ocho años después de haber crucificado a Jesucristo, y empleado en la persecución de sus discípulos el tiempo que les fue dado para arrepentirse, los judíos, desterrados de la tierra prometida, reducidos a la esclavitud, y despojados de las promesas hechas a sus padres, hacen ver en este terrible castigo el cumplimiento de los oráculos divinos; mientras que un pueblo nuevo, iniciado en la alianza hecha en otro tiempo a Abraham, y compuesto de todas las naciones del mundo, se aumenta sin cesar entre los gentiles, y llama hacia él a todos los hombres para formar la sociedad cristiana que debe subsistir hasta el fin de las edades. Desde entonces empieza a cumplirse la profecía de Malaquías: “Desde el Oriente hasta el Ocaso mi nombre es grande entre las naciones, dice el Señor; y en todos los lugares de la tierra se ofrece en mi nombre un sacrificio y una oblación pura”.

De entre las naciones, hasta aquí infieles, el Señor va a elegir desde luego a sus adoradores, esperando que Israel vuelva a Jesús, y por él a la vida. Porque Israel nos hace ver claramente que, después de la conversión de los gentiles, el Salvador, a quien Sion había desconocido, y que los hijos de Jacob despreciaron, volverá a ellos, borrará sus pecados, y les devolverá la inteligencia de las profecías que perdieran durante tantos siglos. Los judíos cederán también algún día, pero no será hasta que el Oriente y el Occidente, es decir, todo el universo estará lleno del temor y conocimiento de Dios. Hasta entonces, errantes por toda la tierra, seguirán rindiendo testimonio del Mesías, probando de una manera invencible e incontestable la verdad de las Escrituras que tan claramente lo anuncian: testimonios irrecusables e inmortales cuya sola presencia bastaría para confirmar la fe cristiana […]»[9]

La Iglesia y la Masonería

La problemática que contempla la Iglesia Católica en el colectivo judío no puede desvincularse de la acción de la masonería. Tan es así, que Monseñor Valussi, a finales de septiembre de 1896, preside el Primer Congreso Antimasónico Internacional celebrado en la ciudad de Trento. Su objetivo: Visibilizar el mal que la «secta» causa a la Iglesia.

Reúne en su inauguración a treinta y seis obispos, cincuenta delegados episcopales y casi ochocientos delegados, la mayoría eclesiásticos, que analizan el modo de actuar de la masonería y de los medios que debe habilitar la Iglesia para salir indemne de la guerra que la sociedad secreta le ha declarado. Sus conclusiones y recomendaciones serán ampliamente difundidas a través de los medios de comunicación afines.

Se concluye que la acción masónica busca:

·        Sustituir a la Santísima Trinidad cristiana por la trinidad india de Dios Generador, Destructor y Regenerador, y el Dios Creador por otro generador.

·        Rendir culto a Lucifer o Satanás, ya que el demonio les utiliza para esparcir en las almas la semilla del naturalismo para emancipar al hombre de Dios.

·        Enseñar por medio de la prensa y la escuela que todas las religiones son iguales.

·        Difundir la práctica perversa del espiritismo. 

·        Influir en los gobiernos para conseguir sus objetivos.

·        Establecer una república universal que anule la soberanía de Dios y destruya la libertad.

·        Promulgar en todos los pueblos leyes anticristianas.

·        Extender el «socialismo moderno» que reemplaza el ideal cristiano del bienestar social por el bienestar particular enseñando que la felicidad consiste en gozar de los bienes materiales de este mundo.

·        Acabar con todo lo cristiano infiltrando sus ideales a través de sociedades aparentemente legales, dedicadas a la previsión, el socorro mutuo, los seguros, la filantropía, a la ciencia, a la cultura…

·        Fomentar el amor natural del hombre por el hombre, sin establecer vínculo alguno entre lo humano y Dios.

·        Corromper a la mujer para acabar con la familia.

·        Sustituir fiestas religiosas por otras de carácter civil.

Para afrontar tan serios desafíos, aparte el imprescindible auxilio del Espíritu Santo, el Congreso  recomienda la constitución de obras apostólicas aprobadas por la Santa Sede, dirigidas a contrarrestar sus acciones, generalizar el sacramento de la confirmación que convierte al cristiano en soldado de Cristo entre los niños, unificar peticiones y fórmulas de oración, fortalecer la Pía Unión del Santísimo Crucifijo para la conversión de los sectarios, incorporar la imagen del Sagrado Corazón en medio de la cruz, a las banderas de los grupos y asociaciones antimasónicas…

En España, es La Lectura Dominical quien se apresura a informar sobre el evento, en torno al cual se organiza de inmediato un Comité Nacional presidido por el cardenal Sancha, arzobispo de Valencia, que apoya su organización. Por su parte, el Sr. Obispo de Málaga, monseñor Muñoz Herrera, escribe una documentada pastoral donde aporta el punto de vista tradicional de la Iglesia sobre el asunto, incidiendo en la perversidad de la organización y del naturalismo, detallando las sucesivas condenas papales por su odio a Dios, a las religiones y al matrimonio cristiano, así como su vinculación con el comunismo y el socialismo. Envía, además, un dossier con cien mil firmas de apoyo de feligreses.


Importante: Detalle bibliográfico en documento pdf.

[1] Meyer, Jean, «Para una historia política de la religión, para una historia religiosa de la política», 2002, p.36.

[2] Burke, Edmund, Reflections on the French Revolution, 2001.

[3] Donoso Cortés, Juan, Obras, 1946, I, p. 207.

[4] Beneyto, José María, Apocalipsis…,1993, p. 125.

[5] Véase Taguieff, Pierre-Henri, L’antisémitisme… 1999.

[6] Véase Pinay, Maurice, Complot…, 2015 

[7] Punto 4 de la declaración final del II Concilio Vaticano. Consultada el 2 de febrero de 2022 y disponible en https://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_decl_19651028_nostraaetate_sp.html.

[8] Tomado literalmente de García Megía, Antonio, El declive del poder temporal de la Iglesia…, pp. 19 y siguientes.

[9] Díaz Carmona, Francisco, Compendio de la Historia de la Iglesia…, pp. 44-46. El cardenal Joseph Hergenröther, en cuya doctrina Diaz Carmona basa su obra según declara de forma explícita en el subtítulo, fue profesor de derecho canónico e historia en Würzburgo y una de las personalidades encargadas de preparar el I Concilio Vaticano. León XIII le eleva a la condición de cardenal y le nombra primer prefecto de los archivos apostólicos. Entre sus numerosos escritos se encuentra una Historia de la Iglesia, traducida al castellano por Eberardo Vogel, publicada por la Biblioteca de la Ciencia Cristiana en Madrid (1883-1889).

 


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Responsables últimos de este proyecto

Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado

Son: Maestros - Diplomados en Geografía e Historia - Licenciados en Flosofía y Letras - Doctores en Filología Hispánica

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