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DIRECTORIO de la SECCIÓN |
EL PODER DE LA PALABRA |
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El auge de la prensa |
La
constatación, desde mediados del siglo XVIII, por parte de las autoridades
eclesiásticas del claro riesgo que suponen para mantener su influencia como
fuerza pública poderosa, los modernos cánones de pensamiento, le exige la
búsqueda de iniciativas novedosas que recoloquen su posición en el orden
ideológico que se está gestando. Las nuevas circunstancias y la disminución de
las vocaciones van a demandar un mayor protagonismo a los seglares en el empeño
de la restauración cristiana, especialmente en el ámbito urbano. Uno de los
primeros movimientos es la aparición de la Sociedad Católica de los Buenos
Libros con la idea de divulgar textos de espíritu católico a bajo precio. A su
vez, el «enemigo» desarrolla feroces campañas antirreligiosas a través de los,
cada vez más influyentes, medios de comunicación de masas. En febrero de 1879,
León XIII, expone en la Alocución Ingenti sane laetitia:
Porque, en cuanto surgió esa desenfrenada libertad de
editar cuanto se quiera, que mejor llamaríamos libertinaje, los partidarios de
novedades se han ocupado en diseminar enseguida una multitud casi infinita de
periódicos que se han propuesto seriamente impugnar o poner en duda los
principios de lo verdadero y de lo recto, atacar y hacer odiosa con sus
calumnias a la Iglesia de Cristo y persuadir a las mentes de perniciosísimas
doctrinas. Porque han comprendido a fondo qué útil y provechoso es para sus
fines la edición de periódicos diarios, que van envenenando lenta y
paulatinamente con sus errores el alma del lector y corrompiendo su corazón con
la excitación de apetitos dañosos e incitaciones sensuales. Tan bien les va
resultando todo, que no se apartará mucho de la verdad el que piense que esta
avalancha de males y esta miserable condición a que hemos venido a parar ha de
cargarse en su mayor parte en la cuenta de los periódicos. Ahora bien, como la
costumbre, universalmente establecida ya, de estos periódicos se ha convertido
en una necesidad, los escritores católicos tendrán que trabajar con todo ardor
por convertir en medicina de la sociedad y en defensa de la Iglesia lo que los
enemigos usan para daño de ambas. Porque, aunque, siendo católicos, no podrán
usar de las artes y mañas de que los adversarios usan con tanta frecuencia,
todavía les podrán igualar fácilmente en la variedad y elegancia del estilo y en
la diligente redacción de las noticias de actualidad y hasta vencerles en la
comunicación de cosas útiles, y en la diligente redacción de las noticias de
actualidad; y sobre todo en la verdad, esa verdad que el alma naturalmente
apetece y que tanta fuerza, prestigio y hermosura que, en cuanto aparece a la
mente, fácilmente le obliga al asentimiento. Para obtener éxito en esta empresa
importa el estilo grave y mesurado, que ni ofenda el ánimo del lector con
excesiva o intempestiva agriedad de lenguaje ni subordine el bien común a la
parcialidad y al provecho de los particulares. Pensemos que, sobre todo, tenéis
que tener a la vista aquel consejo del Apóstol: Que todos digáis lo mismo y no
habrá cismas entre vosotros; que seáis perfectos en el mismo sentimiento y
parecer (I Cor. I, 10), adhiriéndoos con asentimiento firme a la doctrina y
disposiciones de la Iglesia católica[1].
Antes,
Gregorio XVI, en la encíclica Mirari Vos, se ha mostrado contundente con
la libertad de imprenta[2]:
Debemos también tratar en este lugar de la libertad de
imprenta, nunca suficientemente condenada si por tal se entiende el derecho de
dar a la luz pública toda clase de escritos; libertad por muchos deseada y
promovida. Nos horrorizamos, venerables hermanos, al considerar qué monstruos de
doctrina, o, mejor dicho, qué sin número de errores nos rodea, diseminándose por
todas partes en innumerables libros, folletos y artículos que, si son
insignificantes por su extensión, no lo son ciertamente por la malicia que
encierran; y de todos ellos sale la maldición que vemos con honda pena
esparcirse sobre la tierra. […] Colijan, por lo tanto, de la constante solicitud
que mostró siempre esta Santa Sede Apostólica en condenar los libros sospechosos
y dañinos, arrancándolos de sus manos, cuán enteramente falsa, temeraria,
injuriosa a la Santa Sede y fecunda en gravísimos males para el pueblo cristiano
es la doctrina de quienes, no contentos con rechazar tal censura de libros como
demasiado grave y onerosa, llegan al extremo de afirmar que se opone a los
principios de la recta justicia, y niegan a la Iglesia el derecho de decretarla
y ejercitarla.
Y
posteriormente, en febrero de 1907, Pío X, en su Carta Encíclica recuerda
y dictamina:
51. […] Recordamos a los superiores religiosos la
gravísima obligación que les incumbe de no permitir nunca que se publique
escrito alguno por sus súbditos sin que medie la licencia suya y la del
ordinario. Finalmente, mandamos y declaramos que el título de censor, de que
alguno estuviera adornado, nada vale ni jamás puede servir para dar fuerza a sus
propias opiniones privadas.
52. Dichas estas cosas en general, mandamos
especialmente que se guarde con diligencia lo que en el art. 42 de la
constitución Officiorum se decreta con estas palabras: «Se prohíbe a los
individuos del clero secular tomar la dirección de diarios u hojas periódicas
sin previa licencia de su ordinario». Y si algunos usaren malamente de esta
licencia, después de avisados sean privados de ella.
Por lo que toca a los sacerdotes que se llaman
corresponsales o colaboradores, como acaece con frecuencia que publiquen en los
periódicos o revistas escritos inficionados con la mancha del modernismo,
vigílenles bien los obispos; y si faltaren, avísenles y hasta prohíbanles seguir
escribiendo. Amonestamos muy seriamente a los superiores religiosos para que
hagan lo mismo; y si obraren con alguna negligencia, provean los ordinarios como
delegados del Sumo Pontífice.
Los periódicos y revistas escritos por católicos
tengan, en cuanto fuere posible, censor señalado; el cual deberá leer
oportunamente todas las hojas o fascículos, luego de publicados; y si hallare
algo peligrosamente expresado, imponga una rápida retractación. Y los obispos
tendrán esta misma facultad, aun contra el juicio favorable del censor […][3].
El texto escrito y divulgado
mediante la imprenta se contempla como elemento esencial para la propaganda y el
adoctrinamiento. Reconocido así durante siglos, ahora, gracias a su expansión
a través de la prensa, se convierte en una herramienta de máximo impacto
y con un alcance mucho mayor que cualquier tertulia o discurso en tribuna. En
consecuencia, y dado que la prensa periódica libre adoctrina, genera y
gana opinión, y es masivamente utilizada por las opciones liberales, los
ideólogos de la recristianización no dudan en animar a los católicos de
cualquier dignidad o condición a declararle la guerra abierta desde la suya. La
Iglesia la asume como un arma de defensa y contraataque fundamental para su
protección y difusión de la doctrina de Cristo. El periódico católico entra en
el juego de la manipulación ideológica. Una manipulación, que, si existiere,
siempre será más atribuible a la jerarquía de la Iglesia que la consiente y
supervisa mediante un exclusivo equipo de censores y obispos, responsables
últimos de la condenación y la oportuna rectificación de la desviación o exceso
apreciado, que del firmante del artículo o editorial que ha superado ese tamiz y
alcanzado la luz pública.
Pero la
prensa confesional precisa de una completa renovación para encuadrase en los
cánones del periodismo moderno y noticiero. Aún coincidentes en el objeto, en
cuanto al método confluyen dos corrientes opuestas. Existe una facción más
intolerante, aferrada al dictado de Pio IX en Noscitis et nobiscum, de
1849, segura de que el antiguo status es recuperable:
Vuestro buen consejo os hará comprender perfectamente
con cuanta vigilancia y solicitud habréis de proceder de ahora en adelante para
que las ovejas fieles se aparten por completo de la pestífera lectura de
aquellos libros y, particularmente por lo que toca a las Sagradas Escrituras,
recuerden que nadie puede arrogarse el derecho de apartarlas, fijado en su
criterio personal, de aquel sentido que ha sustentado y sustenta la santa madre
Iglesia, única a que ha sido confiada por Cristo Nuestro Señor la custodia del
depósito de la fe y el juicio acerca del verdadero sentido e interpretación de
la palabra divina. Para atajar el contagio de los malos libros será sumamente
útil, venerables hermanos, que cada uno de los varones insignes y de sana
doctrina que haya junto a vosotros publiquen otros libros, aun de pequeño
volumen, aprobados antes por vosotros, para edificación de la fe y saludable
instrucción del pueblo. Pero deberá ser cuidado vuestro que estos escritos, así
como los demás de igualmente sana doctrina y de probada utilidad escritos por
otros, se difundan entre los fieles según lo sugieran las condiciones de lugares
y personas[4].
En una
postura más conciliadora, basada en la doctrina de León XIII, se encuentran
quienes apuestan por ampliar la difusión de los diarios, hojas y pasquines al
mayor número posible de ciudadanos, si católicos, para retenerlos en la
observancia de su fe, o, en caso contrario, para abrir sus ojos al perjuicio que
le causan en el alma las lecturas anticlericales.
El
enfrentamiento es de difícil solución y su origen se puede concretar en
diciembre de 1864, cuando Pío IX acompaña su encíclica Quanta Cura con el
Syllabus de Errores[5], que
cataloga hasta ochenta equivocaciones de la sociedad moderna. Entre ellos se
cuentan la tolerancia religiosa y la libertad de ciencias y cátedra. El
documento supone un obstáculo difícilmente salvable para limar asperezas entre
los católicos oficialistas y las incipientes corrientes aperturistas que se
insinúan en la Iglesia. Con rango de dogma para los integristas católicos, tiene
consecuencias en el ámbito intelectual. El lema «católico, apostólico y romano»
resume la conducta de cualquiera que no desee ser etiquetado como liberal. El
conflicto, en ocasiones soterrado y en ocasiones abierto, se prolongará a lo
largo de décadas y nada ni nadie, ni aún los sectores o publicaciones católicas
más moderadas escapan a ello.
En este
clima de vértigo, descrito por la catedrática Solange Hibbs-Lissorgues, según
recoge Rebeca Viguera Ruiz[6], donde «la religión y las
circunstancias políticas son indisociables» y podrían compararse con «un nuevo
campo de batalla» surge, apoyado por la
jerarquía eclesial, el movimiento de la «buena prensa», una idea procedente de
París, donde los Agustinos de la Asunción encabezados por el padre Emmanuel
d'Alzón, han fundado en 1873 la «Maison de la Bonne Presse», con la intención de
crear un centro que recoja el mayor número posible de publicaciones que puedan
contribuir al apostolado católico.
[1] Ruiz Sánchez, José Leonardo, Prensa y propaganda…, 2015, pp.
37-38.
[2] Agosto de 1832.
[3] Pío X, Pascendi…, 1907.
[4]
Ruiz Sánchez, José Leonardo, Prensa y
propaganda…, p. 37.
[5]
«El Syllabus
respondía a dos realidades históricas precisas: la afirmación de una
corriente católica liberal en Francia y en Bélgica y los intentos
renovadores de intelectuales católicos que, como Doellinger en Alemania,
querían independizarse del poder dogmático de Roma». Hibbs-Lissorgues,
Solange, Iglesia, prensa y sociedad…, 1995, p. 24.
En nota insertada en la página 55
del mismo título, la autora traslada: «El jesuita Ángel Arcos, en su
obra titulada ¿Es lícito a un católico ser liberal en política?
publicada en 1874, consideraba que el Concilio Vaticano I había
reforzado definitivamente las condenas del Syllabus: “En efecto,
definida la infalibilidad del Papa, el Syllabus es infalible. En
el Concilio se define la infalibilidad del Papa cuando, como Pastor de
los fieles, define la doctrina que ha de tener la Iglesia o el error que
ha de desechar. Es así que en el Syllabus define el Pastor de los
fieles la doctrina que ha de tener la Iglesia y el error que ha de
desechar; luego el Syllabus es infalible”».
[6]
Viguera Ruiz, Rebeca, «La prensa católica
e ideología…», 2010, p. 129.
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