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DIRECTORIO de la SECCIÓN |
LOS RESTOS DEL DÍA |
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Autor: Kazuo Ishiguro |
PRIMER DIA POR LA NOCHE
Salisbury
Esta noche me alojo en una casa de
huéspedes de Salisbury. Ha sido mi primer día de viaje y debo decir que, en
general, me encuentro satisfecho. Esta mañana inicié mi expedición, y a pesar de
tener listo el equipaje, de haber metido todo lo necesario en el coche mucho
antes de las ocho, he salido una hora más tarde de lo previsto.
Creo que el hecho de que mistress
Clements y las chicas también hayan salido esta semana me ha hecho caer en la
cuenta de que en cuanto me fuera, Darlington Hall se que daría, quizá por
primera vez en este siglo, vacío. Ha sido una extraña sensación y puede que el
motivo de haberme retrasado tanto, ya que he recorrido la casa varias veces
comprobando, siempre por última vez, que todo estaba en orden. Ya de camino, he
sentido algo difícil de explicar. No puedo decir que durante los primeros veinte
minutos de carretera me sintiese entusiasmado o lleno de ilusión. El motivo era,
no me cabe la menor duda, el hecho de que los paisajes que me rodeaban me
resultaban familiares, a pesar de que el coche se iba alejando cada vez más.
Siempre he considerado que mis viajes han sido más bien escasos por la
limitación que me supone ser el responsable de la casa, pero, evidentemente, por
motivos profesionales, he tenido que realizar numerosas gestiones a lo largo de
los años y ésa es la razón por la que, al parecer, me he llegado a familiarizar
con este entorno más de lo que yo creía. Como he dicho, mientras conducía bajo
la luz de la mañana en dirección a los límites de Berkshire, me ha sorprendido
comprobar hasta qué punto me resultaba conocido el paisaje.
Hasta al cabo de un rato no he
notado que todo me parecía extraño, y ése ha sido el momento en que me he dado
cuenta de que se abrían ante mí nuevas fronteras. Supongo que el sentimiento de
desasosiego unido a la emoción con que algunos describen el momento en que,
desde un barco, se pierde de vista la costa, es muy similar al que yo he
experimentado en el coche al comprobar que el paisaje que me rodeaba me
resultaba cada vez más extraño, sobre todo cuando, tras una curva, fui a parar a
una carretera que rodeaba una colina. Intuí que a mi izquierda se abría una
pronunciada pendiente, aunque los árboles y el espeso follaje me impedían verla.
Fue entonces cuando me invadió la sensación de que, definitivamente, había
dejado atrás Darlington Hall, y debo confesar que en cierto modo me asusté,
llegando incluso a temer que me hubiese equivocado de carretera y me estuviese
adentrando a toda velocidad en parajes desconocidos; a pesar de que fue una
sensación fugaz, me hizo aminorar la marcha.
E incluso estando ya convencido de
no haberme equivocado, sentí la necesidad de parar un momento y asegurarme del
todo.
Decidí bajar a estirar un poco las
piernas y en ese momento volví a sentir con más intensidad que antes la
sensación de encontrarme al borde de la colina. A un lado de la carretera,
matorrales y arbustos se alzaban en la pendiente, mientras que al otro lado se
vislumbraba a través del follaje la lejana campiña.
Tras andar durante unos instantes
por el borde de la carretera, intentando distinguir el paisaje que ocultaba la
vegetación, oí detrás de mí una voz que me llamaba. Mi sorpresa fue grande, ya
que hasta ese momento había creído estar solo.
Al otro lado de la carretera, unos
metros más arriba, alcancé a ver un sendero que subía y se perdía entre los
matorrales, y en el mojón de piedra que indicaba el inicio del sendero estaba
sentado un hombre de pelo blanco, con una gorra, que fumaba en pipa. Volvió a
llamarme y, aunque no pude descifrar sus palabras, con un gesto me indicó que me
acercase. Al principio pensé que era un vagabundo, pero enseguida vi que se
trataba de un lugareño que estaba tomando el aire y disfrutando del sol estival.
No había motivo, por lo tanto, para no acercarme.
‑Me estaba preguntando ‑dijo
cuando me acerqué‑ si tendría usted buenas piernas.
‑¿Cómo dice?
El hombre señaló el sendero.
‑Por ahí sólo se puede subir con
un par de buenas piernas y unos buenos pulmones. Yo no tengo ni una cosa ni la
otra, si no ya habría subido. No me vería usted aquí si estuviese en buena
forma. Hay un banco y todo, y le aseguro que además la vista es espléndida. No
hay nada igual en toda Inglaterra.
‑Si es verdad eso que dice
‑respondí‑, creo que será mejor que no suba. Acabo de empezar una excursión en
coche durante la cual espero descubrir magníficos paisajes, y es un poco pronto
para ver ya el mejor.
Creo que el hombre no me entendió,
pues lo primero que dijo fue:
‑Es el paisaje más bonito de toda
Inglaterra, pero ya le digo que se necesitan un buen par de piernas y un buen
par de pulmones para verlo.
Seguidamente, añadió:
‑Ya veo que para su edad está
usted muy fuerte. Creo que podrá subir sin problemas. Incluso yo puedo, los días
que me encuentro bien.
Levanté la mirada en dirección al
sendero, un sendero que ascendía por una pendiente bastante escarpada.
‑Le digo que se arrepentirá si no
sube. Quizá dentro de unos años sea demasiado tarde, nunca se sabe ‑dijo riendo
de un modo bastante vulgar‑. Mejor es que lo haga ahora que puede.
Tal vez el hombre estuviese
simplemente bromeando, es decir, que solamente quisiera hacerse el gracioso. En
cualquier caso, reconozco que su insinuación de aquella mañana me pareció una
provocación y, para demostrarle que se trataba además de una insinuación
ridícula, finalmente subí por el sendero.
Y en realidad, me alegro de
haberlo hecho. El camino ascendía en zigzag por la colina a lo largo de unos
cien metros, por lo que el paseo era, ciertamente, bastante duro. A pesar de
todo, no me costó grandes esfuerzos. Por fin llegué a un claro que debía de ser
el rincón que el hombre había mencionado. Allí estaba el banco y, efectivamente,
ante mi vista aparecieron kilómetros y más kilómetros de maravillosos paisajes.
Delante de mí se extendía una
sucesión de campos que se perdían en la lejanía. La tierra parecía ligeramente
ondulada y los campos estaban bordeados de árboles y setos. En algunos de los
más alejados vislumbré unas manchas que supuse que eran ovejas, y a mi derecha,
casi perdida en el horizonte, me pareció ver la torre cuadrada de una iglesia.
Fue una sensación muy agradable
contemplar aquel paisaje, con la brisa acariciando mi cara y escuchar los
sonidos del verano: creo que fue en aquel preciso momento cuando por primera vez
sentí energía y entusiasmo para afrontar los días venideros, los cuales, con
toda seguridad, me tenían reservadas interesantes experiencias. Fue la primera
vez que se apoderó de mí el estado de ánimo adecuado para el viaje que me
esperaba. Y fue, además, el momento en que decidí no acobardarme y cumplir la
única tarea que me había asignado, a saber: hablar con miss Kenton e intentar
resolver el problema del servicio. Todo ello ha ocurrido esta mañana. Ahora es
de noche y me encuentro en Salisbury, en una acogedora casa de huéspedes situada
en una calle cerca del centro. Es una casa bastante sencilla, muy limpia, que se
ajusta perfectamente a mis necesidades. La propietaria es una mujer de unos
cuarenta años que, por el Ford de mister Farraday y la buena calidad de mi
traje, ha pensado que soy un huésped importante. Además, esta tarde (he llegado
a Salisbury sobre las tres y media), al escribir mi dirección en el registro y
poner Darlington Hall, he visto cómo me miraba agitada, ya que sin duda habrá
supuesto que tenía ante sí a un caballero acostumbrado a alojarse en lugares
como el Ritz o el Dorchester, y que, al ver la habitación, mi reacción sería
abandonar indignado el establecimiento. Me hizo saber que tenía una habitación
doble en la parte delantera que estaba libre, pero que podía ocuparla por el
precio de una individual.
Me condujo a la habitación. A
aquella hora del día el sol iluminaba los motivos florales de la pared y el
efecto resultante era muy agradable. En la habitación había dos camas iguales y
dos ventanas bastante grandes que daban a la calle.
Al preguntarle dónde estaba el
baño, la mujer me dijo tímidamente que se hallaba enfrente de la habitación,
pero que no podría disponer de agua caliente hasta después de la cena. Le pedí
que me subiera una taza de té y, al marcharse, seguí inspeccionando el cuarto.
Las camas estaban muy bien hechas y muy limpias. En una esquina había un lavabo
también muy limpio. A través de las ventanas se veía una panadería, con una gran
variedad de pasteles expuestos, una farmacia y una barbería. También podía
verse, a más distancia, el arco de un puente por el que subía la calle hasta
perderse en un paisaje más campestre. Me refresqué las manos y la cara con el
agua fría del lavabo y, acto seguido, me senté en una silla que había junto a
una de las ventanas a esperar el té. Debían de ser pasadas las cuatro cuando
salí de la pensión para adentrarme en las calles de Salisbury, unas calles que,
al ser tan amplias y despejadas, dan a la ciudad una magnífica sensación de
espacio. Por tanto, pude deambular durante varias horas agradablemente,
sintiendo en mi cuerpo los tibios rayos del sol. Descubrí además que la ciudad
tenía múltiples encantos. A mi paso se sucedían las hileras de casas antiguas
con fachadas de madera, casas muy lindas, y estrechos puentes de piedra
levantados sobre los numerosos riachuelos que cruzan la ciudad. Naturalmente, no
se me pasó por alto la merecida visita a la catedral, tan elogiada por mistress
Symons en su libro. Localizar este solemne edificio me resultó bastante fácil,
ya que dondequiera que uno se encuentre en Salisbury se ve asomar su aguja por
todas partes. Y en efecto, esta tarde, de regreso a la pensión, cada vez que
volvía hacia atrás me sorprendía la imagen de la aguja dominando la puesta de
sol.
No obstante, ahora que he vuelto a
la cama de mi cuarto, debo decir que la única estampa que realmente me ha
quedado grabada de este primer día de viaje no ha sido la imagen de la catedral
ni ningún otro de los encantadores rincones de esta ciudad, sino la maravillosa
vista del ondulado paisaje inglés que he presenciado esta mañana. Admito que
otros países puedan ofrecer paisajes de una espectacularidad mucho más obvia. En
enciclopedias y en la revista National Geographic he visto fotografías de
paisajes conmovedores de distintos rincones del planeta: cañones y cascadas
impresionantes, hermosas y escarpadas montañas, paisajes que he tenido la
fortuna de ver en persona. No obstante, me atrevería a asegurarles que el
paisaje inglés, como el que he podido contemplar esta mañana, posee una cualidad
de la que carecen los paisajes, más impresionantes a primera vista, de otras
naciones. A mi juicio, es una cualidad gracias a la cual el paisaje inglés
aparece a los ojos de cualquier observador imparcial como el más grato del
mundo, y es probable que el término que mejor resuma esta cualidad de la que
hablo sea el adjetivo «grandioso». Cuando esta mañana he divisado el paisaje que
a mis pies ofrecía la colina, he experimentado la rara e inequívoca sensación de
encontrarme ante algo grandioso. Designamos a nuestro país con el nombre de
Gran Bretaña, hecho que algunos considerarán de poco tacto. Sin embargo, me
atrevería a decir que sólo nuestro paisaje ya justifica el empleo de este
término altanero.
¿A qué se debe exactamente esta
calidad de «grandioso» y dónde se aprecia? ¿En qué reside? Reconozco que sería
precisa una inteligencia mucho mayor que la mía para contestar a estas
preguntas, pero si me viese en la obligación de aventurar una respuesta, diría
que el carácter único de la belleza de esta tierra es consecuencia de la
falta evidente de grandes contrastes y de espectacularidad, mientras
destaca, en cambio por su serenidad y comedimiento, como si el país tuviera una
íntima y profunda conciencia de su grandeza y su belleza, y no necesitase
lucirlas. Por comparación, los paisajes que se encuentran en Africa o en América
sin duda resultan impresionantes, pero estoy convencido de que un observador
imparcial los considerará inferiores, precisamente por esa descomunal
grandiosidad que los caracteriza.
En los ambientes profesionales nos
hacemos desde hace años una pregunta, que en muchas reuniones ha sido nuestro
tema de discusión: ¿Qué es un «gran» mayordomo? Todavía me parece escuchar el
bullicio que organizábamos algunas noches en la sala del servicio, cuando
conversábamos durante horas en torno a la chimenea sobre este tema. Y reparen en
que si he dicho «qué es» y no «quién puede ser» un gran mayordomo, se debe a que
nadie se atrevería a cuestionar seriamente los grandes nombres que en mi época
podían recibir este apelativo. Me estoy refiriendo a personalidades como mister
Marshall, el mayordomo de Charleville House, o como mister Lane, de Bridewood.
Si han tenido ustedes el privilegio de conocer a tales hombres, sabrán en qué
consiste esta cualidad a la que me refiero, aunque al mismo tiempo también
entenderán por qué digo que no es nada fácil definirla de un modo preciso.
Lo cierto es que, pensándolo
mejor, me alejo un tanto de la verdad al decir que no había divergencias en lo
referente a la identidad de quienes eran considerados los mejores
mayordomos, aunque también debo añadir que estas divergencias nunca se
suscitaban entre verdaderos profesionales con cierta autoridad en estos temas.
La sala del servicio de Darlington Hall, como la sala del servicio de cualquier
otra mansión, acogía a fámulos de distinto nivel intelectual y sensibilidad
también distinta, y son numerosas las ocasiones en que recuerdo haber tenido que
morderme la lengua cuando algún criado ‑incluso de los que yo dirigía, aunque
lamente decirlo‑ elogiaba acaloradamente a personas como, por ejemplo, Jack
Neighbours.
No tengo nada contra Jack
Neighbours, un hombre que, por desgracia, murió en la guerra. Le menciono
simplemente porque constituye un ejemplo típico. En la década de los treinta su
nombre fue, durante dos o tres años, el tema principal de todas las reuniones de
criados del país. Como he dicho, también en Darlington Hall los sirvientes que
estaban de paso nos narraban las últimas aventuras de mister Neighbours, por lo
que personas como mister Graham y yo tuvimos que padecer la triste experiencia
de oír el sinfín de anécdotas que se contaban sobre él. Lo más descorazonador
era presenciar la reacción final que suscitaba cada una de estas anécdotas, es
decir, ver que colegas que parecían de lo más sensatos asentían asombrados y
exclamaban frases como «Mister Neighbours es realmente el mejor» y otras por el
estilo.
No dudo que mister Neighbours
tuviese sentido de la organización; de hecho, supo salir magistralmente airoso
de buen número de situaciones difíciles. Sin embargo, nunca llegó a adquirir el
rango de gran mayordomo. Y con la misma convicción con que sostenía esta opinión
cuando estaba en pleno auge, habría augurado que su resplandor sólo duraría unos
años.
¿Cuántas veces habrá ocurrido que
mayordomos considerados en un momento dado los mejores de su generación, al cabo
de unos años han demostrado ser puras medianías?
Sin embargo, esto no es óbice para
que los mismos sirvientes que colman de elogios a tales nulidades, al poco se
deshagan en alabanzas de algún nuevo personaje, sin pararse a pensar en qué
basan realmente sus juicios. El tema central de conversación de muchas reuniones
de criados suele ser, sin excepción, algún mayordomo que ha saltado a la fama al
haber sido contratado por cierta casa distinguida, y que quizá haya salido
triunfante de unas cuantas situaciones difíciles. Y entonces, en las salas del
servicio de un extremo a otro del país, empieza a rumorearse que tal o cual
aristócrata se ha interesado por aquel mayordomo, o que varias casas de entre
las más importantes compiten por sus servicios ofreciendo elevados sueldos. Pero
¿qué ocurre pasados unos años? A este mismo mayordomo que encarna todas las
perfecciones se le atribuye alguna torpeza o, por el motivo que sea, pierde la
confianza de sus señores, y el resultado es que deja la casa donde había
adquirido su fama, y no vuelve a oírse hablar más de él. Y mientras tanto, los
mismos chismosos ya habrán dado con algún otro recién llegado al que dedicar su
entusiasmo. Me he dado cuenta de que los criados que están de paso suelen ser
los más deslenguados, dado que, en general, son también aquellos que aspiran al
rango de mayordomo con mayor ahínco. Son los que siempre insisten en que debe
emularse a tal o cual figura o repiten incesantemente lo que algún ídolo suyo ha
dicta minado sobre determinado aspecto de nuestra profesión.
Sería injusto olvidar que hay
muchos criados que nunca caerían en semejantes desatinos, criados que son, sin
duda, profesionales de gran lucidez. Cuando en nuestra sala se reunían dos o
tres personas de esta categoría, personas como mister Graham por ejemplo, con
quien parece que, por desgracia, he perdido todo contacto, las discusiones sobre
los temas inherentes a nuestra profesión resultaban de lo más ingeniosas y
estimulantes. De hecho, son estas veladas las que, hoy día, recuerdo con más
cariño de toda aquella época.
Pero volvamos a la cuestión
principal, esa cuestión tan interesante en torno a la cual nos complacíamos en
discutir cuando nuestras veladas no se veían interrumpidas por las
intervenciones de colegas sin ningún sentido de la profesión. Me refiero a la
cuestión fundamental: «¿Qué significa ser
un gran mayordomo?»
A pesar de todo lo que se ha
hablado durante años y años en los medios profesionales acerca de esta cuestión,
que yo sepa ha habido muy pocos intentos de darle una respuesta concreta. El
único que ahora me viene a la mente es el de la Hayes Society, con sus rígidos
criterios para la admisión de socios. Hoy día se habla muy poco de la Hayes
Society. Es posible, por tanto, que no la conozcan. En los años veinte, no
obstante, y a principios de los treinta, esta asociación ejerció una influencia
considerable en buena parte de Londres y en los condados más cercanos. Tanto fue
así que hubo quien pensó que su poder se había extendido demasiado, y cuando se
vio obligada a disolverse, creo que en 1932 o 1933, muchos no lo lamentaron.
La Hayes Society afirmaba admitir tan sólo a mayordomos «de primera
clase», y gran parte de su poder y prestigio se debían al hecho de que, a
diferencia de otras organizaciones semejantes que han ido surgiendo y
desapareciendo, siempre mantuvo un número de miembros extremadamente reducido,
siendo éste un factor que daba a tal afirmación cierta credibilidad. Se decía
que el número de miembros de esta asociación nunca había superado los treinta y
se había limitado, a lo largo de buena parte de su existencia, a sólo nueve o
diez. Esto, y el hecho de que habitualmente rehuyera la publicidad, contribuyó a
que su nombre se viese rodeado durante un tiempo de cierto misterio, y cada vez
que la Hayes Society se pronunciaba sobre determinados aspectos de la profesión,
sus dictados adquirían valor de mandamientos.
No obstante, había un punto sobre
el cual la asociación se resistió a pronunciarse durante algún tiempo. Se
trataba de los criterios en que se basaba para admitir a sus socios. Por tanto,
cada vez fueron más las presiones para que diese a conocer estos principios,
hasta que, como respuesta a una serie de cartas publicadas en A Quarterly for
the Gentleman's Gentleman, la asociación reconoció que uno de los requisitos
para ser admitido como socio era la «vinculación del candidato a alguna casa
distinguida». Por supuesto, cumplir dicho requisito, añadía, «no es lo único, ni
mucho menos». Quedaba claro, además, que no consideraba «distinguidas» las casas
de «nuevos ricos» nacidas del mundo de los negocios; a mi juicio, esta anticuada
actitud minó gravemente la autoridad y el respeto que la asociación podría haber
llegado a merecer a la hora de fijar los cánones de nuestra profesión. Como
respuesta a otras cartas que aparecieron más tarde en A Quarterly, la
asociación justificó su postura alegando que, si bien era cierto como opinaban
algunos en sus cartas, que en las casas de los nuevos ricos había mayordomos
excelentes, «había que esperar, no obstante, a que los auténticos señores
solicitaran los servicios de estos magníficos profesionales». La asociación
argumentaba que era necesario guiarse por el criterio de los «auténticos
señores» o «de otro modo, ¿por qué no aceptar también las normas sociales de la
Rusia bolchevique?». Esta última reflexión avivó todavía más la controversia, y
aumentó el número de cartas que presionaban a la asociación para que diese a
conocer de forma más explícita los principios en que basaba la admisión de
nuevos socios. Finalmente, en una breve carta dirigida a A Quarterly, se
hizo saber que, según la asociación, y citaré literalmente si la memoria no me
falla «un requisito fundamental es que el candidato posea la dignidad propia de
su condición, y los candidatos que no lo cumplan plenamente no serán admitidos
aunque gocen de otras muchas cualidades».
Aunque yo, personalmente, no sea
un gran entusiasta de la Hayes Society, creo que este aserto se fundamentaba, al
menos, en una gran verdad. Tomemos a mister Marshall y a mister Lane, por
ejemplo. Todos estamos de acuerdo en que son «grandes» mayordomos, pero, a mi
juicio, el rasgo que los distingue de otros mayordomos que sólo son muy
eficientes se halla estrechamente relacionado con el sentido de la palabra
«dignidad».
Naturalmente, todo ello conduce a
que nos preguntemos en qué reside esta «dignidad», pregunta en torno a la cual
personas como mister Graham o yo mismo hemos centrado algunos de nuestros más
interesantes debates. Mister Graham siempre afirmaba que la «dignidad» era algo
semejante a la belleza de una mujer, y por tanto carecía de sentido intentar
analizarla. Yo, por mi parte, mantuve siempre la opinión de que semejante
comparación tenía como consecuencia rebajar la «dignidad» de personas como
mister Marshall. Por otra parte, mi principal objeción a la comparación de
mister Graham era que con ella daba a entender que dicha «dignidad» era un don
que la naturaleza concedía a su gusto, por lo que, para aquellos que no la
poseían de nacimiento, cualquier esfuerzo por intentar adquirirla resultaría
siempre inútil, al igual que resultan baldíos los intentos de una mujer fea por
ser bella. Ahora bien, aunque llegara a admitir que la mayor parte de los
mayordomos pueden, un día u otro, descubrir que no están capacitados para su
trabajo, creo firmemente que esta dignidad de la que hablamos es algo que uno
puede afanarse por conseguir a lo largo de toda una carrera. Y pienso en esa
clase de «grandes» mayordomos, como mister Marshall, que, sin que me quepa la
menor duda, han adquirido su dignidad formándose durante muchos años e
impregnándose cuidadosamente de la experiencia ajena. Mi opinión es que una
postura como la de mister Graham resulta, profesionalmente, bastante derrotista.
En cualquier caso, a pesar del
escepticismo de mister Graham, recuerdo que pasamos juntos muchas veladas
intentando concretar la esencia de tal «dignidad». Nunca llegamos a ponernos de
acuerdo, pero por mi parte puedo decir que durante el transcurso de aquellas
discusiones consolidé una serie de ideas al respecto en las que aún sigo
creyendo hoy en día. Con su permiso, a continuación trataré de exponerles lo que
para mí significa dicha «dignidad».
Estarán ustedes de acuerdo,
supongo, en que mister Marshall de Charleville House y mister Lane de Bridewood
han sido los dos mayordomos más importantes de los últimos tiempos, y quizá
estén convencidos de que mister Henderson de Branbury Castle también forma parte
de esta rara especie. Ahora bien, me considerarán ustedes parcial si les digo
que mi padre también merecería, por muchos motivos, ser incluido en esta
categoría de hombres, y que su vida profesional siempre me ha servido de modelo
para definir la palabra «dignidad». Además, tengo la absoluta certeza de que en
Loughboroug House, momento cumbre de su carrera, mi padre fue la reencarnación
de dicha virtud.
Reconozco que, considerando este
asunto objetivamente, se me podría argüir que mi padre carecía de algunas de las
cualidades que, en general, se esperan de un gran mayordomo. A esto respondería
que esas cualidades que no poseía se han calificado siempre de superficiales y
poco relevantes. Son cualidades atractivas, no cabe duda, como lo son los
adornos de un pastel, pero por sí solas no constituyen atributos realmente
esenciales. Me estoy refiriendo a cosas como tener buen acento y dominio del
lenguaje, o una cultura general que abarque temas tan variados como la cetrería
o el apareamiento de las salamandras, conocimientos de los cuales ciertamente mi
padre no podría haberse vanagloriado. Hay que tener en cuenta, además, que mi
padre perteneció a una generación anterior de mayordomos, los cuales entraron en
la profesión en un momento en que tales cualidades no se consideraban las
propias ni las deseables en un criado. Esta obsesión por la elocuencia y los
conocimientos generales ha surgido más bien con nuestra generación, después de
mister Marshall probablemente, cuando personas mediocres que intentaron imitar
su grandeza confundieron lo superficial con lo esencial. Mi opinión es que
nuestra generación ha concedido demasiada importancia a los «aderezos», y sólo
Dios sabe el tiempo y la energía que hemos desperdiciado ejercitando nuestra
dicción y perfeccionando nuestro lenguaje, y las horas que hemos pasado
consultando enciclopedias y publicaciones para ampliar nuestros conocimientos,
en lugar de dedicarnos a dominar los principios básicos de nuestra profesión.
Aunque es innegable que la
responsabilidad es, en el fondo, nuestra, hay que decir, no obstante, que
algunos señores también han contribuido, y en gran manera, a fomentar esta moda.
Siento decirlo, pero al parecer buen número de casas de la más alta alcurnia han
establecido entre sí cierta rivalidad y, delante de sus invitados, no han dudado
en convertir los conocimientos de sus mayordomos en un «espectáculo»; en muchas
ocasiones he oído comentar que en alguna fiesta se ha exhibido al principal
criado de la casa como si fuese un mono de feria. Yo mismo presencié una vez
algo lamentable. En cierta casa, observé que los invitados se divertían
dirigiéndose al mayordomo y haciéndole preguntas al azar, preguntas como por
ejemplo quién había ganado el Derby en tal año, al igual que se hace en los
teatros de variedades cuando actúa el Hombre de la Memoria Infalible.
Como he dicho, la generación de mi
padre se vio, afortunadamente, libre de la exigencia de estas supuestas
cualidades profesionales. E insistiré en que mi padre, a pesar de su limitado
dominio del inglés y sus reducidos conocimientos generales, sabía todo lo que
había que saber sobre cómo gobernar una casa, y no sólo eso: ya en su juventud,
alcanzó esa «dignidad propia de su condición» tan cara a la Hayes Society. Si
intento, por tanto, describirles lo que a mi juicio distinguió a mi padre, es
para expresar lo que entiendo por «dignidad».
Había una historia que a mi padre
le gustaba contar muy a menudo. Siendo yo niño, e incluso más tarde, en mis
primeros años de lacayo bajo su supervisión, solía escucharle cuando la contaba
a las visitas. Recuerdo que volvió a contarla el día que fui a verle tras
obtener mi primer puesto de mayordomo, en casa de los Muggeridge, una propiedad
relativamente modesta situada en Allshot, en Oxfordshire. Evidentemente, se
trataba de una historia que para él significaba mucho. La generación de mi padre
no tenía costumbre de analizar y discutir todo como hace la nuestra, por eso
creo que la reflexión más crítica que mi padre llegó a realizar referente a su
profesión fue esta historia que no dejó nunca de contar. En este sentido,
podemos decir que la anécdota representa una pista esencial para conocer las
ideas de mi padre.
Al parecer, era una historia
verídica sobre un mayordomo que había viajado con su señor a la India, donde le
sirvió durante muchos años manteniendo entre el personal nativo el mismo nivel
de perfección que había sabido imponer en Inglaterra. Una tarde, como era
habitual, nuestro hombre entró en el comedor para asegurarse de que todo estaba
listo para la cena, y descubrió que debajo de la mesa había un tigre moribundo.
El mayordomo abandonó en silencio el comedor, se aseguró de cerrar bien la
puerta y se dirigió sin prisas al salón en que su señor tomaba el té con algunos
invitados. Tosiendo educadamente, llamó la atención de su patrón y, acto
seguido, acercándosele al oído, susurró:
‑Discúlpeme, señor, pero creo que
hay un tigre en el comedor. ¿Me permite que utilice el rifle?
Y según dicen, unos minutos
después, el patrón y sus invitados oyeron tres disparos; cuando algo más tarde
el mayordomo volvió a aparecer en el salón para rellenar las teteras, el dueño
de la casa le preguntó si todo estaba en orden.
‑Perfectamente, señor. Gracias
‑fue la respuesta‑. La cena será servida a la hora habitual, y me complace
decirle que no quedará huella alguna de lo ocurrido.
Esta frase, «no quedará huella
alguna de lo ocurrido», es la que mi padre repetía siempre con más agrado, entre
risas y gestos de admiración. Nunca mencionó el nombre del mayordomo, y no le oí
decir si había alguien que le hubiese conocido; sin embargo siempre insistía en
que los hechos habían acontecido tal y como él los describía. En cualquier caso,
lo más importante no es saber si la historia es o no cierta. Lo interesante es,
naturalmente, que la historia transmite en cierto modo las ideas de mi padre, ya
que cuando pienso en su trayectoria profesional me doy cuenta de que a lo largo
de toda su vida se esforzó por ser el mayordomo de su historia, y, a mi
juicio, en el momento cumbre de su carrera mi padre logró lo que tanto
ambicionaba. Aunque tengo la certidumbre de que nunca tuvo ocasión de
encontrarse con un tigre debajo de la mesa del comedor, puedo citar varias
ocasiones en las que pudo hacer gala de esa cualidad especial que tanto admiraba
en el mayordomo de su historia.
Tuve noticia de una de esas
ocasiones por mister David Charles, de la empresa Charles & Redding, que durante
la época de lord Darlington pasó varias veces por Darlington Hall. Fue una noche
en que le serví como ayuda de cámara. Mister Charles me contó que, unos años
atrás, había tenido ocasión de conocer a mi padre en casa de mister John
Silvers, el famoso industrial, donde sirvió durante quince años, época cumbre de
su carrera, y mister Charles me dijo que a causa de un incidente ocurrido
durante su visita nunca había podido olvidar a mi padre.
Una tarde, mister Charles, para
vergüenza suya, se emborrachó en compañía de otros dos invitados, dos caballeros
a los que simplemente llamaré mister Smith y mister Jones, ya que es probable
que en determinados círculos aún se les recuerde. Después de haber estado más o
menos una hora bebiendo, a estos dos caballeros se les antojó dar un paseo en
coche por los pueblos de la zona; los coches, en aquella época, eran todavía una
novedad. Convencieron a mister Charles para que les acompañara y, dado que en
aquel momento el chofer estaba de permiso, mi padre los llevó en su lugar.
Iniciado el paseo, mister Smith y mister Jones, a pesar de tener ya sus años,
empezaron a comportarse como colegiales a cantar canciones picantes y a hacer
comentarios aún más picantes sobre todo lo que veían por la ventanilla. En el
mapa de la zona, además, los dos caballeros descubrieron que muy cerca había
tres pueblos llamados Morphy, Saltash y Brigoon. Ahora mismo no estoy seguro de
si eran éstos los nombres exactos, pero el caso es que a mister Smith y a mister
Jones estos lugares les recordaron un número musical llamado «Murphy, Saltman y
Brigid la Gata», del cual quizá hayan oído hablar ustedes. Al reparar en la
curiosa coincidencia, los caballeros se obstinaron en visitar los tres pueblos
en cuestión como homenaje, dijeron, a los artistas de variedades. Según mister
Charles, mi padre ya les había llevado hasta uno de los pueblos y estaba a punto
de entrar en el segundo cuando mister Smith o mister Jones, no supo decirme cuál
de los dos descubrió que el pueblo era Brigoon, es decir, el tercero de la serie
y no el segundo. En tono furioso ordenaron a mi padre que diese inmediatamente
la vuelta para visitar los tres pueblos «en el orden correcto» lo cual suponía
tener que repetir un buen tramo de carretera. Según mister Charles, mi padre
acató, no obstante, la orden como si fuese totalmente razonable, y siguió
comportándose con una cortesía irreprochable.
A partir de ese momento, la
atención de mister Smith y mister Jones se centró en mi padre y, Ya aburridos de
lo que el otro lado de las ventanillas les ofrecía, decidieron variar de
diversión y empezaron a comentar en voz alta, con palabras poco halagüeñas, el
«error» de mi progenitor. Mister Charles recordaba maravillado su actitud
impertérrita, ya que no dio muestras de disgusto o enfado, sino que siguió
conduciendo mostrando una actitud muy equilibrada, entre digna y decididamente
complaciente. La ecuanimidad de mi padre, no obstante, no duraría demasiado, ya
que cuando se cansaron de proferir insultos contra él, los dos caballeros la
emprendieron con su anfitrión, es decir, con mister John Silvers, el patrón de
mi padre. Los comentarios llegaron a ser tan desagradables e infames, que mister
Charles, o al menos eso me dijo, se vio obligado a intervenir insinuando que
aquella conversación era de muy mal gusto. Esta opinión fue rebatida con tal
ímpetu, que mister Charles no sólo temió convertirse en el nuevo centro de
atención de ambos caballeros, sino que realmente consideró que corría el peligro
de ser agredido físicamente. De pronto, tras una insinuación sobremanera
perversa contra su señor, mi padre detuvo el coche bruscamente. Lo que ocurrió
después fue lo que causaría en mister Charles una impresión tan imperecedera.
La portezuela trasera del coche se
abrió, y advirtieron la figura de mi padre a unos pasos del vehículo, con la
mirada clavada en su interior. Según el relato de mister Charles, los tres
pasajeros se sintieron anonadados al advertir la imponente fuerza física que
tenía mi padre. En efecto, era un hombre de casi metro noventa y cinco de
estatura y su rostro, que en actitud servicial resultaba tranquilizante, en un
contexto distinto podía parecer extremadamente severo. Según mister Charles, mi
padre no manifestó enfado alguno. Por lo visto, se había limitado a abrir la
portezuela, pero su aspecto, al mirarlos desde arriba, parecía tan acusador y al
mismo tiempo tan inexorable, que los dos compañeros de mister Charles,
totalmente ebrios, se encogieron como dos mocosos a los que un granjero
sorprendiera robando manzanas. Mi padre permaneció unos instantes inmóvil, con
la portezuela abierta y sin pronunciar palabra. Finalmente, mister Smith o
mister Jones, no distinguió quién, inquirió:
‑¿No continuamos el viaje?
Pero mi padre no respondió, tan
sólo permaneció de pie, en silencio. Tampoco les pidió que bajaran ni les dejó
entrever lo más mínimo cuáles eran sus deseos o intenciones. Me imagino
perfectamente el aspecto que debía de tener aquel día, entre las cuatro esquinas
de la portezuela del vehículo, ensombreciendo con su oscura y adusta figura la
dulzura del paisaje de Hertfordshire. Según recordaba mister Charles, fueron
unos momentos singularmente incómodos durante los cuales también él, a pesar de
no haber participado del comportamiento anterior, se sentía culpable. El
silencio pareció interminable hasta que mister Smith o mister Jones decidieron
susurrar:
‑Creo que hemos estado un poco
impertinentes, pero no volverá a repetirse.
Tras considerar sus palabras, mi
padre cerró suavemente la portezuela, cogió de nuevo el volante y se dispuso a
proseguir la excursión por los tres pueblos, excursión que, según me aseguró
mister Charles, se llevó a cabo casi en silencio.
Ahora que he sacado a la luz este
episodio, referiré otro hecho relativo a la vida profesional de mi padre que
tuvo lugar más o menos en esa misma época, y que quizá refleje de forma más
patente la particular «dignidad» que llegó a poseer. Quizá deba explicar que mi
padre tuvo dos hijos y que el mayor, Leonard, fue muerto durante la guerra de
Sudáfrica siendo yo todavía un muchacho. Como es natural, mi padre debió de
sentir intensamente esta pérdida, pero además, como puntilla, el consuelo
habitual de un padre en estas situaciones el pensamiento de que su hijo había
entregado su vida honrosamente por su rey y su patria, se vio enturbiado por el
hecho de que mi hermano falleció durante una acción que poco tuvo de honrosa.
Además de saberse que la maniobra había constituido un ataque impropio de
soldados británicos contra objetivos civiles bóers, hubo pruebas contundentes de
que fue dirigido de modo irresponsable y sin haberse tomado precauciones
elementales, de forma que muchos de los hombres que murieron, y entre ellos mi
hermano, fueron sacrificados innecesariamente. Por lo que me dispongo a
contarles, no sería apropiado entrar en más detalles referentes a dicha acción,
aunque supongo que sabrán a cuál me refiero si les digo que en su momento fue
motivo de escándalo, lo que aumentó la controversia que ya de por sí había
suscitado el conflicto. Se pidió la destitución del general responsable e
incluso que se le sometiera a consejo de guerra, pero el ejército le defendió y
así pudo acabar la campaña. Algo no tan sabido es que al finalizar la contienda
se obligó discretamente al susodicho general a pedir el retiro. Se introdujo
entonces en el mundo de los negocios, sobre todo en el comercio con Sudáfrica.
Les cuento esto porque diez años después del conflicto, cuando las cicatrices
causadas por la pena apenas se habían cerrado, mi padre fue llamado al estudio
de mister John Silver, quien le dijo que ese mismo personaje ‑al que simplemente
llamaré el General‑ pasaría unos días con ellos para asistir a una tiesta que
tendría lugar en la casa; además, en el transcurso de su estancia el patrón de
mi padre esperaba sentar las bases de una operación comercial muy lucrativa.
Mister Silvers había pensado, no obstante, en lo penosa que aquella visita
resultaría para mi padre. Le había llamado, por tanto, para ofrecerle la
posibilidad de tomarse un permiso durante los días que durase la visita del
General.
Naturalmente, mi padre sentía un
absoluto desprecio por el General, pero comprendía que las aspiraciones
comerciales de su patrón dependían del buen desarrollo de la fiesta, que, con la
veintena de personas que se esperaban, no iba a ser un asunto fácil. Mi padre
respondió, por tanto, que se sentía enormemente agradecido por el hecho de que
se hubiesen tenido en cuenta sus sentimientos, pero que mister Silvers podía
estar seguro de que el servicio ofrecería el mismo nivel de siempre.
Finalmente, el padecimiento de mi
padre resultó mayor de lo que había imaginado. Por un lado, la esperanza que
albergaba de que, al encontrarse con el General en persona, el rechazo que
sentía por él se viera transformado en un sentimiento de respeto o comprensión,
resultó infundada. El General era un hombre grueso, feo y de maneras poco
refinadas, con una conversación que introducía sin cesar imágenes militares en
cualquier tema que se tratara. Aún peor fue saber que el caballero no había
traído ayuda de cámara, dado que su criado habitual se había puesto enfermo.
Este hecho creó una situación delicada, ya que otro de los invitados tampoco
contaba con ayuda de cámara. El problema que se planteaba era, por tanto, a
quién se debía asignar como ayuda de G cámara el mayordomo y a quién el lacayo.
Mi padre, haciéndose cargo de la posición de su señor, se ofreció sin vacilar de
voluntario para ocuparse del General, por lo que se vio obligado a soportar
durante cuatro días la continua compañía del hombre al que odiaba. Al mismo
tiempo, el General, que no tenía idea de los sentimientos de mi padre,
aprovechaba ‑como es habitual entre los militares‑ la menor oportunidad para
relatar sus hazañas guerreras a su ayuda de cámara cuando estaban solos en su
habitación. No obstante, mi padre supo ocultar tan bien sus sentimientos y
cumplir sus funciones con tal profesionalidad, que el General, al marchar se,
felicitó a mister John Silvers por las cualidades de su mayordomo y dejó una
cuantiosa gratificación, algo poco habitual, como muestra de agradecimiento. Mi
padre solicitó de su patrón que esa gratificación fuese donada a una entidad
benéfica.
Supongo que estarán de acuerdo en
que estos dos episodios de la carrera de mi padre que he narrado, cuya veracidad
no ofrece dudas, demuestran que mi padre, además de constituir un ejemplo de
mayordomo, personificó lo que la Hayes Society entendía por una «dignidad propia
de su condición».
Si nos paramos a pensar en el
abismo que en circunstancias semejantes hubiera separado a mi padre de un
individuo como Jack Neighbours, aunque éste realizara algunos de sus mejo res
malabarismos, creo que no es difícil distinguir lo que separa a un «gran»
mayordomo de otro sólo competente. Asimismo, también resulta fácil entender por
qué a mi padre le gustaba tanto la historia del mayordomo que, al descubrir a un
tigre debajo de la mesa del comedor, supo mantener la calma. Y el motivo es que,
de un modo instintivo, sabía que esa historia encerraba la clave de lo que
realmente significa la palabra «dignidad». Y ahora permítanme manifestar lo
siguiente: la «dignidad» de un mayordomo está profundamente relacionada con su
capacidad de ser fiel a la profesión que representa. El mayordomo mediocre, ante
la menor provocación, antepondrá su persona a la profesión. Para estos
individuos ser mayordomo es como interpretar un papel, y al menor tropiezo o a
la más mínima provocación dejan caer la máscara para mostrar al actor que llevan
dentro. Los grandes mayordomos adquieren esta grandeza en virtud de su talento
para vivir su profesión con todas sus consecuencias, y nunca les veremos
tambalearse por acontecimientos externos, por sorprendentes, alarmantes o
denigrantes que sean. Lucirán su profesionalidad como luce un traje un caballero
respetable, es decir, nunca permitirán que las circunstancias o la canalla se lo
quiten en público. Y se despojarán de su atuendo sólo cuando ellos así lo
decidan y, en cualquier caso, nunca en medio de la gente. Como digo, es una
cuestión de «dignidad».
A veces se dice que, en realidad,
sólo existen mayordomos en Inglaterra. En otros países no hay más que criados,
sea cual sea el título que les pongan. Cada vez más, me inclino a pensar que es
cierto. En el continente no puede haber mayordomos porque son una raza incapaz
de reprimir sus emociones del modo que es propio del pueblo inglés. A los
continentales convendrán conmigo en que, sobre todo, a los celtas‑ les cuesta,
por regla general, controlarse en momentos de gran tensión. Por este mismo
motivo, excepto en algunas situaciones que no suponen ningún reto, tampoco son
capaces de guardar las maneras profesionalmente. Volviendo a la metáfora
anterior, y me disculparán por expresarme de modo tan tosco, son como un hombre
que ante la menor provocación reaccionara rasgándose las vestiduras y
emprendiendo una veloz huida a la vez que profería estentóreos alaridos. En una
palabra, la «dignidad» no está al alcance de esta clase de personas. Así pues,
nosotros los ingleses tenemos una importante ventaja con respecto a los
extranjeros, y ésta es la razón por la que, cuando alguien piensa en un gran
mayordomo, casi por definición se ve obligado a pensar en un inglés.
Naturalmente, ustedes podrían
responderme, como hacía mister Graham cada vez que, sentados junto a la
chimenea, le exponía estas ideas en el transcurso de nuestras gratas
conversaciones, que si es cierto lo que digo, sólo sería posible reconocer a un
gran mayordomo viéndole actuar en una situación extrema. No obstante, es
evidente que consideramos grandes mayordomos a personas como mister Marshall o
mister Lane sin que la mayoría de nosotros les hayamos nunca visto en semejantes
lances. Y en esto le doy la razón a mister Graham. Sólo puedo decir que, después
de haber ejercido esta profesión tanto tiempo, intuitivamente puedo valorar el
nivel de profesionalidad de una persona sin tener que verla sometida a una
prueba. En realidad, cuando alguien tiene la suerte de encontrarse frente a un
gran mayordomo, lejos de reclamar, por desconfianza, ansiosamente una «prueba»,
la sensación que se tiene es que cuesta imaginar una situación en la que tal
autoridad se viese de pronto despojada de su talento profesional. Y tengo la
certeza de que si los pasajeros que mi padre transportó aquel domingo por la
tarde, hace ya muchos años, se quedaron callados y avergonzados, fue porque, a
pesar de la turbia pesadez creada por el alcohol, llegaron a comprender esto. Al
ver a mi padre, aquellos hombres tuvieron la misma sensación que la que yo he
tenido esta mañana al contemplar el paisaje inglés en todo su esplendor: la
sensación de saber que estaban ante algo lleno de grandeza.
Entiendo que siempre habrá quien
diga que intentar analizar el concepto de grandeza, tal y como yo he estado
haciéndolo en estas líneas, es un acto bastante infructuoso.
«Se sabe cuando alguien tiene esa
cualidad y cuando no la tiene», diría mister Graham. «No hay mucho más que
añadir.» No obstante, creo que nuestra obligación es no ser derrotistas, y,
profesionalmente, nuestro deber es sin duda reflexionar profundamente sobre este
tema con el fin de llegar a ser hombres «dignos» gracias a nuestros propios
esfuerzos.
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