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DIRECTORIO de la SECCIÓN |
JUAN SIN MIEDO |
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Autor: Hermanos Grimm |
Érase un padre que tenía dos hijos, el mayor de los cuales era listo y
despierto, muy despabilado y capaz de salir con bien de todas las cosas. El
menor, en cambio, era un verdadero zoquete, incapaz de comprender ni aprender
nada, y cuando la gente lo veía, no podía por menos de exclamar: «¡Este sí que
va a ser la cruz de su padre!». Para todas las faenas había que acudir al mayor;
no obstante, cuando se trataba de salir, ya anochecido, a buscar alguna cosa, y
había que pasar por las cercanías del cementerio o de otro lugar tenebroso y
lúgubre, el mozo solía resistirse:
–No, padre, no puedo ir. ¡Me da mucho miedo!
Pues, en efecto, era miedoso.
En las veladas, cuando, reunidos todos en torno a la lumbre, alguien contaba uno
de esos cuentos que ponen carne de gallina, los oyentes solían exclamar: «¡Oh,
qué miedo!». El hijo menor, sentado en un rincón, escuchaba aquellas
exclamaciones sin acertar a comprender su significado.
–Siempre están diciendo: «¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!». Pues yo no lo tengo.
Debe ser alguna habilidad de la que yo no entiendo nada.
Un buen día le dijo su padre:
–Oye, tú, del rincón: Ya eres mayor y robusto. Es hora de que aprendas también
alguna cosa con que ganarte el pan. Mira cómo tu hermano se esfuerza; en cambio,
contigo todo es inútil, como si machacaras hierro frío.
–Tienes razón, padre –respondió el muchacho–. Yo también tengo ganas de aprender
algo. Si no te parece mal, me gustaría aprender a tener miedo; de esto no sé ni
pizca.
El mayor se echó a reír al escuchar aquellas palabras, y pensó para sí: «¡Santo
Dios, y qué bobo es mi hermano! En su vida saldrá de él nada bueno. Pronto se ve
por dónde tira cada uno». El padre se limitó a suspirar y a responderle:
–Día vendrá en que sepas lo que es el miedo, pero con esto no vas a ganarte el
sustento. A los pocos días tuvieron la visita del sacristán. Le contó el padre
su apuro, cómo su hijo menor era un inútil; ni sabía nada, ni era capaz de
aprender nada.
–Sólo le diré que una vez que le pregunté cómo pensaba ganarse la vida, me dijo
que quería aprender a tener miedo.
–Si no es más que eso –repuso el sacristán–, puede aprenderlo en mi casa. Deje
que venga conmigo. Yo se lo desbastaré de tal forma, que no habrá más que ver.
Se avino el padre, pensando: «Le servirá para despabilarse». Así, pues, se lo
llevó consigo y le señaló la tarea de tocar las campanas. A los dos o tres días
lo despertó hacia medianoche y lo mandó subir al campanario a tocar la campana.
«Vas a aprender lo que es el miedo», pensó el hombre mientras se retiraba
sigilosamente. Estando el muchacho en la torre, al volverse para coger la cuerda
de la campana vio una forma blanca que permanecía inmóvil en la escalera, frente
al hueco del muro. –¿Quién está ahí? –gritó el mozo. Pero la figura no se movió
ni respondió.
–Contesta –insistió el muchacho– o lárgate; nada tienes que hacer aquí a
medianoche–. Pero el sacristán seguía inmóvil, para que el otro lo tomase por un
fantasma.
El chico le gritó por segunda vez:
–¿Qué buscas ahí? Habla si eres persona cabal, o te arrojaré escaleras abajo. El
sacristán pensó: «No llegará a tanto», y continuó impertérrito, como una estatua
de piedra. Por tercera vez le advirtió el muchacho, y viendo que sus palabras no
surtían efecto, arremetió contra el espectro y de un empujón lo echó escaleras
abajo, con tal fuerza que, mal de su grado, saltó de una vez diez escalones y
fue a desplomarse contra una esquina, donde quedó maltrecho. El mozo, terminado
el toque de campana, volvió a su cuarto, se acostó sin decir palabra y se quedó
dormido.
La mujer del sacristán estuvo durante largo rato aguardando la vuelta de su
marido; pero viendo que tardaba demasiado, fue a despertar, ya muy inquieta, al
ayudante, y le preguntó:
–¿Dónde está mi marido? Subió al campanario antes que tú.
–En el campanario no estaba –respondió el muchacho–. Pero había alguien frente
al hueco del muro, y como se empeñó en no responder ni marcharse, he supuesto
que era un ladrón y lo he arrojado escaleras abajo. Vaya a ver, no fuera el caso
que se tratase de él. De veras que lo sentiría.
La mujer se precipitó a la escalera y encontró a su marido tendido en el rincón,
quejándose y con una pierna rota.
Lo bajó como pudo y corrió luego a la casa del padre del mozo, hecha un mar de
lágrimas: –Su hijo –se lamentó– ha causado una gran desgracia, ha echado a mi
marido escaleras abajo, y le ha roto una pierna. ¡Llévese enseguida de mi casa a
esta calamidad! Corrió el padre, muy asustado, a casa del sacristán, y puso a su
hijo de vuelta y media: –¡Eres una mala persona! ¿Qué maneras son ésas? Ni que
tuvieses el diablo en el cuerpo.
–Soy inocente, padre –contestó el muchacho–. Le digo la verdad. Él estaba allí a
medianoche, como si llevara malas intenciones. Yo no sabía quién era, y por tres
veces le advertí que hablase o se marchase.
–¡Ay! –exclamó el padre–. ¡Sólo disgustos me causas! Vete de mi presencia, no
quiero volver a verte.
–Bueno, padre, así lo haré; aguarda sólo a que sea de día, y me marcharé a
aprender lo que es el miedo; al menos así sabré algo que me servirá para ganarme
el sustento.
–Aprende lo que quieras –dijo el padre–; lo mismo me da. Ahí tienes cincuenta
monedas; márchate a correr mundo y no digas a nadie de dónde eres ni quién es tu
padre, pues eres mi mayor vergüenza.
–Sí, padre, como quieras. Si sólo me pides eso, fácil me será obedecerte.
Al apuntar el día embolsó el muchacho sus cincuenta monedas y se fue por la
carretera. Mientras andaba, iba diciéndose:
«¡Si por lo menos tuviera miedo! ¡Si por lo menos tuviera miedo!». En esto
acertó a pasar un hombre que oyó lo que el mozo murmuraba, y cuando hubieron
andado un buen trecho y llegaron a la vista de la horca, le dijo:
–Mira, en aquel árbol hay siete que se han casado con la hija del cordelero, y
ahora están aprendiendo a volar. Siéntate debajo y aguarda a que llegue la
noche. Verás cómo aprendes lo que es el miedo.
–Si no es más que eso –respondió el muchacho–, la cosa no tendrá dificultad;
pero si realmente aprendo qué cosa es el miedo, te daré mis cincuenta monedas.
Vuelve a buscarme por la mañana.
Y se encaminó al patíbulo, donde esperó, sentado, la llegada de la noche. Como
arreciara el frío, encendió fuego; pero hacia medianoche empezó a soplar un
viento tan helado, que ni la hoguera le servía de gran cosa. Y como el ímpetu
del viento hacía chocar entre sí los cuerpos de los ahorcados, pensó el mozo:
«Si tú, junto al fuego, estás helándose, ¡cómo deben pasarlo esos que patalean
ahí arriba!». Y como era compasivo de natural, arrimó la escalera y fue
desatando los cadáveres, uno tras otro, y bajándolos al suelo. Sopló luego el
fuego para avivarlo, y dispuso los cuerpos en torno al fuego para que se
calentasen; pero los muertos permanecían inmóviles, y las llamas prendieron en
sus ropas. Al verlo, el muchacho les advirtió:
–Si no tienen cuidado, los volveré a colgar.
Pero los ajusticiados nada respondieron, y sus andrajos siguieron quemándose.
Se irritó entonces el mozo:
–Puesto que se empeñan en no tener cuidado, nada puedo hacer por ustedes; no
quiero quemarme yo también.
Y los colgó nuevamente, uno tras otro; hecho lo cual, volvió a sentarse al lado
de la hoguera y se quedó dormido.
A la mañana siguiente se presentó el hombre, dispuesto a cobrar las cincuenta
monedas. –Qué, ¿ya sabes ahora lo que es el miedo? –No –replicó el mozo–. ¿Cómo
iba a saberlo? Esos de ahí arriba ni siquiera han abierto la boca, y fueron tan
tontos que dejaron que se quemasen los harapos que llevan.
Vio el hombre que por aquella vez no embolsaría las monedas, y se alejó
murmurando: –En mi vida me he topado con un tipo como éste.
Siguió también el mozo su camino, siempre expresando en voz alta su idea fija:
«¡Si por lo menos supiese lo que es el miedo! ¡Si por lo menos supiese lo que es
el miedo!». Lo escuchó un carretero que iba tras él, y le preguntó:
–¿Quién eres?
–No lo sé –respondió el joven.
–¿De dónde vienes? –siguió inquiriendo el otro.
–No lo sé.
–¿Quién es tu padre?
–No puedo decirlo.
–¿Y qué demonios estás refunfuñando entre dientes?
–¡Oh! –respondió el muchacho–, quisiera saber lo que es el miedo, pero nadie
puede enseñármelo.
–Basta de tonterías –replicó el carretero–. Te vienes conmigo y te buscaré
alojamiento. Lo acompañó el mozo, y, al anochecer, llegaron a una hospedería. Al
entrar en la sala repitió el mozo en voz alta:
–¡Si al menos supiera lo que es el miedo!
Oyéndolo el posadero, se echó a reír, y dijo:
–Si de verdad lo quieres, tendrás aquí buena ocasión para enterarte.
–¡Cállate, por Dios! –exclamó la patrona–. Más de un temerario lo ha pagado ya
con la vida. ¡Sería una pena que esos hermosos ojos no volviesen a ver la luz
del día! Pero el muchacho replicó:
–Por costoso que sea, quisiera saber lo que es el miedo; para esto me marché de
casa. Y estuvo importunando al posadero, hasta que éste se decidió a contarle
que, a poca distancia de allí, se levantaba un castillo encantado, donde, con
toda seguridad, aprendería a conocer el miedo si estaba dispuesto a pasar tres
noches en él. Le dijo que el Rey había prometido casar a su hija, que era la
doncella más hermosa que alumbrara el sol, con el hombre que a ello se
atreviese. Además, había en el castillo valiosos tesoros, capaces de enriquecer
al más pobre, que estaban guardados por espíritus malos, y podrían recuperarse
al desvanecerse el maleficio. Muchos lo habían intentado ya, pero ninguno había
escapado con vida de la empresa.
A la mañana siguiente, el joven se presentó al Rey y le dijo que, si se le
autorizaba, él se comprometía a pasarse tres noches en vela en el castillo
encantado. Lo miró el Rey, y como su aspecto le resultara simpático, le dijo:
–Puedes pedir tres cosas para llevarte al castillo, pero deben ser cosas
inanimadas. A lo que contestó el muchacho:
–Deme entonces fuego, un torno y un banco de carpintero con su cuchilla.
El Rey hizo llevar aquellos objetos al castillo. Al anochecer subió a él el
muchacho, encendió en un aposento un buen fuego, colocó al lado el banco de
carpintero con la cuchilla y se sentó sobre el torno.
–¡Ah! ¡Si por lo menos aquí tuviera miedo! –suspiró–. Pero me temo que tampoco
aquí me enseñarán lo que es.
Hacia medianoche quiso avivar el fuego, y mientras lo soplaba oyó de pronto unas
voces, procedentes de una esquina, que gritaban:
–¡Au, miau! ¡Qué frío hace!
–¡Tontos! –exclamó él–. ¿Por qué gritan? Si tienen frío, acérquense al fuego a
caliéntense. Apenas hubo pronunciado estas palabras, llegaron de un enorme
brinco dos grandes gatos negros que, sentándose uno a cada lado, clavaron en él
una mirada ardiente y feroz. Al cabo de un rato, cuando ya se hubieron
calentado, dijeron: –Compañero, ¿qué te parece si echamos una partida de naipes?
–¿Por qué no? –respondió él–. Pero antes muéstrenme las patas.
Los animales sacaron las garras.
–¡Ah! –exclamó el muchacho–. ¡Vaya uñas largas! Primero se las cortaré.
Y, agarrándolos por el cuello, los levantó y los sujetó por las patas al banco
de carpintero. –He adivinado sus intenciones –dijo– y se me han pasado las ganas
de jugar a las cartas.
Acto seguido los mató de un golpe y los arrojó al estanque que había al pie del
castillo. Despachados ya aquellos dos y cuando se disponía a instalarse de nuevo
junto al fuego, de todos los rincones y esquinas empezaron a salir gatos y
perros negros, en número cada vez mayor, hasta el punto de que ya no sabía él
dónde meterse. Aullando lúgubremente, pisotearon el fuego, intentando esparcirlo
y apagarlo. El mozo estuvo un rato contemplando tranquilamente aquel espectáculo
hasta que, al fin, se amoscó y, empuñando la cuchilla y gritando: «¡Fuera de
aquí, chusma asquerosa!», arremetió contra el ejército de alimañas. Parte de los
animales escapó corriendo, el resto los mató, y arrojó sus cuerpos al estanque.
De vuelta al aposento, reunió las brasas aún encendidas, las sopló para reanimar
el fuego y se sentó nuevamente a calentarse. Y estando así sentado, le vino el
sueño, con una gran pesadez en los ojos. Miró a su alrededor, y descubrió en una
esquina una espaciosa cama. «A punto vienes», dijo, y se acostó en ella sin
pensarlo más.
Pero apenas había cerrado los ojos cuando el lecho se puso en movimiento, como
si quisiera recorrer todo el castillo. «¡Tanto mejor!», se dijo el mozo. Y la
cama seguía rodando y moviéndose, como tirada por seis caballos, cruzando
umbrales y subiendo y bajando escaleras. De repente, ¡hop!, un vuelco, y queda
la cama patas arriba, y su ocupante debajo como si se le hubiese venido una
montaña encima.
Lanzando al aire mantas y almohadas, salió de aquel revoltijo, y, exclamando:
«¡Que pasee quien tenga ganas!», volvió a la vera del fuego y se quedó dormido
hasta la madrugada.
A la mañana siguiente se presentó el Rey, y, al verlo tendido en el suelo, creyó
que los fantasmas lo habían matado.
–¡Lástima, tan guapo mozo! –dijo.
Lo escuchó el muchacho e, incorporándose, exclamó:
–¡No están aún tan mal las cosas!
El Rey, admirado y contento, le preguntó qué tal había pasado la noche.
–¡Muy bien! –respondió el interpelado–. He pasado una, también pasaré las dos
que quedan.
Al entrar en la posada, el hostelero se quedó mirándolo como quien ve visiones.
–Jamás pensé volver a verte vivo –le dijo–. Supongo que ahora sabrás lo que es
el miedo.
–No –replicó el muchacho–. Todo es inútil. ¡Ya no sé qué hacer!
Al llegar la segunda noche, se encaminó de nuevo al castillo y, sentándose junto
al fuego, volvió a la vieja canción: «¡Si siquiera supiese lo que es el miedo!».
Antes de medianoche se oyó un estrépito. Quedo al principio, luego más fuerte;
siguió un momento de silencio, y, al fin, emitiendo un agudísimo alarido bajó
por la chimenea la mitad de un hombre y fue a caer a sus pies.
–¡Caramba! –exclamó el joven–. Aquí falta una mitad. ¡Hay que tirar más!
Volvió a oírse el estruendo, y, entre un alboroto de gritos y aullidos, cayó la
otra mitad del hombre.
–Aguarda –exclamó el muchacho–. Voy a avivarte el fuego.
Cuando, ya listo, se volvió a mirar a su alrededor, las dos mitades se habían
soldado, y un hombre horrible estaba sentado en su sitio.
–¡Eh, amigo, que éste no es el trato! –dijo–. El banco es mío.
El hombre quería echarlo, pero el mozo, empeñado en no ceder, lo apartó de un
empujón y se instaló en su asiento.
Bajaron entonces por la chimenea nuevos hombres, uno tras otro, llevando nueve
tibias y dos calaveras, y, después de colocarlas en la posición debida,
comenzaron a jugar a bolos. Al muchacho le entraron ganas de participar en el
juego y les preguntó:
–¡Hola!, ¿puedo jugar yo también?
–Sí, si tienes dinero.
–Dinero tengo –respondió él–. Pero sus bolos no son bien redondos.
Y, cogiendo las calaveras, las puso en el torno y las modeló debidamente.
–Ahora rodarán mejor –dijo–. ¡Así da gusto!
Jugó y perdió algunos florines; pero al dar las doce, todo desapareció de su
vista. Se tendió y durmió tranquilamente. A la mañana siguiente se presentó de
nuevo el Rey, curioso por saber lo ocurrido.
–¿Cómo lo has pasado esta vez? –le preguntó.
–Estuve jugando a los bolos y perdí unas cuantas monedas.
–¿Y no sentiste miedo?
–¡Qué va! –replicó el chico–. Me he divertido mucho. ¡Ah, si pudiese saber lo
que es el miedo!
La tercera noche, sentado nuevamente en su banco, suspiraba mohíno y
malhumorado: «¡Por qué no puedo sentir miedo!».
Era ya bastante tarde cuando entraron seis hombres fornidos llevando un ataúd.
Dijo él entonces:
–Ahí debe de venir mi primito, el que murió hace unos días.
–Y, haciendo una seña con el dedo, lo llamó:
–¡Ven, primito, ven aquí!
Los hombres depositaron el féretro en el suelo. El mozo se les acercó y levantó
la tapa: contenía un cuerpo muerto. Le tocó la cara, que estaba fría como hielo.
–Aguarda –dijo–, voy a calentarte un poquito.
Y, volviéndose al fuego a calentarse la mano, la aplicó seguidamente en el
rostro del cadáver; pero éste seguía frío. Lo sacó entonces del ataúd, se sentó
junto al fuego con el muerto sobre su regazo, y se puso a frotarle los brazos
para reanimar la circulación. Como tampoco eso sirviera de nada, se le ocurrió
que metiéndolo en la cama podría calentarlo mejor. Lo acostó, pues, lo arropó
bien y se echó a su lado. Al cabo de un rato, el muerto empezó a calentarse y a
moverse. Dijo entonces el mozo:
–¡Ves, primito, cómo te he hecho entrar en calor!
Pero el muerto se incorporó, gritando:
–¡Te voy a estrangular!
–¿Esas tenemos? –exclamó el muchacho–. ¿Así me lo agradeces? Pues te volverás a
tu ataúd.
Y, levantándolo, lo metió en la caja y cerró la tapa. En esto entraron de nuevo
los seis hombres y se lo llevaron.
–No hay manera de sentir miedo –se dijo–. Está visto que no me enteraré de lo
que es, aunque pasara aquí toda la vida.
Apareció luego otro hombre, más alto que los anteriores, y de terrible aspecto;
pero era viejo y llevaba una larga barba blanca.
–¡Ah, bribonzuelo –exclamó–; pronto sabrás lo que es miedo, pues vas a morir!
–¡Calma, calma! –replicó el mozo–. Yo también tengo algo que decir en este
asunto. –Deja que te agarre –dijo el ogro.
–Poquito a poco. Lo ves muy fácil. Soy tan fuerte como tú, o más.
–Eso lo veremos –replicó el viejo–. Si lo eres, te dejaré marchar. Ven conmigo,
que haremos la prueba.
Y, a través de tenebrosos corredores, lo condujo a una fragua. Allí empuñó un
hacha, y de un hachazo clavó en el suelo uno de los yunques.
–Yo puedo hacer más –dijo el muchacho, dirigiéndose al otro yunque. El viejo,
colgante la blanca barba, se colocó a su lado para verlo bien. Cogió el mozo el
hacha, y de un hachazo partió el yunque, aprisionando de paso la barba del
viejo. –Ahora te tengo en mis manos –le dijo–; tú eres quien va a morir.
Y, agarrando una barra de hierro, la emprendió con el viejo hasta que éste,
gimoteando, le suplicó que no le pegara más; en cambio, le daría grandes
riquezas. El chico desclavó el hacha y lo soltó. Entonces el hombre lo acompañó
nuevamente al palacio, y en una de las bodegas le mostró tres arcas llenas de
oro: –Una de ellas es para los pobres; la otra, para el Rey, y la tercera, para
ti. Dieron en aquel momento las doce, y el trasgo desapareció, quedando el
muchacho sumido en tinieblas.
–De algún modo saldré de aquí –se dijo.
Y, moviéndose a tientas, al cabo de un rato dio con un camino que lo condujo a
su aposento, donde se echó a dormir junto al fuego.
A la mañana siguiente compareció de nuevo el Rey y le dijo:
–Bien, supongo que ahora sabrás ya lo que es el miedo.
–No –replicó el muchacho–. ¿Qué es? Estuvo aquí mi primo muerto, y después vino
un hombre barbudo, el cual me mostró los tesoros que hay en los sótanos; pero de
lo que sea el miedo, nadie me ha dicho una palabra.
Dijo entonces el Rey:
–Has desencantado el palacio y te casarás con mi hija.
–Todo eso está muy bien –repuso él–. Pero yo sigo sin saber lo que es el miedo.
Sacaron el oro y se celebró la boda. Pero el joven príncipe, a pesar de que
quería mucho a su esposa y se sentía muy satisfecho, no cesaba de suspirar: «¡Si
al menos supiese lo que es el miedo!».
Al fin, aquella cantinela acabó por irritar a la princesa. Su camarera le dijo:
–Yo lo arreglaré. Voy a enseñarle lo que es el miedo.
Se dirigió al riachuelo que cruzaba el jardín y mandó que le llenaran un barreño
de agua con muchos pececillos. Por la noche, mientras el joven dormía, su
esposa, instruida por la camarera, le quitó bruscamente las ropas y le echó
encima el cubo de agua fría con los peces, los cuales se pusieron a coletear
sobre el cuerpo del muchacho. Éste despertó de súbito y echó a gritar:
–¡Ah, qué miedo, qué miedo, mujercita mía! ¡Ahora sí que sé lo que es el miedo!
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Responsables últimos de este proyecto Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado Son: Maestros - Diplomados en Geografía e Historia - Licenciados en Flosofía y Letras - Doctores en Filología Hispánica |
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