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DIRECTORIO de la SECCIÓN |
JHONNY COGIÓ SU FUSIL |
Los documentos a los que aquí se accede han sido realizados expresamente para desarrollar los programas académicos que trabajamos con nuestros alumnos. Esta serie se completa en muchos casos con propuestas de actividades interactivas, audios o vídeos que concretan y validan el grado de comprensión alcanzado o, simplemente, actuan como elemento motivador. También está disponible una estructura tipo «Wiki» colaborativa, abierta a cualquier docente o alumno que quiera participar en ella. Para acceder a estos contenidos se debe utilizar el «DIRECTORIO de la SECCIÓN». Para otras áreas de conocimiento u opciones use el botón: «Navegar» |
Autor: Dalton Trumbo |
VII
No
podía seguir así. Debía evitar que las cosas se desvanecieran y luego regresaran
todas juntas. Tenía que terminar con los ahogos y los hundimientos y los
ascensos. Terna que reprimir el miedo que le daba ganas de gritar y aullar y
reír y estrangularse hasta morir con un par de manos que se estaban pudriendo en
algún depósito del hospital.
Tenía que controlarse para poder pensar. Hacía demasiado que estaba así. Sus
muñones ya habían cicatrizado. Los vendajes habían desaparecido. Eso quería
decir que había pasado el tiempo. Mucho tiempo. Tiempo suficiente como para que
saliera de eso y pensara. Tenía que pensar en él. En Joe Bonham y en lo que
haría. Tenía que pensarlo todo nuevamente.
Era
como un hombre adulto que de pronto se volvía a introducir en el cuerpo de su
madre. Yacía en silencio. Completamente indefenso. En alguna parte de su
estómago había un tubo a través del cual le alimentaban. Era exactamente como un
útero salvo que un bebé en el cuerpo de su madre puede esperar el momento en que
nacerá a la vida.
El
estaría en ese vientre para siempre. Eternamente. Debía recordarlo. No debía
esperar o confiar en otra cosa. Esta era su vida de ahora en adelante día a día
hora a hora minuto a minuto. Nunca más podría decir hola cómo estás te quiero.
Nunca más podría escuchar música u oír el murmullo del viento entre los árboles
o el rumor del agua. Nunca más respiraría el aroma de un filete friéndose en la
cocina de su madre o la humedad de la primavera en el aire o la maravillosa
fragancia de la salvia transportada por el viento a través de una gran llanura.
Nunca más podría ver los rostros de las personas que le alegraban con sólo
mirarlos como el de Kareen. Nunca más podría contemplar la luz del sol o las
estrellas o el césped tierno que crece en las colinas de Colorado.
Nunca más podría andar con sus piernas sobre la tierra. Nunca más correría o
saltaría o se estiraría cuando estuviera cansado. Nunca estaría cansado.
Si
el sitio en que yacía ardiese él se limitaría a quedarse allí y dejar que
ardiese. Ardería con él y no podría hacer movimiento alguno. Si sintiera que un
insecto se arrastraba por ese muñón de cuerpo que le quedaba no podría mover un
dedo para destruirlo. Si le picaba no podría hacer nada para aliviar la picazón
o quizá a lo sumo restregarse un poco contra las mantas. Y esta vida no
transcurriría así sólo hoy o mañana o hasta el fin de la semana que viene.
Estaba en el vientre para siempre. No era un sueño. Era real.
Se
preguntó cómo había podido salir con vida. Había tíos que se arañaban el pulgar
y se morían. El alpinista se caía de un escalón se fracturaba el cráneo y moría
el jueves. Tu mejor amigo iba al hospital para operarse del apéndice y cuatro o
cinco días después estabas junto a su tumba. Un pequeño microbio como el de la
gripe acababa con la vida de alrededor de diez millones de personas en un solo
invierno. Entonces ¿cómo era posible que un tío perdiese los brazos y las
piernas y los oídos y los ojos y la nariz y la boca y siguiera viviendo? ¿Cómo
entenderlo?
Sin
embargo había muchos que habían perdido sólo las piernas o los brazos y vivían.
De modo que tal vez era razonable pensar que un hombre podía vivir aun sin
piernas ni brazos. Si una de esas opciones era posible también podían serlo las
dos juntas. Los médicos eran cada vez más diestros en especial ahora que
llevaban tres o cuatro años en el ejército con mucha materia prima para
experimentar. Si llegaban a tiempo antes de que te desangraras podían salvarte
casi de cualquier herida. Era evidente que en su caso habían llegado a tiempo.
Si
lo pensabas era bastante razonable. Muchos tenían los oídos arruinados por las
ondas de choque. Era muy habitual. Muchos se habían quedado ciegos. De tanto en
tanto podías leer en el periódico que alguien se había pegado un tiro en la sien
y terminaba con vida pero ciego. Por lo tanto su ceguera también tenía sentido.
Había muchos en los hospitales allá detrás de las líneas que respiraban por
tubos y muchos sin mandíbula y muchos sin nariz. Todo tenía sentido. Sólo que en
él se habían combinado todos esos casos. Sencillamente se trataba de una granada
que le había volado el rostro y los médicos habían llegado a tiempo para evitar
que se desangrara. Sólo un pequeño trozo de granada que por algún motivo no le
afectó la yugular ni la médula.
Las
cosas habían transcurrido con bastante calma hasta que le pasó esto. Eso quería
decir que los médicos de retaguardia tuvieron más tiempo para jugar con él que
cuando se desplegaba una ofensiva y los heridos venían en tropel. Debe haber
sido así. Seguramente le habían recogido en seguida y le habían trasladado a un
hospital de la base y todos se habían arremangado frotándose las manos y
diciendo bien bien muchachos he aquí un caso interesante veamos qué podemos
hacer. Después de todo allí habían despanzurrado a unos diez mil tíos para saber
cómo se hacía. Se habían encontrado con un caso desafiante y tenían tiempo de
sobra de modo que lo encogieron y lo devolvieron al útero.
Pero
¿por qué no se había desangrado hasta morir? Es de suponer que con los muñones
de los dos brazos y las dos piernas manando sangre uno podía por lo menos
morirse. Había algunas venas poderosas en las piernas y en los brazos. Había
visto tíos que se desangraban hasta morir por la pérdida de un solo brazo. No
parecía lógico que los médicos hubieran actuado tan rápidamente como para
detener cuatro pérdidas de sangre al mismo tiempo antes de que un hombre
muriera. Entonces pensó quizá sólo estaba herido y me los cortaron después para
ahorrarse problemas o tal vez porque estaban infectados. Recordó haber oído
hablar de gangrenas y de soldados con heridas llenas de gusanos. Ese era un buen
síntoma. Si uno tenía una bala en el estómago y el agujero lleno de
serpenteantes gusanos entonces estaba bien porque los gusanos se comían el pus y
mantenían limpia la herida. Pero si tenías ese mismo agujero sin gusanos la
herida seguía infectándose por un tiempo y después cogías gangrena.
Tal
vez no había tenido gusanos. Tal vez si hubiese podido despertar la atención de
un pequeño puñado de gusanos ahora tendría piernas y brazos. Sólo un puñado de
pequeños gusanos blancos. A lo mejor cuando lo recogieron aún tenía brazos y
piernas con unas pocas heridas. Pero pudo haber ocurrido también que cuando
terminaron de curarle las cosas importantes como los ojos la nariz y los oídos y
la boca la gangrena ya se había apoderado de piernas y brazos. Entonces
comenzaron a despedazarle. Un dedo por aquí una muñeca por allí oh diablos
cortemos a la altura de la cadera. Probablemente ése era el método. Cuando los
médicos están cortando partes tienen recursos para detener la sangre a fin de
que un hombre no muera. Quizá si hubieran sabido cómo terminaría le hubiesen
dejado morir. Pero fue sucediendo gradualmente articulación por articulación y
entonces allí estaba vivo y ahora no podían matarle porque sería cometer un
asesinato.
Oh
Dios pasaban tantas cosas extrañas en esta guerra de los hombres. Todo era
posible. Oías hablar de ellas todo el tiempo. A un tío le volaron la mitad
superior del estómago entonces los médicos le quitaron la piel y con la carne de
un muerto hicieron una tapa para el estómago del herido. Podían levantar la tapa
como una ventana y observar cómo digería la comida. Había salas enteras repletas
de hombres que respiraban por tubos y comían por tubos el resto de sus vidas.
Los tubos eran importantes. Muchos muchachos orinarían por tubos mientras
vivieran y otros muchos a quienes les habían volado sus partes traseras. Ahora
sus intestinos se prolongaban en agujeros en las caderas o en el estómago. Los
agujeros estaban cubiertos de vendas porque no tenían esfínteres que los
controlaran.
Y
eso no era todo. Había un sitio en el sur de Francia donde tenían a los locos.
Había tíos que no podían hablar aunque estaban en perfecto estado físico. Sólo
se habían asustado y se habían olvidado de hablar. Había hombres saludables que
corrían por todas partes a cuatro patas y metían la cabeza en los rincones
cuando estaban asustados y se olían entre sí y levantaban la pata como los
perros y no hacían más que gemir. Había uno un minero que volvió a Cardiff junto
a su mujer y sus tres hijos. Una bengala le había quemado el rostro y cuando su
mujer le vio lanzó un aullido cogió un hacha y le cortó la cabeza. Luego mató a
los tres niños. Esa misma noche la encontraron en una taberna bebiendo cerveza
más fresca que una lechuga. Lo único extraño es que intentaba comerse el vaso de
cerveza. ¿Cómo se puede creer o no creer después de todo esto? Cuatro o tal vez
cinco millones de hombres muertos y ninguno de ellos deseaba morir mientras que
centenares de miles se volvían locos o se quedaban ciegos o paralíticos y no
podían morir aunque lo desearan.
Pero
no había muchos como él. No había muchos tíos a quienes los médicos pudiesen
señalar y decir he aquí la última palabra he aquí nuestro triunfo he aquí lo más
importante que hemos hecho entre las muchas cosas que hemos llevado a cabo. He
aquí un hombre sin piernas ni brazos ni oídos ni ojos ni nariz ni boca que sin
embargo respira come y está tan vivo como usted o como yo. La guerra había sido
una cosa estupenda para los médicos y él un tío con suerte que había aprovechado
todo lo que ellos habían aprendido. Pero había una cosa que no pudieron hacer.
Podían devolver un tío al vientre de su madre pero no podían volver a sacarle.
Estaría allí para siempre. Todo lo que le habían cercenado había desaparecido
para siempre. Eso era lo que debía recordar. En eso debía intentar creer. Cuando
eso penetrara dentro de sí entonces podía calmarse y pensar.
Era
como leer en el periódico que alguien ha ganado la lotería y pensar ahí tienes
un tío que ganó un millón de golpe. No podías creer del todo que un hombre
pudiese ganar con tantos factores en contra. Sin embargo sabías que era cierto.
Sin duda nunca esperas ganar cuando compras el billete. Ahora ocurría lo
contrario. Había perdido un millón contra uno. Pero si leía en un periódico lo
que le había sucedido no terminaría de creerlo aunque supiese que era cierto. Y
jamás podría pensar que le sucedería a él. Nadie imaginaba algo así. Un millón
contra uno diez millones contra uno siempre había el uno. Y ése era él. Era el
tío que perdió.
Ahora empezaba a tranquilizarse. Su pensamiento se hacía más preciso se
articulaba mejor. Podía quedarse quieto entre las sábanas y reconstruir las
cosas. Podía imaginar además de sus grandes desgracias las más pequeñas. En un
punto próximo a la base de su garganta había una costra que se adhería a algo.
Al mover la cabeza ligeramente hacia la derecha y después hacia la izquierda
podía sentir el tirón de la costra. También podía sentir un pequeño bulto en la
frente como si le hubiesen atado un cordel entre las órbitas de los ojos y el
nacimiento del pelo. Ese cordel le intrigaba porque tironeaba cuando él movía la
cabeza para sentir la costra cerca de su cuello. En el hueco que estaba en medio
de su cara no podía sentir nada así que eso constituía un pequeño problema. Se
pasó un rato desplazándose hacia la izquierda y la derecha sintiendo al mismo
tiempo el tirón de la costra. Súbitamente comprendió.
Le
habían puesto una máscara sobre el rostro que estaba anudada a la altura de su
frente. La máscara sin duda era una especie de tela blanda y la parte inferior
se había adherido a la mucosidad de la herida de la cara. Eso lo explicaba todo.
Se trataba sencillamente de un trozo de tela firmemente atado que llegaba hasta
su garganta para que la enfermera en sus idas y venidas no vomitara al
contemplar al paciente. Una medida muy considerada.
Ahora que comprendía el propósito y la mecánica de la máscara la costra de mera
curiosidad se convirtió en una irritación. Cuando era niño nunca permitió que
una costra terminara de curarse. Se la arrancaba siempre. Ahora intentaba
rasgarla moviendo la cabeza y tensando la máscara. Pero no podía desalojar la
máscara ni comenzar a desgarrar la costra. La tarea se convirtió en una especie
de manía. El sitio donde la tela se adhería a la costra no le dolía. No era eso.
Sino más bien una situación fastidiosa un desafío o una demostración de fuerza.
Si pudiese arrancarse la máscara no se sentiría totalmente indefenso.
Intentó extender el cuello para poder arrancar la tela que se adhería a su piel.
Pero no podía extenderlo suficientemente. Se descubrió concentrando toda su
fuerza y su voluntad en ese minúsculo punto de irritación. Comprendió que pese a
sus esfuerzos no lograría arrancársela. Todos los músculos de su cuerpo y toda
su fuerza de voluntad ni siquiera conseguían mover algo tan insignificante como
un trozo de tela pegado a su piel. Eso era peor que estar en el útero. Los niños
a veces pateaban. Otras veces daban vueltas en la penumbra húmeda y apacible de
sus silenciosos ámbitos. Pero él no tenía piernas para patear ni brazos para
agitar y no podía dar vueltas porque no tenía un solo fragmento en el cuerpo que
le sirviera de palanca para empezar a girar. Trató de desplazar su peso de un
lado a otro pero los músculos que tenía en lo que quedaba de sus muslos no se
flexionaban convenientemente y tampoco sus hombros tan escrupulosamente
mutilados respondían a sus propósitos.
Abandonó la costra y la máscara y comenzó a tramar la forma de dar la vuelta.
Sólo podía producir un leve ademán de balanceo. Pero nada más. Tal vez con
práctica podría aumentar la fuerza de su espalda sus muslos y sus hombros. Quizá
dentro de uno cinco o veinte años lograría adquirir fuerza suficiente para que
la órbita de su balanceo fuese cada vez más amplia. Entonces tal vez un día de
pronto se daría la vuelta. Si lo lograba podría matarse porque si los tubos que
alimentaban sus pulmones y su estómago eran de metal se clavarían en algún
órgano vital con el solo peso de su cuerpo. O de lo contrario si eran blandos
como goma su peso podría aplastarlos y se asfixiaría.
Pero
todo lo que pudo lograr mediante sus más violentos esfuerzos fue un ligero
balanceo que le bañó en transpiración y le hundió en un doloroso mareo. Tenía
veinte años y no podía reunir fuerzas suficientes para darse la vuelta en la
cama. Nunca había estado enfermo. Siempre había sido fuerte. Podía levantar una
caja con sesenta hogazas de pan de libra y media cada una. Y echarla sin más
sobre sus hombros para colocarla sobre un cubo de siete pies. Era capaz de
hacerlo no una vez sino centenares de veces cada noche hasta que sus hombros y
sus bíceps adquirieron la fortaleza de un hierro. Y ahora al igual que un niño
que se mece para dormir apenas podía flexionar los muslos y producir un leve
balanceo.
De
pronto sintió un gran cansancio. Tendido sin hacer el menor movimiento pensó en
esa otra herida más pequeña que había comenzado a advertir. Era un hueco en el
costado. Sólo un pequeño hueco que sin duda se negaba a cicatrizar. Sus piernas
y sus brazos habían cicatrizado y eso llevaba mucho tiempo. Pero mientras
transcurría todo ese tiempo de curación todas esas semanas o meses en los que
las cosas aparecían o se desvanecían en la nada ese hueco en su costado había
permanecido abierto. Lo había ido advirtiendo poco a poco durante mucho tiempo y
ahora lo sentía claramente. Era un parche de humedad dentro de una venda de la
que descendía un pequeño hilo aceitoso que resbalaba por su flanco izquierdo.
Recordó la vez que había visitado a Jim Tift en el hospital militar de Lille.
Jim estaba en una sala donde había muchos tíos con agujeros aquí y allí que no
terminaban de cicatrizar. Algunos yacían allí meses y meses drenando y hediendo.
El olor de la sala era como el de un cadáver con el que tropiezas durante una
patrulla como el olor de un cadáver muy rancio que se disgrega apenas lo tocas
con la punta de la bota y despide como una nube de gas con hedor a carne muerta.
Quizás había tenido la suerte de que le volaran la nariz. Hubiese sido bastante
desagradable estar acostado y oler el perfume de tu propio cuerpo mientras se va
pudriendo. Tal vez después de todo era un tío afortunado porque con ese olor
constante en la nariz no es posible tener apetito. Aunque de todos modos eso no
le preocupaba. Comía regularmente. Podía sentir cómo le deslizaban comida en el
estómago y sabía que comía perfectamente. El sabor no importaba.
Ahora las cosas se volvían cada vez más borrosas. Supo que volvía a
desvanecerse. Se escabullía. Parecía como si la oscuridad de sus ojos se
convirtiera en algo púrpura en algo como el azul crepúsculo. Descansaba.
Sencillamente estaba acostado después de haber pensado y trabajado mucho y se
decía deja que se descomponga porque de todos modos no puedes olerlo. Cuando a
uno le queda tan poco ¿por qué preocuparse de una parte más que está muriendo?
Tú no tienes más que quedarte quieto. La penumbra adquiere otra tonalidad de
penumbra. Crepúsculo sin estrellas y noche sin estrellas. Como en casa por las
noches con grillos y ranas y una vaca mugiendo en alguna parte y un perro
ladrando a lo lejos y el alboroto de los niños que juegan. Bellos sonidos
maravillosos y oscuridad y paz y sueño. Sólo que sin estrellas.
La
rata se arrastraba sobre su cuerpo sigilosamente. Con sus pequeñas garras
afiladas trepaba por su pierna izquierda. Era una gran rata parda como las que
solían perseguir con palos. Se arrastraba husmeando y oliendo y desgarrando el
vendaje del costado. Sentía sus bigotes que le cosquilleaban los bordes de su
herida abierta. Sentía sus largos bigotes que rastreaban en el pus del agujero.
Y no podía hacer nada.
Recordaba el rostro de un oficial prusiano que encontraron un día. Acababan de
asaltar las trincheras exteriores de la posición alemana. Era una trinchera que
había sido abandonada una o dos semanas antes. Toda la compañía como un enjambre
se había lanzado sobre ella. Allí se encontraron con el oficial prusiano. Era un
capitán. Estaba tendido con una pierna extendida en el aire. La pierna estaba
tan hinchada que el pantalón parecía estar a punto de reventar. Su rostro
también estaba hinchado. Sus bigotes todavía estaban lustrosos. Una rata gorda y
satisfecha sentada en su cuello le roía el rostro. Al saltar dentro de la
trinchera captaron todo el cuadro. La entrada a un refugio al que se dirigía el
prusiano cuando fue abatido. El prusiano con la pierna en el aire. La rata
masticando.
Alguien lanzó un alarido y entonces todos comenzaron a aullar como locos. La
rata se irguió y les miró. Después echó a andar hacia la entrada del refugio.
Pero lo hizo lentamente. Toda la compañía se lanzó sobre ella aullando y
rugiendo. Alguien le arrojó un casco que golpeó a la rata en los cuartos
traseros. La rata chilló y se volvió para pegar una dentellada al casco. Después
se arrastró hacia el refugio mientras ellos la perseguían. Allí a la luz de la
penumbra la cogieron y la aplastaron hasta convertirla en una jalea roja.
Después, por un instante, todos se quedaron inmóviles. Como si sintieran que se
habían comportado como estúpidos. Abandonaron el refugio y prosiguieron la
guerra.
Después pensó en ello. No importaba si la rata roía a un camarada o a un maldito
alemán. Era todo lo mismo. Tu verdadero enemigo era la rata y cuando la veías
gorda y bien alimentada masticando algo que podías ser tú entonces te volvías
loco.
Ahora la rata se lo estaba comiendo a él. Podía sentir sus pequeños dientes
afilados que mordían al borde de la herida y luego los rápidos y leves
movimientos del cuerpo de la rata a medida que movía las fauces. Después
hundiría las patas y arrancaría un trozo más de carne y eso le dolería y luego
volvería a masticar.
Se
preguntó dónde estaría la enfermera. Ese era un hospital infernal donde
permitían que las ratas entrasen en las salas y masticaran a los enfermos
mientras trataban de dormir. Se revolvió y sacudió pero la rata siguió
inamovible. No podía hacer nada para asustarla. No podía golpear ni patear y no
podía gritar ni silbar para ahuyentarla. Lo único que podía hacer era intentar
ese ligero movimiento oscilatorio. Pero evidentemente eso le agradó a la rata
porque se quedó donde estaba. Ahora la rata comía con mucho cuidado
seleccionando las mejores partes y luego descansaba sobre su estómago con sus
pequeñas mandíbulas que masticaban, masticaban y masticaban.
Empezó a darse cuenta de que el proceso de masticación de la rata no era una cosa que duraría sólo diez o quince minutos. Las ratas son animales astutos. Conocían su entorno. Esta no se limitaría a irse para no volver. Volvería día tras día noche tras noche para alimentarse con su cadáver hasta enloquecerle. Se vio corriendo por los pasillos del hospital. Se vio abordando una enfermera y cogiéndola por la garganta colocándole la cabeza abajo sobre el agujero de su costado en donde seguía aferrada la rata, y gritándole puta holgazana ¿por qué no te ocupas de ahuyentar a las ratas de tus pacientes? Corría aullando a través de la noche. Corría a través de una serie de noches corría por una eternidad de noches gritando por el amor de Dios quítenme esa rata de encima ¿no la veis? Corría a través de toda una vida de noches y aullaba y trataba de quitarse la rata de encima y sentía que la rata hundía sus dientes cada vez más profundamente. Cuando hubo corrido sin piernas hasta el agotamiento y cuando hubo gritado sin voz hasta desgarrarse la garganta volvió a caer en el útero volvió a la quietud volvió a la soledad y a la oscuridad y al terrible silencio.
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Responsables últimos de este proyecto Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado Son: Maestros - Diplomados en Geografía e Historia - Licenciados en Flosofía y Letras - Doctores en Filología Hispánica |
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