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DIRECTORIO de la SECCIÓN |
LA VENGANZA DE DON MENDO |
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Autor: Pedro Muñoz Seca |
PRIMER ACTO
(Suena dentro un laúd que toca el conocido cuplé de El Relicario.)
RAMÍREZ.— Entonces…
MAGDALENA.— ¡Calla!
(Escucha.)
RAMÍREZ.— ¡Dios mío! ¡Esa música!…
MAGDALENA.— ¡El marqués! Arroja presto la escala.
Déjame a solas con él.
(Se sienta pensativa. Doña Ramírez abre una de las puertas del foro, se asoma a
la terraza y arroja una escala.)
Quisiera amarle y no puedo.
Fue mi amor una mentira,
porque no es amor, es miedo
lo que don Mendo me inspira.
RAMÍREZ.— (Haciendo
mutis por la galería de la izquierda.)
Pues lo mandan, es razón
que sea muda, ciega y sorda,
pero me da el corazón
que aquí
se va
a armar
la gorda.
(Vase. Por
la puerta
del foro
que deja abierta
doña Ramírez,
entra en
escena don
Mendo, apuesto
caballero como de treinta años, bien vestido y mejor armado.)
MAGDALENA.— (Yendo
hacia él y cayendo en sus brazos.) ¡Don Mendo!
MENDO.— (Declamando
tristemente.) ¡Magdalena!
Hoy no vengo a tu lado
cual otras noches, loco, apasionado…
porque hoy traigo una pena
que a mi pecho destroza, Magdalena.
MAGDALENA.— ¿Tú triste? ¿Tú apenado? ¿Tú sufriendo?
¿Pero qué estoy oyendo?
Relátame tus
cuitas, ¡oh,
don Mendo!
(Ofreciéndole una
dura banqueta, bastante
incómoda.)
Acomódate aquí.
MENDO.— Preferiría
aquél, de cuero, blando catrecillo,
pues del arzón, sin duda, vida mía,
tengo no sé si un grano o un barrillo.
MAGDALENA.— ¡Y has venido sufriendo!
MENDO.— ¡Mucho!… ¡Mucho!
MAGDALENA.— ¿Cómo no quieres, di, que te idolatre?
Apóyate en mi brazo, ocupa el catre
y cuéntame tu mal, que ya te escucho.
(Ocupa don Mendo un catrecillo de cuero y Magdalena se arrodilla a su lado.
Pausa.)
Ha un rato que te espero, Mendo amado,
¿por qué restas callado?
MENDO.— No resto, no; es que lucho,
pero ya mi mutismo
ha terminado;
vine a desembuchar y desembucho.
Voy a contarte, amor mío,
la historia de una velada
en el castillo sombrío
del Marqués de
Moncada.
Ayer… ¡triste día el de ayer!…
Antes del anochecer
y en mi alazán caballero
iba yo con mi escudero
por el parque de Alcover,
cuando cerca de la cerca
que pone fin a la alberca
de los predios de Albornoz,
me llamó en alto una voz,
una voz que insistió terca.
Hice en seco una parada,
volví el rostro,
y la voz era del Marqués de Moncada,
que con otro camarada
estaba al pie de una higuera.
MAGDALENA.— ¿Quién era el otro?
MENDO.— El Barón
de Vedia, un aragonés antipático y zumbón
que está en casa del Marqués
de huésped o de gorrón. Hablamos…
¿Y vos qué hacéis? Aburrirme…
Y el de Vedia
dijo: No os aburriréis;
os propongo, si queréis,
jugar a las siete y media.
MAGDALENA.— ¿Y por qué marcó esa hora tan rara? Pudo ser
luego…
MENDO.— Es que tu inocencia ignora
que a más de una hora, señora,
las siete media es un juego.
MAGDALENA.— ¿Un juego?
MENDO.— Y un juego vil
que no hay que jugarlo a ciegas,
pues juegas cien veces, mil,
y de las mil, ves febril
que o te pasas o no llegas.
Y el no llegar da dolor,
pues indica que mal tasas
y eres del otro deudor.
Mas ¡ay de ti si te pasas!
¡Si te pasas es peor!
MAGDALENA.— ¿Y tú… don Mendo?
MENDO.— ¡Serena
escúchame, Magdalena,
porque no fui yo… no fui!
Fue el maldito cariñena
que se apoderó de mí.
Entre un vaso y otro vaso
el Barón las cartas dio;
yo vi un cinco, y dije «paso»,
el Marqués creyó otro el caso,
pidió carta… y se pasó.
El Barón dijo «plantado»;
el corazón me dio un brinco;
descubrió el naipe tapado
y era un seis, el mío era un cinco;
el Barón había ganado.
Otra y otra vez jugué,
pero nada conseguí,
quince veces me pasé,
y una vez que me planté
volví mi naipe… y perdí.
Ya mi peculio en un brete
al fin me da Vedia un siete;
le pido naipe al de Vedia,
y Vedia me pone una media
sobre el mugriento tapete.
Mas otro siete él tenía
y también naipe pidió…
y negra suerte la mía,
que siete y media cantó
y me ganó en la porfía…
Mil dineros se llevó,
¡por vida de Satanás!
Y más tarde… ¡qué sé yo!
de boquilla se jugó,
y se ganó diez mil más.
¿Te haces cargo, di, amor mío?
¿Te haces cargo de mis males?
¿Ves ya por qué no sonrío?
¿Comprendes por qué este río
brota de mis lagrimales?
(Se seca una lágrima de cada ojo.)
Yo mal no quedo, ¡no quedo!
¡Quién diga que yo un borrón
eché a mi grey que alce el dedo!…
Y como pagar no puedo
los dineros al Barón,
para acabar de sufrir
he decidido… partir
a otras tierras, a otro abrigo.
MAGDALENA.—
(Ocultando su alegría.)
¿Qué me dices?… ¿Vas a huir?
MENDO.— Voy a huir, pero contigo.
MAGDALENA.— ¿Perdiste el juicio?
MENDO.— No tal. Resuelto está, vive Dios.
Y si te parece mal,
aquí mesmo, este puñal
(Saca un puñal enorme.)
nos dará muerte a los dos.
Primero lo hundiré en ti,
y te daré muerte, sí,
¡lo juro por Belcebú!
y luego tú misma, tú,
hundes el acero en mí.
MAGDALENA.—
(Ocultando su miedo.)
Es que tú puedes pagar
con algo… que alguien te preste…
y luego para medrar
puedes partir con la hueste
que organiza el del Melgar.
Y yo aquí te aguardaría
y al Conde prepararía,
y al volver de tu cruzada
nuestra unión sancionaría.
MENDO.— ¡Calla!
MAGDALENA.— ¡Sí!… ¿Qué piensas?
MENDO.— ¡Nada!
MAGDALENA.— ¡Salvado, don Mendo, estás!
Pagas las deudas, te vas,
luchas, vences y al regreso
loca de amor me hallarás aquí.
MENDO.— ¡Nunca!… ¡Nunca!…
MAGDALENA.— ¿Y eso?
MENDO.— Porque… ¿cómo a pagar voy?
MAGDALENA.—
¿Cómo?
(Se dirige
a un
mueble y
saca un
estuche de orfebrería.)
Si ya tuya soy
y lo mío tuyo es…
(Le da el estuche.)
este collar que te doy
has de aceptarlo, Marqués.
MENDO.— ¡Dios santo!
MAGDALENA.— Ve mi intención,
de rodillas te lo ruego,
véndelo, paga al Barón,
tu honor salva, y parte luego
a unirte al rey de Aragón.
MENDO.— (Dudando.)
Es que…
MAGDALENA.— Todo está arreglado.
MENDO.— Pero mi honor…
MAGDALENA.— No comprendo…
MENDO.— Temo que algún deslenguado
lo sepa, y diga: don Mendo
es un vil y un desahogado,
que se pizca de aprensión
aprovechó la ocasión
que él creyó propicia y obvia
y pagó a cierto Barón
con alhajas de su novia.
Y me anulo y me atribulo
y mi horror no disimulo,
pues aunque el nombre
te asombre quien obra así
tiene un nombre,
y ese nombre es el de… chulo.
MAGDALENA.— ¡Basta, don Mendo!
MENDO.— ¡No!… ¡No!
MAGDALENA.—
(Trágica.) ¡O aceptas ese collar
que mi mano te donó,
o tú no me has de matar,
pues he de matarme yo!
(Ruido de espadas que chocan entre sí.)
MENDO.— ¡Calla!
MAGDALENA.— ¿Qué es eso?… ¡Dios santo!…
MENDO.— Al pie de este torreón
alguien riñe con tesón…
RAMÍREZ.— (Entrando
en escena asustadísima.)
¡Ay, Magdalena! ¡Qué espanto!…
MENDO.— ¿Qué ocurre?
RAMÍREZ.— (A
Magdalena.) ¡Salva tu honor!
Un rufián o un caballero
a vuestro fiel escudero
ha puesto en fuga.
MAGDALENA.— ¡Qué horror!
RAMÍREZ.— ¡Y diciendo no se qué,
por la escala está subiendo!
MAGDALENA.— ¡Tú tienes mi honor, don Mendo!
MENDO.— Pues ten en mi espada fe.
Y de ese honor al conjuro,
juro que morir prefiero
a delatarte, lo juro
por mi fe de caballero
(Se van por la izquierda doña Ramírez y Magdalena. Pausa. Don Mendo desenvaina
su espada y se emboza.)
¡Por vida!… Si hay que luchar
y luchar habrá,
si hay quien luche
puede estorbarme el estuche…
el estuche
del collar.
(Arroja el
estuche al
suelo y
se cuelga
el collar
del brazo.) (Por el fondo, y también embozado, entra don Pero, por una de
las ventanas, y se detiene al ver a don Mendo.)
¿Quién se acerca inoportuno?
PERO.— ¡Uno!
MENDO.— ¿Sabe qué suerte le cabe?
PERO.— ¡Qué sabe!
(Saca la espada.)
MENDO.— ¿Y qué le impulsó a subir?
PERO.— ¡Reñir!
MENDO.— ¿Dijo reñir o morir?
PERO.— Reñir y matar si cabe,
que entró por ese arquitrabe
uno que sabe reñir.
MENDO.—Morirás, ¡rayos y truenos!
PERO.— ¡Menos!
MENDO.— Que mi espada vidas roba.
PERO.— ¡Coba!
MENDO.— ¿Eres juglar o escudero?
PERO.— ¡Caballero!
MENDO.— Entonces con más esmero.
PERO.— Pues entonces presto a reñir,
que no os tenga que decir
menos coba, caballero.
MENDO.— decid cuál es vuestro nombre.
PERO.— ¿Mi nombre queréis? ¡Pardiez!
Pues… un hombre.
MENDO.— ¿Solo un hombre?
PERO.— Uno que vale por diez.
MENDO.— ¡Vive el cielo!…
¡Venga el duelo!…
PERO.— ¡Vive Dios!…
¡Aunque sean dos!…
MENDO.— Habéis de medir el suelo.
PERO.— Habéis de medirlo vos.
MENDO.— ¡Por mi dama! ¡Vive el cielo!…
PERO.— ¡Por mi dama! ¡Vive Dios!…
(Cruzan las espadas y se acometen fieramente. Dentro gritan pidiendo socorro
Magdalena y doña Ramírez.)
MENDO.—
(Haciendo
alto y
mirando
hacia ambos
laterales temerosamente.)
(Voces, ayes, luces, ruido…
si me ven, está perdida
y yo con ella perdido…
Hay que buscar la salida…)
¡Paso franco!
PERO.— (Gritando.)
¡Ah de la casa!
MENDO.— ¡Paso!
PERO.— Lo impide mi acero.
MENDO.— ¡Paso digo, caballero!
PERO.— Yo digo que no se pasa.
MENDO.— ¡Por favor!…
PERO.— ¡No hay compasión!
No salís, lo he decidido.
MENDO.—
(Desesperado.)
(¡Y si vienen!… ¡Sí! ¡Estoy
perdido!)
¡Paso!
PERO.— ¡Nunca!
MENDO.— ¡Maldición!
(Se emboza y queda con la espada desnuda en el centro
de la
escena. En
el foro,
también embozado
y espadi-desnudo, queda
don Pero.
Por las
distintas puertas
y galerías
entran todos
los personajes que había en escena al comenzar el acto. Vienen muchos de
ellos con armas y otros con hachones encendidos. Magdalena se presenta con el
pelo suelto, como si se acabara de levantar, y sostenida por doña Ramírez.)
LORENZANA.— ¿Quién llama?
ALDANA.— ¿Quién grita?
OLIVA.— ¿Qué ocurre?
NINÓN.— ¡Dios Santo!
BERTOLDINO.— ¿Qué es esto?
¡Dos hombres
espadas en mano!…
LORENZANA.— ¡Dos hombres!…
RAMÍREZ.— ¡Qué espanto!
NINÓN.— ¡Qué miedo!
MAGDALENA.— ¡Qué horror!
BERTOLDINO.— (Por
don Nuño.) ¡El Conde!
NUÑO.— (Entrando en
escena con la espada desnuda.)
¡Silencio!
¡Atrás todo el mundo!
Qué sólo a mí me toca
defender mi honor.
(Avanzando sublime.)
Aunque anciano,
matar a los dos puedo,
que cuando empuño la tajante espada,
ni nadie supo resistir,
ni nada logró borrar la máxima sagrada
que hice grabar en su hoja de Toledo.
«Viva mi dueño», dice como un grito.
«Viva su madre», añádase en el puño;
y yo ambos gritos con valor repito,
que está para cumplir lo en ella escrito
el brazo de granito de don Nuño.
¡Presto!… ¡Fuera el embozo!… ¡Presto fuera!
¡Explicar por qué estáis en mi castillo!…
¿Quién sois? ¿A qué venís?
PERO.—
(Desembozándose
y avanzando
un paso
altaneramente.) Es muy
sencillo.
TODOS.— ¡El de Toro!
NUÑO.— ¡Gran Dios!
MAGDALENA.— (A doña
Ramírez.) ¡El Duque era!
NUÑO.— Un rayo que a mis plantas cayese de la altura…
un sol que a media noche luciera en la negrura…
un cuervo que trocase su negror en albura…
extrañáranme menos que esta loca aventura.
¡El de Toro en mi casa de tan rara manera!…
Ocultas por el manto de faz y la cimera…
con la espada desnuda y la voz altanera…
violando mi castillo, mi honor y mi bandera.
PERO.— Tu honor, nunca, don Nuño,
porque tu honor es mío,
y por serlo, don Nuño,
vine a tu señorío,
y te juro, don Nuño,
que no vine en baldío.
NUÑO.— No entiendo.
PERO.— Pues yo mesmo te explicaré este lío.
Al despuntar el día,
y en unión de mi paje Ginesillo,
dejé la Corte y vine a tu castillo,
para ver a su dueña, y dueña mía,
cuya regia hermosura me enamora.
Llegué de noche, más llegué en buena hora,
porque cuando a llamar me disponía
vi una escala de cuerda que pendía
de esa terraza, y que a sus pies estaba un hombre
que a la escala defendía.
Quise saber lo que aquel hombre hacía
y quién era el doncel que aquí se hallaba,
y a quién la escala, ¡vive Dios!, servía
y qué mano la echaba
y qué mano la recogía.
Que ya que aquí moraba
la dama que el amor me destinaba,
era muy justo hacer lo que pensaba
y muy justo saber lo que quería.
Puse en fuga al follón que me estorbaba,
subí y entré, y en esta estancia había
un hombre, y cuando yo con él reñía
llegasteis… y eso es todo.
Agora espero que me digáis con claridad del día
qué aguarda y qué hace aquí tal caballero.
NUÑO.—
(A
don Mendo.)
¡Hablad!
(Don Mendo
ni le
mira.)
¿Calla?…
(Terriblemente.)
¡¡Magdalena!!
MAGDALENA.— ¡Padre! ¿Qué piensas de mí?
NUÑO.— ¿Eres inocente?
MAGDALENA.— (Con
grandísima energía.) ¡¡Sí!!
¡Pura como la azucena!…
Tú mesmo has de verlo aquí,
en mis ojos, clara luna,
de donde tú siempre lees.
NUÑO.— (Amenazador.)
Entonces… voy a armar una
de las que no te menees.
(Muy enérgico.)
¡A ver, pronto! ¿Quién la escala
a ese embozado arrojó?
MENDO.— Yo mesmo.
NUÑO.— ¿Qué dices?
MENDO.— ¡Yo!
NUÑO.— No es posible.
MENDO.— Nadie iguala mi destreza en el trepar
para una torre invadir.
Excusaos de preguntar:
yo la eché para bajar,
no la usé para subir.
Por las grietas del torreón
trepé cual raposa,
que eso en mí, Conde,
no es cosa que llame ya la atención;
pero como en el descenso
suele más peligro haber,
y yo cuando subo, pienso
que tengo que descender,
llevo siempre a previsión
una escala de garduño,
y esa es la escala, don Nuño,
que pende del torreón.
NUÑO.— ¿Y a qué subisteis?
MENDO.— Señor…
NUÑO.— No acabo de imaginar.
¿Fue el amor?
MENDO.— No fue el amor.
NUÑO.— Entonces…
MENDO.— Subí a robar.
(Asombro en todos.)
NUÑO.— ¡Miserable!… ¡Presto, a él!…
MENDO.— ¡Quietos!…
¡Infeliz de aquel que intentare,
ay Dios, llegar
a don Mendo Salazar
y Bernáldez de Montiel!
(Se desemboza.)
NUÑO.— ¿Ladrón vos, don Mendo? ¿Vos?
RAMÍREZ.— (Aparte a
Magdalena.) Por salvarnos a las dos ya ves,
su infortunio labra.
MENDO.— (De salvarla di palabra, y la cumplo, vive Dios.)
NUÑO.— Un Marqués cual vos,
¡qué afrenta!
¿Cuándo vióse acción tan doble?
MENDO.— Nunca ha de faltar un noble
que robe más de la cuenta.
NUÑO.— ¿Pero vos?…
MENDO.— Y a fuer de honrado,
antes de rendir la espada
que mi delito ha manchado
quiero confesar, que nada
de amor hame aquí arrastrado.
PERO.— ¡No! ¡No!… ¡Nunca lo creeré!
LORENZANA.— Ni yo.
MAGDALENA.— ¿Qué decís?
PERO.— ¡No sé!
Permitid que en creerlo luche.
MAGDALENA.—
(Recogiendo
del suelo
el estuche
que tiró
don Mendo.)
Mirad… hay aquí un estuche.
NUÑO.— El de tu collar.
MAGDALENA.— ¡Sí!
PERO.— ¿Eh?
MENDO.— Como tan poco valía no lo quise para mí.
PERO.— ¿Pero y el collar?
MENDO.—
(Enseñándolo.) ¡Aquí!
PERO.— ¡Es verdad!
NUÑO.— Lo tenía.
MENDO.— Tomadlo, y perdón, señora,
si os lo quise arrebatar.
(Le da el collar.)
MAGDALENA.— (A
Pero.) ¿Estáis convencido ahora
de que vino aquí a robar?
PERO.— Convencido y dolorido
de haber dudado de vos,
y os pido en nombre de Dios
para mi crimen olvido.
Pronto mi esposa os haré
como ya está concertado.
¿Me perdonáis?
MAGDALENA.— ¡Perdonado!
MENDO.— (¡Santo cielo! ¿Qué escuché?
Ella su esposa. ¡Su esposa!…
si tal es verdad, estimo
que salvándola hice el primo
de una manera espantosa.
Pronto he de saberlo, sí,
que he de preguntarle yo
y he de arrancarle…
(Conteniéndose.)
Mas, ¡oh!
¿Y la palabra que di?)
NUÑO.— Presto, tomadle la espada
y a un calabozo sombrío llevadle.
PERO.— (Rendidamente
a Magdalena.) ¡Prenda adorada!
MAGDALENA.— (Ídem.)
¡Don Pero!… ¡Don Pero mío!…
MENDO.—
(Enloquecido.) (¡Ah! ¡No! ¡Mi venda cayó!
¡He de confesarlo aquí!
(Conteniéndose de nuevo.)
¡Pero no es posible, no!
¡Dios santo! ¿Qué iba a hacer yo?
¿Y la palabra que di?
NUÑO.— Sujetadle.
MENDO.— ¡Atrás, follones!
Que sólo así un caballero
puede entregar el acero
que combatió en cien acciones.
(Rompe la espada y arroja los pedazos en el suelo.)
NUÑO.— ¡Vive Dios, que tal pujanza
ni tal orgullo comprendo!
MENDO.—
(Sujeto
ya fuertemente
por Lorenzana,
Aldana y
Oliva.)
¡Venganza, cielos, venganza!
(Mirando al cielo.)
Juro, y al jurar te ofrendo,
que los siglos en su atuendo
habrán de mí una enseñanza
pues dejará perduranza
la venganza de don Mendo.
(Cae desmayada Magdalena. Inician el mutis los que conducen a don Mendo, y cae
el telón.)
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Responsables últimos de este proyecto Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado Son: Maestros - Diplomados en Geografía e Historia - Licenciados en Flosofía y Letras - Doctores en Filología Hispánica |
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