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DIRECTORIO de la SECCIÓN |
LOS DEMONIOS |
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Autor: F. Dostoievski |
[…]
Pero Shatov no estaba en su casa; volví en dos horas y tampoco estaba. Una vez
más regresé a las ocho para al menos dejarle una nota, y una vez más no le
hallé. Su departamento estaba cerrado; vivía solo, sin criado. Pensé en dar una
vuelta por el piso de abajo, el del capitán Lebiadkin, y preguntar a éste por
Shatov, pero también estaba cerrado; por el silencio y la oscuridad que en él
reinaban parecía desierto.
Pasé con curiosidad junto a la puerta de Lebiadkin a causa de las historias
recientes que sobre él había oído. A fin de cuentas, decidí volver al mañana
siguiente temprano. No confiaba mucho en lo de dejar una nota: Shatov, hombre
terco y tímido, podía no hacer caso de ella.
Maldiciendo iba de mi fracaso y ya llegaba a la calle cuando tropecé con el
señor Kirillov, que entraba en la casa y me reconoció antes de que yo lo
reconociera a él. Como empezó a hacerme preguntas, le conte a grandes rasgos de
qué se trataba y le dije lo de la nota.
—Vamos —dijo—. Yo me encargo de todo.
Recordé que, según palabras de Liputin, había alquilado esa mañana la casita de
madera que daba al patio. En esa casa, demasiado grande para él, vivía asimismo
una vieja sorda que le servía de criada. El dueño de la casa tenía una taberna
en un edificio nuevo de otra calle, y la vieja, al parecer pariente suya, se
había quedado al cuidado de la casa antigua. Las habitaciones de la casita
estaban bastante limpias, pero el papel de las paredes estaba cubierto de mugre.
En el cuarto en que entramos los muebles eran de varias formas y tamaños y todos
de baratillo: dos mesas de jugar a las cartas, una cómoda de madera de aliso,
una mesa grande de pino procedente de alguna cocina o cabaña campesina, un sofá
y unas sillas con respaldo de mimbre y duros cojines de cuero. En un rincón se
veía un ícono antiguo ante el cual la vieja había encendido una lamparilla antes
de nuestra llegada, y en las paredes colgaban dos retratos al óleo grandes y
oscuros: uno, del difunto emperador Nicolás I, hecho, a juzgar por su aspecto,
allá por los años veinte, y el otro, de un obispo.
El
señor Kirillov encendió una bujía al entrar. De un baúl que tenía en un rincón y
que estaba aún por vaciar sacó un sobre, lacre y un sello de cristal.
—Selle la nota y escriba el sobre.
Le
dije que no era necesario, pero él insistió. Hice el sobre y recogí mi gorra.
—Me
imaginé que querría te —dijo—. He comprado te. ¿Quiere?
No
me pude negar. Enseguida vino la vieja con el te mejor dicho, trajo una tetera
grande con agua hirviendo, otra más pequeña con te muy fuerte, dos tazas grandes
de loza cubiertas de dibujos toscos, pan blanco y un plato hondo lleno de
terrones de azúcar.
—Me
gusta mucho el te —dijo—; de noche. Ando de un lado para otro y bebo; hasta el
amanecer. En el extranjero es incómodo beber te de noche.
—¿Y
se acuesta al amanecer?
—Siempre. Desde hace mucho tiempo. Como poco, pero tomo mucho te. Liputin es
astuto pero impaciente.
Me
causó extrañeza que quisiera charlar. Decidí sacar partido de la ocasión.
—Esta mañana salieron a relucir algunos malentendidos desagradables —observé.
Frunció el ceño.
—Una estupidez. Importantes pavadas, puras pavadas. Lebiadkin es un borracho. No
le dije nada a Liputin; sólo le expliqué esas tonterías porque estaba
desbarrando. Liputin es un fantasioso y ve gigantes donde sólo hay molinos de
viento. Yo ayer confié en Liputin.
—¿Y
hoy en mí? —pregunté riendo.
—Bueno, usted ya lo sabe todo. Esta mañana Liputin se mostró débil, o
impaciente, o herido en su amor propio, o... envidioso.
Me
sorprendió que dijera envidioso.
—Usted establece tantas categorías que nada tiene de particular que entre en una
de ellas.
—O
en todas juntas.
—Sí, es verdad. Liputin es... ¡el caos! ¿No es cierto que mentía esta mañana
cuando dijo que usted quiere escribir algo?
—¿Por qué había de mentir? —dijo volviendo a fruncir el ceño y fijando los ojos
en el suelo.
Yo
me excusé y trate de asegurarle que no quería meterme donde no me llamaban. Él
se puso colorado.
—Dijo la verdad. Estoy escribiendo. Pero lo mismo da.
Guardamos silencio un momento. De pronto se sonrió con la sonrisa infantilde esa
mañana.
—Lo
de las cabezas no es de su propia cosecha; lo habrá sacado de un libro. Fue él
quien primero me lo dijo. No entiende bien las cosas. Yo sólo busco el motivo de
que las gentes no se atrevan a suicidarse. Eso es todo. En fin, da lo mismo.
—¿Cómo que no se atreven? ¿Acaso hay pocos suicidios?
—Muy pocos.
—¿Usted cree?
No
respondió. Se levantó y se puso a pasear meditabundo de un extremo a otro de la
habitación.
—Y,
según usted, ¿qué es lo que impide a la gente suicidarse? —pregunté.
Me
miró distraídamente, como si tratase de recordar lo que estábamos diciendo.
—Sé..., sé poco todavía... Dos prejuicios impiden a la gente, dos cosas; sólo
dos: una muy pequeña y otra muy grande. Ahora bien, la pequeña es también
grande.
—¿Cuál es la pequeña?
—El
dolor físico.
—¿El dolor? ¿Es eso tan importante... en tales casos?
—Lo
más importante. Hay dos clases: los que se matan por una congoja aguda, o por
despecho, o por locura, o por lo que sea..., esos se matan de improviso. Esos
apenas piensan en el dolor físico, y se matan de improviso. Hay otros que lo
hacen por raciocinio...; ésos piensan mucho.
—Pero ¿de veras hay quienes lo hacen por raciocinio?
—Muchísimos. Si no fuera por el prejuicio que hay, habría más; muchísimos;
todos.
—¿Cómo que todos?
Guardó silencio.
—¿Es que no hay modos de morir sin dolor?
—Figúrese —dijo parándose ante mí—, figúrese una piedra del tamaño de una casa
grande; está suspendida en el vacío y usted debajo de ella; si se le cae encima,
en la cabeza, ¿sentirá usted dolor?
—¿Una piedra como una casa? Horrible, claro.
—No
hablo de horror. ¿Le causará dolor?
—¿Una piedra como una montaña, con un peso de millones de libras? Claro que no
lo causará.
—Pero si está usted debajo de ella mientras está suspendida tendrá miedo de que
le cause dolor. Todos tendrán miedo: el mayor sabio del mundo, el mejor médico,
todos. Todos sabrán que no causará dolor y todos tendrán miedo de que lo cause.
—Bien, ¿y cuál es el motivo importante?
—El
otro mundo.
—Es
decir, el castigo.
—No
importa eso. El otro mundo, nada más que el otro mundo.
—Pero ¿es que los ateos creen en el otro mundo?
Se
quedó callado otra vez.
—¿Usted quizá juzga por usted mismo?
—Nadie puede juzgar por sí mismo —dijo encolerizado—. La libertad completa
existirá cuando dé lo mismo vivir que no vivir. Esa es la meta que todo hombre
persigue.
—¿La meta? Pero quizás entonces nadie querrá vivir...
—Nadie —sentenció sin vacilar.
—
El hombre teme la muerte porque ama la vida; así es como lo entiendo yo
—apunté—y así es como lo ordena la naturaleza.
—Eso es ruin y ahí es donde está todo el engaño —dijo con ojos chispeantes—. La
vida es dolor, la vida es terror y el hombre es desdichado. Ahora todo es dolor
y terror. Ahora el hombre ama a la vida porque ama el dolor y el terror, y ahí
está todo el engaño. Ahora el hombre no es todavía lo que será. Habrá un hombre
nuevo, feliz y orgulloso. A ese hombre le dará lo mismo vivir que no vivir; ése
será el hombre nuevo. El que conquiste el dolor y el terror será por ello mismo
Dios. Y el otro Dios dejará de serlo.
—Entonces, según usted, ¿ese otro Dios existe?
—No
existe, pero es. En la piedra no hay dolor pero sí lo hay en el horror de la
piedra. Dios es el dolor producido por el horror a la muerte. Quien conquiste el
dolor y el horror llegará a ser Dios. Entonces habrá una vida nueva, un hombre
nuevo, todo será nuevo. Entonces la historia se dividirá en dos partes: desde el
gorila hasta la aniquilación de Dios y desde la aniquilación de Dios hasta...
—¿Hasta el gorila?
—Hasta la transformación física de la tierra y el hombre. El hombre será Dios y
se transformará físicamente; y el mundo se transformará, y se transformarán las
cosas, y las ideas y todos los sentimientos. ¿Qué piensa usted? ¿Se trasformará
entonces el hombre físicamente?
—Si
todo da lo mismo, vivir o no vivir, todos se matarán, y en eso quizá consistirá
la transformación.
—Da
lo mismo. Matarán el engaño. Todo el que quiera la libertad suprema debe tener
el atrevimiento de matarse. Quien se atreva a matarse habrá descubierto el
secreto del engaño. Más allá de eso no hay libertad; ahí está todo; más allá no
hay nada. Quien se atreve a matarse es un dios. Ahora cualquiera puede hacer que
no haya Dios y que no haya nada. Pero nadie lo ha hecho hasta ahora.
—Ha
habido millones de suicidas.
—Pero no ha sido por eso; ha sido por terror y no por eso; no ha sido para matar
el terror. Quien se mate sólo por eso, para matar el terror, llega en ese
instante mismo a ser Dios.
—Tal vez no tenga tiempo —observé yo.
—Da
lo mismo —respondió con calma, con sosegado orgullo, diría que con cierto
desprecio—. Lo lamento, pero usted parece reírse —agregó al rato. —No comprendo
muy bien el hecho de que esta mañana estuviera usted tan irritado y que ahora
este tan tranquilo, aunque habla acaloradamente.
—¿Esta mañana? Lo de esta mañana fue ridículo —contestó sonriendo—. No me gusta
lanzar improperios a la gente y no me río nunca —añadió tristemente.
—Sí. Se ve que no pasa usted las noches muy alegremente con eso de beber te —me
levante y recogí la gorra.
—¿Eso piensa? —se sonrió con un aire de sorpresa—. ¿Y por qué no? No..., no sé
—volvió a turbarse—, no sé de otros, pero yo tengo la sensación de que no puedo
hacer lo que hacen otros. Cada cual piensa en algo y enseguida pasa a pensar en
otra cosa. Yo no puedo pensar en otra cosa; toda mi vida he pensado en lo mismo.
Dios me ha atormentado toda mi vida —concluyó de pronto con notable candor.
—Pero dígame, por favor, ¿por qué habla el ruso tan incorrectamente? ¿Es que lo
olvidó durante los cinco años que pasó en el extranjero?
—¿De veras incorrectamente? No sé. No, no es por haber vivido en el extranjero.
Lo he hablado así toda la vida...; da lo mismo.
—Tengo una pregunta más delicada. Le creo por completo cuando dice que rehuye la
compañía y que habla poco. Entonces, ¿por qué ha hablado conmigo ahora?
—¿Con usted? Esta mañana estaba usted tan tranquilo en su asiento y..., en fin,
da lo mismo... Usted se parece mucho a un hermano mío, mucho, muchísimo
—prosiguió ruborizándose—. Murió hace siete años; era mayor, mucho mayor.
—Por lo tanto, habrá tenido mucha influencia en la manera de pensar de usted.
—N-no. Hablaba poco. No decía nada. Entregaré a Shatov la nota de usted.
Me
acompañó con un farol hasta la puerta de la valla para cerrarla tras de mí. «Sin
duda está loco», dije para mis adentros. En la puerta tuve otro encuentro […].
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