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DIRECTORIO de la SECCIÓN |
BLANCANIEVE Y ROJAROSA |
Los documentos a los que aquí se accede han sido realizados expresamente para desarrollar los programas académicos que trabajamos con nuestros alumnos. Esta serie se completa en muchos casos con propuestas de actividades interactivas, audios o vídeos que concretan y validan el grado de comprensión alcanzado o, simplemente, actuan como elemento motivador. También está disponible una estructura tipo «Wiki» colaborativa, abierta a cualquier docente o alumno que quiera participar en ella. Para acceder a estos contenidos se debe utilizar el «DIRECTORIO de la SECCIÓN». Para otras áreas de conocimiento u opciones use el botón: «Navegar» |
Autor: Hermanos Grimm |
Una pobre mujer vivía en una cabaña en medio del campo; en un huerto situado
delante de la puerta, había dos rosales, uno de los cuales daba rosas blancas y
el otro rosas encarnadas. La viuda tenía dos hijas que se parecían a los dos
rosales, la una se llamaba Blancanieve y la otra Rojarosa. Eran las dos niñas lo
más bueno, obediente y trabajador que se había visto nunca en el mundo, pero
Blancanieve tenía un carácter más tranquilo y bondadoso; a Rojarosa le gustaba
mucho más correr por los prados y los campos en busca de flores y de mariposas.
Blancanieve se quedaba en su casa con su madre, la ayudaba en los trabajos
domésticos y le leía algún libro cuando habían acabado su tarea. Las dos
hermanas se amaban tanto, que iban de la mano siempre que salían, y cuando decía
Blancanieve:
-No nos separaremos nunca.
Contestaba Rojarosa:
-En toda nuestra vida.
Y la madre añadía:
-Todo debería ser común entre ustedes dos.
Iban con frecuencia al bosque para coger frutas silvestres, y los animales las
respetaban y se acercaban a ellas sin temor. La liebre comía en su mano, el
cabrito pacía a su lado, el ciervo jugueteaba delante de ellas, y los pájaros,
colocados en las ramas, entonaban sus mas bonitos gorjeos.
Nunca las sucedía nada malo; si las sorprendía la noche en el bosque, se
acostaban en el musgo una al lado de la otra y dormían hasta el día siguiente
sin que su madre estuviera inquieta.
Una vez que pasaron la noche en el bosque, cuando las despertó la aurora, vieron
a su lado un niño muy hermoso, vestido con una túnica de resplandeciente
blancura, el cual les dirigió una mirada amiga, desapareciendo en seguida en el
bosque sin decir una sola palabra. Vieron entonces que se habían acostado cerca
de un precipicio, y que hubieran caído en él con sólo dar dos pasos más en la
oscuridad. Su madre les dijo que aquel niño era el Ángel de la Guarda de las
niñas buenas.
Blancanieve y Rojarosa tenían tan limpia la cabaña de su madre, que se podía
cualquiera mirar en ella. Rojarosa cuidaba en verano de la limpieza, y todas las
mañanas, al despertar, encontraba su madre un ramo, en el que había una flor de
cada uno de los dos rosales. Blancanieve encendía la lumbre en invierno y
colgaba la marmita en los llares, y la marmita, que era de cobre amarillo,
brillaba como unas perlas de limpia que estaba. Cuando nevaba por la noche,
decía la madre:
-Blancanieve, ve a echar el cerrojo.
Y luego se sentaban en un rincón a la lumbre; la madre se ponía los anteojos y
leía en un libro grande; y las dos niñas la escuchaban hilando; cerca de ellas
estaba acostado un pequeño cordero y detrás dormía una tórtola en su caña con la
cabeza debajo del ala.
Una noche, cuando estaban hablando con la mayor tranquilidad, llamaron a la
puerta.
-Rojarosa -dijo la madre- ve a abrir corriendo, pues sin duda será algún viajero
extraviado que buscará asilo por esta noche.
Rojarosa fue a descorrer el cerrojo y esperaba ver entrar algún pobre, cuando
asomó un oso su gran cabeza negra por la puerta entreabierta. Rojarosa echó a
correr dando gritos, el cordero comenzó a balar, la paloma revoloteaba por todo
el cuarto y Blancanieve corrió a esconderse detrás de la cama de su madre. Pero
el oso les dijo:
-No teman, no les haré daño; sólo les pido permiso para calentarme un poco, pues
estoy medio helado.
-Acércate al fuego, pobre oso -contestó la madre- pero ten cuidado de no
quemarte la piel.
Después llamó a sus hijas de esta manera:
-Blancanieve, Rojarosa, vengan; el oso no les hará daño, tiene buenas
intenciones.
Entonces vinieron las dos hermanas, y se acercaron también poco a poco el
cordero y la tórtola y olvidaron su temor.
-Hijas -les dijo el oso- ¿quieren sacudir la nieve que ha caído encima de mis
espaldas?
Las niñas cogieron entonces la escoba y le barrieron toda la piel; después se
extendió delante de la lumbre manifestando con sus gruñidos que estaba contento
y satisfecho. No tardaron en tranquilizarse por completo; y aún en jugar con
este inesperado huésped. Le tiraban del pelo, se subían encima de su espalda, le
echaban a rodar por el cuarto, y cuando gruñía, comenzaban a reír. El oso las
dejaba hacer cuanto querían, pero cuando veía que sus juegos iban demasiado
lejos, les decía:
-Déjenme vivir, no vayan a matar al pretendiente de ustedes.
Cuando fueron a acostarse, le dijo la madre:
-Quédate ahí; pasa la noche delante de la lumbre, pues por lo menos estarás al
abrigo del frío y del mal tiempo.
Las niñas le abrieron las puertas a la aurora, y él se fue al bosque trotando
sobre la nieve. Desde aquel día, volvía todas las noches a la misma hora, se
extendía delante de la lumbre y las niñas jugaban con él todo lo que querían,
habiendo llegado a acostumbrarse de tal modo a su presencia, que nunca echaban
el cerrojo a la puerta hasta que él venía.
En la primavera, en cuanto comenzó a nacer el verde, dijo el oso a Blancanieve:
-Me marcho, y no volveré en todo el verano.
-¿Dónde vas, querido oso? -le preguntó Blancanieve.
-Voy al bosque, tengo que cuidar de mis tesoros, porque no me los roben los
malvados enanos. Por el invierno, cuando la tierra está helada, se ven obligados
a permanecer en sus agujeros sin poder abrirse paso; pero ahora que el sol ha
calentado ya la tierra, van a salir al merodeo; lo que cogen y ocultan en sus
agujeros no vuelve a ver la luz con facilidad.
Blancanieve sintió mucho la partida del oso, cuando le abrió la puerta se
desolló un poco al pasar con el pestillo, y creyó haber visto brillar oro bajo
su piel, más no estaba segura de ello. El oso partió con la mayor celeridad, y
desapareció bien pronto entre los árboles.
Algún tiempo después, envió la madre a sus hijas a recoger madera seca al
bosque, vieron un árbol muy grande en el suelo, y una cosa que corría por entre
la yerba alrededor del tronco, sin que se pudiera distinguir bien lo que era. Al
acercarse distinguieron un pequeño enano, con la cara vieja y arrugada y una
barba blanca de una vara de largo. Se le había enganchado la barba en una
hendidura del árbol, y el enano saltaba como un perrillo atado con una cuerda
que no puede romper; fijó sus ardientes ojos en las dos niñas y les dijo:
-¿Qué hacen ahí mirando? ¿Por qué no vienen a socorrerme?
-¿Cómo te has dejado coger así en la red, pobre hombrecillo? -le preguntó
Rojarosa.
-Tonta curiosa -replicó el enano-, quería partir este árbol para tener pedazos
pequeños de madera y astillas para mi cocina, pues nuestros platos son
chiquititos y los tarugos grandes los quemarían; nosotros no nos atestamos de
comida como la raza grosera y tragona de ustedes. Ya había introducido la cuña
en la madera, pero la cuña era demasiado resbaladiza; ha saltado en el momento
en que menos lo esperaba, y el tronco se ha cerrado tan pronto, que no he tenido
tiempo para retirar mi hermosa barba blanca que se ha quedado enredada. ¿Se
echan a reír, simples? ¡Qué feas son!
Por más que hicieron las niñas no pudieron sacar la barba que estaba cogida como
con un tornillo.
-Voy a buscar gente -dijo Rojarosa.
-¿Llamar gente? -exclamó el enano con su ronca voz- ¿no son ya demasiado ustedes
dos, imbéciles borricas?
-Ten un poco de paciencia -dijo Blancanieve- y todo se arreglará.
Y sacando las tijeras de su bolsillo le cortó la punta de la barba. En cuanto el
enano se vio libre, fue a coger un saco lleno de oro que estaba oculto en las
raíces del árbol, diciendo:
-¡Qué animales son esas criaturas! Cortar la punta de una barba tan hermosa! El
diablo las lleve.
Después se echó el saco a la espalda y se marchó sin mirarlas siquiera.
Algunos meses después fueron las hermanas a pescar al río; al acercarse a la
orilla vieron correr una especie de saltamontes grande, que saltaba junto al
agua como si quisiera arrojarse a ella. Echaron a correr y conocieron al enano.
-¿Qué tienes? -dijo Rojarosa- ¿es que quieres tirarte al río?
-¡Qué bestia eres! -exclamó el enano- ¿no ves que es ese maldito pez que quiere
arrastrarme al agua?
Un pescador había echado el anzuelo, mas por desgracia el aire enredó el hilo en
la barba del enano, y cuando algunos instantes después mordió el cebo un pez muy
grande, las fuerzas de la débil criatura no bastaron para sacarle del agua y el
pez que tenía la ventaja atraía al enano hacia sí, quien tuvo que agarrarse a
los juncos y a las yerbas de la ribera, a pesar de lo cual le arrastraba el pez
y se veía en peligro de caer al agua. Las niñas llegaron a tiempo para detenerle
y procuraron desenredar su barba, pero todo en vano, pues se hallaba enganchada
en el hilo. Fue preciso recurrir otra vez a las tijeras y cortaron un poco de la
punta. El enano exclamó entonces encolerizado:
-Necias, ¿tienen la costumbre de desfigurar así a las gentes? ¿No ha sido
bastante con haberme cortado la barba una vez, sino que han vuelto a cortármela
hoy? ¿Cómo me voy a presentar a mis hermanos? ¡Ojalá tengan que correr sin
zapatos y se desollen los pies!
Y cogiendo un saco de perlas que estaba oculto entre las cañas, se lo llevó sin
decir una palabra y desapareció en seguida detrás de una piedra.
Poco tiempo después envió la madre a sus hijas a la aldea para comprar hilo,
agujas y cintas. Tenían que pasar por un erial lleno de rosas, donde
distinguieron un pájaro muy grande que daba vueltas en el aire, y que después de
haber volado largo tiempo por encima de sus cabezas, comenzó a bajar poco a
poco, concluyendo por dejarse caer de pronto al suelo. Al mismo tiempo se oyeron
gritos penetrantes y lastimosos. Corrieron y vieron con asombro a un águila que
tenía entre sus garras a su antiguo conocido el enano y que procuraba
llevárselo. Las niñas, guiadas por su bondadoso corazón, sostuvieron al enano
con todas sus fuerzas, y se las hubieron también con el águila que acabó por
soltar su presa; pero en cuanto el enano se repuso de su estupor, les gritó con
voz gruñona:
-¿No podían haberme cogido con un poco más de suavidad, pues han tirado de tal
manera de mi pobre vestido que me lo han hecho pedazos? ¡Qué torpes son!
Después cogió un saco de piedras preciosas y se deslizó a su agujero en medio de
las rosas. Las niñas estaban acostumbradas a su ingratitud y así continuaron su
camino sin hacer caso, yendo a la aldea a sus compras.
Cuando a su regreso volvieron a pasar por aquel sitio, sorprendieron al enano
que estaba vaciando su saco de piedras preciosas, no creyendo que transitase
nadie por allí a aquellas horas, pues era ya muy tarde. El sol al ponerse
iluminaba la pedrería y lanzaba rayos tan brillantes, que las niñas se quedaron
inmóviles para contemplarlas.
-¿Por qué se quedan ahí embobadas? -les dijo, y su rostro ordinariamente gris
estaba enteramente rojo de cólera.
Iba a continuar insultando cuando salió del fondo del bosque un oso
completamente negro, dando terribles gruñidos. El enano quería huir lleno de
espanto, pero no tuvo tiempo para llegar a su escondrijo, pues el oso le cerró
el paso. Entonces le dijo suplicándole con un acento desesperado:
-Perdóname, querido señor oso, y te daré todos mis tesoros, todas esas joyas que
ves delante de ti, concededme la vida. ¿Qué ganarás con en matar a un miserable
enano como yo? Apenas me sentirías entre los dientes. ¿No es mucho mejor que
cojas a esas dos malditas muchachas, que son dos buenos bocados, gordas como
codornices? Cómetelas, en nombre de Dios.
Pero el oso, sin escucharlo, dio a aquella malvada criatura un golpe con su pata
y cayó al suelo muerta.
Las niñas se habían salvado, pero el oso les gritó:
-¿Blancanieve? ¿Rojarosa? No tengan miedo, espérenme.
Reconocieron su voz y se detuvieron, y cuando estuvo cerca de ellas, cayó de
repente su piel de oso y vieron a un joven vestido con un traje dorado.
-Soy un príncipe -les dijo- ese infame enano me había convertido en oso, después
de haberme robado todos mis tesoros. Me había condenado a recorrer los bosques
bajo esta forma y no podía verme libre más que con su muerte. Ahora ya ha
recibido el premio de su maldad.
Blancanieve se casó con el príncipe y Rojarosa con un hermano suyo y repartieron
entre todos los grandes tesoros que el enano había amontonado en su agujero. Su
madre vivió todavía muchos años tranquila y feliz cerca de sus hijas. Tomó los
dos rosales y los colocó en su ventana, donde daban todas las primaveras
hermosísimas rosas blancas y encarnadas.
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Responsables últimos de este proyecto Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado Son: Maestros - Diplomados en Geografía e Historia - Licenciados en Flosofía y Letras - Doctores en Filología Hispánica |
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