/ |
|
|
DIRECTORIO de la SECCIÓN |
¡SIN TRABAJO! |
Los documentos a los que aquí se accede han sido realizados seleccionados expresamente para desarrollar los programas académicos que trabajamos con nuestros alumnos. Esta serie se completa en algunos casos con propuestas de actividades interactivas, audios o vídeos que concretan y validan el grado de comprensión alcanzado o, simplemente, actuan como elemento motivador. También está disponible una estructura tipo «Wiki» colaborativa, abierta a cualquier docente o alumno que quiera participar en ella. Para acceder a estos contenidos se debe utilizar el «DIRECTORIO de la SECCIÓN». Para otras áreas de conocimiento u opciones use el botón: «Navegar» |
Autor: Émile Zola |
Por la mañana,
cuando los obreros llegan al taller, encuéntranlo frío, como oscurecido con la
tristeza que se desprende de una ruina. En el fondo de la sala principal, la
máquina está silenciosa, con sus brazos delgados, sus ruedas inmóviles; y ella,
cuyo soplo y movimiento animan habitualmente toda la casa, con los latidos de su
corazón de gigante, incansable en la faena, agrega al conjunto una melancolía
más.
El amo baja de su
despacho y con aire de tristeza dice a sus obreros:
—Hijos míos, hoy no
hay trabajo… Ya no vienen pedidos, de todas partes recibo contraórdenes, voy a
quedarme con las existencias entre las manos. Este mes de diciembre, con el cual
contaba, este mes que otros años es de tanto trabajo, amenaza arruinar las casas
más fuertes… Es preciso suspenderlo todo.
Y al ver que los
obreros se miran unos a otros, con el espanto que les imbuye la idea de volver a
casa, con el miedo del hambre que los amenaza para el día siguiente, añade en
voz más baja:
—No soy egoísta, no,
se los juro… Mi situación es tan terrible, más terrible tal vez que la de
ustedes. En ocho días he perdido cincuenta mil billetes. Hoy paro el trabajo
para no ahondar más la sima; ni siquiera tengo los primeros cinco céntimos de la
suma que necesito para mis vencimientos del 15…
Ya lo ven, les hablo
como un amigo, nada les oculto. Tal vez mañana mismo vengan a embargarme. No es
nuestra la culpa, ¡no es cierto! Hemos luchado hasta última hora. Hubiera
querido ayudarlos a pasar días de apuro; pero todo ha acabado, estoy hundido; no
tengo ya ni un pedazo de pan para partirlo.
Después les tiende
la mano. Los obreros se la estrechan silenciosamente. Y durante algunos minutos
permanecen allí, mirando sus herramientas inútiles, con los puños cerrados.
Otros días, desde el amanecer, las limas cantaban, los martillos marcaban el
ritmo; y todo aquello parece que duerme ya en el polvo de la quiebra. Son
veinte, son treinta familias que no tendrán qué comer la semana próxima.
Algunas mujeres que
trabajan en la fábrica sienten las lágrimas humedecerles los ojos. Los hombres
quieren aparecer más resueltos. Se hacen los valientes, diciendo que la gente no
se muere de hambre en París. Luego, cuando el amo los deja y lo ven alejarse,
encorvado en ocho días, abrumado tal vez por un desastre de mayores proporciones
que las confesadas por él, van saliendo uno por uno, ahogados por la angustia,
con el corazón oprimido, como si salieran del cuarto de un muerto. El muerto es
el trabajo, es la máquina grande que permanece muda y cuyo esqueleto se destaca
siniestro en la sombra.
***
El obrero está fuera
de su casa, en la calle, en medio del arroyo. Ha paseado las aceras durante ocho
días sin encontrar trabajo. De puerta en puerta ha ido ofreciendo sus brazos,
sus manos, ofreciéndose él en cuerpo y alma para cualquier faena, para la más
repugnante, la más dura, la más nociva. Y todas las puertas se han cerrado.
Entonces se ofreció
a trabajar por la mitad del jornal; pero las puertas permanecieron cerradas.
Aunque trabajase de balde no se le podría admitir. Es la paralización del
trabajo, la terrible paralización que toca a muerto para los que habitan en las
buhardillas. El pánico ha parado las industrias, y el dinero, cobarde, se ha
escondido.
Al cabo de ocho días
todo ha concluido. El obrero ha hecho una tentativa suprema y ahora vuelve con
paso tardo, con las manos vacías, abrumado de miseria. La lluvia cae; aquella
tarde París, inundado de barro, aparece fúnebre. El hombre va andando,
recibiendo el chaparrón sin sentirlo, no oyendo más que su hambre y deteniéndose
para llegar menos pronto. Inclínase sobre el parapeto del Sena: el río, cuyo
caudal ha aumentado, corre con un rumor prolongado; la espuma blanca se desgarra
en salpicaduras en uno de los tramos del puente. Inclínase más, la colosal riada
pasa debajo de él lanzándole un llamamiento furioso. Después, piensa que sería
una cobardía y se va.
La lluvia ha cesado.
El gas flamea en los escaparates de las joyerías. Si rompiese un cristal,
tomaría pan para algunos años con abrir y cerrar la mano. Las cocinas de los
restaurantes se encienden; y detrás de las cortinas de muselina blanca, ve
gentes que comen. Apresura el paso, vuelve a subir a los barrios extremos,
encontrando en el camino las asadurías y pastelerías del todo París comilón, que
se exhibe a las horas del hambre.
Como la mujer y la
pequeña lloraban por la mañana, les ofreció llevarles pan por la tarde. No se ha
atrevido a decirles que había mentido, antes de que anocheciese. Al ir andando,
pregúntase cómo entrará y qué les contestará para que tengan paciencia. Sin
embargo, no pueden permanecer más tiempo sin comer. Él probaría aún, pero la
mujer y la pequeña son muy débiles.
Un momento se le
ocurre pedir limosna; pero cuando una señora o un caballero pasan a su lado y él
intenta alargar la mano, su brazo se paraliza y la voz se ahoga en su garganta.
Entonces permanece plantado en la acera, mientras los transeúntes adinerados le
vuelven la espalda, creyéndolo borracho, al ver su feroz semblante de
hambriento.
***
La mujer del obrero
ha bajado a la puerta de la calle, dejando arriba a la niña dormida. La mujer es
muy delgada; lleva un vestido de percal. El viento helado de la calle la hace
tiritar.
Ya no le queda nada
en casa: todo lo llevó al Montepío. Ocho días sin trabajo bastan para vaciar una
casa. La víspera vendió a un trapero el último puñado de lana de su colchón: el
colchón se fue así; ahora no queda más que la tela. Allá arriba la colgó delante
de la ventana, para impedir que entre el aire, porque la niña tose mucho.
Sin decir nada a su
marido, ella también ha buscado por su parte. Pero la falta de trabajo ha
alcanzado con más dureza a las mujeres que a los hombres. En la meseta de su
cuarto oye a unas desgraciadas que lloran durante la noche. Encontró una de pie
en el rincón de una calle; otra ha muerto; otra ha desaparecido.
Afortunadamente,
ella tiene un buen hombre, un marido que no bebe. Vivirían sin apuros si la
falta de trabajo no los hubiese despojado de todo. Ha agotado el crédito: debe
al panadero, al especiero, a la frutera y ya ni siquiera se atreve a pasar
delante de las tiendas. Por la tarde fue a casa de su hermana a pedirle una
moneda prestada, pero allí encontró también tal miseria, que se echó a llorar,
sin decir nada, y las dos, su hermana y ella, estuvieron llorando mucho tiempo.
Luego, al marcharse, le ofreció llevarle un pedazo de pan si su marido volvía
con algo.
El marido no vuelve.
La lluvia cae; la mujer se refugia en la puerta; grandes gotas de agua caen a
sus pies; un polvillo de agua atraviesa su falda. A ratos se impacienta, se echa
fuera a pesar de la lluvia, va hasta el final de la calle para ver si ve a lo
lejos al que espera. Y cuando vuelve, toda mojada, pasa la mano por sus cabellos
para escurrir el agua; aun cobra paciencia, sacudida por cortos escalofríos de
fiebre.
Los transeúntes al
ir y venir la codean y la pobre mujer se encoje cuanto puede para no molestar a
nadie. Los hombres la miran frente a frente y a ratos siente alientos calientes
que le rozan el cuello. Todo el París sospechoso, la calle con su lodo, sus
claridades crudas y el rodar de los coches, parecen querer cogerla y arrojarla
al arroyo. Tiene hambre, pertenece a todo el mundo. Enfrente hay un panadero, y
la pobre mujer piensa en la pequeña que duerme arriba.
Después, cuando al
fin el marido aparece, rozando como un miserable las paredes de las casas, se
precipita a su encuentro, y lo mira ansiosamente.
—¿Qué hay? —dice
balbuceando.
En vez de contestar,
el obrero baja la cabeza. Entonces, la mujer sube la primera, pálida como una
muerta.
***
Arriba la pequeña no
duerme. Se ha despertado, y está pensando enfrente de un cabo de vela que se
extingue en un extremo de la mesa. Y no se sabe qué pensamiento terrible y
doloroso pasa sobre la faz de aquella chicuela de siete años, con rasgos serios
y marchitos de mujer hecha.
Está sentada sobre
el borde del cofre que le sirve de cama. Sus pies desnudos tiemblan de frío, sus
manos de muñeca enfermiza aprietan contra el pecho los trapos con que se cubre.
Siente allí una quemadura, un fuego que quisiera apagar. Está pensando. Nunca ha
tenido juguetes. No puede ir a la escuela porque no tiene zapatos. Recuerda que
cuando era más pequeña su madre la llevaba a tomar el sol. Pero aquello está
lejos. Fue preciso mudar de habitación, y desde aquella época le parece que un
gran frío sopló dentro de su casa. Desde entonces nunca ha estado contenta;
siempre ha tenido hambre.
Es una cosa profunda
en la cual penetra sin poder comprenderla. Pues qué, ¿todo el mundo tiene
hambre? Ha procurado, sin embargo, acostumbrarse a eso, pero no ha podido.
Piensa que es demasiado pequeña y que es preciso ser grande para saber. La madre
sabe, sin duda, esa cosa que se oculta a los niños. Si se atreviese, preguntaría
quién nos trae así al mundo para que se tenga hambre.
¡Luego, en su casa
todo es tan feo! Mira la ventana, donde el viento sacude la tela del colchón,
las paredes desnudas, los muebles rotos, toda aquella vergüenza de buhardilla,
que la falta de trabajo ensucia con su desesperación.
Imagina haber soñado
con habitaciones bien calientes, en las que había cosas que relucían; cierra los
ojos para volverlas a ver, y a través de sus párpados adelgazados, la llama de
la vela se convierte en un gran resplandor de oro, en el que desearía entrar.
Pero el viento sopla y por la ventana llega una corriente tan fuerte de aire que
le produce un acceso de tos. La niña tiene los ojos llenos de lágrimas.
Antes tenía miedo
cuando la dejaban sola; ahora no sabe, lo mismo le da. Como no ha comido desde
la víspera, cree que su madre ha bajado a buscar pan. Entonces esta idea le
divierte. Cortará su pan en pedazos pequeñitos, los irá cogiendo despacio, uno
por uno. Jugará con su pan.
La madre ha vuelto,
el padre ha cerrado la puerta. La niña les mira las manos a los dos, muy
sorprendida. Y, como nada dicen, al cabo de un momento la pequeña repite un
canto monótono:
—Tengo hambre, tengo
hambre.
El padre, en un
rincón, se ha cogido la cabeza entre los puños; allí permanece abrumado,
sacudidas las espaldas por desgarradores y silenciosos gemidos. La madre,
conteniendo las lágrimas, acuesta la pequeña. La tapa con todos los andrajos que
hay en la casa; le dice que sea buena, que duerma. Pero la niña, a la que el
frío hace dar diente con diente y que siente el fuego de su pecho quemarla con
más fuerza, se hace atrevida. Se cuelga del cuello de su madre y muy quedito:
—Di, mamá —le
pregunta— ¿por qué tenemos hambre?
ADEMÁS |
Responsables últimos de este proyecto Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado Son: Maestros - Diplomados en Geografía e Historia - Licenciados en Flosofía y Letras - Doctores en Filología Hispánica |
Apunte estadístico Portal activo desde abril de 2004. Los auditores de seguimiento que contabilizan las visitas desde esa fecha acreditan una suma entre 4.000 y 10.000 visualizaciones diarias para el conjunto de secciones que lo integran. Las visitas en el servidor «https» son privadas y no quedan reflejadas en los contadores visibles |
|