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Textos para pensar

DIRECTORIO

de la

SECCIÓN

EL HOMBRE DEL ALFANJE

Los documentos a los que aquí se accede han sido realizados seleccionados expresamente  para desarrollar los programas académicos que trabajamos con nuestros alumnos. Esta serie se completa en algunos casos con propuestas de actividades interactivas, audios o vídeos que concretan y validan el grado de comprensión alcanzado o, simplemente, actuan como elemento motivador. También está disponible una estructura tipo «Wiki» colaborativa, abierta a cualquier docente o alumno que quiera participar en ella. Para acceder a estos contenidos se debe utilizar el «DIRECTORIO de la SECCIÓN». Para otras áreas de conocimiento u opciones use el botón: «Navegar»

Autor: Alexandre Dumas (padre)

 

En Ferdj’Ouah vive un Jeque llamado Bou Akas ben Achour. Es uno de los nombres más antiguos de la región y puede encontrársele en la historia de las dinastías árabes y bereberes de Ibu Khaldoun.

Bou Akas tiene cuarenta y nueve años de edad. Viste a la usanza de las cabilas, esto es, una gandoura de lana ceñida por un cinturón de cuero y ajustada a la cabeza por un fino cordón. Lleva un par de pistolas en el tahalí, en el lado izquierdo usa la flissa de las cabilas y colgando del cuello un pequeño alfanje negro. Ante él camina el negro porta espadas y a su lado va un enorme podenco.

Cuando una tribu vecina a cualquiera de las doce que él gobierna le inflige alguna pérdida, no se toma el trabajo de lanzarse contra ella. Se contenta con enviar al negro a la ciudad principal para exhibir el arma de Bou Akas y la injuria es inmediatamente reparada.

Tiene a su disposición dos o tres tolvas que leen el Corán al pueblo. Todas las personas que pasan por su casa en peregrinación a la Meca reciben tres francos, permaneciendo en Ferdj’Ouah por cuenta del Jeque durante el tiempo que deseen. Pero si por ventura Bou Akas descubre que hospedó a un falso peregrino, ordena en seguida a sus emisarios que lo sigan, lo detengan donde quiera que lo encuentren, y que allí mismo le apliquen veinte bastonazos en las plantas de los pies.

Bou Akas a veces alimenta a trescientas personas y en lugar de participar del banquete, camina por entre los comensales con una vara en la mano, dirigiendo a los criados. Después, caso de que haya sobrado algo, come, pero siempre el último.

Cuando el gobernador de Constantina, único hombre cuya supremacía reconoce, le envía un viajero, si el viajero es persona destacada o si la recomendación fuera insistente, Bou Akas le ofrece su arma, y el viajero se la echa al hombro; si le ofrece el perro, el viajero le pone la correa; si el alfanje, el viajero se lo cuelga al cuello. Con cualquiera de estos talismanes -cada uno de ellos representa un escalón de honores que deberán serle dispensados- el viajero pasa por las doce tribus sin correr el menor riesgo. En todas partes es alojado y alimentado sin pagar nada y luego es huésped de Bou Akas. Al abandonar Ferdj’Ouah le basta con devolver el mosquete, el perro o el alfanje al primer árabe que encuentre. Si estuviere cazando, el árabe se detiene. Si arando la tierra, abandona el arado. Si en el seno de la familia, parte inmediatamente y, tomando el alfanje, el perro o el mosquete, corre a devolvérselos a Bou Akas.

En verdad, el pequeño alfanje de cachas negras es muy conocido. Tan conocido que dio nombre a Bou Akas: Bou D’Jenoui o el Hombre del Alfanje. Con este alfanje es con el que Bou Akas corta la cabeza de las personas, cuando, para apresurar la justicia, resuelve actuar con sus propias manos.

Cuando Bou Akas recibió el poder, existía un gran número de ladrones en el país. Halló manera de exterminarlos. Se vestía como un simple mercader y dejaba caer una moneda, teniendo cuidado de no perderla de vista. Una moneda perdida no permanece mucho tiempo en el suelo. Si el que la cogía se la guardaba, Bou Akas hacía señas a sus hombres, también disfrazados, para que prendiesen al culpable. Sus secuaces, conocedores de la intención del Jeque, degollaban al individuo sin más contemplaciones. El efecto de tal rigor fue que se asegurase entre los árabes que un niño de doce años, con una corona de oro, podía pasar entre las tribus de Bou Akas sin que nadie osara robarle.

Un día Bou Akas oyó decir que el Cadí de una de sus doce tribus se había revelado como juez digno de ser comparado con el rey Salomón. Como un nuevo Harúr Al Raschid, resolvió averiguar la verdad de las historias que le habían contado. Por eso, vestido como un tratante de caballos, sin las armas que en general lo identificaban, sin ninguna clase de emblema de nobleza ni ningún séquito, montó en un animal que nadie diría que pertenecía al gran Jeque.

Quiso la casualidad que, el día de su llegada a la feliz ciudad en la que el Cadí ejercía su cargo de juez, se celebrase una feria y, como consecuencia de eso, la corte estaba en sesión. También por obra del azar -Mahoma cuida de los siervos en todos los sentidos-, a las puertas de la ciudad Bou Akas encontró un lisiado que, agarrándose a su albornoz, como los pobres se agarraban a la capa de san Martín, le pidió una limosna. Bou Akas le entregó la limosna, como era de esperar de un honrado musulmán, pero el lisiado continuó agarrado a él.

- ¿Qué más quieres? -preguntó Bou Akas-. Me pediste una limosna y yo te la di.

-Sí -repuso el lisiado-, pero la ley no dice solamente “darás una limosna a tu hermano”, sino “harás por él todo lo que estuviese a tu alcance”.

-Bueno, ¿qué puedo hacer por ti? -preguntó Bou Akas.

-Podrás impedir que el pobre desgraciado que soy sea aplastado bajo los pies de los hombres, de las mulas y de los camellos, lo que no dejará de suceder si me arriesgo a entrar en la ciudad.

- ¿Y cómo impedirlo?

-Dejándome subir a la grupa de tu caballo y llevándome hasta el mercado, donde tengo necesidad de acudir.

-Pues sea -replicó Bou Akas.

Dando la mano al lisiado, lo ayudó a montar a la grupa. La operación resultó un tanto dificultosa, pero pudo llevarse a cabo. Y, jinetes en un solo caballo, ambos hombres atravesaron la ciudad, no sin atraer la curiosidad general. Finalmente llegaron al mercado.

- ¿Era aquí donde deseabas venir? -preguntó Bou Akas al lisiado.

-Sí.

-Entonces, desmonta.

-Desmonta tú.

- ¿Para ayudarte a bajar? Está bien.

-No, para que me dejes el caballo.

- ¿Cómo? ¿Por qué motivo he de dejarte el caballo? -preguntó el Jeque, atónito.

-Porque el caballo es mío.

- ¿Ah, ¿sí? Pues pronto veremos si eso es cierto.

-Óyeme y reflexiona -dijo el lisiado.

-Te oigo, y después reflexionaré.

-Estamos en la ciudad del justo Cadí.

-Ya lo sé -asintió el Jeque.

- ¿Pretendes llevarme a presencia de él?

-Es muy probable.

- ¿Y piensas que al vernos a los dos, tú con tus fuertes piernas que Dios destinó a los caminos y a las fatigas, y yo con las mías quebradas, piensas, realmente, que no decidirá que el caballo pertenece a aquel que más necesidad tiene de él?

-Si así fuere -replicó Bou Akas-, dejará de ser el más justo de los cadíes, pues su decisión será equivocada.

-Le llaman justo -retrucó el lisiado, riendo-, pero no infalible.

“Esta es una buena ocasión de juzgar al juez”, pensó Bou Akas. Y en voz alta:

-Ven, vamos a presencia del Cadí.

Bou Akas abrió la marcha por entre la multitud, conduciendo el caballo sobre cuya grupa el lisiado se agarraba como un macaco. Y fue a presentarse ante el tribunal donde el juez, de acuerdo con las costumbres del Oriente, dispensaba justicia en público.

Dos casos iban a presentarse a la corte de justicia, y por tanto tenían precedencia. Bou Akas buscó un lugar entre el público y prestó atención. El primer caso se refería a un litigio entre un taleb y un labrador, o lo que es igual, entre un sabio y un campesino. El punto de fricción era la mujer del sabio, con quien el labrador había huido y que afirmaba ser la suya, en oposición al sabio, que también reclamaba la posesión de la mujer. Ésta no admitía estar casada con ninguno de ellos, o mejor, reconocía a los dos como maridos, circunstancia que complicaba extremadamente la cuestión. El juez oyó a ambas partes, reflexionó un instante y dijo:

-Dejen la mujer conmigo y vuelvan mañana.

El sabio y el labriego hicieron una genuflexión y se retiraron.

Se pasó entonces al segundo caso. Se trataba de una cuestión entre un carnicero y un vendedor de aceite. El vendedor estaba cubierto de aceite y el carnicero completamente manchado de sangre. Fue éste el primero en hablar:

-Fui a comprar aceite a casa de este hombre. Al pagar el aceite con que me llenara la botella, saqué de la bolsa un puñado de monedas. El dinero lo tentó. Me agarró por la muñeca. Grité “ladrón”, pero él no me hizo caso. Por eso hemos acudido ante este tribunal, yo agarrado a mi dinero y él agarrado a mi muñeca. Ahora bien: juro por Mahoma que este hombre es un mentiroso cuando dice que le robé el dinero, pues en verdad el dinero es mío.

-Este hombre fue a comprar una botella de aceite a mi casa -dijo el comerciante-. Cuando la botella estuvo llena, él preguntó: “¿Tienes cambio para una moneda de oro?” Metí la mano en la bolsa y saqué de ella un puñado de monedas, colocándolas encima del mostrador. Él se apoderó en seguida de ellas e iba a salir con todo, cuando lo agarré por la muñeca y lo llamé ladrón. A despecho de mis gritos, se negó a devolverme el dinero que era mío y por eso lo traje aquí a fin de que puedas resolver nuestro caso. Juro por Mahoma que este hombre está mintiendo cuando afirma que le robé el dinero, pues en verdad el dinero es mío.

El juez hizo repetir su historia a cada uno de los litigantes. Ninguno de ellos la modificó. Entonces el juez reflexionó un instante y dijo:

-Dejen el dinero conmigo y vuelvan mañana.

El carnicero depositó en un doblez del manto del juez el dinero que se negaba a entregar antes. En seguida, ambos hombres hicieron una reverencia y cada cual siguió su camino.

Tocó entonces el turno a Bou Akas y al lisiado.

-Mi señor Cadí -dijo Bou Akas-. Acabo de llegar de una ciudad lejana con intención de comprar mercaderías en esta plaza. A las puertas de la ciudad encontré a este lisiado, que al principio me pidió limosna y finalmente me rogó que le dejase montar conmigo a caballo, pues como lisiado corría el riesgo de ser pisoteado por los hombres, por las mulas y por los camellos. Así, le di la limosna y le hice subir a la grupa de mi caballo. Habiendo llegado al mercado, él se negó a bajar, diciendo que el animal era suyo y no mío; y cuando le amenacé con la ley, replicó: “¿Qué ley? ¡El Cadí es un hombre demasiado sensato para saber que el caballo pertenece a aquel de nosotros que no puede andar sin él!” ¡Este es el caso, mi señor Cadí, te lo juro por Mahoma!

-Mi señor Cadí -comenzó el lisiado-, yo venía a negocios en el mercado de esta ciudad y montaba este caballo que me pertenece, cuando vi sentado en el suelo a este hombre, que me pareció pronto a expirar. Me acerqué a él y le pregunté si había sufrido algún accidente. “No, no he sufrido ningún accidente -respondió-, pero estoy muerto de fatiga y si tuvieses caridad me llevarías a la ciudad, donde tengo que atender algunos asuntos. Al llegar al mercado desmontaré y pediré a Mahoma que colme de gracias a quien tan gran servicio me prestó.” Hice lo que me pedía, pero grande fue mi sorpresa cuando, habiendo llegado a destino, él me pidió que desmontase, diciendo que el caballo era suyo. Ante tan extraña actitud, lo traje a tu presencia, a fin de que juzgues nuestro caso. Esta es la cuestión, expuesta con toda sinceridad. Lo juro por Mahoma.

El Cadí hizo repetir la historia a cada uno de ellos, y después de reflexionar un instante, observó:

-Dejen el caballo y vuelvan mañana.

El caballo fue entregado al Cadí, y Bou Akas y el lisiado se retiraron.

Al día siguiente, no sólo las partes interesadas, sino un gran número de curiosos estaban presentes en el tribunal.

El Cadí siguió el orden del día anterior. El taleb y el labriego fueron llamados.

-Aquí tienes a tu esposa -dijo el cadí al taleb-. Llévatela, que te pertenece por derecho. -Y volviéndose hacia los guardias señalando al campesino, ordenó-: Denle cincuenta bastonazos en las plantas de los pies a ese hombre.

Fue entonces tratado el caso del mercader de aceites y del carnicero.

-Ahí tienes tu dinero -dijo el cadí al último-. En verdad, lo sacaste del bolso y nunca perteneció a ese hombre. -Y volviéndose hacia los guardias señaló al comerciante de aceite y ordenó-: Den cincuenta bastonazos en los pies de ese individuo.

Siguió el tercer caso, y Bou Akas y el lisiado fueron llamados.

- ¿Serás capaz de reconocer tu caballo entre veinte? -preguntó el juez a Bou Akas.

-Sí, señor juez -replicaron Bou Akas y el lisiado al mismo tiempo.

-Entonces, ven conmigo -dijo el juez a Bou Akas; y ambos salieron juntos.

Bou Akas reconoció el caballo entre veinte animales.

- ¡Muy bien! -exclamó el juez-. Espérame dentro y mándame a tu oponente.

Bou Akas volvió al tribunal y esperó el regreso del Cadí.

El lisiado llegó al establo tan de prisa cuanto le permitieron sus piernas. Como sus ojos eran buenos, fue derecho al caballo y lo señaló.

- ¡Muy bien! -dijo el juez-. Te veré en el tribunal.

El cadí volvió a sentarse en la estera y todos esperaron impacientes la llegada del lisiado, el cual apareció, jadeante, al cabo de cinco minutos.

-El caballo es tuyo -dijo el cadí a Bou Akas-. Ve a buscarlo. -Y volviéndose hacia los guardias señaló al lisiado y ordenó-: Denle cincuenta bastonazos en las plantas de los pies.

De regreso hacia su casa, el Cadí encontró a Bou Akas que lo estaba esperando.

- ¿No estás satisfecho? -preguntó.

-Por el contrario -replicó el Jeque-, pero quisiera hablarte para saber bajo qué inspiración haces justicia, pues dudo que tus otras dos decisiones hayan sido tan exactas como en mi caso.

-Es muy sencillo, mi señor -replicó el juez-. Como viste, guardé por una noche la mujer, el dinero y el caballo. A medianoche mandé despertar a la mujer y traerla a mi presencia. Después le ordené: “Llena mi tintero”. Ella, entonces, como persona que hiciera aquello centenares de veces en la vida, tomó el recipiente de cristal, lo lavó, volvió a colocarlo en el tintero y renovó la tinta. En seguida me dije: “Si fuese la mujer del labrador, no sabría cómo se limpia un tintero. Por tanto, es la esposa del taleb”.

-Así sea -replicó Bou Akas-. Eso en cuanto a la mujer. Pero, ¿qué me dices del dinero?

-El dinero es otra cosa. ¿Te diste cuenta de que el mercader estaba cubierto de aceite y que tenía las manos engrasadas?

-Sí, claro.

- ¡Muy bien! Cogí el dinero y lo sumergí en un vaso lleno de agua. Ni una partícula de aceite salió a la superficie. Por tanto, me dije: “Este dinero pertenece al carnicero. Si fuese del comerciante de aceite, estaría manchado y el aceite habría aparecido sobre el agua.”

Bou Akas volvió a inclinar la cabeza.

-Bien -dijo-, eso en cuanto al dinero. Pero ¿qué me dices de mi caballo?

- ¡Ah, eso es otra cosa, y hasta hoy por la mañana me encontraba intrigado!

-Entonces ¿el lisiado logró reconocer el caballo? -sugirió Bou Akas.

-Lo reconoció, sí.

- ¿En ese caso…?

-Al llevarlos a los dos al establo, no fue con la intención de comprobar quién de ustedes reconocía el caballo, sino para ver a quién de los dos el caballo reconocía. Pues bien: cuando te aproximaste tú, el animal relinchó. Cuando lo hizo el lisiado, le coceó. Por eso me dije: “El caballo pertenece al hombre de piernas sanas y no al lisiado”. Y te lo entregué a ti.

Bou Akas reflexionó un instante y después exclamó:

-El Señor es contigo. Tú eres quien deberías estar en mi lugar, pues estoy seguro de que sabrías ser Jeque. Pero no sé si yo sería capaz de sustituirte como Cadí.

 


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Responsables últimos de este proyecto

Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado

Son: Maestros - Diplomados en Geografía e Historia - Licenciados en Flosofía y Letras - Doctores en Filología Hispánica

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