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DIRECTORIO de la SECCIÓN |
LA ABEJA HARAGANA |
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Autor: Horacio Quiroga |
Había una vez en una
colmena una abeja que no quería trabajar, es decir, recorría los árboles uno
por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para
convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.
Era, pues, una abeja haragana. Todas las
mañanas, apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta
de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como
hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día.
Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a
salir, y así se lo pasaba todo el día mientras las otras abejas se mataban
trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento de
las abejas recién nacidas.
Como las abejas son
muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana haragana.
En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de
guardia para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen
ser muy viejas, con gran experiencia de la vida y tienen el lomo pelado
porque han perdido todos los pelos de rozar contra la puerta de la colmena.
Un día, pues,
detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:
–Compañera: es
necesario que trabajes, porque las abejas debemos trabajar.
La abejita contestó:
–Yo ando todo el día
volando, y me canso mucho.
–No es cuestión de
que te canses mucho –respondieron–, sino de que trabajes un poco. Es la
primera advertencia que te hacemos.
Y diciendo así la
dejaron pasar.
Pero la abeja
haragana no se corregía. De modo que a la tarde siguiente las abejas que
estaban de guardia le dijeron:
–Hay que trabajar,
hermana.
Y ella respondió
enseguida:
–¡Uno de estos días
lo voy a hacer!
–No es cuestión de
que lo hagas uno de estos días –le respondieron–sino mañana mismo. Acuérdate
de esto.
Y la dejaron pasar.
Al anochecer
siguiente se repitió la misma cosa. Antes de que redijeran nada, la abejita
exclamó:
–¡Sí, sí hermanas!
¡Ya me acuerdo de lo que he prometido!
–No es cuestión de
que te acuerdes de lo prometido –le respondieron–, sino de que trabajes. Hoy
es 19 de abril. Pues bien: trata de que mañana, 20, hayas traído una gota
siquiera de miel. Y ahora, pasa.
Y diciendo esto, se
apartaron para dejarla entrar.
Pero el 20 de abril
pasó en vano como todos los demás. Con la diferencia de que al caer el sol
el tiempo se descompuso y comenzó a soplar un viento frío.
La abejita haragana
voló apresurada hacia su colmena, pensando en lo calentito que estaría allí
dentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia se lo
impidieron.
–¡No se entra! –le
dijeron fríamente.
–¡Yo quiero entrar!
–clamó la abejita–. Esta es mi colmena.
–Esta es la colmena
de unas pobres abejas trabajadoras –le contestaron las otras–. No hay
entrada para las haraganas.
–¡Mañana sin falta
voy a trabajar! –insistió la abejita.
–No hay mañana para
las que no trabajan –respondieron las abejas, que saben mucha filosofía.
Y diciendo esto la
empujaron afuera.
La abejita, sin
saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la noche caía y se veía apenas.
Quiso cogerse de una hoja, y cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido por
el aire frío, y no podía volar más.
Arrastrándose
entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos y piedritas, que le
parecían montañas, llegó a la puerta de la colmena, al tiempo que comenzaban
a caer frías gotas de lluvia.
–¡Ay, mi Dios!
–clamó desamparada–. Va a llover, y me voy a morir de frío.
Y tentó a entrar en
la colmena.
Pero de nuevo le
cerraron el paso.
–¡Perdón! –gimió la
abeja–. ¡Déjenme entrar!
–Ya es tarde –le
respondieron.
–¡Por favor,
hermanas! ¡Tengo sueño!
–Es más tarde aún.
–¡Compañeras, por
piedad! ¡Tengo frío!
–Imposible.
–¡Por última vez!
¡Me voy a morir!
Entonces le dijeron:
–No, no morirás.
Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso ganado con el trabajo.
Vete.
Y la echaron.
Entonces, temblando
de frío, con las alas mojadas y tropezando, la abeja se arrastró, se
arrastró hasta que de pronto rodó por un agujero: cayó rodando, mejor dicho,
al fondo de una caverna.
Creyó que no iba a
concluir nunca de bajar. Al fin llegó al fondo, y se halló bruscamente ante
una víbora, una culebra verde de lomo color amarillo, que la miraba
enroscada y presta a lanzarse sobre ella.
En verdad, aquella
caverna era el hueco de un árbol que habían trasplantado hacía tiempo, y que
la culebra había elegido de guarida.
Las culebras comen
abejas, que les gustan mucho. Por esto la abejita, al encontrarse ante su
enemiga, murmuró cerrando los ojos:
–¡Adiós mi vida!
Esta es la última hora que yo veo la luz.
Pero con gran
sorpresa suya, la culebra no solamente no la devoró, sino que le dijo:
–¿Qué tal, abejita?
No has de ser muy trabajadora para estar aquí a estas horas.
–Es cierto –murmuró
la abeja–. No trabajo, y yo tengo la culpa.
–Siendo así –agregó
la culebra, burlona–, voy a quitar del mundo aun mal bicho como tú. Te voy a
comer, abeja.
La abeja, temblando,
exclamó entonces:
–¡No es justo eso,
no es justo! No es justo que usted me coma porque es más fuerte que yo. Los
hombres saben lo que es justicia.
–¡Ah, ah! –exclamó
la culebra, enroscándose ligero–. ¿Tú conoces bien a los hombres? ¿Tú crees
que los hombres que les quitan la miel a ustedes son más justos, grandísima
tonta?
–No, no es por eso
que nos quitan la miel –respondió la abeja.
–¿Y por qué,
entonces?
–Porque son más
inteligentes.
Así dijo la abejita.
Pero la culebra se echó a reír, exclamando:
–¡Bueno! Con
justicia o sin ella, te voy a comer; apróntate.
Y se echó atrás,
para lanzarse sobre la abeja. Pero esta exclamó:
–Usted hace eso
porque es menos inteligente que yo.
–¿Yo menos
inteligente que tú, mosca? –se rio la culebra.
–Así es –afirmó la
abeja.
–Pues bien –dijo la
culebra–, vamos a verlo. Vamos a hacer dos pruebas. La que haga la prueba
más rara, esa gana. Si gano yo, recomo.
–¿Y si gano yo?
–preguntó la abejita.
–Si ganas tú –repuso
su enemiga–, tienes el derecho de pasar la noche aquí hasta que sea de día.
¿Te conviene?
–Aceptado –contestó
la abeja.
La culebra se echó a
reír de nuevo, porque se le había ocurrido una cosa que jamás podría hacer
una abeja. Y he aquí lo que hizo:
Salió un instante
afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y volvió
trayendo una cápsula de semillas de eucalipto, de un eucalipto que estaba al
lado de la colmena y que le daba sombra.
Los muchachos hacen
bailar como trompos esas cápsulas, y les llaman trompitos de eucalipto.
–Eso es lo que voy a
hacer –dijo la culebra–. ¡Fíjate bien, atención!
Y arrollando
vivamente la cola alrededor del trompito como un piolín la desenvolvió a
toda velocidad, con tanta rapidez que el trompito quedó bailando y zumbando
como un loco.
La culebra se reía,
y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho ni podrá hacer bailar a
un trompito. Pero cuando el trompito, que se había quedado dormido zumbando,
como les pasa a los trompos de naranjo, cayó por fin al suelo, la abeja
dijo:
–Esa prueba es muy
linda, y yo nunca podré hacer eso.
–Entonces, te como
–exclamó la culebra.
–¡Un momento! Yo no
puedo hacer eso; pero hago una cosa que nadie hace.
–¿Qué es eso?
–Desaparecer.
–¿Cómo? –exclamó la
culebra, dando un salto de sorpresa–.¿Desaparecer sin salir de aquí?
–Sin salir de aquí.
–¿Y sin esconderte
en la tierra?
–Sin esconderme en
la tierra.
–Pues bien, ¡hazlo!
Y si no lo haces, te como enseguida –dijo la culebra.
El caso es que
mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de examinar la
caverna y había visto una plantita que crecía allí. Era un arbustillo, casi
un yuyito, con grandes hojas del tamaño de una moneda de dos centavos.
La abeja se arrimó a
la plantita, teniendo cuidado de no tocarla, y dijo así:
–Ahora me toca a mí,
señora Culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta y contar hasta tres.
Cuando diga «tres», búsqueme por todas partes, ¡ya no estaré más!
Y así pasó, en
efecto. La culebra dijo rápidamente: «uno… dos… tres», y se volvió y abrió
la boca cuan grande era, de sorpresa: allí no había nadie. Miró arriba,
abajo, a todos lados, recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo con la
lengua. Inútil: la abeja había desaparecido.
La culebra
comprendió entonces que, si su prueba del trompito era muy buena, la prueba
de la abeja era simplemente extraordinaria. ¿Qué se había hecho? ¿Dónde
estaba? No había modo de hallarla.
–¡Bueno! –exclamó
por fin–. Me doy por vencida. ¿Dónde estás?
Una voz que apenas
se oía –la voz de la abejita– salió del medio de la cueva.
–¿No me vas a hacer
nada? –dijo la voz–. ¿Puedo contar con tu juramento?
–Sí –respondió la
culebra–. Te lo juro. ¿Dónde estás?
–Aquí –respondió la
abejita, apareciendo súbitamente de entre una hoja cerrada de la plantita.
¿Qué había pasado?
Una cosa muy sencilla: la plantita en cuestión era una sensitiva, muy común
también aquí en Buenos Aires, y que tiene la particularidad de que sus hojas
se cierran al menor contacto. Solamente que esta aventura pasaba en
Misiones, donde la vegetación es muy rica, y por lo tanto muy grandes las
hojas de las sensitivas. De aquí que, al contacto de la abeja, las hojas se
cerraran, ocultando completamente al insecto.
La inteligencia de
la culebra no había alcanzado nunca a darse cuenta de este fenómeno; pero la
abeja lo había observado, y se aprovechaba de él para salvar su vida.
La culebra no dijo
nada, pero quedó muy irritada con su derrota, tanto que la abeja pasó toda
la noche recordando a su enemiga la promesa que había hecho de respetarla.
Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la
pared más alta de la caverna, porque la tormenta se había desencadenado, y
el agua entraba como un río adentro.
Hacía mucho frío,
además, y adentro reinaba la oscuridad más completa. De cuando en cuando la
culebra sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y esta creía entonces
llegado el término de su vida.
Nunca, jamás, creyó
la abejita que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan horrible.
Recordaba su vida anterior, durmiendo noche tras noche en la colmena, bien
calentita, y lloraba entonces en silencio.
Cuando llegó el día,
y salió el sol, porque el tiempo se había compuesto, la abejita voló y lloró
otra vez en silencio ante la puerta de la colmena hecha por el esfuerzo de
la familia. Las abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle nada, porque
comprendieron que la que volvía no era la paseandera haragana, sino una
abeja que había hecho en solo una noche un duro aprendizaje de la vida.
Así fue, en efecto.
En adelante, ninguna como ella recogió tanto polen ni fabricó tanta miel. Y
cuando el otoño llegó, y llegó también el término de sus días, tuvo aún
tiempo de dar una última lección antes de morir a las jóvenes abejas que la
rodeaban:
–No es nuestra
inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes. Yo usé una
sola vez de mi inteligencia, y fue para salvar mi vida. No habría necesitado
de ese esfuerzo, si hubiera trabajado como todas. Me he cansado tanto
volando de aquí para allá, como trabajando. Lo que me faltaba era la noción
del deber, que adquirí aquella noche.
«Trabajen,
compañeras, pensando que el fin a que tienden nuestros esfuerzos –la
felicidad de todos– es muy superior a la fatiga de cada uno. A esto los
hombres llaman ideal, y tienen razón. No hay otra filosofía en la vida de un
hombre y de una abeja.»
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Responsables últimos de este proyecto Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado Son: Maestros - Diplomados en Geografía e Historia - Licenciados en Flosofía y Letras - Doctores en Filología Hispánica |
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