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DIRECTORIO de la SECCIÓN |
EL MANANTIAL (Frag.) |
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Autor: Ayn Rand |
PRIMERA PARTE
PETER KEATING
Howard Roark se echó a reír.
Estaba desnudo, al borde de un risco. Abajo, a mucha distancia, yacía el
lago. Las rocas se elevaban hacia el cielo sobre las aguas inmóviles, como
una explosión de granito que se hubiese helado en su ascensión. El agua
parecía inmutable; la piedra, en movimiento. Pero la piedra tenía la
detención que se produce en ese breve momento de la lucha en que los
antagonistas se encuentran y los impulsos se detienen en una pausa más
dinámica que el movimiento. La piedra relucía bañada por los rayos del sol.
El lago era solamente un delgado anillo de acero que cortaba las rocas por
la mitad. Las rocas continuaban, inalterables, en la profundidad. Comenzaban
y terminaban en el cielo. De manera que el mundo parecía suspendido en el
espacio, semejando una isla que flotara en la nada, anclada a los pies del
hombre que estaba sobre el risco.
Su cuerpo se recortaba contra el cielo. Era un cuerpo de líneas y ángulos
largos y rectos, pues cada curva se quebraba en planos. Estaba de pie,
rígido, con las manos colgándole a los costados y las palmas vueltas hacia
fuera. Tenía la sensación de que sus omóplatos estaban estrechamente juntos,
sentía la curva de su cuello y percibía el peso de la sangre en las manos.
Sentía el viento atrás, en el hueco de la espina dorsal. El viento agitaba
sus cabellos contra el cielo. Su cabello no era rubio ni rojo; tenía el
color exacto de las naranjas maduras.
Reía de las cosas que le habían ocurrido aquella mañana y de las que después
tenía que afrontar. Sabía que los días venideros serían difíciles, que
tendría que enfrentarse con varios problemas y preparar un plan de acción.
Pero también sabía que no necesitaría pensar, porque todo estaba ya
suficientemente claro para él, porque hacía tiempo que había dispuesto el
plan y porque necesitaba reírse.
Trató de pensar en ello. Pero lo olvidó. Estaba contemplando el granito.
Cuando sus ojos se detenían atentamente en el mundo que lo circundaba, no
reía. Su rostro era como una ley de la Naturaleza, algo imposible de
discutir, alterar o conmover. Tenía pómulos pronunciados que se levantaban
sobre las mejillas, hundidas y descarnadas; ojos grises, fríos y fijos; boca
despectiva, firmemente cerrada, boca de santo o de verdugo.
Miró el granito. "Hay que cortarlo —se dijo— y transformarlo en paredes."
Miró un árbol: "Hay que partirlo y transformarlo en cabrias." Contempló una
estría de herrumbre de la piedra y pensó en las vetas de hierro que existían
debajo del suelo. "Hay que fundirlo en vigas —se dijo—; en vigas que se
levanten hasta el cielo." "Estas rocas están aquí para que yo haga uso de
ellas —prosiguió diciéndose—. Están esperando el barreno, la dinamita, y que
mi voz dé la orden; están esperando que las arranquen, que las corten, que
las machaquen, que las rehagan; están esperando la forma que les darán mis
manos."
Después meneó la cabeza porque recordó lo sucedido por la mañana y pensó en
las numerosas cosas que tenía que hacer. Avanzó hacia la orilla, levantó los
brazos y se zambulló en el cielo que yacía abajo.
Cortó rectamente el lago en dirección a la parte opuesta de la costa, y
llegó a las rocas donde había dejado su ropa. Miró con pesadumbre en torno.
Durante tres años, desde que vivía en Stanton y siempre que tenía momentos
libres, lo que ocurría a menudo, iba allí para pasar el tiempo, para nadar,
para descansar, para meditar y sentirse solo y animado. En su nueva
libertad, lo primero que deseó fue ir allá, porque sabía que ya no podría
volver a hacerlo. Aquella mañana había sido expulsado de la Escuela de
Arquitectura del Instituto Tecnológico de Stanton.
Se puso la ropa: pantalones viejos de dril ordinario, sandalias, una camisa
de manga corta a la que le faltaban casi todos los botones. Descendió por
una estrecha senda, entre cantos rodados, hacia un camino que a su vez
conducía a la carretera por una verde cuesta.
Andaba rápidamente, con movimientos desenvueltos y descuidados. Descendía
por el largo camino, bajo el sol. A lo lejos y al frente, en la costa de
Massachussets, extendíase Stanton, ciudad pequeña que parecía no tener otra
misión que alojar la joya de su existencia; el gran instituto, que se erguía
más lejos, sobre una colina.
El término municipal de Stanton comenzaba con un basurero, un montículo gris
de desperdicios que se levantaba sobre la hierba y humeaba débilmente.
Envases de latas brillaban al sol. Yendo por la carretera, más allá de las
primeras casas, se encontraba una iglesia. La iglesia era un monumento
gótico de ripia pintada de color azul paloma, y tenía gruesos contrafuertes
de madera que no sostenían nada, ventanales con vidrieras de colores y
pesadas tracerías que imitaban la piedra.
A partir de allí comenzaban las largas calles orilladas de césped. Más allá
del césped se veían casas de madera que torturaban todas las formas:
complicadas con gabletes, torrecillas y buhardillas; con porches
sobresalientes; aplastadas bajo enormes techos en declive. Blancas cortinas
flotaban en las ventanas. Recipientes con basura, llenos hasta el tope,
veíanse junto a las puertas. Un viejo perro pequinés estaba echado sobre una
almohada, en el escalón de una puerta, soltando babas. Unos pañales tendidos
revoloteaban al viento sobre las columnas de un pórtico.
Cuando Howard Roark pasaba, la gente se volvía para observarlo. Algunos
clavaban la vista en él, con súbito resentimiento. No podían explicar por
qué lo hacían; era una especie de instinto que su presencia despertaba en la
mayoría de las personas. Howard Roark no veía a nadie. Las calles estaban
desiertas para él. Hubiera podido caminar desnudo por ellas sin que le
importase un bledo.
Cruzó el corazón de Stanton, un amplio espacio verde rodeado de los
escaparates de las tiendas. En ellas exhibíanse nuevos carteles que
anunciaban: "¡Bienvenido el curso del 22! ¡Felicidad, curso del 22!" Aquella
tarde se realizaba la colación de grados del curso del 22 del Instituto
Tecnológico de Stanton.
Roark tomó por una calle lateral donde, al final de una larga fila de casas,
sobre una verde barranca, aparecía la de la señora Keating. Él era huésped
de ella desde hacía tres años.
La señora Keating se encontraba en el porche dando de comer a una pareja de
canarios, encerrados en una jaula que pendía sobre la balaustrada. Su
regordeta mano se detuvo en el aire apenas lo vio llegar. Lo observó con
curiosidad y trató de dar a su boca una expresión de lástima, pero
únicamente logró poner de manifiesto el esfuerzo que estaba haciendo.
Howard Roark cruzaba el porche sin advertir su presencia. Ella lo detuvo.
—¡Señor Roark!
—¿Qué?
—Señor Roark, lamento lo... —dijo, titubeando con gazmoñería—, lo que pasó
esta mañana.
—¿Qué pasó?
—Su expulsión del Instituto. No puedo decirle cuánto lo lamento. Quisiera
tan sólo que usted supiera que lo siento.
Se quedó mirándola, pero ella sabía que no la veía. "No —se dijo—, no es que
no me vea. Él miraba siempre fijamente a las personas, y sus infames ojos
nunca omitían nada; quería hacer sentir a todo el mundo que para él era como
si no existiesen. De ese modo se quedó mirando, sin querer contestar.
—Lo que digo —continuó ella— es que si uno sufre en el mundo es siempre a
causa de un error. Ahora, naturalmente, usted tendrá que dejar la carrera de
arquitecto. ¿No es verdad? Pero un hombre joven puede ganarse la vida
decentemente siendo empleado, comerciante o cualquier otra cosa.
Él intentó irse.
—¡Ah, señor Roark! —volvió ella a llamarlo.
—¿Qué?
—El decano llamó por teléfono mientras usted estaba fuera.
Durante un momento la mujer tuvo esperanzas de que él demostrase una
emoción, y una emoción equivaldría a verlo derrotado. No sabía por qué razón
siempre había sentido ganas de verlo derrotado.
—¿Sí? —preguntó.
—El decano —repitió con alguna vacilación, buscando el tono apropiado para
producir efecto—, el decano mismo por intermedio de su secretaria.
—¿Sí?
—La secretaria rogó que le dijese que el decano necesitaba verlo apenas
usted llegase.
—Gracias.
—¿Para qué supone que lo necesita ahora?
Él había dicho: "No sé"; pero a ella le pareció oír claramente: "Me importa
un bledo"; y lo contempló sorprendida.
—A propósito —agregó—; Peter se gradúa hoy. Lo dijo sin intención aparente.
—¿Hoy? ¡Ah, sí!
—Hoy es un gran día para mí. Cuando pienso cómo me he esclavizado y he
ahorrado para que el muchacho pudiera ir al colegio... Y no es que me queje.
Peter es un muchacho brillante.
Se echó hacia atrás. Su robusto cuerpecito estaba tan ceñidamente
encorsetado bajo los pliegues almidonados de su traje de algodón, que daba
la impresión de que la gordura le reventase por las muñecas y los tobillos.
—Naturalmente —continuó con rapidez, retomando con ansiedad su tema
favorito—, no soy tampoco de las que se jactan. Cada uno está en el lugar
que le corresponde. Observe usted a Peter de ahora en adelante. No soy de
las que quieren que su hijo se mate trabajando, y por mi parte, daré gracias
al Señor por cualquier éxito que tenga en su carrera; pero si este muchacho
no llega a ser el más grande arquitecto de los Estados Unidos, su madre
querrá saber el porqué.
Howard hizo un ademán de irse.
—¡Pero estoy entreteniéndole con mi charla! —dijo jovialmente—. Usted tiene
prisa; ha de cambiarse y salir corriendo. El decano lo está esperando.
Se quedó mirándolo a través de la puerta, de tela metálica, observando cómo
se movía su flaca figura por el vestíbulo rígidamente pulcro. Cuando él
andaba por la casa, ella experimentaba un vago sentimiento de aprensión,
como si temiese que repentinamente se abalanzara para destrozar sus mesas de
café, sus vasos chinos, sus fotografías con marcos, aunque él nunca había
demostrado tener tales inclinaciones. Pero, sin saber por qué, ella
continuaba esperando que la catástrofe sobreviniera.
Roark subió la escalera y se dirigió a su habitación. Era una pieza ancha y
luminosa a causa del brillo limpio de las paredes blanqueadas. La señora
Keating nunca tuvo, realmente, la impresión de que Roark viviera allí. Él no
había agregado ni un solo objeto a los muebles imprescindibles que ella
había colocado; ni cuadros, ni gallardetes, ni un alegre toque humano. No
había llevado nada más que su ropa y sus dibujos; tenía poca ropa y
demasiados dibujos; estos últimos estaban colocados en alto, en un rincón. A
veces ella pensaba que eran los dibujos y no un hombre los que vivían allí.
Roark se encaminó hacia los dibujos. Eran lo primero que iba a empaquetar.
Levantó uno, después el siguiente. Después otro. Se quedó contemplando las
grandes hojas. Eran bosquejos de edificios que nunca habían existido sobre
la faz de la tierra. Eran como las primeras casas edificadas por los
primeros hombres, que nunca habían tenido noticia de la existencia anterior
de edificios. No había nada que decir de ellas, salvo que cada construcción
era inevitablemente lo que debía ser. No daban la impresión de que el
dibujante se hubiese puesto a meditar concienzudamente en ellas, juntando
puertas, ventanas y columnas según el dictado de su capricho o según se lo
prescribieran los libros. Parecía como que los edificios hubiesen brotado de
la tierra por obra de alguna fuerza viviente, completos, inalterables,
correctos. La mano que había dibujado las líneas con trazos finos, de lápiz
tenía todavía mucho que aprender; pero ninguna línea parecía superflua,
ninguno de los planos exigidos había sido omitido. Las construcciones eran
severas y simples, pero cuando se las analizaba detenidamente se comprendía
qué trabajo, qué complejidad de método, qué tensión de pensamiento habrían
sido precisos para obtener esa simplicidad. Ni el más simple detalle
obedecía a una regla. Los edificios no eran clásicos ni góticos ni
renacentistas. Eran solamente Howard Roark.
Se quedó mirando un bosquejo. Era uno que no le gustaba. Había nacido de uno
de los ejercicios que se imponía a sí mismo, fuera de su trabajo escolar,
con frecuencia. Cuando encontraba un terreno especial y se detenía a pensar
qué construcción se le podía adaptar, se dedicaba a realizar ejercicios
semejantes. Había pasado noches enteras con la vista fija en aquel croquis,
preguntándose qué había omitido. Mirándolo ahora, distraídamente, notó el
error que había cometido. Lo arrojó sobre la mesa, se inclinó sobre él y
trazó líneas rectas en el prolijo dibujo. Se detenía de vez en cuando y lo
contemplaba, apretando el papel con las yemas de los dedos, como si sus
manos asiesen el edificio. Sus manos tenían dedos largos, venas duras,
articulaciones y muñecas prominentes.
Una hora después oyó un golpe en la puerta.
—Entre —masculló, sin suspender el trabajo.
—Señor Roark —suspiró la señora Keating, mirándolo fijamente desde el
umbral—, ¿qué diablos está haciendo usted?
Él se volvió tratando de recordar quién era ella.
—¿Qué me dice del decano? —se lamentó—. Del decano, que lo está esperando.
—¡Ah, sí! —dijo Roark—. Me había olvidado. La señora Keating preguntó
sorprendida:
—¿Se había... olvidado?
—Sí.
Había un timbre de sorpresa en su voz, algo así como la extrañeza ante la
sorpresa de ella.
—Bueno; todo lo que puedo decir —agregó, sofocada— es que usted se lo
merece. Se lo merece. ¿Y cómo espera tener tiempo de verlo si la
distribución de los diplomas empieza a las cuatro y media?
—Iré al instante, señora Keating.
No era solamente la curiosidad lo que la impulsaba a intervenir; era el
secreto temor de que la sentencia del Consejo fuese revocada. Howard se
marchó hacia el cuarto de baño, situado al final del vestíbulo. Ella le vio
lavarse las manos y echarse el cabello hacia atrás para darle apariencia de
peinado. Empezó a bajar la escalera, antes de que ella comprendiera que se
marchaba.
—Señor Roark —dijo con sonidos entrecortados, indicando su ropa—, ¿piensa ir
"así"?
—¿Por qué no?
—Pero ¡se trata de "su decano"!
—Ya no lo es.
Pensó, estupefacta, que él decía aquello como si se sintiera realmente
feliz.
El Instituto Tecnológico de Stanton estaba situado en una colina. Sus muros
almenados se elevaban como una corona sobre la ciudad que se extendía abajo.
Parecía una fortaleza medieval, con su catedral gótica injertada en la
parte, anterior. La fortaleza, con fuertes paredes de ladrillos, convenía al
propósito para el cual había sido hecha; pocas aberturas, con el ancho
suficiente para los centinelas; terraplenes para que los arqueros pudiesen
ocultarse para defenderla, y torrecillas en los ángulos para arrojar desde
ellas aceite hirviendo sobre el atacante, siempre que tal eventualidad
pudiera sobrevenir en un instituto de enseñanza.
La catedral sobresalía en su recamado esplendor como una defensa frágil
contra dos grandes enemigos: la luz y el aire.
El despacho del decano parecía una capilla. La detenida luz crepuscular
penetraba por un alto ventanal, con vidrieras de colores, a través de santos
rígidos, en actitud implorante. Una mancha de luz roja y otra purpúrea se
posaban en dos gárgolas genuinas agazapadas en los ángulos de una chimenea
que nunca había sido usada. En el centro de un cuadro del Partenón,
suspendido sobre la chimenea, había una mancha verde.
Cuando Roark penetró en la habitación, los contornos del rostro del decano
flotaban confusamente tras el escritorio tallado como un confesionario. El
decano era un caballero bajo, más bien gordo, cuya indomable dignidad
limitaba la expresión de su carne.
—¡Ah, sí, Roark! —dijo, sonriendo—. Siéntese. Roark se sentó. El decano
entrelazó los dedos sobre el vientre y aguardó la disculpa esperada, pero
ésta no llegó. El decano aclaró su voz.
—Sería innecesario expresarle mi pesar por el suceso desdichado de esta
mañana —empezó—, pues supongo que usted ha conocido siempre el interés
sincero que he puesto en su bienestar.
—Completamente innecesario —dijo Roark. El decano lo miró indeciso, pero
continuó:
—No es necesario que le diga que no voté en contra de usted. Me abstuve
totalmente. Pero quizá le agrade saber que tuvo en la reunión un resuelto
grupito de defensores. Pequeño, pero resuelto. Su profesor de ingeniería de
construcción actuó enteramente como un cruzado en su favor, y lo mismo el
profesor de matemáticas. Desgraciadamente, los que creyeron que era su deber
votar por su expulsión excedían en número a los otros. El profesor Peterkin,
el crítico de dibujo, convirtió en cuestión personal el asunto, llegando
hasta amenazar con la dimisión si usted no era expulsado. Tenga en cuenta
que usted ha provocado grandemente al profesor Peterkin.
—Es cierto —dijo Roark.
—Éste, como usted ve, fue el inconveniente. Me refiero a su actitud en
materia de dibujo arquitectónico. Nunca le ha concedido usted la atención
que se merece.
Y, sin embargo, ha sido un excelente alumno en todas las obras materias de
ingeniería. Nadie niega, naturalmente, la importancia de la ingeniería de la
construcción para un futuro arquitecto. Pero ¿por qué ir a los extremos?
¿Por qué desdeñar lo que se puede llamar la parte artística, la parte
inspiradora de su profesión, y concentrarse en todas esas materias áridas de
técnica matemática si piensa ser arquitecto y no ingeniero civil?
—¿No es superfluo todo eso? —preguntó Roark—. Pertenece al pasado. No vale
la pena discutir ahora mi elección de materias.
—Estoy tratando de ayudarlo, Roark. Debe ser justo en esto. No puede decir
que no se le haya prevenido varias veces antes de que esto ocurriera.
—Es cierto.
El decano se movió en la silla. Roark le hacía sentirse incómodo. Tenía los
ojos fijos en los suyos cortésmente. El decano pensó que el mal no consistía
en que él lo mirase así; en realidad, era completamente correcto; más
propiamente, cortés; sólo que lo hacía como si él no estuviese allí.
—Todos los problemas que se le han dado — prosiguió el decano—, todos los
proyectos que ha tenido que dibujar, ¿cómo los hizo? Los ha hecho todos, en
fin, no puedo llamarlo estilo, a su increíble manera, contraviniendo los
principios que tratamos de inculcarle, contrariando todos los precedentes
establecidos y las tradiciones artísticas. Usted cree ser lo que se llama un
modernista, pero ni siquiera es eso...; se trata de una mera locura, si no
le molesta que le hable así.
—No me molesta.
—Cuando se le daban proyectos dejándole la elección del estilo, y usted los
transformaba en una de sus extravagancias, bueno, francamente, sus
profesores lo aprobaban porque no sabían qué hacer; pero cuando se le dio un
proyecto con un estilo histórico determinado: una capilla Tudor, un teatro
lírico francés, y los transformó en algo que parecía un montón de cajones,
sin razón y sin ritmo, ¿podría decir que era la realización del trabajo que
le habían indicado o una insubordinación lisa y llana?
—Era una insubordinación —replicó Roark.
—Queríamos darle una oportunidad en vista de sus brillantes éxitos en todas
las otras materias, pero cuando usted transforma en esto —el decano golpeó
el puño sobre una hoja que tenía delante—, en "esto", una villa del
Renacimiento para su último trabajo del año..., realmente, joven, ya es
demasiado.
La hoja tenía el dibujo de un proyecto para una casa de vidrio y hormigón.
En un ángulo había una firma de rasgos finos y angulosos: "Howard Roark".
—¿Cómo espera que lo aprobemos después de esto?
—Yo no esperaba aprobar.
—Usted no nos deja elección en este asunto. Naturalmente, ahora sentirá
rencor hacia nosotros, pero...
—No siento tal cosa —repuso Roark tranquilamente—. Le debo una excusa. Por
regla general, no permito que las cosas me ocurran. Esta vez he cometido un
error. Yo no debí esperar a que me echasen; debería haberme ido hace tiempo.
—Vamos, vamos, no se desanime. Ésa no es la actitud que le conviene adoptar,
sobre todo después de lo que le diré —el decano se sonrió, se inclinó hacia
delante, gozando el preludio de una buena acción—. Éste es el propósito real
de nuestra entrevista. Estaba ansioso por hacérselo saber tan pronto como me
fuese posible. No quería dejarlo marcharse. Desafié personalmente el
carácter del presidente cuando le hablé del asunto. Considérelo usted, si
bien es cierto que él no se ha comprometido, pero... así quedaron las cosas.
¿Se da cuenta de lo importante que sería si usted se tomase un año para
descansar, recapacitar, podríamos decir, para hacerse más hombre? Entonces
podrá haber una posibilidad de admitirlo de nuevo. Considérelo usted; yo no
puedo prometerle nada; esto que le digo es estrictamente oficioso; sería un
poco irregular; pero, en vista de las circunstancias y de sus brillantes
éxitos, podría constituir para usted una verdadera oportunidad.
Roark se sonrió. No era una sonrisa alegre ni agradecida. Era una sonrisa
sencilla, fácil, divertida.
—Creo que usted no me comprende —repuso
Roark—. ¿Por qué supone que yo quiero volver?
—¿Eh?
—No volveré. No tengo nada más que aprender aquí.
—No le comprendo —dijo el decano firmemente.
—¿Queda algún punto por explicar? Eso no es asunto que le concierna a usted.
—Por favor, explíquese.
—Ya que es su deseo, lo haré. Yo quiero ser arquitecto, no arqueólogo. No
veo el objeto de hacer "villas" de estilo Renacimiento. ¿Para qué aprender a
proyectarlas si nunca las edificaré?
—Querido joven, el gran estilo del Renacimiento está muy lejos de haber
muerto. Cosas de ese estilo se edifican todos los días.
—Se edifican y se edificarán, pero no seré yo quien las haga —repuso Roark.
—Vaya, vaya, eso es una chiquillada.
—Yo vine aquí a aprender construcción de edificios. Cuando me daban un
proyecto, el único valor que tenía para mí era aprender a resolverlo como si
se tratase de un proyecto que había que ejecutar en realidad. He aprendido
todo lo que podía aprender aquí en ciencias de la construcción, en lo que
ustedes no me aprueban.
Un año más diseñando tarjetas postales de Italia no me serviría para nada.
Una hora antes el decano deseaba que la entrevista se desarrollase lo más
tranquilamente posible. Ahora quería que Roark mostrase alguna emoción; le
parecía ficticio que estuviese tan naturalmente tranquilo en tales
circunstancias.
—¿Quiere usted decirme que piensa seriamente edificar de esa manera cuando
sea arquitecto, si llega a serlo?
—Sí.
—Pero, amigo, ¿quién se lo tolerará?
—No es ésa la cuestión. La cuestión es quién me contendrá.
—Présteme atención, y esto es muy serio. Lamento no haber tenido antes una
conversación larga y seria con usted... Ya sé, ya sé, ya sé, no me
interrumpa; ha visto uno o dos edificios modernistas y eso le ha dado ideas.
Pero, ¿no se da cuenta de que todo el movimiento llamado modernista no es
más que una fantasía pasajera? Usted debe comprender, lo que ya ha sido
comprobado por todas las autoridades en la materia: que todo lo hermoso que
hay en la arquitectura ha sido hecho ya. Hay una rica mina en cada estilo
del pasado; nosotros solamente podemos elegir entre los grandes maestros.
¿Quiénes somos para mejorar lo que ellos hicieron? Sólo podemos intentar
repetirlo respetuosamente.
—¿Por qué? —preguntó Roark.
"No —pensó el decano—, no ha agregado nada; ha sido una palabra inocente, no
me está amenazando."
—¡Es evidente! —exclamó el decano.
—Mire —dijo Roark, señalando hacia la ventana—. ¿Ve el colegio y la ciudad?
Mire cuántos hombres andan y viven allí. Bien; me importa un bledo lo que
cada uno de ellos o todos juntos piensen de la arquitectura o de lo que
fuere. ¿Por qué tengo que tomar en cuenta lo que pensaron sus abuelos?
—Esa es nuestra sagrada tradición.
—¿Por qué?
—Por el amor de Dios, ¿continúa siendo tan ingenuo?
—Francamente, no lo comprendo. ¿Por qué quiere usted que yo piense que
"ésta" es una gran arquitectura? —dijo, señalando el cuadro del Partenón.
—"Ése" —dijo el decano— es el Partenón.
—Ya lo sé.
—No dispongo de tiempo para perderlo en disputas tontas.
—Muy bien. —Roark tomó del escritorio una regla larga y se encaminó hacia el
cuadro—. ¿Quiere que le diga qué es lo que está podrido aquí?
—¡Es el Partenón! —exclamó el decano.
—¡Sí, que Dios lo condene, el Partenón! Golpeó el cristal del cuadro con la
regla.
—Mire —dijo Roark—, ¿para qué están ahí las famosas estrías de las famosas
columnas? Para ocultar las junturas de la madera, cuando las columnas se
hacían de madera; pero éstas no son de madera son de mármol. Los triglifos
¿qué son? Madera, vigas de madera dispuestas en la misma forma que ellos los
colocaban, cuando empezaron a construir chozas de madera. Sus griegos,
cuando emplearon el mármol, copiaron sus construcciones de madera, sin
razón, porque otros las habían hecho así. Después sus maestros del
Renacimiento hicieron copias en yeso de copias de mármol de copias de
madera. Ahora estamos aquí nosotros haciendo copias de acero y hormigón de
copias de yeso de copias de mármol de copias de madera. ¿Por qué?
El decano, sentado, lo observaba curiosamente. Había algo que lo confundía,
no por las palabras de Roark, sino por la forma en que éste las decía.
—¿Reglas? —prosiguió Roark—. Mis reglas son éstas: lo que se puede hacer con
un material no debe hacerse jamás con otro. No hay dos materiales que sean
iguales. No hay dos lugares en la tierra que sean iguales. No hay dos
edificios que tengan el mismo fin. El fin, el lugar, el material determinan
la forma. Nada es racional ni hermoso si no está hecho de acuerdo con una
idea central, y la idea establece todos los detalles. Un edificio es algo
vivo, como un hombre. Su integridad consiste en seguir su propia verdad, su
único tema, y servir a su propio y único fin. Un hombre no pide trozos
prestados para su cuerpo. Un edificio no pide prestados pedazos para su
alma. Su constructor le da un alma, que cada pared, cada ventana, cada
escalera expresan.
—Pero todas las formas de expresión hace ya tiempo que han sido
descubiertas.
—Expresión ¿de qué? El Partenón no servía para el mismo propósito que su
predecesor de madera, así como un aeropuerto no sirve para el mismo
propósito que el Partenón. Cada forma tiene su propio significado, así como
cada hombre crea su sentido, su forma y su fin. ¿Qué puede importar lo que
han hecho los otros? ¿Por qué tiene que ser sagrado por el mero hecho de no
haberlo efectuado uno? ¿Por qué todo el mundo tiene que tener razón? ¿Por
qué el número de los demás toma el lugar de la verdad? ¿Por qué hacer de la
verdad una mera cuestión aritmética y, en realidad, una simple cuestión de
suma? ¿Por qué está todo retorcido, sin sentido para adoptarlo a los demás?
Debe de existir alguna razón. No la conozco y nunca la he sabido; sin
embargo, me hubiera gustado comprenderla.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó el decano—. Siéntese. Sería mejor. ¿No le
parece más conveniente dejar la regla sobre la mesa? Gracias. Ahora
escúcheme. Nadie ha negado nunca la importancia que tiene la técnica moderna
para un arquitecto. Tenemos que aprender a adaptar la belleza del pasado a
las necesidades del presente. La voz del pasado es la voz del pueblo. Nunca
un solo hombre ha inventado nada en arquitectura. El proceso creador es
lento, graduado, anónimo, colectivo, y en él cada hombre colabora con los
otros y se subordina a las normas de la mayoría.
—Mire —respondió Roark con serenidad—. Tengo, digamos, sesenta años de vida
por delante. La mayor parte de este tiempo lo emplearé en trabajar. He
elegido el trabajo que me gusta hacer. Si no hallo alegría en él, resultará
que yo mismo me habré condenado a sesenta años de tortura. Y sólo encontraré
alegría si hago mi trabajo de la mejor manera posible. Pero lo mejor es una
cuestión de normas, y yo establezco mis propias normas. No he heredado nada,
ni estoy al final de ninguna tradición. Quizás esté al principio de una.
—¿Cuántos años tiene usted? —preguntó el decano.
—Veintidós —contestó Roark.
—Bastante excusable —dijo el decano; parecía sentirse aliviado—. Ya se
curará usted de eso — sonrió—. Las viejas normas han vivido miles de años y
nadie ha podido mejorarlas. ¿Qué son los modernistas? Una moda pasajera,
exhibicionismo. Han tratado de llamar la atención. ¿Ha observado usted el
curso de sus carreras? ¿Puede nombrarme uno solo que haya logrado alguna
distinción permanente? Fíjese en Henry Cameron. Un gran hombre, un
arquitecto sobresaliente hace veinte años. ¿Qué es ahora? Puede considerarse
feliz si restaura un garaje una vez al año. Un vagabundo y borracho que...
—No discutiremos acerca de Henry Cameron.
—¿Es amigo suyo?
—No. Pero he visto sus obras.
—Y usted las encuentra...
—Dije que no discutiremos acerca de Henry Cameron.
—Muy bien. Debe darse cuenta de que le estoy permitiendo demasiada...
libertad, diremos. No estoy acostumbrado a tener discusiones con estudiantes
que se conducen como usted; sin embargo, estoy ansioso por impedir, si es
posible, lo que parece ser una tragedia: el espectáculo de un joven de sus
dotes intelectuales, que trata de complicarse la vida.
El decano se preguntaba por qué le habría prometido al profesor de
matemáticas hacer todo lo posible por aquel muchacho. Simplemente porque el
profesor, señalando un proyecto de Roark, había dicho: "Éste es un gran
hombre." Un gran hombre, pensó el decano, o un criminal. Después se
arrepintió. No estaba de acuerdo con lo uno ni con lo otro.
Recordó lo que había oído del pasado de Roark. El padre de éste había sido
pudelador de acero en un lugar de Ohio y había muerto hacía tiempo. Los
documentos de ingreso del muchacho no ofrecían dato alguno, de parientes
próximos. Cuando se le preguntó acerca de esto, respondió con indiferencia:
"Nunca he pensado en ellos; puede ser que los tenga, no sé." Le llamó la
atención que tal cosa tuviera allí algún interés. No había tenido ni había
buscado un solo amigo en el colegio, y no quiso ingresar en ninguna
asociación. Se había pagado sus estudios en la escuela superior y en los
tres años del instituto. Desde la infancia había trabajado como albañil en
la construcción de edificios. Había servido como enyesador, como plomero, y
se había ocupado en trabajos en acero. Había aceptado todas las tareas que
pudo conseguir en su marcha de poblado en poblado para llegar a las grandes
ciudades del Este.
El decano lo había visto el último verano, durante sus vacaciones,
remachando en un rascacielos que se construía en Boston. Su cuerpo
descansaba bajo un grasiento overall; sólo sus ojos estaban atentos y su
brazo derecho se balanceaba con pericia de cuando en cuando para coger al
vuelo la bola de fuego, en el último momento, cuando parecía que el remache
ardiendo le pegaría en la cara.
—Vamos —dijo el decano con gentileza—. Usted ha trabajado duramente para
educarse. Sólo le falta un año para terminar. Hay una cosa muy importante
que considerar, particularmente para un muchacho de su situación. Hay que
pensar en la parte práctica de la carrera de arquitecto. Un arquitecto no es
un fin en sí mismo; es solamente una pequeña parte del todo social. La
cooperación es la palabra clave de nuestro mundo moderno y de la profesión
de arquitecto en particular. ¿Ha pensado en sus futuros clientes?
—Sí —respondió Roark.
—El "cliente" —dijo el decano—. El cliente. Piense en él sobre todas las
cosas. Él es el que tiene que vivir en la casa que usted construya. Su único
propósito debe ser servirle. Debe aspirar a darle una expresión artística
adecuada a sus deseos. ¿No es esto todo lo que se puede decir al respecto?
—Bien; yo podría decirle que aspiro a edificar para mi cliente la casa más
confortable, más lógica y hermosa que se pueda construir. Podría decirle que
trataré de ofrecer lo mejor que tenga y que también le enseñaré a conocer lo
mejor. Podría decírselo, pero no quiero, porque no pienso construir para
servir ni ayudar a nadie. No pienso edificar para tener clientes para
edificar.
—¿Cómo? ¿Piensa forzarlos a aceptar sus ideas?
—No me propongo forzar ni ser forzado. Los que me necesiten, me buscarán.
Entonces comprendió el decano qué era lo que le había dejado perplejo en las
maneras de Roark.
—¿Ha pensado —dijo— que resultaría más convincente si en sus palabras se
advirtiese algún interés por mi opinión respecto al asunto?
—Es cierto —dijo Roark—. Pero no me preocupa si usted está de acuerdo
conmigo o no.
Lo dijo tan simplemente, que no pareció ofensivo; sonaba como la
manifestación de un hecho que él advertía, perplejo, por primera vez.
—No sólo no le preocupa lo que piensan los otros, cosa que podría parecer
incomprensible, sino que ni se preocupa por hacer que piensen como usted.
—No.
—Pero eso es... monstruoso.
—¿Sí? Es posible. No podría decirlo.
—Estoy encantado con esta entrevista —dijo el decano repentinamente, con voz
demasiado fuerte—. Esto ha aliviado mi conciencia. Creo, como dijeron
algunos en la reunión, que la carrera de arquitecto no es para usted. He
tratado de ayudarle, pero ahora estoy de acuerdo con el tribunal. A usted no
hay que alentarle; es usted muy peligroso.
—¿Para quién? —preguntó Roark.
Pero el decano se levantó, indicando con esto que la entrevista había
terminado.
Roark salió. Marchó lentamente a través de amplios salones, bajó la escalera
y salió al jardín. Había conocido muchos hombres como el decano, pero jamás
los había comprendido. Sabía solamente que existía una diferencia importante
entre sus actos y los de ellos, pero hacía tiempo que ello había dejado de
molestarlo. Buscaba siempre un motivo central en los edificios y un impulso
central en los hombres. Sabía qué era lo que motivaba sus acciones, pero
ignoraba la causa de los demás. No le preocupaba. No había conocido el
proceso del pensamiento en los otros, pero deseaba saber a veces qué los
hacía ser como eran. Le llamó la atención nuevamente la manera de pensar del
decano. Había un secreto importante envuelto en esa cuestión; había un
principio que debía descubrir.
Pero se detuvo. Contempló el sol en el momento en que iba a desaparecer,
detenido todavía en la piedra caliza gris de una línea de molduras que
corrían a lo largo de los muros enladrillados del instinto. Olvidó a los
hombres y al decano y los principios que éste representaba y que él quería
descubrir. No pensaba sino en lo hermosas que parecían las piedras
iluminadas por la tenue luz y en lo que él podría hacer con ellas. Imaginaba
un amplio pliego de papel y veía erguirse de éste paredes de desnudas
piedras, con largas hileras de ventanales por los que entraba a las aulas la
luz del cielo. En el ángulo del pliego había una firma de rasgos finos y
angulosos: "Howard Roark."
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Responsables últimos de este proyecto Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado Son: Maestros - Diplomados en Geografía e Historia - Licenciados en Flosofía y Letras - Doctores en Filología Hispánica |
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