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DIRECTORIO

de la

SECCIÓN

LA COPA DORADA (Frag.)

Los documentos a los que aquí se accede han sido realizados expresamente para desarrollar los programas académicos que trabajamos con nuestros alumnos. Esta serie se completa en muchos casos con propuestas de actividades interactivas, audios o vídeos que concretan y validan el grado de comprensión alcanzado o, simplemente, actuan como elemento motivador. También está disponible una estructura tipo «Wiki» colaborativa, abierta a cualquier docente o alumno que quiera participar en ella. Para acceder a estos contenidos se debe utilizar el «DIRECTORIO de la SECCIÓN». Para otras áreas de conocimiento u opciones use el botón: «Navegar»

Autor: Henry James

 Cine

CAPÍTULO PRIMERO

Cuando pensaba en ello, el Príncipe se daba cuenta de que Londres siempre le había

gustado. El Príncipe era uno de esos romanos modernos que encuentran junto a las orillas del Támesis una imagen más convincente de la fidelidad del antiguo estado que la que habían dejado junto a las orillas del Tíber. Formado en la leyenda de aquella ciudad a la que el mundo entero rendía tributo, veía en el actual Londres, mucho más que en la contemporánea Roma, la verdadera dimensión del concepto de Estado. Se decía el Príncipe que, si se trataba de una cuestión de Imperium, y si uno quería, como romano, recobrar un poco ese sentido, el lugar al que debía ir era al Puente de Londres y, mejor aún, si era en una hermosa tarde de mayo, al Hyde Park Corner. Sin embargo, a ninguno de estos dos lugares, al parecer centros de su predilección, había guiado sus pasos en el momento en que le encontramos, sino que había ido a parar, lisa y llanamente, a Bond Street, en donde su imaginación, propicia ahora a ejercicios de

alcance relativamente corto, le inducía a detenerse de vez en cuando ante los escaparates

en los que se exhibían objetos pesados y macizos, en oro y plata, en formas aptas para

llevar piedras preciosas o en cuero, hierro, bronce, destinados a cien usos y abusos, tan apretados como si fueran, en su imperial insolencia, el botín de victorias alcanzadas en

lejanos pagos.

Sin embargo, los movimientos del joven Príncipe en manera alguna revelaban atención, ni siquiera cuando se detenía al vislumbrar algunos rostros que pasaban por la calle junto a él bajo la sombra de grandes sombreros con cintajos, u otros todavía más delicadamente matizados por las tensas sombrillas de seda, sostenidas de manera que daban con una intencionada inclinación, casi perversa, en los coches del tipo victoria que esperaban junto a la acera. Los vagos pensamientos del Príncipe eran no poco sintomáticos, por cuanto a pesar de que la época de veraneo había comenzado ya, y con ello a menguar la densidad del tránsito en las calles, se percibían rostros, en esta tarde de agosto, con posibilidades propias de aquel escenario.

No obstante, la verdad es que el Príncipe se sentía inquieto hasta el punto de no poder

concentrarse, y la última idea que se le hubiera ocurrido entonces hubiese sido la de em

prender una persecución, fuera cual fuere su naturaleza. En el curso de los últimos seis meses, el Príncipe había estado empeñado en una persecución como jamás lo había estado en su vida y esto era lo que le tenía alterado ahora, en el momento en que nos fijamos en él, la idea de justificar su empeño. La captura había sido el premio a su persecución, o, como él mismo habría podido expresar: el éxito había sido el precio de la virtud. Por eso, la fijeza de su pensamiento en este asunto le había puesto de un humor más serio que alegre. Una expresión de austeridad, que hubiera podido confundirse con la de fracaso, cubría su rostro bien parecido, grave y de líneas sólidas

y regulares, aunque, al mismo tiempo, extraño por sus ojos azules, el bigote castaño oscuro y unos rasgos, tan levemente «extranjeros» desde el punto de vista inglés, que quizás hubieran motivado el comentario, superficialmente halagador, de que parecía un irlandés «refinado».

Lo que había ocurrido era que poco antes, a las tres de la tarde, el destino del Príncipe había quedado marcado casi irremisiblemente y que, aunque pretendiera luchar contra él, se daba una gravedad parecida a la que se produce cuando después de cerrar a aquellas casas que alquilamos para hacerlas menos feas. Desde luego, estos objetos corren peligro, y tenemos que vigilarlos. Pero a papá le gustan las cosas bellas, le gusta, como dice él, lo bueno que hay en ellas, y con tal de gozar de su compañía acepta los riesgos consiguientes.

Después de una pausa, Maggie observó con énfasis:

––Hemos tenido una suerte extraordinaria, no hemos perdido nada todavía. Los objetos

más bellos a menudo son los más pequeños. En muchos casos, como bien sabes, el valor

no guarda ninguna relación con el tamaño.

Maggie concluyó:

––Pero no hemos perdido nada, ni siquiera la pieza más pequeña.

Riendo, el Príncipe dijo:

––¡Me gusta la clasificación que me has dado! Yo seré una de esas piezas menudas que

sacas de la maleta y pones entre las fotografías de la familia y los semanarios recién

comprados en un hotel, o, en el peor de los casos, en una casa alquilada, maravillosa como ésta en la que nos encontramos. Pero, al parecer, no soy un objeto de tan gran tamaño que exija ser enterrado.

––Querido, no te enterrarán hasta después de haber muerto. A no ser que, a tu

juicio, ir a American City equivalga a estar enterrado.

––Antes de llegar a conclusión alguna a este respecto, sería preciso que viera mi tumba.

De esta manera, y siguiendo lo que era inveterado en él, el Príncipe dijo la última palabra en aquella conversación. Pero volvió cierta observación que había acudido a sus labios al principio y que había retenido:

––Tanto si soy bueno, como malo o indiferente, creo que hay en mí una cosa en la que

tienes fe.

Estas palabras habían tenido un tono solemne, incluso a los oídos del propio Príncipe,

pero la muchacha las interpretó alegremente:

––¡Por favor, no me limites a «una» cosa! Querido, son muchas las cosas que hay en ti

en las que tengo fe, de manera que unas cuantas seguirán suscitando mi fe, aunque la mayoría queden hechas cisco. Y ya me he ocupado de este problema. He dividido mi fe en compartimentos estancos. ¡Debemos hacer lo preciso para no hundirnos!

––¿Realmente crees que no soy hipócrita? ¿Reconoces que no miento, ni finjo, ni engaño? ¿Está protegida esa creencia en el interior de un compartimento estanco?

Estas preguntas, a las que había dado cierto énfasis, habían hecho, recordaba ahora el

Príncipe, que Maggie le mirara fijamente durante unos instantes y que subiera un tanto el color de su rostro, como si las palabras hubieran resultado todavía más extrañas de lo que él se había propuesto. Advirtió inmediatamente que toda conversación seria centrada en la veracidad, en la lealtad o en la carencia de una y otra, cogía desprevenida a Maggie como si no estuviera preparada para hablar de estos asuntos. El Príncipe ya había reparado anteriormente en ello. Era el síntoma inglés y norteamericano indicativo de que el engaño, lo mismo que «el amor», debía tomarse a broma. No se podía «profundizar». Por esto, el tono de sus preguntas fue, por lo menos, prematuro. Pero, al mismo tiempo, un error digno de ser cometido, en méritos del tono casi exageradamente burlón en el que la respuesta de Maggie se refugió:

––¿Compartimento estanco? ¿El mayor de todos ellos? ¡Bueno, es más que eso! ¡Es

como todo un barco, es la mejor cabina, la cubierta principal, la sala de máquinas y la

despensa! ¡Es más que un barco, es todos los barcos de la compañía! ¡Es la mesa del capitán, y todo mi equipaje, y todas las lecturas del viaje!

Maggie empleaba imágenes así, sacadas de buques y trenes, por estar familiarizada con

«compañías marítimas», con el empleo de coches propios, por conocer continentes y mares, que el Príncipe, por el momento, todavía no estaba en condiciones de emular. Maggie empleaba imágenes de grandes máquinas y organizaciones modernas que el Príncipe todavía no conocía, pero que formaban parte integrante de la situación en la que ahora se hallaba; por eso pensaba serenamente que quizá su futuro quedara destrozado al tropezar con todo aquello.

A pesar de estar satisfecho con su compromiso matrimonial y de estimar que su futura esposa era una muchacha encantadora, la visión que el Príncipe tenía de aquella forma de vida de la muchacha era el principal objeto de su «enamoramiento», hasta el punto de que constituía un fuerte contraste con su interna disposición mental, contraste que él tenía la inteligencia suficiente de percibir con claridad. Su inteligencia le inducía a sentirse muy humilde, a desear no ser en manera alguna duro ni voraz, a no insistir en los derechos que le correspondían según los acuerdos adoptados; en resumen, a no comportarse con arrogancia ni con codicia. Y realmente, aunque fuera extraño, la sensación de este último peligro era, al mismo tiempo, un claro ejemplo de su actitud con respecto a los peligros procedentes de su fuero interno. Personalmente, estimaba el Príncipe, carecía de los vicios antes mencionados, de lo cual se alegraba. Pero, por otra parte, las gentes de la aristocracia habían tenido semejantes vicios en alto grado, y el Príncipe era todo él un aristócrata.

La presencia de su alcurnia era como la percepción de un irresistible aroma que empapaba sus ropas, sus manos, su cabello y toda su persona, igual que si hubiera sido sumergido en un baño químico. El efecto no se advertía en parte concreta alguna, pero él se sentía  constantemente a merced de las causas. Conocía muy bien la historia que precedió a su nacimiento, la conocía con todo detalle, y tenía el hábito de no perder de vista jamás las causas. ¿Y qué era ese franco reconocimiento de aquella fea historia,  se preguntaba, sino parte del cultivo de la humildad? ¿Qué era aquel paso tan importante que acababa de dar, sino expresión del deseo de entrar en una nueva historia que, en la medida de lo posible,  fuera contradicción e, incluso, en caso necesario, flagrante deshonra de la antigua? Si lo que ahora había conseguido no era suficiente, tendría que hacer algo distinto. Reconocía paladinamente ––siempre en su humildad–– que el instrumento que desde ahora debería utilizar tendría que ser el que le proporcionaran los millones del señor Verver. Para el Príncipe sólo esto existía en el mundo, ya que anteriormente había buscado otros medios, había mirado a su alrededor, y había visto la realidad. Pero, al mismo tiempo, el Príncipe, a pesar de ser humilde, no lo era tanto como para juzgarse frívolo o estúpido. Estimaba ––lo cual quizá divierta a su biógrafo–– que cuando uno era tan estúpido que se equivocaba en lo tocante a esta clase de problemas, sabía que se equivocaba. En consecuencia, él sabía que no se equivocaba y que su futuro sería científico. Nada había en su persona que impidiera el carácter científico de su futuro. Se estaba aliando con la ciencia y, a fin de cuentas, ¿qué es la ciencia sino la carencia de prejuicios aliada con el dinero? Su vivir rebosaría de maquinaria, que es el antídoto de la superstición; superstición que es, a su vez, en gran medida, la consecuencia, o por lo menos la emanación, de los archivos. Consideraba que esas realidades ––la de no ser totalmente inútil y la de su absoluta aceptación de los cambios de la época que se le avecinaba–– restablecían el equilibrio de su ser, hasta ahora de tan diferente manera juzgado. Los momentos en que menos seguro se sentía de sí mismo eran aquellos en los que llegaba a pensar que, caso de ser realmente inútil, tal defecto le hubiera sido perdonado.

Según tan absurdo parecer, creía que él, incluso con la tarta de la inutilidad, hubiera sido apetecible. Hasta tal punto llegaba la tolerancia del espíritu romántico de los Verver. Los pobrecillos ni siquiera sabían, a este respecto ––el de la inutilidad–– lo que la genuina palabra significaba. Él sí lo sabía, porque  había visto la inutilidad, la había practicado y le había tomado las medidas. Se trataba de un recuerdo sobre el que debía bajar el telón de la misma manera que, mientras caminaba, bajaban las contraventanas de una tienda que cerraba temprano aquel perezoso día de verano, accionadas por una manivela. He aquí que de nuevo veía maquinaria a su alrededor, que era dinero, que era poder: el poder de los pueblos ricos. Pues bien, ahora él pertenecía a un pueblo rico, estaba de parte de los ricos, o quizá, lo que era aún más agradable, los ricos estaban de su parte.

Algo parecido a lo anterior era, por lo menos, el aire moral y el murmullo que le acompañaba al caminar. Esto hubiera sido ridículo ––que tal moral brotara de tal fuente–– si la gravedad de la opresión que he hecho constar al principio no guardara cierta armonía con la gravedad del momento. Otra circunstancia era la inminente llegada del grupo procedente de Italia. A primeras horas de la mañana acudiría a recibirles a Charing Cross: a su hermano menor, que se había casado antes que él, pero cuya esposa, de raza semita y que aportó una dote suficiente para dorar la píldora, no se hallaba en condiciones de viajar; a su hermana con su marido, milaneses de lo más anglófilo que cabía encontrar; a su abuelo materno, el diplomático menos activo que se pueda imaginar; y su primo romano, Don Ottavio, el ex diputado y pariente más disponible entre todos los ex diputados y parientes.

Se trataba de una escasa representación de consanguíneos que, a pesar de los deseos de Maggie de mantener en secreto la boda, le acompañarían al altar. Eran realmente pocos, pero formarían un grupo sin duda más numeroso que aquel otro que la novia pudiera convocar, porque, al carecer de riqueza, en lo referente a parentesco, a pocos podía elegir y, por otra parte, no quería recurrir a las invitaciones injustificadas. La actitud de la muchacha en esta materia había interesado al Príncipe, quien la había aceptado plenamente, y, al aceptarla, le había proporcionado una visión, claramente agradable, de la clase de criterios discriminatorios por los que su futura esposa se regiría, que eran de una naturaleza que armonizaba perfectamente con sus gustos. Le había dicho Maggie que tanto ella como su padre carecían de familia cercana y no estaban dispuestos a que su lugar fuera ocupado por parientes de mentirijillas, ni tampoco a salir por los caminos a buscar invitados. Sí, desde luego, conocían a mucha gente, pero el matrimonio era cosa íntima. A los amigos se les invitaba cuando se tenían familiares y parientes; sí, en este caso, se invitaba a todos. Pero no se les invitaba solos, para que cubrieran la falta de parientes y parecieran  lo que en realidad no eran. Maggie sabía lo que quería y lo que le gustaba, y el Príncipe estaba plenamente dispuesto a aceptarlo, estimando que ambos hechos eran de buen augurio. El Príncipe esperaba y deseaba que Maggie fuera una mujer con carácter. Sí, su esposa debía tener carácter, y el Príncipe no temía que fuera excesivo. En otro tiempo tuvo que tratar con buen número de personas dotadas de carácter, principalmente con tres o cuatro eclesiásticos, entre los que descollaba su tío abuelo, el Cardenal, que había influido y participado en su educación, cosa que a él jamás le alteró ni inquietó. En consecuencia, esperaba con notable interés que este rasgo concurriera en quien iba a convertirse en la persona más íntimamente ligada a su vivir. Cuando advertía un rasgo de carácter en el comportamiento de Maggie, estimulaba su desarrollo.

Por lo tanto, en los momentos presentes, el Príncipe tenía la sensación de que todos sus papeles estaban en regla, de que el balance de sus cuentas cuadraba como jamás en su vida había cuadrado, por lo que podía darle un seco carpetazo. Sin duda alguna, la carpeta volvería a abrirse por sí misma con la llegada de los romanos, o quizá volviera a abrirse con ocasión de la cena de aquella misma noche, en Portland Place, en donde el señor Verver había sentado sus reales de tal botín tomado a Darío. Pero lo que definía la crisis del Príncipe era, tal como he dicho, la conciencia que tenía de las dos o tres horas inmediatas. Detenía sus pasos en las esquinas y en los cruces de las calles, y ante él y a oleadas se alzaba aquella conciencia, clara en cuanto a su origen aunque vaga en lo referente a su fin, de la que he hablado al principio, la conciencia que le impulsaba a hacer algo por sí mismo, cualquier cosa, antes de que fuera demasiado tarde. Cualquier amigo a quien se hubiera confesado se habría reído francamente de este impulso y de que el Príncipe hubiera recurrido a él para tal confesión. Pero, a fin de cuentas, ¿por qué y por quién, sino por sí mismo y por las grandes ventajas anejas, iba él a casarse con una muchacha extraordinariamente encantadora, cuyas dotes, las de la clase sólida, estaban tan garantizadas como su dulzura? No iba el Príncipe a hacerlo todo por ella. Sin embargo, ocurrió que se había entregado con tanta libertad de pensar sin llegar a nada concreto, que poco tardó en alzarse ante él claramente definida la imagen de una persona amiga a la que el Príncipe a menudo había calificado de irónica.

El Príncipe dejó de rendir el tributo de su atención a las caras que pasaban, para permitir que su impulso creciera y adquiriese fuerza. La juventud y la belleza apenas conseguían hacerle volver la cabeza, pero la imagen de la señora Assingham le obligó a detener un coche de alquiler. La juventud y la belleza de la señora Assingham pertenecían, más o menos, al pasado, pero el hecho de encontrarla en casa, como probablemente la encontraría, significaba «hacer» lo que él todavía tenía tiempo de hacer, daría una razón a su inquietud y, en consecuencia, le apaciguaría un tanto. Reconocer la conveniencia de aquella especial peregrinación ––la señora Assingham vivía bastante lejos, en la alargada Cadogan Place representaba, en realidad, suavizar un poco su inquietud. Percibir la oportunidad de darle las gracias, y de hacerlo en el momento en que lo iba a hacer, era el único problema que le preocupaba, como comprendía ahora, camino de la casa de la señora Assingham.

Sí, exactamente ella, la señora Assingham, representaba, encarnaba, las ambiciones del Príncipe, y la agradable personalidad de esta señora era la fuerza que las había puesto en acción, sucesivamente, una tras otra. Ella era quien había hecho el matrimonio del Príncipe, de una manera tan real como su papal antepasado había hecho a la familia del Príncipe, a pesar de que éste no alcanzaba a comprender por qué la señora Assingham se había comportado así, a no ser que se tratara de una mujer perversamente romántica. Él no había sobornado a la señora Assingham ni la había convencido y nada le había dado hasta el momento, ni siquiera las gracias, por lo que los beneficios de esta señora ––dicho sea vulgarmente–– forzosamente debían de proceder, en su integridad, de los Verver.

Sin embargo, el Príncipe todavía pudo advertirse a sí mismo que estaba muy lejos de suponer que la señora Assingham hubiera sido groseramente remunerada. Tenía la certeza de que no era así, porque si el mundo se dividiera entre gente que acepta obsequios y gente que no los acepta, la señora Assingham quedaría englobada entre quienes forman la clase correcta y digna. Pero, por otra parte, su desinteresada conducta daba miedo, por cuanto significaba tremendos abismos de confianza. Admirable era el cariño que la señora Assingham sentía por Maggie, para quien poseer semejante amiga bien podía situarse entre las partidas de sus «activos». Pero la gran demostración del afecto de la señora Assingham había consistido en hacer lo preciso para que fraguara la relación entre el Príncipe y Maggie. Al tratar al Príncipe durante un invierno en Roma, encontrarle después en París y gustarle, como francamente le dijo desde un principio, la señora Assingham le había conferido la distinción de ser uno de sus jóvenes amigos y, de esta manera, le había rodeado de una inconfundible aureola, con la cual le había presentado. Sin embargo, el interés de la señora Assingham por Maggie ––y ahí estaba la clave–– poco habría significado sin el interés de la señora Assingham por el Príncipe. ¿Y cuál era el origen de este sentimiento que no había sido solicitado ni recompensado? ¿En qué había beneficiado el Príncipe ––y ésta era la misma pregunta que sehacía con respecto al señor Verver–– a la señora Assingham? Para el Príncipe recompensar a una mujer ––lo mismo que formularle una petición–– consistía, más o menos, en hacerle el amor. Ahora bien, a su entender, él jamás había hecho el amor, ni en el menor grado, a la señora Assingham, y creía que tampoco ésta lo hubiera creído ni por un instante. En la actualidad al Príncipe le gustaba distinguir a las mujeres a las que no había hecho el amor, por cuanto ello representaba ––y esto era lo que le complacía–– que se encontraba en una etapa de su vida diferente de aquella otra en la que le gustaba distinguir a las mujeres a quienes había hecho el amor. Y además de todo lo dicho, la señora Assingham jamás se había mostrado agresiva o resentida. ¿Se había dado el caso de que en alguna ocasión ella le hubiera reprochado algo?

Esas cosas, los motivos que animaban a aquella clase de personas, eran oscuras, de una oscuridad un tanto alarmante, y formaban parte del elemento incomprensible que matizaba la buena suerte del Príncipe. Recordaba haber leído, siendo muchacho, un maravilloso cuento de Edgar Allan Poe, compatriota de su futura esposa, que demostraba, dicho sea incidentalmente, la gran imaginación que los norteamericanos pueden tener. Se trataba de la historia de un náufrago, Gordon Pym, que navegando a la deriva en una barquichuela hacia el Polo Norte ––¿o era el Polo Sur?–– llegó a acercarse a él más de lo que nadie había logrado y, en determinado momento, se encontró ante una masa de denso aire blanco que era como una deslumbrante cortina de luz que lo ocultaba todo, tal como lo oculta la oscuridad, aun cuando su color era el de la leche o la nieve. Había momentos en que el Príncipe tenía la impresión de que su barquichuela se dirigía hacia tan misterioso fenómeno. El estado mental de sus nuevos amigos, incluyendo entre ellos a la señora Assingham, guardaba cierto parecido con la gran cortina blanca. Las únicas cortinas que el Príncipe había conocido eran rojas, negras o de colores intermedios, destinadas a producir, allí donde colgaban, oscuridades intencionadas y severas. Cuando estaban dispuestas para ocultar sorpresas, las sorpresas solían tener el carácter de sobresaltos.

Sin embargo, de las fuentes antes mencionadas, no eran sobresaltos lo que a su juicio cabía razonablemente esperar, sino que le pareció que podían proporcionarle algo, todavía no calificado, pero que, para darle una denominación aproximada, hubiera llamado «grado de confianza depositada en él». Durante el mes anterior estuvo paralizado y sumido en la meditación, súbitamente nacida o renacida, acerca de lo que él esperaba en términos generales. Lo curioso del caso radicaba en que no se trataba de esperar de él algo determinado, sino de una presunción amplia, blanda y blanca de estar él dotado de unos méritos casi incalificables, de una calidad y valor esenciales. Era como si fuera una vieja y rara moneda hecha con un oro de tal pureza que ya hubiera dejado de emplearse, con la impronta de unas artes medievales gloriosas y maravillosas, cuyo valor, al cambio moderno, en soberanos y en medias coronas, fuera realmente notable, pero, debido a que había medios más sutiles de utilizarla, tal valoración resultaba superflua. Ésta era la imagen más segura en la que aún le estaba permitido reposar. Iba a constituirse en una posesión, pero, al mismo tiempo, se resistía a quedar reducido a la suma de las diversas partes que lo componían. ¿Y qué significaba esto, sino que, si no le «daban el cambio», jamás sabrían ––y tampoco él lo sabría–– cuántas libras, chelines y peniques valía? De todas maneras, por el momento, estas preguntas carecían de respuesta. Lo único que el Príncipe tenía ante sí era la realidad de que le habían investido de tributos. Le tomaban en serio y perdida en la blanca niebla se encontraba la seriedad ajena con que era tomado. Esta seriedad se daba incluso en la señora Assingham, a pesar de estar dotada, como a menudo había demostrado, de espíritu burlón. Lo único que el Príncipe podía decir era que, por el momento, nada había hecho para romper el hechizo. ¿Qué ocurriría si esta misma tarde preguntara con sinceridad a la señora Assingham qué había, desde el punto de vista moral, detrás de su blanca cortina de velos? Equivaldría a preguntar qué esperaban de él. La señora Assingham probablemente contestaría: «¡Bueno, ya sabe, es lo que nosotros esperamos que usted sea!». Ante esta contestación al Príncipe no le quedaría más remedio que responder que ignoraba lo que debía ser. ¿Rompería el hechizo, al decir que no tenía la más leve idea al respecto? ¿Y, en realidad, qué idea podía tener? Por otra parte, también se tomaba en serio a sí mismo; sí, era para él una cuestión de puntillo, aunque no, simplemente una cuestión de fantasía o pretensión. De vez en cuando, el Príncipe veía modos y maneras de dar el debido tratamiento a la estimación que de sí mismo tenía. Pero la estimación ajena, dijeran lo que dijesen, tendría que ser sometida a una prueba práctica en un momento u otro. Y como quiera que la prueba práctica tendría que ser forzosamente proporcionada al conjunto de sus atributos, se llegaba de inmediato a una escala que, honradamente, él no podía siquiera vislumbrar. ¿Quién, salvo el poseedor de miles de millones, podía determinar el valor de mil millones? Esta medida era el objeto oculto por los velos, pero el Príncipe, cuando el coche de alquiler en que viajaba se detuvo en Cadogan Place, se sintió más cerca del velo. Y se prometió a sí mismo darle por lo menos un tirón.

 



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Responsables últimos de este proyecto

Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado

Son: Maestros - Diplomados en Geografía e Historia - Licenciados en Flosofía y Letras - Doctores en Filología Hispánica

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